Con posterioridad, Quirke trató de recomponerlo todo mentalmente, como si fuese un rompecabezas. Nunca lo llegaría a tener completo. Los trozos que recordaba con más claridad eran los menos significativos, como el olor de los laureles empapados tras la balaustrada de la plaza, el reflejo picado por la lluvia de una farola en un charco, el tacto frío y grasiento de los peldaños bajo sus dedos, con los que a tientas, a la desesperada, trataba de agarrarse. Todo lo impregnaba, sin embargo, una profunda sensación de vergüenza; ésa debía de ser la razón por la que no pidió ayuda a voces. Vergüenza y cierta incredulidad. Esa clase de cosas no pasaban, aunque ésta sí había pasado: la prueba estaba en sus heridas. Había pensado, cuando llegó al pie de los peldaños, en la oscuridad húmeda y reluciente, que iba a morir. Destelló ante sus ojos una imagen, su céreo cadáver tendido sobre la mesa de disección, bajo una luz inmisericorde, y vio a Sinclair, su ayudante, encima de él con su delantal verde, flexionando las manos enguantadas como un virtuoso que a punto estuviera de sentarse al piano. Le llegó el dolor volando de todas partes, un dolor cortante, negro, anguloso, y pensó en otra imagen, los grajos a la caída de la noche revoloteando por encima de los árboles desnudos, recortados en el cielo invernal. O no, no del todo: eso fue lo que pensó después, cuando trataba de colocar en su sitio los trozos sueltos que conservaba acerca de lo ocurrido. En el momento no fue consciente en modo alguno de que su cerebro funcionase, salvo en la actividad de registrar las cosas más triviales, las hojas de laurel, el reflejo de la farola, los peldaños enfangados.
Había parecido en un principio un ejemplo absurdo de cómo se repiten los acontecimientos, y en la confusión de los primeros momentos pensó que alguien le estaba gastando una broma. Apenas quedaban unos minutos de luz crepuscular cuando caminaba hacia su casa atravesando la plaza. Hubo por la tarde una copa navideña en el hospital, asunto más bien tedioso y cansino, que presidió Malachy con intranquila bonhomía, y aunque Quirke no tomó más que un par de copas de vino, o alguna más, notó que veía las cosas desdibujadas y que le pesaban las extremidades. Soplaba un viento descorazonado y llovía con desgana; el humo ascendía de las chimeneas en tal o cual dirección, recortándose en el cielo sobre la plaza. Igual que habían hecho la vez anterior, y exactamente en el mismo lugar, los dos aparecieron sigilosos como las sombras surgidas de la penumbra, y con toda facilidad se pusieron a su paso, uno a cada lado. No se protegían la cabeza con nada. Llevaban unos impermeables baratos, de plástico, transparentes. El más flaco, Punch en persona, le dedicó una sonrisa reprobatoria y pesarosa.
—Felicitaciones de temporada, capitán —dijo—. Ya veo que otra vez anda usted en plena oscuridad, y además con lo húmeda que está la noche, ¿eh? ¿No le avisamos que no le convenía?
—Pues sí, sí que le avisamos —concordó Judy, el gordinflón, asintiendo vigorosamente con la cabeza grande y ovalada, sobre la cual centelleaba una rociada de gotas de lluvia.
Habían comenzado a restarle espacio por ambos lados, pegándose hombro con hombro, encajonándolo entre los dos. Eran más bajos que él, y seguramente no eran tan fuertes, aunque así aprisionado se sintió desvalido, como un niño grande, blando, desamparado. El señor Punch empezó a hacer un ruidito molesto.
—Es usted un hombre muy curioso, ¿lo sabía? —dijo—. Un verdadero metomentodo.
A Quirke le pareció imperativo no decir ni palabra, pues sólo con decir algo les concedería una ventaja, no sabía cómo, pero estaba seguro de que era así. Llegaron a la esquina de la plaza. Pasaron algunos coches, los neumáticos sobre el asfalto mojado emitían un siseo como el de la grasa al freírse. Uno bajó la velocidad para doblar, el indicador naranja intermitente. ¿Y si llamara al conductor, agitara los brazos o echara a correr incluso, para subir de un salto al estribo y ponerse a salvo? No hizo nada y el coche siguió su camino, dejando a su paso una estela de humo gris.
Los tres cruzaron la calle hasta la otra esquina. Quirke tenía una sensación de inadecuación casi cómica. Pensó en la pinta que debía de tener el trío, los dos encorvados con sus impermeables de plástico, del color del humo, y él mucho más alto, con su anticuada trinchera de tweed y su sombrero negro. Aquellos dos con aspecto de estudiantes, los que pasaban en ese momento por la otra acera, ¿llegarían a darse cuenta, se acordarían, serían capaces de describir la escena al juez de instrucción, con sus propias palabras, antes de que pasara mucho tiempo y siempre y cuando alguien se lo pidiese? A pesar del frío de la última hora del día, Quirke notaba el sudor en el nacimiento del cabello, bajo la badana del sombrero. Tenía miedo, aunque fuera con distanciamiento, como si su miedo hubiera conjurado a otra versión de sí mismo para que habitara el miedo, y él, el original, tuviera que acudir en ayuda de ese otro yo, temeroso, y estar preocupado por él, tal como estaría, imaginó, por un gemelo, o por un hijo ya adulto. Como una locura se le ocurrió el pensamiento de que ya podría estar muerto, de que podía haber muerto de miedo allí en la esquina, y de que ese corpachón que seguía adelante a trancas y barrancas, entre sus dos captores, era sólo el residuo mecánico del yo que se había salido de él y observaba el triste final de su vida con compasión y con vergüenza. La muerte era la provincia de su profesión, si bien ¿qué sabía él de la muerte en realidad? En fin. En ese momento le pareció que estaba a puntó de recibir una enseñanza de primera mano sobre ese lúgubre saber.
No había luz al pie de las escaleras, olía a hierbas de ciudad y a mampostería húmeda. Quirke tuvo conciencia de una ventana de sótano protegida con barrotes y, a sus espaldas, una puerta estrecha que tuvo la certeza de que nadie había abierto en muchos años. Vivió un momento casi de paz, allí espatarrado con las piernas torcidas bajo su propio cuerpo, mirando los barrotes, cada uno de ellos embadurnado con un manchurrón de luz idéntica, líquida, al pie, producido por la farola más cercana, y por encima de ellos el cielo ensuciado, iluminado con tenuidad, con la luz radiante y enfermiza de la ciudad. La lluvia fresca y fina le picaba en la cara. Vistos desde ese ángulo, sus agresores parecían casi cómicos al bajar las escaleras tras él, dos figuras en escorzo, precipitadas, a empellones, las rodillas y los codos como si fueran pistones y el plástico de sus impermeables crujiendo sin cesar. Comenzaron a darle puntapiés sin mediar palabra, concentrados, estorbados por la estrechez del espacio en el que se había alojado su cuerpo tras la caída. Se volvió de un lado y de otro como mejor pudo, empeñado en proteger los órganos vitales, el hígado, los riñones, los genitales instintivamente contraídos, a sabiendas del aspecto que presentarían cuando Sinclair lo rajase. La pareja lo trabajaba con la destreza que genera la experiencia, el flaco en un despliegue de agilidad de bailarín, mientras el gordo se ocupaba del trabajo más pesado. Notó sin embargo cierta contención en sus esfuerzos; restringían los puntapiés a las piernas y a la parte superior del torso, evitando la cabeza cuando podrían haberla alcanzado, y se le ocurrió que seguramente habían recibido la orden de que no muriese. Aceptó esta intuición con una indiferencia que casi fue decepción. El dolor era lo que importaba en esos instantes, más incluso, le pareció, que la propia supervivencia; el dolor y el modo de soportarlo, el cómo —la palabra le vino a las mientes—, el cómo encajarlo. Al fin, su conciencia halló la solución en vez de él, y se dejó vencer. Al perder el conocimiento le pareció ver un rostro, un rostro redondo y rocoso como la luna invisible, que flotaba sobre la balaustrada y lo observaba con desapasionamiento, un rostro que reconoció, pero que no supo identificar. ¿De quién era? Le molestó no saberlo.
Aún estaba allí ese rostro cuando recobró el conocimiento por vez primera. La oscuridad era distinta, más suave, más difusa, y no llovía. De hecho, todo era diferente. No entendió dónde se encontraba. Era Mal el que se inclinaba sobre él, con el ceño fruncido, vivamente atento. ¿Y cómo había sabido Mal dónde encontrarlo? Algo parecía sujetarlo por una mano, pero cuando volvió la cabeza para ver qué era brotó una náusea en su interior y cerró con prisa los ojos. Al abrirlos, tan sólo un momento después, Mal ya no estaba, la oscuridad había vuelto a cambiar, ya no era de hecho oscuridad, era una grisura brumosa con algo que palpitaba despacio, enorme, en el centro: era él, él era lo que palpitaba, roído por un dolor romo, vasto, difícil de creer. Esta vez con cautela volvió los ojos al costado y vio que era Phoebe quien lo sujetaba de una mano, y por un instante, en su estado semiconsciente, drogado, de ensoñación, creyó que era Delia, su difunta esposa. ¿Estaba sentada a su lado, en los peldaños del sótano? Algo como la niebla espesa se interponía entre ambos, o bien un banco de nubes, pero tan sólido que la mano de él, en la de ella, descansaba sobre esa esponja mullida. Durante un instante de vértigo temió estar a punto de echarse a llorar. No era niebla, sino una sábana blanca con una manta debajo.
Dormir, tenía que dormir.
Cuando volvió a despertar era de día y Mal estaba de nuevo allí, y Sarah estaba sentada junto a la cama, donde estuvo sentada Phoebe; tras ella había otras personas que se movían, hablaban y alguien que rió. Había formas de papel de colores colgadas del techo.
—Quirke —dijo Sarah—. Has vuelto —sonrió. Pareció costarle un esfuerzo, como si también ella fuese presa del dolor.
Mal, de pie, respiró hondo por la nariz.
—Estás en el Mater —le dijo.
Quirke cambió de postura y la rodilla izquierda le produjo un zumbido como si tuviera una colmena dentro.
—¿Es grave? —preguntó, extrañándose de que la voz le funcionase.
Mal se encogió de hombros.
—Sobrevivirás.
—Me refiero a la pierna —dijo Quirke—. La rodilla.
—No demasiado. Te han puesto un clavo.
—¿Quién ha sido?
Mal apartó la vista hacia un lado.
—La guardia no está al corriente —murmuró—. Dan por supuesto que fue un intento de robo.
Las doloridas costillas de Quirke no le permitieron reír.
—El clavo, Mal —dijo—. ¿Quién me ha puesto el clavo?
—Ah —Mal pareció avergonzarse—. Billy Clinch.
—¿Billy el carnicero?
La expresión cohibida se enfrió en su rostro.
—Estaba de vacaciones. Esquiando. Lo hemos hecho volver ex profeso.
—Gracias.
Se aproximó a la cama una enfermera grandullona y pelirroja.
—Mire usted —dijo a Quirke con un marcado acento… ¿de Cork? ¿O era de Kerry?—. Ya creíamos que no se iba usted a despertar jamás.
Le tomó el pulso y se marchó, dejándolos a los tres sin saber qué hacer, aún más de lo que ya estaban antes. Mal apretó los labios y se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta, que llevaba abotonada, con los pulgares por fuera. Se dispuso a estudiarse las punteras de los zapatos. No había mirado a Sarah ni una vez, ni ella a él. Mal llevaba un traje azul claro y una corbata amarilla, de lazo. Qué incongruente en él, pensó Quirke, esas prendas tan alegres y festivas.
—Vendrás a quedarte con nosotros, naturalmente, cuando te den el alta, ¿verdad? —dijo Sarah.
Pero los dos sabían que no lo dijo en serio.
El juez lo visitó a la tarde del día siguiente. Para entonces, lo habían trasladado de la sala de urgencias a una habitación individual. La enfermera pelirroja hizo pasar al anciano, impresionada y excitada por la visita de una persona tan ilustre. Se hizo cargo de su abrigo y le ofreció un té que él declinó, y dijo que los dejaba en paz a los dos, aunque añadió, dirigiéndose al juez, que si él, refiriéndose a Quirke, se pusiera molesto del modo que fuera, su señoría sólo tenía que llamarla y ella estaría presente en un abrir y cerrar de ojos.
—Gracias, enfermera —dijo el juez con una sonrisa arrugadísima, ella los miró como si resplandeciera y se marchó. El anciano observó a Quirke y enarcó una ceja—. Vaya —dijo—. Así están las cosas. Va a ser verdad eso que se dice, y es que un médico no puede permitirse el estar enfermo —tomó asiento en una silla junto a la cama. Tras él, una alta ventana daba a la confusión de tejados y de chimeneas humeantes, a un cielo que llenaban los despojos voladores de las nubes preñadas de nieve—. Dios misericordioso, Quirke —le dijo—. ¿Se puede saber qué es lo que te ha pasado de verdad?
Quirke, apoyado en varios almohadones, hizo una atribulada mueca de disculpa.
—Me caí por unas escaleras —dijo.
Bajo la ropa de cama, el perfil de su pierna izquierda, enyesada, era del tamaño de un leño.
—Pues tenían que ser bien empinadas las condenadas escaleras —dijo el juez. En la ventana, por detrás de su hombro, una bandada de pájaros pequeños apareció sin ton ni son tras los tejados y revoloteó por el cielo andrajoso, para caer de uno en uno o por parejas en los mismos puntos desde los que habían alzado el vuelo—. ¿Te encuentras bien? —el anciano cambió de postura con evidente incomodidad, frotándose las manos cuadradas, llenas de manchas hepáticas—. Quiero decir, ¿necesitas alguna cosa?
Quirke dijo que no, y añadió que le agradecía al juez la visita. Encima de la nariz, entre los ojos, volvía a tener la trémula sensación de oquedad, como de llanto incipiente, efecto, supuso, de un trauma aplazado, pendiente de resolución: a fin de cuentas, su cuerpo aún tenía que hallarse agitado, esforzándose por todos los medios para recuperar la normalidad, ¿y por qué no iba a tener ganas de llorar?
—Han venido Mal y Sarah —dijo—. Y Phoebe también, pero cuando aún estaba comatoso.
El juez asintió.
—Phoebe es una buena chica —dijo con un leve deje de insistencia, como si pretendiera descartar de antemano toda objeción. Se modelaba las manos una contra la otra, en un movimiento como si se las lavase—. Se marcha a Estados Unidos, ¿te lo ha dicho?
Quirke notó que se quedaba sin aliento, una especie de elevación en la región cardiaca. No dijo nada, y el juez siguió hablando.
—Sí, se marcha a Boston, a casa de su abuelo Crawford —miraba a todas partes menos a Quirke—. Unas vacaciones, nada más. Una temporadita de descanso, como dicen allá.
Rebuscó en los bolsillos de la chaqueta hasta encontrar la pipa y la petaca de tabaco, con las cuales se afanó, introduciendo las hebras oscuras, húmedas, en la cazoleta, empujándolas con la descolorida yema del pulgar. Quirke lo miraba desde la cama. La luz de la tarde se desvanecía a gran velocidad en la habitación. El anciano prendió un fósforo y lo aplicó a la pipa. El humo y unas chispas salieron volando.
—Así que el novio —dijo Quirke— ha dado su orden de despedida, ¿no?
El juez buscaba un cenicero en el cual depositar el fósforo apagado. Quirke no hizo el menor gesto de ayudarle, y permaneció mirándolo sin pestañear.
—Estos matrimonios mixtos —dijo el juez, procurando dar la impresión de que la cosa no iba con él— nunca salen bien —se adelantó y dejó el fósforo con todo cuidado en la esquina del armario de madera que había junto a la cama—. Además, tiene… ¿Cuántos años tiene?
—Veinte, cumplirá veinte el año que viene.
Por fin lo miró el juez; el resplandor de la ventana daba a sus ojos desvaídos una mayor palidez.
—A una edad tan tierna —dijo—, una vida se echa fácilmente a perder.
Sin levantar la cabeza de los almohadones, Quirke extendió la mano y a tientas intentó abrir el cajón, pero al final el juez tuvo que ayudarle, y encontró su tabaco, le dio un cigarrillo y le prendió un fósforo. Quirke tocó el timbre para llamar a la enfermera, a la que indicó que trajera un cenicero. Ella contestó que no debería fumar, pero él hizo caso omiso, con lo que ella se volvió al juez, miró al cielo y le preguntó si no le parecía que Quirke era un espanto de convaleciente, pero salió al pasillo y al cabo de un momento volvió con un platillo de aluminio, diciendo que tendrían que apañarse con eso, porque era todo lo que había podido encontrar. Cuando se fue, ambos fumaron en silencio unos instantes. La pipa del anciano había dado mal olor al aire de la habitación, y a Quirke el cigarro le supo a cartón quemado. Moría la luz del día en los rincones en sombra de la habitación, pero ninguno de los dos hizo ademán de encender la lámpara que había junto a la cama.
—Dime una cosa —dijo Quirke—. ¿Qué es eso de los Caballeros de St. Patrick, ese asunto en el que está envuelto Mal? —el juez frunció el ceño con desconcierto, pero Quirke se percató de que era fingido—. Eso que tienen montado en Estados Unidos, con las familias católicas y los fondos que aporta Josh Crawford.
El anciano sacó del bolsillo un atacador, y empleó la herramienta plana para comprimir el tabaco en la cazoleta, succionando al mismo tiempo por la boquilla y exhalando agitadas nubes de humo azul.
—Malachy —dijo al fin, recalcando lo que iba a decir— es un hombre bueno —miró a Quirke directamente a los ojos—. Eso lo sabes, ¿lo sabes, Quirke?
Quirke se limitó a devolverle la mirada. Volvió a recordar que Sarah había dicho lo mismo: es un hombre bueno.
—Murió una joven, Garret —dijo al fin—. Otra mujer fue asesinada.
El juez asintió.
—¿Estás insinuando —preguntó como si no tuviera más que un remoto interés por saber cuál podría ser la respuesta— que Mal estaba involucrado en todo eso?
—Lo estaba… Lo está, mejor dicho. Ya te lo dije. Él dispuso que Christine Falls…
El anciano alzó una mano con fatiga.
—Sí, sí, sé muy bien lo que me dijiste —en la penumbra, con la ventana a la espalda, su rostro era una máscara sin rasgos precisos. Quirke veía la brasa encendida en la cazoleta de la pipa, la veía enrojecer y apagarse, enrojecer y apagarse, como si poseyera un latido propio—. Es mi hijo, Quirke. Si tiene algo que decirme, él me lo dirá a su debido tiempo.
Quirke alargó la mano cautelosamente y apagó el cigarrillo en el plato de aluminio, sobre el armario, dejando que de la colilla emanara su última y amarga humareda. La nicotina había hecho reacción con los analgésicos que le estuvieran administrando, y tenía las terminaciones nerviosas en ascuas.
—Cuando yo era pequeño —siguió diciendo el anciano—, iba a la escuela con las botas atadas y colgadas al cuello, para ahorrar la suela y que no se desgastara el cuero. Te lo digo en serio. Hoy se ríen de estas cosas, dicen que los de mi generación somos unos exagerados, pero te aseguro que no es ninguna exageración. Las botas atadas y colgadas al cuello, una patata asada y una botella de leche tapada con un poco de papel: ésa era la ración que teníamos para pasar el día. Josh Crawford y yo, dos chavales del mismo pueblo. La mitad del tiempo no teníamos ni culeras en los pantalones.
—Y ahora mírate —dijo Quirke—. Eres juez del Supremo y él es un millonario de Boston.
—Nosotros tuvimos suerte. La gente habla de los buenos y viejos tiempos, pero era muy poca cosa lo que era de veras bueno en aquel entonces, ésa es la triste verdad —hizo una pausa. La habitación estaba casi del todo sumida en la oscuridad, las luces de la ciudad iban encendiéndose y parpadeando a lo lejos, por la ventana—. Todos tenemos el deber de lograr que el mundo sea un sitio mejor, Quirke.
—¿Y los que son como Josh Crawford van a construir un mundo mejor?
El juez rió por lo bajo.
—Si te paras a pensar con qué material tiene que trabajar Dios —dijo—, a veces hay que tenerle lástima. A veces —volvió a callar, como si pretendiera probar lo que iba a decir antes de decirlo—. Tú no eres muy creyente, Quirke, ¿verdad? Eres consciente de que para mí es un gran disgusto que abandonaras la Iglesia.
El efecto del cigarrillo se le había pasado, y Quirke se dejaba hundir paulatinamente en la fatiga y el embotamiento.
—Que yo sepa —dijo con un hilillo de voz—, nunca pertenecí a la Iglesia.
—Te equivocas en eso. Y volverás, tarde o temprano volverás, eso no lo dudes nunca. El Señor ha dejado Su sello en todas las almas —rió, una risa mezclada con una tos—, incluso en un alma tan negra como la tuya.
—Yo he rajado un montón de cadáveres —dijo Quirke—, y nunca he encontrado, en uno solo, el sitio en el que podría estar el alma.
Consciente de haber sido repudiado, el juez guardó silencio con mal humor. A Quirke no le importó. Quería quedarse solo, quería dormir. El dolor era una pirámide, pesado y apagado en la base, sumamente agudo en la cúspide, que se encontraba en la rótula que tenía hecha añicos. El juez volcó la cazoleta de la pipa en el platillo. Meneaba la cabeza.
—Tú y Mal… —dijo—. Yo pensé que ibais a ser como hermanos.
Quirke tuvo la sensación de que iba a la deriva hacia su propio yo, un yo que se había tornado cavernoso, oscuro.
—Mal siempre estuvo celoso —murmuró—. Yo también. Yo quería a Sarah y me quedé con Delia.
—Sí, y siempre lo has lamentado, eso lo sé bien —el juez se puso en pie y alargó la mano por encima de la cabeza de Quirke para tocar el timbre y llamar a la enfermera. Aguardó a oscuras, mirando lo poco que podía vislumbrar de Quirke, el bulto descomunal y envuelto en blanco, tendido como un cadáver en la cama estrecha—. Comprendo, Quirke —dijo—, que tu vida no ha sido como tú esperabas que fuera, ni como tendría que haber sido, si realmente hubiera justicia. Cometiste demasiados errores. A todos nos pasa. Pero ten cuidado con Mal. No te pases con él —se acercó más al bulto en posición supina, pero Quirke, lo vio entonces, se había dormido.