3

Las olas recias, gruesas, henchidas, entraban a cámara lenta por delante del faro, sito en una roca frente a la costa, y rompían sobre la playa, dejando el aire espolvoreado de espuma blanca como el hielo. La plataforma costera formaba un pronunciado escalón en aquel punto, bajando casi en picado hacia Provincetown y, más allá, hacia la inmensa vastedad del Atlántico. Quirke y Phoebe estaban uno junto al otro en la pasarela de cemento, contemplando el horizonte. Un viento recio soplaba del mar entre rugidos, lanzándoles la espuma a la cara, sacudiendo las aletas de los abrigos contra sus piernas. Phoebe dijo algo, pero Quirke no llegó a oírla por culpa del viento y del líquido estrépito de los guijarros que rodaban en un constante ir y venir bajo las olas. Se llevó la mano al oído y se acercó más a ella; ella le acercó la boca a la oreja y gritó de nuevo: «¡Creo que si extendiera los brazos podría echar a volar!». Cuánta juventud rebosaba. El largo y tedioso viaje desde Irlanda no parecía haberla afectado en absoluto, y le centelleaban los ojos tanto como le resplandecían las mejillas. El enorme Buick de Josh Crawford estaba aparcado tras ellos, formando un ángulo con la senda de arena, agazapado, reluciente, como un animal inmenso que hubiera llegado reptando desde el fondo del mar. Andy Stafford, con su chaquetón de chófer, esperaba de pie junto al coche y los miraba sin perder detalle, con la gorra de plato sujeta al costado, el cabello negro muy repeinado, con gomina, aplastado contra el cráneo. Algo menudo, con su traje gris y sus polainas abrillantadas, tenía todo el aire de un soldado que aún fuera un muchacho, de cara al viento de la batalla.

Quirke y Phoebe se dieron la vuelta y echaron a caminar por la senda arenosa, al abrigo de las dunas. Unas cuantas casas de madera para veraneantes se levantaban a cierta distancia del mar, con la pintura descascarillada y las ventanas veladas por el salitre. Ayudándose con el bastón, Quirke tenía que caminar con tiento, pues el terreno era desigual e inseguro, además de que la grama parecía tan robusta y nervuda que podría cazarle a lazo por el tobillo y dar con él por tierra. A pesar de verse obligado a cojear con torpeza, se sentía tan despejado, tan ingrávido, que también él podría dejarse arrancar de tierra por un golpe de viento y echar a volar en un torbellino tumultuoso. Se detuvo y sacó el tabaco, pero el viento era demasiado potente, y no logró prender el encendedor. Siguieron adelante.

—Aquí solía venir con Delia —dijo, y lo lamentó al punto, pues Phoebe aprovechó la iniciativa, naturalmente.

—¿Cómo era Delia? —preguntó con avidez, poniéndole una mano sobre el brazo y apretándoselo—. Lo digo en serio. Ahora que estoy aquí, me gustaría saber… En la casa prácticamente se percibe su presencia.

—Ah, supongo que era una mujer emocionante.

¿Sería cierto? Había sido una mujer total y absolutamente carente de escrúpulos de cualquier clase, hija de su padre hasta la médula, y eso fue algo que a él ciertamente le emocionaba. Pero también la había aborrecido. Qué curioso, el amor y el odio, las dos caras de la preciada moneda que ella como si tal cosa le había entregado. Phoebe asentía solemnemente, como si él acabase de comunicarle una profunda intuición. Esa ansiedad que mostraba por saber cómo había sido verdaderamente Delia… ¿poseía algún indicio inconsciente de quién era Delia en verdad?

—Vaya —repuso—, yo creía que era mamá la que tenía fama de ser emocionante.

—Todos éramos distintos en aquel entonces —a él mismo le parecieron las palabras de un bufón viejo y afectuoso que de repente se hubiera puesto a divagar acerca de los años perdidos. Se le ocurrió que estaba literalmente harto de ser Quirke, pero también sabía que no podía ser nadie más—. Quiero decir —añadió deprisa irritado— que todos éramos otros: tu padre, Sarah, yo mismo… —calló—. Mira, volvamos. Este viento me está levantando dolor de cabeza.

Pero no sólo era el viento lo que le atormentaba. Cuando Phoebe pronunció el nombre de Delia, se sintió como podría sentirse un adúltero cuando su esposa nombra al azar a la amiga de la familia que tiene por amante en secreto. Sabía que su deber era decirle a su hija, ¡a su hija!, cuál era la verdad; sabía que debía decirle quiénes eran sus verdaderos padres, pero no sabía de qué modo decirlo. Era algo demasiado grande para ponerlo en palabras, era algo que se salía del curso corriente de la vida. No casaba de ninguna manera, se dijo, con todo el trato que ambos habían tenido hasta ese momento, con la cordial tolerancia que existía entre los dos, la libertad, la alegría sin cargas de ninguna clase. Era absurdo. ¿Cómo podía siquiera empezar a ser un padre para ella a la vuelta de tantísimos años, de los muchos años de que constaba, en efecto, la totalidad de los vividos por la joven? Sin embargo, incluso al seguir adelante por la senda, con su mano en el brazo, estaba persuadido de que sentía la pérdida de ella, la ausencia de ella, en la oquedad que en el fondo de su corazón podría ella haber colmado durante todos esos años. Desde aquel momento en las montañas, cuando Sarah le hizo su confesión, se había ido acumulando en él, con constancia, como el río que vierte el agua en una represa, algo que, si le diera suelta, tan sólo anegaría su vida y ahogaría la paz de espíritu que pudiera disfrutar, y por eso se limitó a seguir renqueando, sonriendo, esquivando las despreocupadas inquisiciones de su hija olvidadiza a propósito de la mujer que, aunque ella lo desconociera, fue su madre. Algún día, se dijo casi con satisfacción vindicativa, algún día le tocaría padecer las consecuencias de esa laxitud, de esa desidia, de esa cobardía. Y es que eso era: era un miedo cerval, sin aditivos de ninguna clase. Podría aducir todas las excusas que se le ocurriesen, podría hablar de la tolerancia que había existido entre ambos, de la libertad y de la alegría que de ninguna manera debía arriesgarse a perder, pero sabía que en el fondo no era sino una coartada que trataba de construir a toda costa, una mera apariencia tras la cual pudiera seguir adelante como siempre había hecho, en paz, sin tener que ser el padre de nadie.

Andy Stafford había subido al coche y estaba a punte de encender un cigarrillo. Lo guardó presuroso al ver que regresaban, bamboleándose Quirke bruscamente cada dos pasos sobre sí mismo, apoyado en el bastón, como una especie de muñeco de juguete de dimensiones descomunales. Por el espejo retrovisor Andy entrevió su propio reflejo y le sobresaltó lo que acababa de ver, la cara que parecía hacer visajes con una mirada hosca, furtiva. Estudió a Phoebe por el parabrisas al verla acercarse, el viento que modelaba su abrigo ciñéndolo a sus formas. Cuando había subido al coche trató de extender la manta de lana escocesa sobre sus rodillas, pero ella se la quitó sin dignarse mirarlo, arrojándola por encima del hombro a la bandeja posterior. Ahora los escuchaba conversar a sus espaldas, a medida que el coche se bamboleaba por el camino, alejándose de las dunas, con su voluptuosa y mullida suspensión.

—¿Cómo os conocisteis —le preguntó Phoebe— los cuatro?

Quirke, con ambas manos en la empuñadura del bastón, contemplaba la orilla alejarse tras el cristal.

—Tu abuelo se ocupó de todo lo preciso para que Mal y yo trabajásemos en el hospital —dijo—. Sólo iba a ser un año, aunque con vistas a un empleo más duradero si las cosas salían bien. Sólo que no fue así. Por diversas razones.

—¿Delia fue una de ellas?

Él se encogió de hombros.

—Yo podría haberme quedado. Se ganaba una pasta, incluso en aquellos tiempos. Sólo que… —guardó silencio. Tenía la sensación de mentir aun cuando no mentía; el secreto que llevaba dentro de pronto lo infectaba todo—. Tu abuela estaba ingresada en el hospital, en tratamiento. Sarah fue a visitarla. Aún no sabía que su madre se estaba muriendo. Fui yo quien se lo dijo. Creo que se alegró, se alegró de saberlo, quiero decir. Empezamos a salir los cuatro durante una temporada, Sarah, Delia, Mal y yo.

Hizo un alto. Una pasta. Los cuatro. ¿Qué sucedía? ¿Tenía tal vez la esperanza de que el impulso de una mera conversación lo llevara a decir de improviso otra palabra completamente distinta, una palabra que a su vez lo arrullara y lo condujera a decírselo sin haberse propuesto decirlo, a decir todo aquello que no tenía arrestos para llamar por su nombre, todo lo que ella tenía pleno derecho a saber? Se dio cuenta de que ya no le estaba escuchando, de que miraba embobada por la ventanilla de su lado, a medida que el coche alcanzaba la carretera y doblaba en dirección a North Scituate. Quirke estudió el cogote de Andy Stafford, liso como el de una foca, estrechado en la base del cuello, y meditó sobre lo inconfundible que era la fisonomía de los pobres, de los humildes, de los desposeídos. La voz de Phoebe le sobresaltó.

—Rose quiere que me quede aquí con ella —lo dijo con una especie de suspiro desanimado, fingiendo fatiga e indiferencia.

—¿Aquí? —dijo él.

Lo miró con arrogancia. Con las manos apoyadas así sobre la empuñadura del bastón, tenía el aire inconfundible del abuelo Griffin.

—Sí —dijo—, aquí. En Estados Unidos. En Boston.

—Mmm.

—¿Mmm? ¿Qué quieres decir con eso?

Volvió a mirar el cogote del chófer, extraordinariamente inmóvil a pesar de lo que se movía él coche. Bajó el tono de voz, pero habló con toda intención.

—No creo que sea una buena idea.

—¿Y por qué no? —preguntó ella.

Él se paró a pensar un momento. ¿Qué iba a decirle? A fin de cuentas, ¿por qué no iba a quedarse? ¿Por qué no iba a hacer todo lo que ella quisiera? ¿Quién era él para aconsejarle cómo debía o no vivir su propia vida?

—¿Y qué hay de lo que dejas allá? —dijo—. ¿Qué hay de Conor Carrington?

Ella torció el gesto y volvió a mirar por la ventanilla. Allí estaba la iglesia de la torre blanca junto a la cual habían pasado la noche anterior, en medio de la oscuridad y la niebla; hoy parecía normal y corriente, incluso anodina, como si su altura espectral y nocturna no hubiera sido más que una broma que le diera vergüenza recordar a plena luz del día.

—Todo aquello —dijo Phoebe con aplomo— me parece ahora que estuviera muy lejos. No me refiero sólo a la distancia física.

—Es que está realmente lejos —dijo Quirke—, físicamente y en cualquier otro sentido. De eso se trata precisamente —hizo una pausa, pues se quedó sin saber cómo seguir, y volvió a intentarlo—: Le prometí a tu… Le prometí a Sarah que cuidaría de ti. No creo que a ella le haga ninguna gracia que te quedes. Mejor dicho, sé muy bien que no le hará ninguna gracia.

—¿Y eso? —dijo, volviéndose de nuevo a mirarlo con aire de superioridad, y él por un instante vio cómo sería cuando alcanzara la madurez, una Delia de mirada algo menos dura, menos imperiosa—. ¿Tú cómo sabes que no le hará ninguna gracia?

Notó una presión en el pecho —¿la ira?— y tuvo que hacer una nueva pausa. Era ahora agudamente consciente del cogote de Andy Stafford: parecía haberse convertido en un instrumento en forma de bulbo, reluciente, como una bombilla. Aún bajó más el tono de voz.

—Hay cosas que tú no sabes, Phoebe —dijo.

Ella seguía traspasándolo con su mirada entre ingenua y altiva.

—¿Qué cosas? —dijo en son de chanza—. ¿Qué clase de cosas?

—Cosas de tu madre. De tus padres —retiró la mirada—. De mí.

—Ah, de ti —dijo, suavizando de pronto su actitud, y rió—. ¿Qué es lo que hay que saber de ti?

Cuando llegaron al pueblo, indicó a Andy Stafford que parase y salió trabajosamente del coche, con ayuda del bastón, diciendo que había un sitio que deseaba visitar, un bar al que iba con frecuencia la primera vez que estuvo por allí. Phoebe dijo que lo acompañaría, pero él meneó el bastón con impaciencia y le dijo que no, que debía irse a la casa y enviar el coche a recogerle dentro de una hora. Cerró de un portazo. Ella lo vio alejarse a trancas y barrancas, el abrigo largo sacudido por el viento helador, el sombrero en una mano y el cabello alborotado. Andy Stafford no dijo nada, dejando el motor al ralentí. La quietud en el interior del coche parecía haberse ensanchado, y algo todavía no detectado parecía emanar de dentro y extenderse en una fronda indolente.

—Lléveme a alguna parte —dijo Phoebe con resolución—. A donde sea.

Acarició con la palma de la mano la palanca de cambios y ella sintió que se accionaba un engranaje lubricado cuando él soltaba el embrague y el coche salía deslizándose del bordillo con sigilo casi de felino, ronroneando para sí. Se había vuelto de lado para mirar por la ventanilla, pero notaba pese a todo que él la miraba por el retrovisor, y puso cuidado para que las miradas de ambos no se encontrasen. El coche susurraba por la ancha calle mayor del pueblo desierto, atenazado por la helada —Joe’s Restaurant, Taller mecánico de Ed, Larry: aparejos de pesca: daba la impresión de que los hombres eran dueños de todos los negocios—, y también cuando de nuevo enfilaron la carretera de la costa, por la cual, a pesar de su nombre, sólo alcanzaba a ver algún trecho que otro de un mar azul de hierro, de alguna extraña forma inclinado hacia el horizonte. No le gustaba el mar, su planicie y uniformidad antinaturales, sus olores intrigantes. Algunos caminos desiguales, sin desbrozar, salían de la carretera hacia la orilla, últimos chisporroteos del continente a lo largo de esa costa recortada por el este. Experimentó un repentino reflujo de fatiga, y por un instante cabeceó sin poder contenerse, y se le cayeron los párpados como si dos alas curvas, de plomo, se le hubieran adherido de pronto a las pestañas. Se sobresaltó enderezándose, parpadeando. El chófer volvía a mirar por el retrovisor; ¿no debería decirle que hiciera el favor de atender a la carretera? Se preguntó si esos ojos, pequeños, castaños, vítreos, que le parecieron los de una ardilla, y que tenía demasiado juntos, eran en especial carentes de expresión, o si es que los ojos de cualquier persona tenían ese mismo aspecto al verlos aislados del resto de los rasgos faciales. Se adelantó a verificar su propio reflejo, pero rápidamente se retrepó en el respaldo, aturdida al ver los dos rostros en el espejo, de pronto el uno junto al otro, pero desde perspectivas distintas.

—Bueno —dijo él—, ¿y le gusta Boston?

—Aún no lo he visto, la verdad —estaba resuelta a mantener una gélida distancia, por lo cual le desconcertó añadir a su pesar—: Quizás pueda usted llevarme a la ciudad más adelante —titubeó y, de inmediato, se enderezó carraspeando—. Quiero decir que podría llevarnos al señor Quirke y a mí, alguna tarde de éstas, a ver los lugares más famosos —¡Cállate, so boba!, se dijo—. Si es que a mi abuelo no le molesta, claro está —se dio cuenta de que él empezaba a divertirse.

—Eso está hecho —dijo como si tal cosa—. Cuando ustedes digan —hizo una pausa, calculando cuánto podía arriesgar—. El señor Crawford apenas utiliza el coche, claro, teniendo en cuenta que está enfermo y todo eso, y la señora Crawford, bueno… —fue como si el cogote mismo esbozara una sonrisita de suficiencia. Ella se preguntó qué habría querido decir ese «bueno», y supuso que seguramente era preferible no preguntar—. A donde tendría que ir usted es a Nueva York —dijo—. Eso sí que es una ciudad de verdad.

Le preguntó cómo se llamaba.

—¿Stafford? —dijo—. Eso es irlandés, ¿no?

Encogió un solo hombro.

—Supongo —no le importaba ni mucho ni poco la idea de ser irlandés, aun cuando ella no era ni mucho menos como cualquier otra de las irlandesas de allí, a las que él hubiera conocido.

Le preguntó de dónde era.

—De origen, quiero decir. ¿Dónde ha nacido usted?

—Ah, lejos de aquí, en el oeste —mintió, con una voz que sonó adrede vaga, seca, deseosa de insinuar el olor a salvia, el resplandor del desierto, un hombre solitario y callado, a caballo, contemplando desde el borde de una meseta las cumbres remotas, rocosas.

Doblaron hacia el interior. Ella se preguntó con cierta inquietud adónde la llevaba. En el fondo, el paseo estaba siendo como le había dicho, que la llevase a donde fuera. Y a pesar del ojo con que la miraba por el retrovisor no estaba siendo desagradable, un recorrido amable por aquellas carreteras de campo que en modo alguno resultaban distintas de las de allá lejos.

El motor corría tan suavemente que él oyó incluso el rápido siseo del nailon contra el nailon cuando ella cruzó las piernas.

—¿Tiene que ir a una velocidad así de lenta? —dijo—. Es decir, ¿son las normas en esta zona?

—Es lo habitual con el señor Crawford. Pero —cuidado— no siempre las cumplo, claro.

—Sí, claro —repuso ella.

Sacó los cigarrillos ovalados y encendió uno. El humo serpenteó sobre el hombro de Andy Stafford, que husmeó el olor del tabaco, seco, apergaminado, desconocido, y le preguntó si eran cigarrillos irlandeses.

—No —dijo ella—, ingleses. Sopesó la posibilidad de ofrecerle uno, pero pensó que era preferible no hacerlo. Sostuvo con ligereza la pitillera plana sobre la palma de la mano, y con el pulgar abrió el cierre primero y luego lo presionó para cerrarlo, y repitió la operación. De pronto había comenzado a notar los efectos del viaje en avión, y le pareció como si de golpe todo tuviera un latido propio, preciso, regular, aun cuando formara parte de un conjunto más general, una suerte de acorde extenso, rítmico, disonante, que prácticamente logró ver en su interior, ondulante, fluido, como un amasijo de cuerdas vibrantes, palpitantes, en el interior de una columna de aceite espeso que se estuviera derramando. La urgencia de dormir también era como el aceite, extendiéndose como una mancha en su mente, frenándola. Cerró los ojos y percibió el impulso en aumento del coche, pues Andy Stafford aceleró de manera gradual, o con sigilo, según le pareció —¿le daba miedo acaso que ella pudiera denunciarlo por incumplir las normas de Crawford?—, aunque el amortiguado girar de las ruedas, bajo sus pies, más bien semejaba algo que estuviera ocurriendo en su interior, y le produjo una horrible sensación de vacío, de modo que abrió presurosa los ojos y volvió a concentrarse en la carretera. Iban a gran velocidad, el coche avanzaba sin ningún esfuerzo, con un rugir apagado, como si le produjera verdadera exultación su poder de gran felino. Andy Stafford iba tenso, agazapado sobre el volante. Ella reparó en sus guantes de cuero, de conducir, con agujeros en el dorso de ambas manos; era precisamente un tipo muy capaz de gastar esa clase de aditamento, se dijo, y se sintió avergonzada siquiera de haberlo pensado. Circulaban por un trecho largo y recto de carretera estrecha. Los juncos altos de las marismas, a uno y otro lado, se inclinaban vencidos hacia delante, con extrema languidez, antes incluso de que el coche llegara a su altura y los venciera; su impulso de alguna manera se adelantaba un metro o dos y succionaba el aire de golpe. Phoebe apagó el cigarrillo en el cenicero y aprestó ambas manos, planas, a uno y otro lado del asiento. El cuero de la tapicería estaba punteado y resultaba cálidamente flexible al tacto. Había una especie de barrera sobre el asfalto, delante de ellos, con un poste de madera, vertical, y un rótulo blanco con una X negra en medio. Más que oír percibió un gemido dilatado que parecía llegar desde muy lejos, pero al instante siguiente allí estaba el ferrocarril, un tren con morro en forma de bala, enorme, lanzado en diagonal a la carretera. Con claridad, con calma, como si viese la escena desde lo alto, columbró la X del rótulo como si se resolviese en un diagrama formado por las trayectorias gemelas del automóvil y del tren, ambos lanzados a toda velocidad hacia el paso a nivel. El poste de madera, allá delante, retembló cuan largo era y comenzó a descender a sacudidas.

«¡Alto!», gritó, y se sobresaltó, porque pareció más un grito de júbilo que de pánico. Andy Stafford no le hizo caso y el coche siguió a toda marcha, como si barriese el campo que iba dejando detrás y lo proyectara en un remolino al embudo de su velocidad lanzada. Estaba segura de que se iba a estrellar contra la barrera que iba bajando; ya oía el estrépito del metal, el astillarse de los cristales y la madera. Por el rabillo del ojo vio una instantánea, imposiblemente detallada, exacta, del guardabarreras de pie en la puerta de la casamata, la cara alargada, el mentón huidizo, la boca abierta para avisar a gritos de algo, un sombrero de fieltro, sin forma, sobre la coronilla, y una hebilla desabrochada en los tirantes del pantalón de peto. Un coche negro y pequeño, achaparrado y redondeado, como un escarabajo, se aproximaba por el lado opuesto del paso a nivel, y al verlos avanzar a toda velocidad, el conductor dio un volantazo, asustado, y por un instante pareció que fuese a escabullirse de la carretera para esconderse entre los juncos. Entonces, con estruendo, pasaron rebotando sobre las vías, y Phoebe se volvió velozmente para ver caer la barrera hasta posarse rebotando sobre el tope, y un momento después pasó el tren atronador, lanzando tras ellos un bramido prolongado, acusador, que fue menguando rápidamente en la distancia hasta desaparecer. Rebasaron en un visto y no visto el cochecillo negro, que también emitió un bocinazo de protesta y reprobación como un balido. Se dio cuenta de que se estaba riendo, de que reía e hipaba, con las manos estrechadas sobre el regazo.

Siguieron adelante hasta que la carretera trazó una amplia curva, al término de la cual se detuvieron. La sensación fue de planear y posarse, como si hubieran aterrizado suavemente tras un vuelo. Phoebe se tapó la boca con tres dedos. ¿Se había reído de veras?

—¿Qué te creías que estabas haciendo? —gritó—. ¡Podríamos habernos matado! —él no se volvió a mirarla. Se limitó a deslizarse en el asiento con un suspiro de asombro y apoyar la cabeza en el respaldo. Se encasquetó también la gorra de chófer y se inclinó la visera sobre los ojos. Ella iba muy erguida, mirándolo fijamente como si quisiera fulminarlo, aunque apenas lo veía, pues se encontraba desparramado casi en horizontal—. ¿Y por qué has parado, si se puede saber?

—A recuperar el aliento —dijo con voz relajada y divertida desde debajo de la gorra. A ella no se le ocurrió nada más que decir. Él estiró la mano, alcanzó el espejo y allí volvieron a asomar sus ojos mirándola atentamente, como si los tuviera aún más juntos que nunca, y cortados a la mitad por la visera—. ¿Le parece que podría probar —añadió con un acento arrastrado, hablando despacio— uno de esos cigarrillos ingleses?

Ella titubeó. Difícilmente pudo negarse, pero ¡la verdad…! Aún notaba un mareo instintivo. Abrió con un gesto la pitillera de plata y se la tendió por encima del respaldo acolchado del asiento delantero. Él alargó perezosamente la mano izquierda y tomó un cigarrillo, sin perder la ocasión de rozar con las yemas de los dedos la mano de ella. No le habría sentado mal en esos momentos un cigarrillo también a ella —empezaba a entender por qué fumaba la gente—, pero tuvo la oscura certeza de que no debía dejarse ver sumándose a él en nada que tuviera el menor tufillo de intimidad. Cerró la pitillera y la devolvió al interior del bolso y sacó en cambio el lápiz de labios, mirándose en el espejito de la polvera. Notó con claridad las dos manchas de un rosa intenso que le habían aflorado en los pómulos, y el brillo casi asilvestrado e irreprimible de los ojos. En fin, al menos se le había pasado por completo la somnolencia.

Pero cuando se hubo retocado los labios y hubo guardado el carmín y la polvera, no le pareció que pudiera hacer nada más, salvo permanecer sentada con las manos en el regazo y procurar no parecer demasiado mojigata. Aquella cosa invisible que había brotado antes del silencio entre los dos empezaba a volverse fétida.

Bruscamente, Andy Stafford se desperezó y bajó un poco la ventanilla para arrojar fuera el cigarrillo, tres cuartas partes del cual dejó sin fumar.

—Sabe a cuero sin curtir —dijo. Se arrellanó igual que antes, con los brazos cruzados y la gorra sobre los ojos.

—¿Tiene intención de pasarse aquí todo el día? —inquirió Phoebe.

Esperó un momento, y contestó adoptando la versión de chico bueno que sabía dar a su acento arrastrado:

—¿Por qué no viene a sentarse aquí delante conmigo?

A ella se le escapó un suspiro de sorpresa.

—Me parece —dijo con todo el aplomo, con toda la autoridad que pudo— que debería usted llevarme a casa.

Le resultó raro hablarle de ese modo, raro de veras, ya que todo lo que acertaba a ver de él era el plato de la gorra. Él rió brevemente.

—¿A su casa? Eso está muy lejos, incluso para ir en un coche tan potente como éste.

—Sabe usted muy bien qué he querido decir —le cortó—. Vamos, arranque. Y esta vez no conduzca como si esto fuese una carrera.

Se incorporó, no sin tomarse su tiempo, y arrancó el motor. Al llegar al siguiente cruce puso rumbo hacia la costa. No cruzaron palabra, aunque ella se dio perfecta cuenta de lo satisfecho que se había quedado él consigo mismo. ¿Le había hecho de veras la proposición de que se sentara delante, a su lado? No obstante, a pesar de toda la indignación que trataba de obligarse a sentir, tenía plena conciencia de otro sentimiento involuntario por demás, una especie de zumbido, un ardor en el plano más visible de su ánimo que le resultaba incómodo, aunque no del todo ingrato, y un picor en las mejillas, como si se hubiera llevado una bofetada, sólo que de un modo juguetón, provocador. Y cuando llegaron a la casa y él dio un salto al bajar del coche para abrirle la portezuela sin darle tiempo siquiera a alcanzar la manilla, le dedicó una mirada que fue al tiempo burlona, íntima e inquisidora, y ella supo que sin palabras estaba preguntándole si tenía intención de referir a los demás —a Quirke, a Rose, a su jefe— todo lo que había pasado a lo largo de esa hora de tensión continua —¿y qué era, exactamente, lo que había tenido lugar?—, y por todos los medios trató de no responder a su callada pregunta con una réplica de su cosecha. No, no se lo diría a nadie, los dos lo sabían de sobra. Colorada, con las mejillas y la frente ardiéndole de verdad, pasó veloz a su lado, sin osar siquiera mirarle de nuevo a los ojos, recordándole tan sólo, y procurando parecer brusca, arisca incluso, que más le valía volver al pueblo a recoger al señor Quirke.

El hombre estaba esperándole en una esquina de la calle mayor. Parecía un cuervo de gran envergadura zarandeado por una tormenta, apoyado en el bastón, con el abrigo negro aleteando al viento y el sombrero negro inclinado sobre la cara. Andy salió del coche y fue a abrir la puerta del copiloto con la esperanza de que Quirke quisiera sentarse a su lado, pero éste ya había abierto una de las puertas de atrás y estaba acomodándose en el asiento posterior. Algo tenía Quirke que a Andy le agradaba, o que al menos le inspiraba respeto, supuso que más bien era ésa la palabra. Tal vez sólo fuera el tamaño de Quirke —el padre de Andy había sido un hombretón—, y apenas se pusieron en marcha cuando comenzó a contarle con detalle sus planes para montar su empresa, Limusinas Stafford. Mientras hablaba, el plan le iba pareciendo más y más posible, más y más real, de modo que al cabo de un rato era ya casi como si Limusinas Stafford estuviera a pleno rendimiento. Quirke no dijo gran cosa, lo cual a Andy no le importó, pues también él se daba cuenta de que en realidad hablaba para sí mismo.

Estaba a punto de virar para poner rumbo hacia Moss Manor cuando Quirke le interrumpió —ya estaba hablando del Porsche que tenía previsto comprar con los beneficios de los seis primeros meses de la empresa de limusinas— y le dijo que deseaba ir a Brookline.

—A un sitio que se llama St. Mary —añadió Quirke—. Es un hospicio.

Andy no dijo nada y se limitó a dar la vuelta. Tenía un cosquilleo en la columna vertebral. Había pensado que nunca más volvería a encontrarse en las inmediaciones de aquel lugar, y ahora de repente a ese tipo le había dado la ventolera de ir a visitarlo. ¿Por qué? ¿Sería tal vez uno de los Caballeros de lo-que-fuese, llegado de Irlanda para hacer una comprobación de las instalaciones, para ver cómo cuidaban de los chiquillos, o si las monjas se comportaban debidamente? Por otra parte, ¿había decidido ir allí sin decírselo al señor Crawford? Andy empezó a sosegarse. Tenía que ser eso: Quirke era un fisgón. Por él, ningún inconveniente. Incluso le hacía gracia la idea de que Quirke le fuera a quitar el pan del morral al viejo Crawford, y a la muy perra de la Stephanus —¿qué clase de nombre era ése?—, y al curilla irlandés, el tal Harkins. El propio Andy podría haberle dicho un par de cosas a Quirke de no ser por lo de la cría. Volvió a notar el cosquilleo en la columna vertebral. ¿Y si Quirke hubiese descubierto que la cría se murió? ¿Y si…? Pero no, imposible. ¿Cómo iba a enterarse, y quién se lo iba a decir? Desde luego, no la Stephanus, ni el cura, y el viejo Crawford probablemente no sabía nada del accidente, y era más que probable que incluso se hubiera olvidado de la propia cría, habiendo tantas como había en St. Mary y en otros hospicios parecidos, repartidos por todo el estado. Para todo el mundo, la pequeña Christine era historia, y era muy probable que su nombre nunca más saliera a relucir. Con todo, seguía siendo una pena no poder decirle a Quirke en ese preciso instante qué clase de sitio era St. Mary. Sin contar, claro, que tal vez ya lo sabía.