Phoebe había pasado durmiendo la mayor parte del vuelo, mientras Quirke, con agria resolución, se había emborrachado a conciencia gracias a las copas de brandy de cortesía que generosamente le sirvió una azafata que lo miraba con ojos retozones. A pesar de las cinco horas que habían ganado al viajar hacia el oeste, era de noche cuando el avión aterrizó, y Quirke estaba resentido por el día entero que parecía haber perdido, como si fuera un día arrancado de su vida, un día echado a perder, que resultaba sin embargo mucho más grave en esos momentos que cualquiera de los otros muchos que hubiera malgastado. Del aeropuerto tomaron un taxi hasta Penn Station, derrumbado cada uno hacia la ventanilla correspondiente, medio de espaldas al otro, abotargados los dos, aunque cada cual a su manera. El tren era nuevo, aerodinámico, veloz, aunque olía de un modo muy similar a los viejos trenes de vapor. En la estación de Boston los fue a recoger el chófer de Josh, un joven moreno, magro, que parecía más bien un muchacho que se hubiera disfrazado de chófer, con un terno gris, atildado, completado con polainas de cuero y una gorra de plato de visera brillante. Olía a brillantina y a tabaco. Cuando Quirke le preguntó cómo se llamaba, dijo que era Andy.
Caía una lluvia helada, y mientras atravesaban en el automóvil la ciudad, Quirke escrutaba la negrura, las calles iluminadas a trechos, en busca de algún recuerdo que no encontró. Habían pasado veinte años, y parecía que fuesen mil, desde la última vez que estuvo allí, con Mal, dos médicos neófitos que fueron a trabajar —más bien a disfrazarse como en una mascarada— de internos durante un año en el Hospital General de Massachusetts, y todo gracias a los hilos que había sabido mover a favor de ambos el viejo amigo del juez, Joshua Crawford, ciudadano de honor de Boston y padre de dos hijas deliciosas y en edad casadera. Sí, más bien había pasado todo un milenio.
—¿Qué, se te agitan los recuerdos? ¿Algún sentimiento de ternura? —preguntó Phoebe con ironía desde el lado del asiento que ocupaba. Él no había reparado en que ella lo estaba mirando. No dijo nada—. ¿Qué te pasa? —preguntó en un tono distinto. Estaba harta de su mal humor; él se había mostrado taciturno e incluso hosco durante todo el viaje.
Quirke volvió a mirar por la ventanilla los retazos relucientes de la ciudad al pasar de largo.
—¿Qué quieres decir? —contestó.
—Te noto diferente. Se acabaron los chistes. Se supone que soy yo la que tiene que estar malhumorada. ¿Es por el batacazo que te has llevado, o hay otra cosa?
Él calló unos instantes.
—Ojalá pudiéramos… —dijo al cabo.
—¿El qué?
—No sé, hablar.
—Ya estamos hablando.
—¿De veras?
Ella se encogió de hombros, renunciando a insistir. Él notaba los ojos del chófer mirándolos por el retrovisor.
Atravesaron el sur de Boston hasta tomar la autovía. Scituate, la localidad donde tenía Josh Crawford su mansión, se hallaba a treinta kilómetros al sur, por la costa, y al poco de pasar Quincy enfilaron una sucesión de carreteras secundarias, estrechas, en donde se notaba la bruma del mar suspendida bajo los árboles y se veían las ventanas encendidas de algunas casas aisladas, con un brillo amarillo y misterioso en la negrura. En Boston aún vieron algunos bancos de nieve en las aceras, pero allí, a la orilla del mar, los arcenes estaban despejados del todo. Pasaron por delante de una iglesia de color blanco, con una torre rematada por una aguja, que se alzaba sobre una elevación del terreno, espectral y en cierto modo angustiada en su soledad y apagamiento. Nadie decía nada. Quirke, ahora que el resplandor del brandy se le había tornado ardor ceniciento, volvió a tener la sobrecogedora sensación de desapego que tan a menudo sentía últimamente: era como si el automóvil, bamboleándose sin el menor esfuerzo por aquellas curvas, gracias a su mullida suspensión, hubiera dejado atrás la carretera y fuera transportado en volandas por la densa, húmeda oscuridad, rumbo a un lugar secreto en donde los pasajeros fueran succionados de su interior y abducidos en silencio y sin dejar rastro. Se oprimió ambos ojos con el índice y el pulgar. Esa noche no era capaz de pensar con coherencia.
Cuando el coche dobló en la cancela de Moss Manor, una jauría de perros enjaulados comenzó a aullar en algún lugar de la finca. Al acercarse por la avenida de grava vieron que el gran portón de la casa estaba abierto y que alguien esperaba en el umbral a recibirlos. Quirke se preguntó cómo era posible que se supiera en la casa la hora exacta de su llegada. Tal vez hubieran oído el coche, tal vez hubieran visto los faros cuando tomó alguna curva. Andy, el chófer, trazó con el cochazo medio círculo en la grava y se detuvo. La persona que esperaba en el umbral, según comprobó Quirke, era una mujer alta y esbelta, vestida con pantalones y un suéter. Phoebe y él salieron del coche; el chófer abrió la portezuela de Phoebe. En el aire pesado y húmedo de la noche pendía en suspenso un miasma de humo del tubo de escape, y desde lejos llegó el gemido hueco de una sirena para avisar de la niebla. Habían callado los perros.
—Bienvenidos, viajeros —dijo la mujer en voz bien alta, con un tono humorístico, pero seco. Se acercaron y ella tomó a Phoebe por las manos—. Dios mío —dijo con acento sureño, arrastrado, grave—, hay que ver, qué mayor estás, qué guapa. ¿Y no te queda un beso para tu malvada abuela adoptiva?
Phoebe, encantada, le plantó un beso veloz en la mejilla.
—No sé cómo llamarte —dijo entre risas.
—Encanto, tienes que llamarme Rose, naturalmente. Claro que yo tampoco debo llamarte «encanto», ya no eres una niña.
Aplazó adrede el momento de volverse a Quirke, dándole tiempo, supuso éste, de admirar su impecable perfil, las dos crenchas de cabello espeso y castaño claro, la frente alta, sin tacha, la noble línea de la nariz, la boca fruncida por las comisuras en una irónica, perezosa, aristocrática sonrisa. Por fin le tendió con languidez una mano delgada y fría, una mano, reparó Quirke, no tan juvenil en apariencia como el resto de su persona.
—Y usted debe de ser el famoso señor Quirke —dijo, y lo miró de hito en hito—. He oído hablar mucho de usted.
Él dibujó una reverencia ágil, no del todo seria.
—Espero que hayan sido cosas buenas.
Ella esbozó su sonrisa de acero.
—Pues me temo que no —se volvió de nuevo a Phoebe—. Querida, tienes que estar exhausta. ¿Ha sido un viaje muy duro?
—Bueno, he tenido al señor Buen Humor en persona para mantenerme animada —dijo Phoebe con una mueca de cómica repugnancia.
Entraron en el espacioso vestíbulo, de techos altos, y Andy, el chófer, entró tras ellos con el equipaje. Quirke estudió las cabezas de animales que decoraban las paredes, la ancha escalinata de madera de roble, con una balaustrada tallada, las oscuras vigas del techo. El ambiente de la casa resultaba ligeramente chabacano, como si se le hubieran aplicado demasiadas capas de barniz hacía mucho tiempo y aún no estuvieran del todo secas. Veinte años atrás le había impresionado el aire imponente, neogótico, de Moss Manor; ahora, todo aquel fantasmagórico esplendor tenía a sus ojos cierto aire deslucido, lúgubre… ¿resultado de la pátina del tiempo o de su desencanto en general, que había aminorado de manera patente la antigua grandeza de la mansión? No, eran los años: la casa de Josh Crawford había envejecido a la vez que su dueño.
Apareció una criada de uniforme azul oscuro; tenía un cabello ratonil y unos plañideros ojos de irlandesa.
—Deirdre os acompañará a vuestras habitaciones —dijo Rose Crawford—. Cuando estéis listos, bajad, por favor. Tomaremos una copa antes de la cena —posó con ligereza una mano sobre la manga de Quirke y le habló con lo que a él le pareció una sonrisa de sarcasmo—. Josh está impaciente por verle.
Se acercaron al arranque de la escalinata siguiendo los pasos torpes de la criada; Andy, el chófer, había subido ya con sus bultos.
—¿Qué tal está el abuelo? —preguntó Phoebe.
Rose le dedicó una sonrisa.
—Ah, pues mucho me temo que se está muriendo, querida.
Las plantas superiores de la casa eran menos agobiantes, menos conscientemente grandiosas que la planta baja. Arriba, se notaba la mano de Rose Crawford en las paredes pintadas de un rosa intenso, en el mobiliario estilo Imperio. Tras depositar a Phoebe en su habitación, la doncella condujo a Quirke a la suya. Reconoció al punto dónde se encontraba, y vaciló en el umbral. «Dios mío», musitó. Sobre una cómoda de madera de castaño taraceada había una fotografía de Delia Crawford, a los diecisiete años, en un marco de plata. Se acordaba de esa fotografía: él le pidió un día que le regalase una copia. Se llevó la mano a la frente y se tocó las cicatrices, una costumbre que había adquirido últimamente. La doncella estudiaba con un punto de alarma sus reacciones de sorpresa y desaliento.
—Disculpe —le dijo—, es que éste era el dormitorio de mi esposa… cuando ella vivía aquí.
La fotografía estaba tomada en algún baile de presentación en sociedad o en una ocasión semejante, y Delia aparecía con una diadema, y el cuello alto de su complicado vestido era visible. Miraba a cámara con una lascivia socarrona, con una ceja perfectamente enarcada. Él conocía bien esa mirada: durante todos aquellos meses de constante borrachera de amor en Boston prendía en él a tal extremo el deseo que terminaba por dolerle la entrepierna, y la lengua le palpitaba en la base. Y cómo se reía de él, cuando se retorcía ante ella presa de esa maravillosa angustia. Los dos creyeron entonces que tenían por delante todo el tiempo del mundo.
Cuando se marchó la criada, cerrando la puerta sin hacer ruido, se sentó con fatiga en la cama, frente a la cómoda, con las manos inertes, colgadas entre las rodillas. En la casa reinaba un completo silencio, si bien en los oídos le zumbaba aún el implacable molinillo de los motores del avión. La mirada sardónica y tolerante de Delia parecía detenerse en él y asimilar su aparición, y con su expresión parecía decirle: Bueno, Quirke, ¿y ahora, qué? Sacó la cartera del bolsillo y extrajo otra fotografía, mucho más pequeña que la de Delia y muy arrugada, desgarrada por uno de los bordes. Era de Phoebe, y estaba tomada cuando también ella tenía diecisiete años. Se adelantó y la encajó en una de las esquinas inferiores del marco de plata; se alejó después, aún sentado, con las manos colgando igual que antes, y contempló largo rato las imágenes de las dos, la madre y su hija.
Cuando bajó se dejó guiar por el sonido de las voces hasta llegar a un salón inmenso, con suelo de madera de roble, que, según recordaba, era la biblioteca de Josh Crawford. Había altas vitrinas con sucesivos anaqueles repletos de volúmenes encuadernados en piel, que nadie había abierto jamás, y en medio una larga mesa de lectura, en leve pendiente por uno y otro lado, y una enorme bola del mundo, antigua, sobre un pie de madera con cuatro soportes. En la chimenea, de la altura de un hombre, ardía un buen fuego sobre una reja elevada de metal negro. Rose Crawford y Phoebe estaban sentadas, juntas, en un sofá tapizado de cuero. Frente a ellas, al otro lado de la chimenea, Josh Crawford se encontraba derrumbado en su silla de ruedas. Llevaba un suntuoso batín de seda con faja carmesí, y unas pantuflas de estilo oriental, con estrellas recamadas en oro; un echarpe de lana azul, de Persia, le envolvía los hombros. Quirke observó el cráneo calvo, picado, en forma de pera invertida, a ambos lados del cual aún le colgaban unas lacias guedejas de un cabello patéticamente teñido de negro juvenil; contempló los párpados caídos, sonrosados, irritados; las manos nudosas, con las venas saltonas, inquietas sobre el regazo, y recordó al hombre vigoroso y pulcro, peligroso, que había conocido dos décadas antes, un bucanero de su tiempo que había avistado una tierra poblada de riqueza en aquella aquietada costa pirata. Comprobó que era cierto lo que había dicho Rose Crawford: su marido estaba muriéndose, y se estaba muriendo a la vista de cualquiera, y deprisa. Sólo sus ojos eran lo que siempre fueron, unos ojos azul tiburón, penetrantes, alegremente malignos. Los alzó y miró a Quirke.
—Vaya —dijo—, si es la falsa moneda…
—Hola, Josh.
Quirke se acercó a la chimenea y Josh reparó en su cojera, y en el trozo de carne amoratada, bajo el ojo izquierdo, donde una de las punteras reforzadas de acero, del señor Punch o del gordinflón de Judy, había dejado su huella.
—¿Y qué te ha pasado?
—Una caída —dijo Quirke. Empezaba a estar harto de la misma mentira sin sentido.
—No me digas —Josh sonrió con un solo lado de su rostro correoso—. Pues deberías andar con más cuidado.
—Eso me dice todo el mundo.
—¿Y por qué no te aplicas el cuento, si todo el mundo te lo dice?
A Rose, Quirke se dio perfecta cuenta, le divirtió el pequeño forcejeo entre ambos. Se había cambiado de ropa y llevaba un vestido de seda escarlata que le quedaba como una segunda piel, con unos zapatos también escarlata, a juego, de ocho centímetros de tacón. Expulsó el humo del cigarrillo hacia el techo, alzó el vaso y lo meneó, haciendo que tintineasen los hielos.
—Tómese una copa, señor Quirke —dijo, levantándose del sofá—. ¿Whisky? —miró a Phoebe de reojo—. ¿Y tú, querida? ¿Quieres una tónica con ginebra? Siempre y cuando, claro está —añadió volviéndose a Quirke—, esté permitido.
—¿Por qué se lo preguntas a él? —dijo Phoebe muy airada, y sacó la punta de la lengua mirando a Quirke. También ella se había cambiado, poniéndose el vestido formal, de satén azul.
—Gracias por haberme alojado en el dormitorio de Delia —dijo Quirke a Rose.
Lo miró desde la mesa en la que estaban las bebidas, con un vaso y una botella en cada mano.
—Ay, vaya… —murmuró vagamente—. ¿Era la suya? —se encogió de hombros para dar una muestra de pesar que resultó patentemente falsa, y luego frunció el ceño—. No queda hielo… —se dirigió a la chimenea y oprimió el botón de un timbre encastrado en la moldura.
—No pasa nada —dijo Quirke—, yo lo tomo seco.
Le pasó el vaso de whisky y se quedó un momento más de lo necesario delante de él, muy pegada.
—Hay que ver, señor Quirke —murmuró de manera que sólo él la oyese—. Cuando me dijeron que era usted un grandullón ya veo que no eran exageraciones —él le devolvió la sonrisa y ella se dio la vuelta con un temblorcillo de ironía en los labios, para dirigirse de nuevo a la mesa de las bebidas y servir una ginebra para Phoebe y otro bourbon para ella. Desde la silla de ruedas, Josh Crawford contemplaba con codicia cada movimiento, sonriendo con fiereza. Llegó la doncella y Rose pidió bruscamente más hielo. Saltaba a la vista que la chica estaba amedrentada ante su señora.
—De veras, Josh —dijo Rose a Crawford cuando se hubo marchado—, hay que ver las perdidas, abandonadas y descarriadas que me obligas a recoger en casa…
Crawford se limitó a reír.
—Son buenas chicas católicas —dijo. Torció el gesto ante algo que le estaba pasando por dentro, y frunció el ceño—. Este dichoso fuego da demasiado calor… Vayamos al invernadero.
Rose tensó los labios, y parecía a punto de protestar, pero al mirar a los ojos a su marido —el mentón malencarado, ceñudo, y los ojos fríos, de pez—, dejó el vaso de bourbon a un lado.
—Lo que tú digas, cariño —dijo con la voz suave, sedosa.
Avanzaron los cuatro por pasillos atestados de muebles caros, feos —sillas de madera de roble, arcones reforzados con cantoneras de latón, toscas mesas que podrían haber llegado en el Mayflower y que, pensó Quirke, seguramente así había sido—. Quirke empujaba la silla de Crawford y las dos mujeres los seguían detrás.
—Bueno, Quirke —dijo Crawford sin volver la cabeza—. Así que has venido a verme morir, ¿no es eso?
—He venido con Phoebe —dijo Quirke.
Crawford asintió.
—Desde luego, naturalmente.
Llegaron a la Galería de Cristal y Rose accionó un interruptor, con lo que sucesivas hileras de luces fluorescentes se encendieron en una serie de tenues ruidos sordos. Quirke miró más allá de los neones, al peso de toda la negrura que se acumulaba sobre la inmensa cúpula de cristal, en esos instantes moteada por gotas de lluvia. Allí dentro el aire era pesado, caluroso, y olía a savia y a mantillo. Le pareció raro no recordar un sitio tan extraordinario, y eso que sin duda tenía que haberlo visto cuando estuvo en la casa con Delia. Alrededor, las hojas bruñidas de las palmeras y los helechos gigantes y las orquídeas que no estaban en flor pendían inmóviles, como otras tantas orejas de gran tamaño y de intrincadas formas, atentas a la llegada de los intrusos. Rose se llevó a Phoebe a un lado y, juntas, se perdieron entre el denso verdor de las plantas. Quirke empujó la silla de ruedas a un claro en donde vio un banco de hierro de forja y se sentó, contento de dar descanso a la rodilla. El metal estaba pegajoso al tacto y casi cálido. Mantener caldeado semejante espacio durante todo un duro invierno, reflexionó con desgana, debía de costar el equivalente a lo que ganaba él en un año.
—Tengo entendido que has estado interfiriendo en nuestra obra —dijo Josh Crawford.
Quirke lo miró de pronto. El viejo contemplaba el lugar, entre las plantas, por el que las dos mujeres habían desaparecido.
—¿Qué obra es ésa?
Josh Crawford husmeó el aire, emitiendo un ruido que podría haber pasado por una risa.
—¿Te da miedo la muerte, Quirke? —le preguntó a bocajarro.
Quirke reflexionó un instante.
—No lo sé. Sí, supongo que sí. ¿No es algo a lo que todos tenemos miedo?
—Yo no. Cuanto más cerca la tengo, menos miedo me da —suspiró. Quirke oyó una especie de matraca que resonaba en su pecho—. Lo único bueno que tiene la vejez es que te da la oportunidad de igualar un poco la balanza y cuadrar las cuentas. Entre el bien y el mal, claro —volvió la cabeza y miró a Quirke—. He hecho más de una perrería en mis buenos tiempos, desde luego —una risa, otro estertor—, e incluso he propiciado más de una caída ajena, pero también he hecho mucho bien —hizo una pausa momentánea—. Lo que dicen es muy cierto, Quirke. Éste es el Nuevo Mundo y lo es con todas las consecuencias. Europa está acabada. La guerra, y todo lo que vino después, se encargaron de que así fuera —apuntó al suelo de cemento con la uña amarillenta de un dedo índice largo y nudoso—. Éste es el lugar, Quirke, te lo digo yo. Ésta es la tierra del Señor —asentía y movía la mandíbula como si royera algo suave, algo imposible de tragar—. ¿Te he contado alguna vez la historia de esta mansión? Scituate, el municipio, es el punto al que llegaron los irlandeses empujados por la Hambruna en la década de 1840. Los protestantes angloirlandeses, los propios ingleses, la clase alta bostoniana, todos esos se asentaron en la costa del norte, y allí no había cabida para ningún irlandés de a pie, de modo que los nuestros se vinieron para el sur. A menudo me los imagino, me los represento —se dio unos golpes en la frente con el índice—, en los huesos, asilvestrados, con sus mujeres pelirrojas y flacas como los jamelgos, recorriendo la costa con las carnadas de criajos imposibles de matar. La mayoría, más pobres que las ratas, muertos de hambre allá en casa, muertos de hambre aquí. Ésta era una región muy áspera en aquella época, todo acantilados, roquedos, campos y prados quemados por el salitre. Sí, los estoy viendo subir ayudándose con las uñas y los dientes a las rocas de la orilla, los veo escarbar en las playas y en los bajíos en busca de cangrejos y almejas, temerosos del mar como lo somos casi todos los irlandeses, temerosos de las profundidades. Algunas familias de pescadores, sin embargo, se habían instalado en el Segundo y el Tercer Rompiente —agitó el pulgar por encima del hombro, indicando a su espalda—, gentes llegadas de Connemara, escurridizos como las nutrias, curtidos en el agua de mar, avezados en los canales. Con la marea baja lo vieron en las rocas: el musgo rojo. Lo conocían, lo habían visto allí de donde llegaron, date cuenta. Era Chrondus crispus, y también de otra clase, Gigartina mamillosa. ¿Qué tal andas de latín, Quirke? Musgo de Carragheen. Rojo y oro era en aquellos tiempos. Tiene mil utilizaciones posibles, vale para todo, para hacer desde papilla hasta papel pintado, pasando por tinta de imprenta. Comenzaron a recogerlo en los faluchos, rastrillándolo con la bajamar, poniéndolo a secar en la playa, enviándolo a Boston a carretadas. En el plazo de diez años había por aquí más de uno que se había hecho millonario con el musgo. Millonarios, te lo digo en serio. Uno de ellos fue quien construyó esta casa: William Martin McConnell, también conocido como Billy el Jefazo, oriundo del condado de Mayo. El Jefazo y su musgazo, ¿lo ves? Por eso se llama Moss Manor, la Mansión del Musgo. Llegó entonces el ferrocarril. En 1871 pasaron por aquí los primeros trenes. Se construyeron hoteles por todo el norte de Scituate, bonitas casas para pasar las vacaciones en Egypt Beach, en Cedar Point. Los jefes de bomberos, los capitanes de policía, los irlandeses que se dedicaban al encaje para visillos, los empresarios de Quincy, incluso de Worcester, todos vinieron para acá. El cardenal Curley tuvo una casa en… ya no me acuerdo dónde la tuvo. Vino toda clase de gente, todos a dar cada cual su bocado al campo, a hincar los dientes en la riqueza de esta costa. La riviera irlandesa, la llamaban, y aún lo sigue siendo. Construyeron campos de golf, clubes de campo… ¡la Asociación Deportiva de Hatherly Beach! —rió con carraspera, con flemas atrancadas, la cabeza frágil meneándose en lo alto del tallo delgado que tenía por cuello. Se entusiasmaba sólo de pensar en los irlandeses, pobres como ratas, y en sus pretensiones, en sus triunfos de escándalo. Ése era su sostén, Quirke acababa de comprenderlo; eso era lo que lo mantenía vivo, una papilla fina y amarga hecha a base de recuerdos e imaginaciones, de malicia, de sorna reivindicativa—. A los irlandeses no hay quien les gane, Quirke. Son como las ratas. Nunca estás a más de metro y medio de uno —volvió a toser sonoramente, a golpearse repetidas veces con el puño en el pecho, con fuerza, hasta derrumbarse agotado en la silla—. Te lo he preguntado antes, Quirke ——dijo con un ronco susurro—. ¿Por qué has hecho este viaje? Y no me vengas con cuentos, no me digas que lo has hecho por la chica, ¿eh?
Quirke se encogió de hombros y movió la pierna dolorida buscando alivio; empezaba a notar el frío en el hierro del asiento.
—Me escapé —dijo.
—¿De qué?
—De gente que hace fechorías —Josh sonreía y, sonriendo, alejó la mirada. Quirke lo observaba—. Dime una cosa, Josh: ¿qué es ese asunto tan tuyo en el que he estado interfiriendo?
Crawford levantó la mirada y oteó sin intención las altas láminas de cristal, negras y relucientes, en derredor de ambos. En la vastedad del lugar, con su ambiente artificial, cerrado, podrían haber estado a cien leguas bajo el mar, o a un millón de kilómetros en el espacio exterior.
—¿Tú sabes a qué me dedico, Quirke? —dijo Crawford—. Tengo una plantación. Unos plantan cereales, otros plantan árboles. Yo, en cambio, planto almas.
Las mujeres se habían detenido ante un tiesto de terracota en donde crecía un rosal sin hojas, de ramas largas y espinosas, finas, que a Phoebe le recordaron las garras afiladas de una de las brujas de los cuentos de hadas.
—Lleva mi nombre —comentó Rose—. ¿A que es una chifladura? Josh le pagó una fortuna a un cultivador de rosales de Inglaterra. Y ahí lo tienes: Rose Crawford. Las flores, cuando brotan, son de un feísimo tono escarlata, y no tienen aroma —sonrió a la muchacha, que trataba de parecer interesada como era su deber—. Veo que no te interesa la horticultura, claro. No tiene importancia. Si quieres que te sea sincera, a mí también me importa un comino, pero tengo que fingir que me apasiona. Es por Josh, claro —tocó con la mano el brazo de Phoebe y volvieron por donde habían ido—. ¿Te quedarás algún tiempo? —preguntó.
Phoebe la miró con sorpresa, con cierto asomo de alarma.
—¿En Boston? —dijo.
—Sí, quédate con nosotros. Conmigo. Josh cree que deberías quedarte.
—¿Y qué iba a hacer yo aquí?
—Lo que te apetezca. Ir a la universidad… Podemos encontrarte plaza en Harvard, o en Boston College. O no hacer nada, si prefieres. Ver cosas. Vivir. Eso lo sabes hacer, ¿no?
Lo cierto es que sospechaba que ésa era una de las cosas, por no decir la principal, que la chica aún no había aprendido a hacer. Tras la fina capa de colorete y el carmín con que se daba aires de mundana, Rose había visto que no pasaba de ser una dulce niñita todavía inexperta, insegura, con ganas de acumular experiencia, pero sin saber si estaba o no preparada, y preocupada por la aterradora forma que la experiencia pudiese adquirir. Eran muchísimas las cosas que Rose podría enseñarle. Le agradaba la idea de tener una protegida.
Agachándose para pasar por debajo de una planta tropical, trepadora, cuyos zarcillos velludos le recordaron a Phoebe las patas de una araña gigantesca, de nuevo tuvieron a la vista a Quirke y a Josh Crawford.
—Míralos —dijo Rose con voz queda, deteniéndose—. Están hablando de ti.
—¿De mí? ¿Cómo lo sabes?
—Yo lo sé todo —tocó de nuevo a la chica en el brazo—. ¿Pensarás despacio lo que te he dicho, la idea de que te quedes?
Phoebe asintió, sonriendo con los labios comprimidos y los ojos relucientes. Se sentía mareada, excitada. Era la misma sensación que tenía en el columpio del jardín cuando era niña. Le encantaba que su padre la empujase alto, más alto, hasta que ya parecía que iba a dar la vuelta completa. Había un instante, en el punto más elevado del arco, en el que todo se detenía en seco y el mundo, vertiginoso, quedaba en suspenso sobre un inmenso vacío de aire y de luz y de un silencio embriagador. Así era en ese instante, sólo que se prolongaba como si no fuese a terminar nunca. Sabía que no debería haberle dicho sí cuando Rose le ofreció la ginebra —aunque sólo eran las diez de la noche, para ella era en realidad de madrugada—, pero le daba igual. Estuvo inmóvil, encaramada en lo alto del columpio, como una niña buena, y de pronto una mano le dio un empujón por la base de la espalda, hasta llegar a donde estaba, mucho más alto que nunca.
Siguieron caminando hasta donde estaban sentados los hombres. Quirke tenía la cara hinchada por efecto de la fatiga del viaje y de la bebida, y el bulto de carne inerte, bajo el ojo izquierdo, estaba de un color blanquecino, sin vida. Josh Crawford miró a Phoebe y le dedicó una ancha sonrisa.
—Ahí la tienes —dijo—, ¡mi nieta preferida!
—No es un gran piropo —dijo Phoebe también sonriente—, teniendo en cuenta que soy la única nieta que tienes.
Él la tomó por las muñecas y la atrajo hacia sí.
—Hay que ver —dijo—, ya estás hecha toda una mujer.
Quirke los miró a los dos, maravillándose con amargura de la rapidez con que había perdonado Phoebe a su abuelo por haberse puesto de parte de todos los demás, en contra de su determinación de casarse con Conor Carrington.
Rose, por su parte, miraba a Quirke, registrando el demacrado, ojeroso resentimiento de su cara.
—Me pregunto adónde irán, señor Quirke, los años que van pasando, ¿eh? —le dijo a la ligera.
Apareció Brenda Ruttledge, con uniforme de enfermera y una cofia atildada, con un frasco de píldoras y un vaso de agua en una bandeja de plata. Al ver a Quirke titubeó y se le aflojó la boca un instante. También él se sintió levemente aturdido de verla allí; había olvidado del todo que estaba en Moss Manor.
—Hora de la pastilla, señor Crawford —dijo con una voz que le costó un esfuerzo evidente mantener nivelada.
Quirke forzó una sonrisa de fatiga.
—Hola, Brenda —le dijo.
Ella ni quiso ni habría podido mirarle a los ojos.
—Señor Quirke… —se limitó a decir. Sonrió mirando de reojo a Phoebe y se saludaron con un gesto, aunque nadie se tomó la molestia de hacer las presentaciones.
Rose lanzó una mirada cortante de la enfermera a Quirke y vuelta a empezar. También Josh Crawford captó el escalofrío del reconocimiento que traspasó a uno y a otro, y sonrió dejando al descubierto los dientes por un lado.
—Así que se conocen, ¿eh? —dijo.
Quirke ni siquiera lo miró.
—Éramos colegas en Dublín —señaló.
Se hizo un breve silencio a la par que el eco de esa palabra, colegas, reverberaba de manera incongruente. Crawford tomó el vaso de agua y Brenda sacudió el frasco hasta que tres grandes píldoras cayeron sobre la palma de su mano. Se las introdujo en la boca y bebió haciendo una mueca de desagrado.
Rose unió ambas manos sin hacer ruido.
—Bueno —dijo con amabilidad, pero con contundencia—. Phoebe, señor Quirke, ¿pasamos a cenar…?
Más tarde, Quirke no pudo conciliar el sueño. Durante la cena, en el comedor iluminado fúnebremente por las velas, la conversación fue escasa. Se sirvieron resplandecientes chuletas de ternera, patatas asadas en madera de nogal, col picada y zanahorias al vapor, todo ello al parecer envuelto por una pegajosa cobertura idéntica al ubicuo barniz que proliferaba por toda la mansión. Más de una vez sintió Quirke que se le iba la cabeza hacia un lugar mal iluminado, donde resonaban voces indescifrables, que no estaba allí ni en otra parte. Había trastabillado por las escaleras, al subir, y Phoebe tuvo que sujetarle con una mano por el brazo, a la vez que se reía de él y decía que empezaba a notársele que le hacía falta un sueñecito reparador. Permaneció un buen rato tendido en la cama, en su dormitorio, el dormitorio de Delia, sin desvestirse —aún no había abierto la maleta—, y aun cuando volvió la fotografía de Delia hacia la pared notaba su presencia inquietante. O no, no es que notase exactamente su presencia, sino más bien un recuerdo de ella, un recuerdo rancio por el resentimiento y la ira antigua. Fue la noche de la fiesta de despedida que Josh Crawford celebró en su honor y en el de Mal, veinte años antes. Delia se lo había llevado en un aparte, con un dedo sobre sus labios traviesos y sonrientes, y al cabo lo llevó allí arriba y se tumbó con él, en esa misma cama, sin quitarse el vestido de fiesta. Al principio no le permitió hacerle el amor, no le dejó hacer nada, apartaba en todo momento sus manos inoportunas y codiciosas. Aún oía su risa queda, burlona, provocadora, y su voz áspera en el oído, llamándole su búfalo grandullón. Ya estaba él a punto de tirar la toalla, sin embargo, cuando ella se despojó del vestido con una facilidad ensayada, el reconocimiento de la cual más adelante traspasaría su conciencia reacia como la hoja de un cuchillo puesta a calentar, y se recostó sonriendo y abrió los brazos y lo acogió tan adentro de sí que él supo que nunca terminaría de hallar del todo la manera de salir.
Se levantó de la cama y tuvo que permanecer unos instantes con los ojos cerrados, esperando a que se le pasara el mareo. Había bebido demasiado whisky y después demasiado vino en la cena, y había fumado demasiados cigarrillos, y tenía el interior de la boca como si se lo forrase un tegumento, como una telaraña vaporosa, de carne cálida, erosionada, abrasada. Se puso la chaqueta, salió de la habitación y atravesó la casa en silencio. Tenía la sensación de que también otros estaban despiertos: le parecía percibir su presencia en derredor, en el aire desolado y carente de entusiasmo que le rodeaba. Con cautela, descendió por la ancha escalinata de roble, con el bastón bajo el brazo, sujetándose con ambas manos la pierna inmovilizada, vendada aún, y meciéndola con torpeza para dar un paso tras otro. No sabía adonde se dirigía. El ambiente era de vigilia, e incluso hostil, como si el propio lugar, y no sólo sus habitantes, fuera consciente de su presencia, estuviera pendiente de él y de algún modo estuviera resentido. Las puertas, a medida que las fue abriendo, hacían ruido con el resbalón para manifestar su rechazo, su hastío, y al salir se cerraban con un suspiro, contentas de verse por fin libres de él.
Creyó dirigirse hacia la Galería de Cristal en busca de la vida callada de las plantas, con la esperanza de que la compañía, al menos durante un rato, de seres vivos, pero incapaces de percibir nada, pudiera sosegar su ánimo y devolverle a la cama, para conciliar por fin el sueño, pero por más que lo intentó no la pudo localizar. Se encontró en cambio en un espacio casi tan anchuroso, en el que se albergaba una piscina alargada, de no mucha profundidad. Las luces se encontraban alojadas en nichos salientes al borde mismo de la piscina, cuya superficie en todo momento cambiante proyectaba móviles reflejos en las paredes de mármol, en un techo que era una cúpula segmentada de yeso pálido, modelada como si fuese la techumbre de la tienda, en el desierto, de un jefe beduino. También allí el aire artificialmente caldeado resultaba algodonoso, empalagoso, y cuando Quirke se acercó hasta el borde de la piscina notó que el sudor se le acumulaba entre los omóplatos, en los párpados, en el labio superior. Oyó en lontananza los bocinazos de las sirenas para la niebla; le parecieron los desamparados, desesperanzados gritos de animales grandes, heridos, que clamasen de dolor en alta mar.
Contuvo la respiración sin darse cuenta. Había un cuerpo en el agua.
Era una mujer, con un traje de baño negro y un gorro de caucho. Flotaba boca arriba con los ojos cerrados, las rodillas ligeramente flexionadas, los brazos extendidos. El borde del gorro, prieto sobre el cráneo, desdibujaba sus rasgos, y al principio no la reconoció. Pensó en largarse sin hacer ruido —el corazón aún le latía desbocado por el sobresalto que se llevó al verla de repente—, pero en ese instante ella se volvió y comenzó a nadar despacio a braza, hacia el extremo en el que se encontraba él de pie. Al verlo allí, apoyado en el bastón, retrocedió desordenadamente, con un pataleo y un manoteo de rana, revolviendo el agua de la piscina. Salió entonces a la superficie con el mentón levantado y una sonrisa de arrepentimiento. Era Brenda Ruttledge.
—Dios del cielo —dijo, sujetándose a las asas de la escalerilla metálica y saliendo del agua con un brinco de atleta—, me has dado un susto de muerte.
—Tú también me has asustado —dijo—. Creí que eras un cadáver.
—Vaya —repuso ella, riendo—, supongo que precisamente tú tendrías que conocer bien la diferencia entre un vivo y un muerto.
Cuando dejó atrás la escalera se encontraron los dos cara a cara y en una proximidad mucho mayor de lo que cualquiera de los dos suponía. Él percibió la gelidez acuosa que emanaba de su carne e incluso el calor de la sangre que había detrás. Alrededor, las luces acuáticas rebotaban y se bamboleaban reflejadas en los muros. Se quitó el gorro de caucho y meneó el cabello.
—No se lo dirás a nadie, ¿verdad? —dijo ella medio en broma—. No les hace ninguna gracia que el personal haga uso de la piscina.
Pasó a su lado y se agachó a recoger la toalla. Le asombró no haberla visto así mismo con anterioridad. Tenía las caderas anchas, las piernas cortas, tirando a gruesas, pero bien torneadas. Una chica de campo, hecha para tener hijos. De pronto, se sintió envejecido. Ella aún debía de estar en la cuna cuando él retozaba allí mismo con la deliciosa Delia Crawford. Un beso, recordó, era todo cuanto había entre ellos, un beso robado, embriagado, en una fiesta, la noche anterior a que tuviera por primera vez conocimiento del nombre de Christine Falls. Volvió envuelta en la toalla, secándose los hombros. El aspecto de una cara de mujer con el maquillaje bien lavado nunca dejaba de afectarle. Cuando alzó el brazo vio debajo la pequeña mancha de vello oscuro.
—¿Qué te ha pasado en la cara? —preguntó—. Me había fijado antes. Y he visto que cojeas.
—Poca cosa, una caída.
Ella le miró a la cara, él se dio cuenta de que no le había creído.
—Oh —dijo de pronto—, si tengo una gota en la nariz…
Sorbió con fuerza y se rió, y enterró la cara en la toalla. Todo esto, pensó Quirke, ya ha ocurrido antes en algún lugar.
Junto a la piscina había dos sillones de mimbre, cada uno a un lado de una mesa baja de bambú. Brenda se puso un albornoz blanco y se sentaron. El mimbre crepitó como una fogata de espinos bajo el peso de Quirke. Ofreció a Brenda un cigarrillo, pero ella negó con un gesto. Los reflejos del agua, más sosegados ahora que se había encalmado, dibujaban arabescos de fantasía en las paredes, que a él le recordaban vagamente las células de la sangre comprimida entre dos láminas portaobjetos bajo un microscopio.
—¿Y qué estás haciendo despierto a estas horas?
Se encogió de hombros, y el sillón emitió otra sonora queja.
—No podía dormir —respondió.
—A mí me pasó lo mismo durante muchísimo tiempo, después de llegar. Creí que iba a volverme loca.
Le pareció notar un sonido bronco en su voz, algo indescifrable, tal vez un residuo de pesar.
—Tienes nostalgia, ¿es eso? —preguntó.
Ella volvió a negar con un gesto.
—Estaba harta de todo aquello, por eso me marché —miraba al frente pero no veía lo que tenía delante, sino otra cosa; no veía el ahora, sino el entonces—. No —siguió diciendo—, es que no me consigo acostumbrar a este sitio. A la casa. A los dichosos bocinazos de las sirenas.
—¿Y a Josh Crawford? —preguntó—. ¿Te has acostumbrado a él?
—Ah, el señor Crawfordy sus semejantes no me suponen ningún problema, sé cómo manejarlos —se volvió hacia él, levantando las piernas y colocando los pies bajo ella, estirando entonces el albornoz sobre sus rodillas suaves, redondas. Él imaginó que introducía la cara entre sus muslos, que su boca hallaba los labios fríos, húmedos, y la ardiente oquedad entre ambos—. Me sorprendió —dijo— cuando supe que ibas a venir.
—¿De veras?
Sus voces se transportaban sobre el agua y arrancaban tenues ecos marinos de los muros. Ella seguía estudiándolo.
—Estás cambiado —le dijo.
—¿De veras?
—Estás más callado.
—Se acabaron los chistes —sonrió entristecido—. Es algo que dijo Phoebe.
—Parece simpática Phoebe.
—Sí, lo es.
Callaron, y los ecos dejaron de propagarse. A lo lejos, en la casa, un reloj dio una sola nota argentina, y un instante después, desde más lejos, llegó otra campanada, y aún otra más, y otra aún más distante, y volvió a reinar el silencio.
—Dime una cosa —dijo Quirke—. ¿Tú sabes en qué consiste esa obra de caridad a la que se dedica Josh?
—¿Te refieres al hospicio?
La miró.
—¿Qué hospicio —preguntó despacio— es ése?
—St. Mary. Está en Brookline. Hace donaciones, importantes sumas de dinero —un temor de intranquilidad la tocó como la punta de una aguja. ¿Qué andaría él buscando?—. La señora Crawford —dijo por cambiar de tema— tiene debilidad por ti.
Él enarcó las cejas.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque lo sé.
Asintió.
—Intuición femenina, ¿es eso?
Hizo una leve mueca ante la repentina y fría burla que notó en su tono de voz. Se puso en pie y estiró el albornoz, caminando en medio de las luces espectrales que aún brincaban en derredor, con el gorro de caucho colgado de un dedo.
—Tu sobrina tenía razón —dijo por encima del hombro—. Se acabaron los chistes.