Quería ir a las montañas. Todos los días, cuando salía a dar sus paseos, miraba con anhelo hacia las montañas: parecía que se encontrasen nada más pasar el puente de Leeson Street, vestidas de nieve e igual que si flotaran, como las montañas de un sueño. Fue Sarah quien se ofreció a llevarlo en coche, y se presentó en la puerta de su casa una tarde a primera hora, en el Jaguar de Mal, con los asientos tapizados de cuero. Para el olfato de Quirke, el interior del coche resultó idéntico a lo que, estaba seguro, debía de ser el olor de su propietario, un olor penetrante y medicinal. Sarah conducía nerviosa, con intensidad, apretando la espalda contra el asiento y sujetando el volante con los brazos totalmente extendidos, las manos muy juntas sobre el cuadrante superior; en las curvas a la izquierda se desplazaba tanto para compensar la fuerza centrífuga que Quirke notaba la caricia de sus cabellos en la mejilla, como filamentos cargados de electricidad. Iba callada; él la notaba meditabunda, preocupada por algo, y fue consciente de que en su propio interior se desperezaba cierta intranquilidad. Por teléfono le había dicho que deseaba hablar con él. ¿Iba a contarle lo que sabía sobre Mal? A esas alturas Quirke estaba seguro de que ella lo sabía, de que de alguna manera había descubierto a Mal. Tal vez fuese que él se había venido abajo y se lo había confesado todo. Fuera como fuese, Quirke no quería que ella se lo contara, no quería oír todo eso de sus labios, no quería tener que mostrarle su simpatía, no quería tener que tomarla de la mano y mirarla a los ojos y decirle cuánto le importaba, pues todo eso ya era agua pasada, ya no habría más ocasiones para tomarla de la mano, ya no habría más miradas enternecedoras a los ojos, ya no habría más de todo eso, ya no habría más nada. Se encontraba más allá de Sarah, en otro lugar distinto, más oscuro, un lugar que le era propio y privativo, rebasada otra puerta como aquella por la que, en el pasado, ella le había invitado a entrar, en vano, junto a ella.
Fueron por el camino de Enniskerry y Glencree. Los tremedales estaban ocultos bajo la nieve, aunque ya se veían los corderos recién paridos por las laderas, flacos y frágiles, aturdidos vellones en blanco y negro, con los rabos cortos, como los juguetes de cuerda; incluso a través de las ventanas selladas por tiras de caucho les llegaban los balidos quejumbrosos a lo lejos. Las carreteras de montaña estaban limpias de nieve desde poco antes, pero había placas de hielo renegrido, y en una curva pronunciada, antes de enfilar un estrecho puente de piedra, la trasera del coche se desplazó de lado y, patinando con la terquedad de una mula, no se dejó enderezar hasta que se encontraron ya en el puente, cuyo parapeto no dio de lleno contra el guardabarros de la izquierda por lo que a Quirke, que se volvió con brusquedad, le pareció un margen menor de dos dedos. Sarah arrimó el vehículo al arcén, pasando el puente, y se detuvo. Apoyó la frente en el hueco que quedaba entre ambas manos, sobre el volante.
—¿Le hemos dado? —murmuró.
—No —respondió Quirke—. Se habría tenido que notar.
Ella soltó una risa baja, gimiente.
—Gracias a Dios —dijo—. Su preciosidad de coche…
Apagó el contacto y permanecieron los dos sentados, oyendo cómo se enfriaba el motor con un raro tictac. Poco a poco también el viento se dejó oír, tenue y racheado, silbando en la reja del radiador y tañendo los hilos de alambre de espino herrumbroso que flanqueaban la carretera. Sarah levantó la cabeza del volante y se recostó en el asiento, con los ojos todavía cerrados. Tenía la cara inexpresiva y estaba blanca como el papel, como si toda la sangre se le hubiera escurrido de súbito; no podía ser únicamente efecto del golpe que por muy poco no se dio contra el parapeto del puente. La intranquilidad que sentía Quirke se ahondó. Además, empezó a dolerle la pierna, supuso que por la menor presión del aire, o tal vez porque el frío se empezaba a filtrar ahora que estaba apagada la calefacción, o quizás porque se había visto obligado a tenerla en una posición rígida durante todo el trayecto desde la ciudad. Propuso que salieran a caminar un poco y ella preguntó si sería él capaz, a lo que él respondió con impaciencia que por supuesto, y ya estaba abriendo la puerta y bajando al suelo la pierna entre gruñidos e improperios.
Se encontraban en la linde de una pradera prolongada, en pendiente, en la base de un monte, al pie del cual había una laguna negra cuya superficie era como una lámina inmóvil de esquirlas de acero. Al lado había una loma baja y redondeada, cubierta de nieve, que de algún modo parecía agazaparse y arrimarse a un cielo oscuro, del color de la piedra. Mechones de lana sucia, atrapados en los nudos del alambre de espino, aleteaban aquí y allá, y algunos matorrales de aulaga o brezales esparcidos al azar asomaban escuetos en medio de la nieve. Una senda practicada al sesgo de la pendiente por los cortadores de turba ascendía desde allí, y ése fue el camino que tomaron, Quirke cauteloso con el bastón, pisando con desconfianza el suelo pedregoso y los costillares del hielo, con Sarah a su lado, el brazo firmemente enganchado del suyo. El frío les quemaba las fosas nasales; sentían los labios y los párpados cuartearse como el cristal. A mitad de la senda Sarah dijo que era mejor volver, que debían de estar los dos locos, mira que subir hasta allí, él con la pierna escayolada y ella con unos zapatos ridículos, si bien Quirke tensó la mandíbula y siguió adelante, llevándola de un tirón consigo.
Preguntó por Phoebe.
—Se va a Boston la semana que viene —contestó Sarah—. Ya tiene hecha la reserva. Irá en avión a Nueva York y luego seguirá viaje en tren —lo dijo con una calma voluntariosa, con los ojos clavados en la senda.
—La echarás de menos —dijo él.
—Seguro, muchísimo, claro que sí. Pero sé que le sentará bien. Necesita marcharse. Está furiosa con Conor Carrington. Me da miedo lo que esa muchachita es capaz de hacer. Es decir… —añadió deprisa—, sería capaz de cometer un terrible error. A las chicas les suele pasar, y más si se sienten contrariadas en las cosas del corazón.
—¿Contrariadas?
—Quirke, ya sabes lo que quiero decir. Sería capaz de arrojarse en brazos del primero que pasara por delante, sería capaz de tirarlo todo por la borda —se hizo el silencio durante unos instantes, a la par que seguían caminando tomados del brazo; ella se sujetaba la muñeca con la otra mano. Llevaba guantes negros, de seda, y unos zapatos finos y elegantes, totalmente incongruentes con lo asilvestrado del paraje—. Ojalá —dijo de pronto, pronunciando deprisa cada sílaba—, ojalá fueras con ella, Quirke —lo miró de reojo y esbozó una mirada tensa antes de apartar los ojos.
Él la miró de perfil.
—¿A Boston?
Asintió apretando los labios.
—Me gustaría pensar —dijo ella, eligiendo las palabras con esmero— que tiene a alguien que sepa cuidar de ella.
—Estará con su abuelo. No se arrojará a los brazos de ningún jovenzuelo si el viejo Josh anda al acecho para espantarlos.
—Me refiero a alguien en quien yo tenga confianza. No quiero que Phoebe se convierta… no quiero que se convierta en una de ellos.
—¿De ellos?
—De mi padre y de todo eso, de su mundo —torció el gesto en una sonrisa de amargura—. El clan de los Crawford.
—Pues entonces no permitas que vaya.
Ella apretó con más insistencia su brazo.
—Ya no tengo fuerza para eso. No puedo plantarles cara, Quirke. Son demasiado para mí.
Él asintió.
—¿Y Mal? —preguntó.
—¿Mal? —de pronto asomó la frialdad del acero en la voz de Sarah.
—¿Él quiere que Phoebe viaje a Boston?
—¿Quién sabe qué es lo que quiere Mal? Ya no hablamos de estas cosas. La verdad es que ya no hablamos de nada.
Él se detuvo, y la obligó a detenerse.
—Sarah, ¿qué es lo que pasa? —inquirió—. Ha pasado algo. Te noto diferente. ¿Es por Mal?
Esta vez, su respuesta fue como la vibración de un alambre tensado.
—¿Que si es por Mal? ¿El qué?
Siguieron caminando. Quirke notaba el hielo bajo los pies, la traicionera lisura de la superficie. ¿Y si resbalase y cayese allí? No sería capaz de ponerse en pie de nuevo. Sarah tendría que ir a pedir auxilio. Podría morirse. Se paró a pensarlo con ecuanimidad.
Llegaron a lo alto del cerro. Ante ellos se extendía otro valle alargado, el lecho del cual estaba oculto bajo una bruma helada. Miraron largo y tendido la inmensidad grisácea y resplandeciente, como si estuvieran en el corazón mismo de la desolación.
—¿Irás a Estados Unidos? —preguntó Sarah, pero antes de que él pudiera responder la estremeció un escalofrío, cuyo latigazo él percibió en el brazo del que aún estaba ella sujeta, y amagando un desmayo dejó que todo su peso cargara sobre él, a tal punto que él creyó que la rodilla no iba a soportarlo—. Ay, Dios mío —susurró ella con aflicción, con terror. Tenía los ojos cerrados. Le temblaban los párpados como el aleteo de una polilla.
—Sarah —dijo él—, ¿qué sucede? ¿Te encuentras bien?
Ella inspiró hondo, con la respiración temblorosa.
—Disculpa —dijo—. Creí que… —él se guardó el bastón bajo el codo, para asentarse mejor en el terreno, y sostuvo entre las suyas las manos de ella. Tenía los dedos helados. Quiso sonreír, sacudió la cabeza—. No pasa nada, Quirke. Estoy bien, de veras.
La alejó de la senda, la nieve helada crujiendo como el cristal bajo sus pasos, hasta una roca grande y redondeada que descollaba aislada y cohibida en la falda yerma del cerro. Retiró con el canto de la mano la nieve de la zona superior y la hizo sentarse. Le volvía un poco el color a las mejillas. Volvió a decir que estaba bien, que sólo era un ligero mareo. Rió con fragilidad.
—No es más que uno de mis vahídos, como dice Maggie —un nervio de la mejilla pulsaba de manera visible, dándole un aire de amargura—. Uno de mis vahídos —repitió.
Nervioso, él prendió un cigarrillo. A tanta altitud, el humo le desgarró los pulmones como si le hubiesen arrojado un puñado de hojas cortantes. Un grajo grande y gris, con el pico agudo como un escoplo, se posó en el poste de una valla, cerca de donde estaban, y soltó un graznido de irrisión.
Sarah se miró las manos, que tenía entrelazadas sobre el regazo.
—Quirke —dijo—, hay una cosa que debo decirte. Se trata de Phoebe. No sé cómo decírtelo —presa de la angustia, alzó ambas manos aún entrelazadas y las agitó en un gesto curioso, como un jugador de dados a punto de arrojarlos, pero igual que si supiera que no iba a salir el número deseado—. No es hija mía, Quirke. Tampoco es de Mal —Quirke permanecía tan inmóvil que podría haber estado hecho de la misma materia que la piedra en que ella descansaba. Sarah sacudía la cabeza de un lado a otro, en una suerte de desconcierto producido por la incredulidad—. Es tuya —dijo—. Es hija tuya y de Delia. Tú nunca llegaste a saber que la niña sobrevivió, pero así fue. Delia murió y Phoebe siguió con vida. El juez, Garret, nos llamó por teléfono a Boston aquella misma noche para decirnos que Delia había muerto. Yo no podía creerlo. Quiso saber si Mal y yo estaríamos dispuestos a cuidar de la niña… al menos por un tiempo, hasta que tú te hubieras recuperado del trauma. Iba a viajar una monja desde Dublín. Ella fue la que trajo a Phoebe —suspiró, y miró en derredor como si vagamente quisiera encontrar una vía de escape, un pasadizo, un boquete en la nieve por el cual pudiera colarse—. No debería habérmela quedado —dijo—, pero pensé en su día que sería lo mejor para todos. Tú ya estabas bebiendo entonces más de la cuenta, por Delia, porque las cosas no habían sido como tú esperabas que fuesen. Y entonces ella murió. Y estaba Phoebe. Había que pensar en ella —él se dio la vuelta como una estatua de piedra y avanzó unos pasos por la nieve, cargando el peso en el bastón. Se detuvo y apartó la vista de ella, mirando de nuevo el valle helado allá abajo. El ave que se había posado en el poste agachó la cabeza y flexionó un ala, y esta vez emitió un graznido sordo, entrecortado, que bien podría haber sido un encarecimiento o una deprecación un tanto pesarosa. Sarah volvió a suspirar—. Quería algo tuyo, entiéndelo —dijo, mirando a la enorme espalda encorvada de Quirke—. Algo que fuera tuyo. Es terrible por mi parte, lo sé —rió un instante, como si volviera a estar desconcertada consigo misma, con lo que estaba diciendo—. Todos estos años… —se puso en pie apretando los puños a ambos lados del cuerpo—. Lo siento, Quirke —le dijo en voz más alta, pues le dio la sensación de que nada más levantarse el aire se había tornado tan fino que no transportaba sus palabras, y creyó que él de todos modos se encontraba, en la cima pelada del cerro, más allá de donde alcanzara su voz. No se dio la vuelta. Siguió plantado en medio, con el abrigo negro como ala de cuervo, de espaldas a ella, la cabeza gacha—. Lo siento —volvió a decir, y esta vez fue como si lo dijera sólo para sí.