Para Quirke, el año terminó y comenzó uno nuevo en una borrosa sucesión de días, cada uno de los cuales a duras penas era distinguible de los anteriores. La adusta habitación del hospital le recordaba el interior de un cráneo, con un techo alto del color del hueso y una ventana al lado, que miraba como un ojo sin párpado al paisaje invernal de la ciudad. En una de sus visitas, Phoebe le llevó un árbol de Navidad en miniatura, de plástico, con adornos de plástico también. Desvalidamente festivo, quedó un tanto inclinado en el hondo antepecho de la ventana, volviéndose cada vez más incongruente a medida que aquella primera semana, en apariencia inacabable, se arrastraba con paso cansino hacia el Año Nuevo. Barney Boyle fue a visitarlo, furtivo y un tanto sudoroso —«Joder, Quirke, no sabes cuánto detesto los hospitales»—, llevándole dos petacas de whisky y una brazada de libros. Cuando le preguntó qué le había pasado, Quirke le dijo lo que a todos los demás, que se había caído por las escaleras de un sótano en Mount Street. Barney no le creyó, pero tampoco hizo mención del hermano de Ambie Tormey ni de Gallagher, que realmente nunca estuvo en sus cabales. Barney sabía de sobra en qué momento debía ocuparse de sus propios asuntos.
En Nochevieja, el personal celebró una fiesta en algún lugar, en las regiones más altas del edificio. Cuando vino con sus píldoras para dormir, la enfermera de noche estaba más que medianamente achispada. Escuchó las campanas de la ciudad repicar a medianoche como locas para señalar el comienzo del año nuevo, y se recostó contra las almohadas procurando no regodearse sintiendo lástima de sí mismo. Billy Clinch, igual que un terrier pequeño, de pelo hirsuto, color arena, había ido a decirle no sin cierta fruición, Quirke se dio perfecta cuenta, que nunca volvería a tener la pierna del todo en condiciones —«¡La rótula estaba hecha papilla, hombre!»—, y que lo más probable era que le quedase una cojera de por vida. Se tomó la noticia con calma, e incluso con cierta indiferencia. Mentalmente repasó una y mil veces aquellos minutos —sólo podían haber sido minutos, lo sabía— en que estuvo tendido en la losa húmeda, al pie de las escaleras del sótano. Había algo en lo ocurrido allí, había tal vez una lección, y no precisamente la que el señor Punch y Judy, el gordinflón, habían querido enseñarle, cuya naturaleza más o menos alcanzaba a entender, aunque le resultaba al mismo tiempo más profunda y mucho más corriente. Mientras se lo trajinaban a puntapiés, con las punteras romas, los dos habían actuado, o al menos ahora se lo parecía, como un par de jornaleros corrientes, dos carboneros por ejemplo, o dos matarifes que manipularan una res difícil de mover, vengativos y resentidos en el tajo, jadeantes, despotricando, deseosos de terminar cuanto antes la faena. Había creído que iba a morir; le sorprendió lo poco que llegó a temer esa perspectiva. Todo había sido chapucero, mezquino, ordinario, y de esa misma forma, ahora lo comprendía, había de llegar la hora en que sobreviniera su verdadera muerte. En la sala de disección los cadáveres por lo general le parecían los restos de víctimas llevadas al sacrificio, exhaustos e inertes tras la terrible y sangrienta ceremonia en la que sus almas los habían abandonado. Nunca más volvería a ver un cadáver a esa luz tan escabrosa. De súbito, la muerte había perdido todo su encanto aterrador y había pasado a ser un fragmento más del anodino quehacer de la vida, por más que fuera el último.
Y día tras día sus pensamientos amortiguados por los fármacos giraban en torno a una sola cuestión: quién había puesto a aquellos dos tras su pista. Con terquedad se formulaba esa pregunta, aunque sabía que lo hacía sólo para no tener que responderla. Era imposible, se dijo muchas veces, que Mal hubiera podido hacer una cosa así —¡imagínate, se decía, Mal en el umbral oscuro de una casa de Stoney Batter, pasándoles las instrucciones precisas al señor Punch y al gordinflón de su compinche!—, si bien la panorámica que se abría más allá de esa imposibilidad resultaba todavía más turbia. Cuando concitaba en la memoria la imagen del rostro que le había parecido ver aleteando y refocilándose aquella noche, encima de las escaleras del sótano, contemplando la paliza que le propinaban aquellos dos, sus rasgos faciales comenzaban a desplazarse, a ordenarse de otro modo —¿o era acaso él quien los desplazaba y los reordenaba?—, hasta que dejaba de ser el semblante alargado de Mal, parecido a cualquier cosa menos a la luna, y se tornaba un rostro más cuadrado, cortado a tajos. Costigan. Sí. Pero… ¿y los demás, tenebrosos y sin rostro, apiñados a su espalda uno tras otro? ¿Quiénes eran?
Phoebe le hizo una visita el día de Año Nuevo. Soplaba un viento racheado que azotaba la ventana a golpes de aguanieve como escupitajos sucesivos, y el humo de las chimeneas de la ciudad tan pronto aparecía se dispersaba. Phoebe llevaba una boina negra muy ladeada y un abrigo negro con cuello de piel. Parecía más delgada que la última vez en que estuvo suficientemente despejado para mirarla, y estaba pálida; el frío le había dejado un reborde rosa e irritado en las aletas de la nariz. Se le notaban otros cambios menos fáciles de identificar. En su presencia creyó notar un aire vigilante, una contención intencionada, de los que antes nunca había hecho gala. Supuso que esa nueva dureza que se detectaba en ella, si es que era eso —le miró los nudillos de las manos, el brillo blanquecino en los puntos en que los huesecillos comprimían la carne—, debía de ser resultado de la pérdida de Conor Carrington, de toda la violencia y toda la ira reprimidas que le había producido esa pérdida, contra la cual se había aprestado como se afila un cuchillo contra una piedra. Pero pensó entonces que no, que no era esa pérdida lo que la había amargado, sino el hecho de que se lo hubieran arrebatado. Alguien le había ganado por la mano, había sido mejor que ella, y eso era lo que la enfurecía. Descubrió que su presencia, con su abrigo de mujer adulta y su boina ladeada con ironía, al estilo parisino, le resultaba tenuemente molesta, inquietante. La chica que fue era de pronto mujer.
No quería hablar del viaje a Estados Unidos, le dijo. Cuando Quirke lo sacó a relucir ella torció el gesto y se encogió de hombros con leve, lánguida impaciencia.
—Lo que quieren es librarse de mí —dijo—. Quieren descansar de mi mirada acusadora, que los sigue a todas partes. O eso es lo que imaginan. La verdad es que a mí todo eso ya me da del todo igual.
—¿Todo el qué? —le preguntó.
Volvió a encogerse de hombros, y con mal humor manifiesto miró el árbol de Navidad en el alféizar de la ventana, y de pronto lo miró a los ojos, con frialdad, con una malicia meditada, y le dijo:
—¿Por qué no te vienes conmigo?
Él había reparado en que la rodilla destrozada, dentro de la escayola, parecía haber asumido la tarea de avisarle en los momentos de sorpresa o de alarma, momentos que en medio de la bruma de los narcóticos en la que aún flotaba no era capaz de registrar por sí solo con fuerza suficiente, ni menos aún de manera instantánea, de modo que la articulación sujeta con clavos en medio de la pierna debía someterlos a su atención por medio de una punzada, una especie de pellizco, como el que podría darle un tío carnal bien humorado y un tanto sádico, con ganas de juguetear, pero dejándole un cardenal. Phoebe interpretó la repentina bocanada de aire con que contuvo el dolor cual si fuera una risa despectiva, y, humillada, se dio la vuelta para mirar por la ventana. Abrió el cierre de su bolsito negro —él pensó: Todas las mujeres tienen la misma pinta cuando miran el interior de sus bolsos— y extrajo una delgada pitillera y un encendedor a juego. Vaya, por fin tenía permiso para fumar a su antojo. Él no hizo ningún comentario. Ella abrió la pitillera pinzándola entre el pulgar y el corazón, y se la tendió abierta sobre la palma de la mano. Los cigarrillos, gruesos y aplanados, estaban dispuestos en fila de a dos, como tubos ovalados de un órgano.
—«Nube de Paso» —dijo él, tomando uno—. Dios mío, cuánta sofisticación.
Le dio fuego. Cuando se incorporó apoyándose en los almohadones para acercarse a ella, le llegó de debajo de la sábana levantada una vaharada de su nuevo olor, olor de hospital, cálido, penetrante, un efluvio a carne.
—Ahora no necesitamos más que una copita —dijo Phoebe con alegría quebradiza—. Un par de gin-tonics serían lo suyo —hizo girar el cigarrillo entre los dedos con despreocupación de inexperta.
—¿Qué tal va todo en casa? —preguntó él.
—¿En casa? ¿El qué? —nada más decirlo volvió a ser en el acto y por un instante una chica, irritable y desafiante. Luego suspiró, se llevó la yema del meñique a los dientes, se mordisqueó la uña—. Un espanto —dijo de soslayo—. Apenas hablan el uno con el otro.
—¿Y eso? ¿Por qué?
Se sacó el dedo de la boca y dio, enojada, una larga calada al cigarrillo a la vez que lo miraba fijamente.
—¿Tú cómo quieres que lo sepa? Se supone que yo no sé nada, no soy más que una niña.
—Y tú… —dijo él—. ¿Tú hablas con ellos? —ella se miró la puntera de los zapatos. Se le formó una marcada arruga entre las cejas—. Es posible que te necesiten, entiéndelo.
Prefirió no hacer caso.
—Yo quiero marcharme —dijo. Alzó los ojos—. No sabes cuántas ganas tengo de marcharme. Ay, Quirke —aceleró sus palabras—, es que es terrible, es terrible, tú no te haces a la idea, los dos están no sé cómo, es como si se odiaran el uno al otro, te lo digo en serio, es como si se odiaran, como si fueran dos desconocidos atrapados en la misma jaula. No lo aguanto más, tengo que largarme como sea.
Calló, y algo oscuro pasó por delante de la ventana, la sombra de un ave o algo así, algo que surcara el cielo. Estaba cabizbaja de nuevo y lo miraba a través de las pestañas, tratando de juzgar, él se dio cuenta, hasta qué punto había dado él crédito a su aflicción, cuánto iba a ayudarla en sus planes para huir. A fin de cuentas era una criatura sencilla.
—¿Cuándo te marchas a Boston? —le preguntó.
Ella apretó las rodillas y se estremeció como si le molestara la pregunta.
—Ah, aún falta una eternidad. Faltan semanas. Allí hace muy mal tiempo, o algo así. Eso tengo entendido.
—Sí, abundan las tormentas de nieve en esta época del año.
—Caramba —dijo ella—. ¡Tormentas de nieve!
Él cerró los ojos y vio a Delia y a Sarah con botas de nieve, con gorros de piel del estilo de los rusos, caminando hacia él agarradas del brazo en plena helada, con cellisca, a la par que un sol imposible que brillaba en algún rincón del cuadro formaba miles de arco iris en miniatura alrededor de los tres, las aletas de la nariz rosáceas, traslúcidas, como las tenía Phoebe en ese instante, y el brillo de los dientes perfectos de ambas: Quirke nunca había visto con anterioridad unos dientes tan blancos, tan relucientes; le parecían la promesa misma de todo cuanto pudiera estar esperándole en aquella tierra apacible y pulquérrima que le había sido asignada. Estaban en el parque, Mal también estaba allí. Se oía incluso la miríada de astillas diminutas de hielo que tintineaban unas contra otras al caer. Aquello fue… ¿Fue en 1933? Los malos tiempos empezaban a ser más llevaderos, y las noticias agoreras que llegaban de Europa sólo parecían rumores a los que no era preciso dar credibilidad. Qué inocentes eran entonces los cuatro, qué llenos estaban de entusiasmo, qué rebosantes de confianza en sí mismos, qué impacientes de que llegara el futuro. Abrió los ojos con cansancio: Y aquí está, se dijo, he aquí el futuro que con tanta impaciencia esperábamos. Phoebe, amargada, estaba sentada con las piernas cruzadas, inclinada hacia delante, con una mano bajo el codo y la otra bajo el mentón. La colilla del cigarro se le había manchado de carmín, el humo se le rizaba al ascender pegado a la mejilla. Sopesó la pitillera con la mano.
—Es bonita —dijo Quirke.
—¿Esto? —ella miró la baratija de plata—. Fue un regalo. De él… —bajó el tono de voz hasta adquirir un cómico tono de gravedad—. De mi amor perdido —esbozó una risa pesarosa y se puso en pie, aplastando el resto del cigarro en el platillo de aluminio que seguía haciendo las veces de cenicero—. Bueno, me voy —dijo.
—¿Tan pronto?
Ella no le miró. ¿Cuál era el verdadero motivo por el que había acudido a él necesitada de ayuda? Él tenía total certeza de que había ido en busca de algo. Fuera lo que fuese, no estuvo en su mano el dárselo. Quizás ella misma no tuviera nada claro de qué se trataba.
Declinaba la tarde.
—Deberías pensártelo —le dijo—. Deberías pensar en la idea de venir conmigo a Boston.
Así se marchó, dejando una vaga guirnalda de humo en el aire, el pálido y azulado espectro de sí misma.
Solo, contempló los vagos copos de nieve que caían ante la luz de la ventana como si fueran polillas, y que entonces rotaban rápidamente al precipitarse en la oscuridad. Volvió a especular sobre el motivo de su visita, la razón por la cual fue a verlo; no se le iba de la cabeza. Tendría que haberse dado cuenta de que la visita era una pérdida de tiempo, pues ¿qué le había dado él a lo largo de su vida? ¿Qué había dado él a nadie? Cambió de postura con incomodidad, tirando de la pierna enorme como si fuera un niño malhumorado e intratable. Hizo a su pesar, a regañadientes, una especie de recuento, al menos un principio, que le revolvió las tripas. Estaba Barney Boyle, el pobre Barney, quemado por la vida misma y sin embargo bebiendo a pie firme camino de la muerte: ¿qué muestra de simpatía o de comprensión le había dado él alguna vez? El joven Carrington, temeroso del perjuicio que Mal Griffin y su padre, el juez, pudieran causar a su futura carrera: ¿por qué se había reído de él en sus propias narices, por qué trató de dejarlo como un cobarde y un pelele delante de Phoebe? ¿Por qué había ido a ver al juez, por qué sembró sospechas en su ánimo a cuento del hijo que ya le causaba una dolorosa decepción, el hijo que de niño debía acudir con su madre a la cocina mientras Quirke, el cuco, se acomodaba en el despacho del juez, caldeándose las piernas ante la chimenea y chupando caramelos de tofe sacados de la bolsa de papel de estraza que el juez guardaba especialmente para él en uno de los cajones de su escritorio? Y la yaya Griffin: ¿qué respeto le había mostrado nunca a la buena mujer que hubo de inventarse que Malachy, su hijo, tenía una delicada salud, con la esperanza de granjearle de ese modo al menos un poco del cariño del padre, un momento siquiera de plena atención? Eran muchos de repente, eran muchos los que debía afrontar y reconocer; se apiñaban ante sus propios ojos y él trataba de escudarse, pero era en vano. Sarah, con la ternura de cuyo afecto había jugado él sólo por entretenerse; Sarah, con sus mareos y vahídos y su matrimonio sin rastro de amor; Mal, empantanado sabe Dios en qué complicaciones, en qué líos, en qué penas; Dolly Moran, asesinada por haber llevado un diario; Christine Falls y la hija de Christine Falls, perdidas las dos, a punto de caer del todo en el olvido. De todos ellos se había mofado él, a todos los había valorado a la baja, a todos los había ignorado e incluso traicionado. Y estaba también el propio Quirke, ese Quirke que tomaba desalentadora nota de todo ello: el Quirke que se metía de cabeza en McGonagle una tarde a beber su whisky y reír con los recordatorios del Mail. ¿Qué derecho había tenido de reírse, en qué era él mejor, así fuera un ápice, que el vago que leía la información de las carreras mientras se rascaba la entrepierna, o mejor que el poeta borrachín que meditaba y contemplaba sus fracasos en el fondo de un vaso? Era igualito que su pierna, envuelta en la crisálida sólida del yeso como él en su indiferencia, en su egoísmo. Una vez más el rostro de las gafas de montura negra y los dientes sucios se alzó ante sus ojos en la oscuridad de la ventana como una luna maligna, el rostro, comprendió, que estaría siempre a su lado, el rostro de su némesis.