Febrero trajo de la mano una falsa primavera y, libre por fin, Quirke se aventuró a dar los primeros paseos a la orilla del canal, a la pálida y helada luz del sol. El día en que salió del hospital, la enfermera pelirroja cuya cara fue lo primero que vio al despertar brevemente, después de que Billy Clinch hubiese terminado de hacerle el trabajo de reparación en la pierna, y que se llamaba Philomena, le dio de regalo un bastón de madera de endrino que, según le dijo, había pertenecido a su difunto padre —«Era un pedazo de bestia, enorme, igual que usted»—, y con esta recia apoyatura se ayudaba como si remase al avanzar con cautela por el camino de sirga, desde Huband Bridge hasta Baggot Street y vuelta a empezar, sintiéndose avejentado, con los nudillos blancos en la empuñadura del bastón y el labio inferior apretado entre los dientes, gimoteando de dolor como un bebé y jurando y despotricando a cada paso en falso.
El bastón no fue el único obsequio que le hizo Philomena, la de los ojos verdes. La víspera de que le dieran el alta, cuando ella hacía el turno de tarde, había entrado en su habitación, había cerrado la puerta y había calzado una silla bajo el pomo, para darse la vuelta y quitarse el uniforme con un encogimiento de hombros y un meneo, con pasmosa facilidad —se desabotonaba oportunamente por el frente—, revelándole una complicada armadura de ropa interior reforzada con ballenas y costillas, acercándose a la cama con una sonrisa juguetona, huidiza, que prestaba a su sotabarba una arruga sugerente para Quirke, para su imaginación repentinamente inflamada, de otros pliegues insondables. Se rió con una carcajada profunda.
—Dios mío, señor Quirke —le dijo—, es usted un hombre terrible. Mire qué cosas me incita a hacer.
Era una chica grandona, de extremidades fuertes y hombros anchos, pecosos, a pesar de lo cual se encajó sobre su pierna escayolada con ternura e inventiva. Se había dejado puestos el sostén y las medias, y cuando montó a horcajadas sobre él, una Godiva con la melena en llamas, el tenso nailon de las medias le rozó los flancos como si fuera un fino y cálido papel de lija. Cayó en la cuenta del mucho tiempo transcurrido desde la última vez en que tuvo a una mujer en los brazos, y la oyó reír. Ojalá, se dijo, pudiera reír también él, pero algo se lo impedía, no sólo la palpitación dolorida de la rodilla, sino una nueva y misteriosa vía de acceso a la congoja y los presagios.
Al día siguiente la enfermera adoptó sólo por él, y él se dio perfecta cuenta, una cara de tristeza, aunque con un punto de estoicismo, y dijo que ya se imaginaba que la olvidaría en cuanto saliera por las puertas del hospital. Lo acompañó por el pasillo hasta la puerta principal, sujetándole con una mano por el brazo y permitiendo que el pecho le rozara con cariñosa negligencia la manga de la chaqueta. Él le pidió su dirección, cumpliendo con su deber a su manera, pero ella dijo que no tenía sentido, que sólo disponía de una habitación en la residencia de las enfermeras del hospital, que iba a su casa los fines de semana, siendo su casa algo que quedó sin especificar, algo en un lugar lejano, en el sur. Él pensó en otras chicas llegadas del campo, en aquella otra enfermera, Brenda Ruttledge y, contra su voluntad, en Christine Falls, en la pobre y pálida Christine, desvaída ya casi del todo en su memoria, a cada día que pasaba un poco más desdibujada, empezando por lo poco que vio de ella en primer lugar. «De todos modos —añadió Philomena con un suspiro—, allí tengo un novio o algo así —bajó la voz y habló luego en un susurro, con voz ronca—. Aunque ése nunca se lleva lo que se ha llevado usted».
A nadie había dicho la fecha en la que le daban el alta, incapaz de soportar la idea de encontrarse a Sarah esperándole en la puerta, o a Phoebe con sus modales endurecidos, recién estrenados, o, no lo quisiera Dios, al propio Mal, lúgubre en su secreto tormento, que llevaba como un hábito de arpillera, de los que se ponían los penitentes. La ira que no había sentido en todas sus semanas de hospital de pronto había alcanzado su punto de ebullición, sin previo aviso al parecer, y según andaba a trancas y barrancas por el camino de sirga, apoyándose en el bastón de madera de endrino del padre de Philomena, en el sobrecogedor silencio de aquellas tardes soleadas, nada acordes con la estación del año, viendo a los ánades escabullirse entre las juncias, presas de una engañosa fiebre de apareamiento, se afanó en idear toda suerte de estratagemas de venganza. Le sorprendió la violencia misma de sus fantasías. Imaginaba casi con detalle erótico cómo iba a localizar al señor Punch y al gordinflón de Judy, a uno después del otro, para lanzarlos de cabeza por los mismos escalones del sótano de Mount Street por donde lo habían lanzado a él, para triturarlos a puñetazos hasta que se les reventaran las carnes, se les astillaran los huesos, les manara la sangre a borbotones de la boca destrozada, de los tímpanos estallados. Se imaginó arrancándole a Costigan las gafas, arrancándole la insignia de los Pioneros que llevaba en la solapa y clavándosela en los ojos indefensos, primero en uno, luego en el otro, notando cómo se hincaba la fina púa de acero en la gelatina resistente y saboreando los alaridos agónicos de Costigan. Le quedarían todavía otros por tratar a su manera, aquellos cuyas identidades por el momento sólo eran pura conjetura, amontonados detrás de Costigan y Mal y Punch y Judy. Desde luego: también ellos, los Caballeros sin rostro, habrían de ser convocados y traspasados luego por sus propias lanzas. Y es que Quirke ya sabía a esas alturas que todo lo acontecido, todo, desde Christine Falls y Dolly Moran hasta él, era bastante más que un simple asunto entre Mal y su pobre muchacha muerta, y sabía que era una extensa y enmarañada telaraña en la que se había enzarzado sin darse cuenta.
De ese modo, un buen día, no mucho después de salir del hospital, se encontró maniobrando con la pierna, todavía escayolada e incómoda, para salir de un taxi ante las puertas de la Lavandería de la Misericordia. Era un día de un frío viscoso, con un sol que lucía blanquecino tras la neblina matinal. Era sábado, y la fachada de aquel lugar estaba cerrada, en silencio, como una boca apretada. Echó a caminar hacia la entrada con la intención de llamar al timbre y esperar lo que hiciera falta a que alguien contestara, pero enfiló en cambio por el lateral del edificio, sin saber qué era lo que esperaba con suerte encontrar. Lo que halló fue a la joven pelirroja, la de la cabellera sin forma, que en su anterior visita prácticamente se dio de bruces con él cuando cargaba con el cesto de la colada. Estaba junto a un desagüe, vaciando una tina de agua jabonosa. La encontró distinta, aunque de un modo que en principio no supo precisar. Llevaba el mismo vestido sencillo y gris de la vez anterior, y las mismas botas claveteadas, sin cordones. Vio sus tobillos gruesos, la piel tensa e hinchada, brillante, moteada de rombos. No supo acordarse de su nombre. Cuando ella lo vio, dio un paso atrás y lo miró con la cabeza ladeada, sujetando la tina ya vacía con ambas manos, como si fuera una coraza. En medio de su rostro inexpresivo tenía los mismos ojos verdes y diáfanos que Philomena, la enfermera. Al principio no supo qué decir, qué preguntar, y así pasaron un largo instante en silencio, mirándose sin saber cómo reaccionar.
—¿Cómo te llamas? —preguntó él por fin.
—Maisie —respondió con rotundidad, como si fuera su respuesta a un desafío. Se le ahondó el fruncimiento del entrecejo con que lo miraba, y sólo al cabo se le despejó—. Me acuerdo de usted —dijo—. Es usted el que vino aquel día —miró el bastón, miró las cicatrices de su rostro—. ¿Qué le ha pasado?
—Nada, una caída sin importancia —dijo.
—Usted vino a hablar con Su Eminencia. Usted preguntó por la Moran.
Quirke sintió un rápido deslizamiento en su interior, como si estuviese a bordo de un barco que se hubiera escorado de repente. La Moran…
—Sí —dijo con cautela—. Dolly Moran, eso es. ¿Tú la conocías?
—¡Y la muy merluza le dijo a usted que nunca había oído ese nombre! —soltó una breve risotada con la que se le arrugó la naricilla y se le curvó el labio superior—. Ésa sí que es buena. Y resulta que venía cada dos semanas a recoger a los bebés.
Quirke respiró hondo y sacó los cigarrillos. Maisie miró el paquete con avidez.
—Yo quiero uno de ésos —dijo.
Sostenía el cigarrillo con torpeza entre el pulgar y los dos dedos. Se inclinó hacia la llama del encendedor que le ofrecía Quirke.
—Así que la tal Dolly Moran venía por aquí… a recoger a los bebés —dijo con tiento, a modo de pregunta.
El humo de los cigarrillos era de un azul denso en el aire neblinoso.
—Eso es —dijo ella—. Para mandarlos a Estados Unidos —se le ensombreció el semblante—. Al mío sí que no se lo llevan, se lo digo yo.
¡Eso era! Ahí estaba el cambio, en el vientre hinchado.
—¿Para cuándo es? —le preguntó.
Ella arrugó la nariz y el labio de conejo volvió a curvársele.
—¿Para cuándo es qué?
—El bebé —dijo—. ¿Cuándo nacerá?
—Ah, ya —se encogió de hombros y miró a un lado—. De aquí a unos meses —luego lo miró de nuevo directamente, con una luz encendida de pronto en sus ojos verdes claros—. ¿Por qué? ¿A usted qué le importa?
Escrutó la longitud del terreno grisáceo más allá de donde ella estaba. ¿Cuánto tiempo sería capaz de retenerla allí antes de que el recelo y el miedo se la llevaran?
—¿Se llevarían a tu niño? —le dijo, y procuró que la voz le sonara como la voz de los bienhechores que ocasionalmente se personaban en Carricklea, a preguntar por la dieta, y el ejercicio, y por la frecuencia con que los chicos recibían los sacramentos.
Maisie soltó otro resoplido.
—¡Por nada del mundo!
No había logrado engatusarla, tal como los bienhechores tampoco lo engatusaron a él.
—Dime una cosa —le dijo—. ¿Cómo es que estás aquí?
Ella lo miró con pena.
—Me trajo mi padre.
Lo dijo como si todo el mundo supiera una cosa tan simple.
—¿Y por qué?
—Porque me quiso quitar de en medio, por qué si no, no fuera yo a contarlo.
—¿A contar el qué?
Adoptó una mirada huidiza.
—Ah, pues nada.
—¿Y el padre de la criatura? —ella sacudió vigorosamente la cabeza, y él comprendió que acababa de cometer un error—. Dices que no permitirás que se lleven a la criatura —se apresuró a decir—. Dime, ¿qué piensas hacer?
—Escaparme. Ni más ni menos. Tengo dinero ahorrado.
Volvió a reparar con una punzada de compasión en las botas sin cordones, en las piernas moteadas, en las manos ásperas, encallecidas, con los nudillos despellejados. Trató de imaginársela en fuga, desesperada, pero todo lo que pudo concitar fueron imágenes de mero melodrama Victoriano, una muchacha mal guarecida bajo un chal, con cara de pena inmensa, apretando el paso por un camino cubierto de nieve, con hondas roderas a uno y otro lado, y el preciadísimo bulto apretado contra el pecho, un tordo mirándola caminar posado en una rama. La realidad más bien sería el paquebote y una habitación alquilada en una anónima ciudad de Inglaterra, siempre y cuando llegara lejos, cosa de la que él dudaba mucho. Lo más probable era que ni siquiera rebasara las verjas de aquel lugar.
A punto estaba de decir algo, cuando ella alzó la mano para ordenarle que callase y ladeó la cabeza aguzando el oído. En algún lugar rechinaron las bisagras de una puerta y a continuación se oyó un portazo. Presurosa, con un gesto de experta, cortó en dos el cigarro, dejó caer la brasa y se guardó la otra mitad dentro del vestido, dándose la vuelta para marcharse.
—Aguarda —le dijo él con urgencia—. ¿Qué sucede? ¿Te has asustado?
—También usted estaría asustado —dijo con voz lúgubre— si conociera a todos esos.
—¿A quiénes? —le apremió—. ¿A quiénes, Mary?
—Me llamo Maisie —sus ojos eran dos astillas de cristal.
Él se llevó la mano a la frente.
—Disculpa, lo siento… Maisie —volvió a escrutar el terreno alargado, a espaldas de la muchacha—. No pasa nada —añadió con un punto de desesperación—. Mira, no hay nadie.
Pero ya era demasiado tarde, ella se había vuelto.
—Siempre hay alguien —dijo con sencillez. La misma puerta distante, invisible, se abrió de nuevo con un crujido. Al oírla, la muchacha se quedó quieta, ligeramente agachada, como si estuviera a punto de tomar la salida en una carrera de velocidad. Él sacó deprisa el paquete de tabaco del bolsillo y se lo tendió. Ella le lanzó una mirada fría, desolada, casi despectiva, y le arrebató los cigarrillos de la mano, guardándoselos en el bolsillo del vestido antes de desaparecer.