Andy Stafford tuvo la impresión de comparecer en un juicio. Se encontraban Claire y él en el despacho de sor Stephanus, sentados uno junto al otro, en dos sillas de respaldo recto, delante de la gran mesa de roble tras la cual estaba sentada sor Stephanus. A su espalda, de pie, se encontraba el cura pelirrojo, el tal Harkins, el que una vez fue a visitarlos para espiarlos a fondo. Otra monja, cuyo nombre Andy no recordaba, que era médico y llevaba un estetoscopio colgado del cuello, permanecía de pie junto a la ventana, contemplando la luminosidad del día, el rostro encendido por la luz que se reflejaba en la nieve. Él había vuelto a explicar qué fue lo que ocurrió, cómo se encontró al bebé en pleno ataque, o algo parecido, y cómo le dio un meneo —por poco dijo «a la pelma de la criaja»— para tratar de lograr que reaccionara, y cómo, en cambio, había muerto en el acto. Estaba borracho, eso ni siquiera intentó negarlo; era probable que eso formara parte del motivo por el cual ocurrió todo, por el cual murió la niña. De modo que sí, lo reconoció, en cierto modo era culpa suya, si es que un accidente se puede achacar a alguien. Aunque estaba sentada, sor Stephanus parecía mucho más alta que cualquiera de los presentes en su despacho. Por fin se movió un poco.
—Debéis intentar los dos por todos los medios, lo mejor que sepáis, olvidar este hecho tan terrible. La pequeña Christine ahora está con Dios. Ésa ha sido Su voluntad.
La otra monja se apartó de la ventana y miró a Claire, que no respondió al gesto. La joven no se había movido, y no había dicho palabra desde que se sentó. Estaba pálida y encorvada, como si tuviera frío; las manos, con las palmas vueltas hacia arriba, las tenía inertes sobre el regazo. Tenía la vista clavada en el suelo, delante del escritorio, y el ceño fruncido en señal de concentración, como si tratara de adivinar, o al menos así parecía, un dibujo en la alfombra.
Sor Stephanus siguió perorando:
—Andy, ahora lo que has de hacer es ayudar a Claire. Los dos habéis sufrido una grave pérdida, pero la suya es más grande. ¿Lo entiendes?
Andy asintió vigorosamente para mostrar su absoluta disposición a cumplir lo que se le pedía, su entrega, su resolución en tratar de deshacer lo hecho.
—Lo entiendo, hermana —dijo—. Sí, lo entiendo, pero… —alzó el mentón de golpe y se pasó un dedo por el interior del cuello de la camisa. Llevaba su chaqueta de sport, de cuadros castaños, con pantalón oscuro, e incluso se había puesto corbata para causar una mejor impresión.
Sor Stephanus lo miraba con los ojos muy abiertos, brillantes, levemente alelados, unos ojos que parecía que estuvieran congelados.
—¿Y cuál es el pero? —dijo.
Andy respiró hondo y de nuevo levantó el mentón.
—Sólo es que… me estaba preguntando si ha hablado usted con el señor Crawford sobre mi trabajo. Me refiero a un trabajo distinto, algo que me permitiera estar más cerca de casa, pasar más tiempo en casa ahora que…
Sor Stephanus miró por encima del hombro a donde se encontraba el cura. Éste enarcó las cejas, pero no dijo nada. La monja se volvió hacia Andy.
—El señor Crawford está muy enfermo —dijo—. Gravemente enfermo.
—Lo lamento —dijo Andy un poco con demasiada soltura, y se dio cuenta. Vaciló. Estaba preparándose. Ése era el momento—. Tiene que ser muy duro —dijo, arrastrando las vocales, con su acento sureño—, el señor Crawford enfermo y todo esto. Supongo que ustedes, todos los demás —miró a Harkins y de nuevo miró a la monja—, tendrán que arrimar el hombro de lo lindo para que no se note. Tiene gracia, la operación tan grande que han puesto en marcha, a pesar de lo cual nunca sale nada en los periódicos.
Se hizo otro silencio, y el cura tomó la palabra con su muy marcado acento irlandés.
—Hay muchas cosas que nunca llegan a los periódicos, Andy. A veces, ni siquiera se da noticia de algunos accidentes muy graves.
Andy no le hizo caso.
—Lo que pasa, dese cuenta —dijo a la monja—, es que voy a tener que estar muy pendiente de prestar a Claire toda la ayuda que necesita para superar su pérdida. Voy a tener que renunciar a los largos trayectos, a ir a Canadá y a los Lagos. Eso significa una paga extra sin la cual me las tendré que apañar.
La monja otra vez miró de reojo a Harkins, y éste de nuevo se limitó a enarcar las cejas. Se volvió hacia Andy.
—Muy bien, pues —dijo—. Veremos qué se puede hacer con eso.
—Lo crucial, Andy —intervino Harkins—, es que estas cosas no salgan de aquí, que sólo se sepa entre nosotros. Nosotros tenemos nuestra manera de hacer las cosas en St. Mary, y el mundo no lo entendería.
—Claro —dijo Andy, y se permitió esbozar el espectro de una mueca burlona—. Claro, es natural.
Sor Stephanus se puso bruscamente en pie, y la tela negra de su hábito emitió un crujido estrepitoso.
—Muy bien, pues —dijo—. Estaremos en contacto. De todos modos, Andy, quiero que una cosa quede muy clara. El bienestar de Claire es ahora nuestra preocupación primordial. La nuestra y la tuya, cómo no.
—Por supuesto —dijo, esta vez con intencional fluidez, para que se enterasen—. Por supuesto, lo entiendo muy bien —se puso en pie y se volvió hacia Claire—. Vamos, cariño. Es hora de marcharnos.
Ella no reaccionó. Siguió mirando la alfombra. Sor Anselm se acercó desde la ventana y le plantó amablemente una mano en el hombro.
—Claire —le dijo—, ¿te encuentras bien?
Claire pestañeó y, con esfuerzo, alzó la cabeza y miró a la monja, tratando de concentrarse. Despacio, asintió con un gesto.
—Se encuentra bien —le espetó Andy, sin poder evitar un deje amenazador—. Yo cuidaré de ella. ¿Verdad, cariño?
La sujetó por el codo y la obligó a ponerse de pie. Cuando se hubo incorporado pareció por un instante que pudiera caerse, pero él la sostuvo con firmeza, con un brazo alrededor de los hombros, y la guió hacia la puerta. Sor Stephanus salió de detrás del escritorio y los acompañó.
—Esa joven no está nada bien —dijo sor Anselm cuando los tres hubieron salido del despacho.
El padre Harkins la miró con cara de preocupación.
—¿Usted cree que podría…? —dejó la pregunta en el aire.
—Yo creo —dijo la monja, cargando las tintas con ira— que está muy mal de los nervios. Muy mal, se lo digo yo.
Volvió sor Stephanus al despacho meneando la cabeza.
—Señor, señor —dijo con cansancio—, qué situación… —se volvió hacia el cura—. ¿Y el arzobispo…?
Asintió.
—He hablado con su despacho. Los suyos hablarán con Comisaría. No hace ninguna falta que la policía se involucre.
Sor Anselm emitió un sonido de asco. Sor Stephanus volvió hacia ella la mirada cansina.
—¿Decía usted, hermana?
Se dio la vuelta y salió renqueando del despacho. Sor Stephanus y el cura se miraron uno al otro y apartaron cada cual la mirada. No dijeron nada más.
Había hielo en los peldaños de la entrada; Andy mantuvo el brazo en torno a los hombros de Claire, no fuera a resbalarse. Desde el accidente de la niña no había sabido qué hacer con su mujer, cómo tratarla, de lo callada y retraída que estaba. Se pasaba el tiempo sentada en la casa como si estuviera medio en trance, o bien miraba en la televisión los programas infantiles, Howdy Doody y Bugs Bunny y el de los dos cuervos que conversaban sin parar. Le ponía del hígado su manera de reír con los dibujos animados, como si estuviera haciendo gárgaras, igualito, suponía, que el modo de reír de aquellos primos alemanes que tenía ella, jarj jarj jarj. De noche, cuando yacía en la cama sin poder dormir, a su lado, él notaba cómo corrían los pensamientos en su interior, cómo les daba vueltas sin parar, repasando una y mil veces la misma cosa, la que fuera, sin poder quitarse de la cabeza el dichoso pensamiento, daba igual. A duras penas contestaba cuando alguien le decía algo; por lo demás, callaba. Una noche él volvió a casa tarde, cansado, tras viajar desde Buffalo, y se encontró la casa a oscuras, sin que se oyera un solo ruido. Buscó por todas partes hasta encontrarla en la habitación de la niña, sentada junto a una ventana, con la manta de la niña apretada entre los brazos. Le gritó no tanto porque estuviera dolido, sino porque de algún modo le había dado un susto allí sentada como un fantasma, con el extraño resplandor azulado que llegaba del jardín que cubría la nieve. Pero incluso al gritarle ella tan sólo volvió la cabeza ligeramente hacia él, frunciendo el ceño, como una persona que acabase de oír a alguien que llamase desde lejos, desde muy lejos.
Lo único de provecho que encontró en todo esto fue Cora. Fue ella quien lo supo tranquilizar la noche misma del accidente, fue ella quien le ayudó a dar una versión creíble de lo sucedido. Ahora, de día, algunas veces subía a sentarse con Claire, y en más de una ocasión llegó él a casa y se la encontró preparándole la cena, mientras Claire, vestida con la bata de andar por casa que no se había cambiado desde que se levantó, con los ojos enrojecidos y un pañuelo apretado contra la boca, yacía boca abajo en la cama, con los pies colgados por el lateral. Algo le pasaba en los pies, cuyo empeine tenía muy blanco, y la planta descolorida y callosa, que a él le provocaba una sensación de náusea. Cora tenía unos pies largos y morenos, estrechos en el talón, anchos y redondeados en el nacimiento de los dedos. Cora no quería de él otra cosa que su cuerpo duro y bronceado. Nunca le había pedido que le dijera que la amaba, nunca se había preocupado por el futuro, ni por lo que sucedería si Claire descubriese lo que había entre ambos. Estar con Cora era como estar con un hombre salvo cuando estaban en la cama, e incluso en la cama tenía el apetito casi brutal de un hombre.
Caminaban por la avenida de entrada al hospicio cuando vieron que llegaba Brenda Ruttledge a la cancela. Vestía un gran abrigo de alpaca y un gorro de lana y botas con el borde forrado de piel. Andy no la recordaba, aunque la vio en aquel momento en que Claire tropezó con ella cuando se marchaban de la fiesta navideña en la casa de Josh Crawford; de hecho, de aquella tarde no recordaba gran cosa. Claire, cómo no, iba demasiado ensimismada para saber si era capaz de reconocer a alguien o no.
Pero Brenda sí los recordaba de la fiesta, la mujer joven y pálida con el bebé y su maridito con cara de bebé, sumamente enrabietado por haber bebido demasiada cerveza. La mujer joven tenía un aspecto terrible. La encontró grisácea y demacrada, como si estuviera traumatizada, o enferma de dolor, de terror, de pena. Brenda los miró pasar de largo, la esposa con sus pasos rígidos, inseguros, el marido guiándola con el brazo en tensión sobre sus hombros.
Brenda había supuesto que la vida en Estados Unidos sería diferente que en su país, que la gente sería más feliz, más echada para delante, más amistosa, pero descubrió que era igual que allá, igual de malhumorada, mezquina y afligida. O quizás sólo Boston fuera así, natural, con tantos irlandeses aún cargados de los recuerdos de la Hambruna y los barcos de la muerte. Pero a ella no le gustaba ninguna de esas cosas; no le gustaba nada estar allí y sentirse sola y tan lejos de casa.
Le abrió la puerta la misma monja joven de los dientes saledizos que se la había abierto la última vez en que estuvo allí, cuando llevó a la niña. Pensó en preguntarle su nombre, pero no supo si tal cosa estaba permitida; de todos modos, el nombre no sería el suyo, sino el de algún santo o santa de los que Brenda jamás hubiera sabido nada. Tenía una cara agradable, pequeña y redonda y alegre; en fin, en un santiamén le quitarían a tortas la alegría en un sitio como ése. Tampoco la monja, como la pareja que vio a la entrada, dio muestras de acordarse de Brenda. Probablemente había abierto la puerta a cientos de personas desde la última vez que ella estuvo allí.
—Me preguntaba si podría ver a sor Stephanus —dijo.
Temió que la monja fuese a preguntarle qué era lo que deseaba, pero, por el contrario, la invitó a entrar en el vestíbulo y le dijo que iría a ver si estaba la Madre Superiora. Cuando sonreía, le asomaban los dientes y se le formaban dos hoyuelos de bebé en las mejillas gordezuelas. Tardó en volver al vestíbulo lo que a Brenda le pareció una eternidad; a su vuelta le dijo que sor Stephanus no se encontraba en la casa. Brenda supo que le estaba mintiendo. Azorada, rehuyó la mirada nada hostil de la monjita.
—Sólo quería saber… Sólo quería preguntar por una de las niñas —dijo al fin—. Se llama Christine.
La monja no respondió nada. Permaneció con las manos una sobre la otra a la altura de la cintura, sonriendo cortésmente. Brenda supuso que no había sido ella la primera correo —¿sería ésa la palabra que se empleaba?— en volver a St. Mary a interesarse por una de las niñas. Se acordó del sobrecargo con marcado acento cockney, que le advirtió en el barco, en el viaje a Boston, que no se encariñase con la cría. Se limitó a echar un vistazo a sus papeles y a los de la niña, y se retrepó en su asiento, tras la mesa, mirándole el pecho con ojos lascivos, de rata, y diciéndole: «Mire, se lo digo en serio, lo he visto un montón de veces; una chica toma el barco, apenas acaba de terminar los estudios. Para el día en que atracamos en Estados Unidos, está convencida de que la niña es suya». No era que ella sintiera ningún apego, o no exactamente, según pensaba en esos momentos, volviendo sobre sus pasos por la entrada del convento, sino que tan sólo había pensado en la pequeña Christine, y recordó la rara sensación que tuvo en las entrañas al tomarla en brazos por vez primera, aquella tarde, en el muelle de Dun Laoghaire. La pareja que había visto allí, cuando llegaba, ¿dónde habrían dejado a su niña?, se preguntó. Volvió a ver la cara pálida de la mujer, una cara de pasmo, unos ojos apagados, y se estremeció.