La famosa Galería de Cristal de Moss Manor era capaz de albergar a trescientas personas sin que pareciera que se había llenado en demasía. El millonario irlandés que ordenó la construcción de la mansión, en la década de 1860, había entregado a su arquitecto una fotografía del Crystal Palace londinense arrancada de una revista ilustrada, y le indicó que lo copiase. El resultado fue una construcción inmensa y desgarbada, de hierro y cristal, que recordaba el ojo de un insecto gigantesco, adherido al flanco sudeste de la casa, desde donde miraba enfurecido la bahía de Massachusetts en dirección a Provincetown. En el interior, la desmesurada sala estaba caldeada gracias a una red tramada de tuberías subterráneas, y las palmeras crecían en una gran profusión, así como eran docenas las especies de orquídeas e infinidad las enredaderas verde oscuro, sin nombre conocido, que habían sido modeladas en forma de esbeltos troncos de árboles, que ascendían a su vez rectos y vertiginosos para abrirse en brotes de fronda metálica, bajo la resplandeciente cúpula de cristal, a casi treinta metros del suelo. Ese día se habían dispuesto largas mesas sobre caballetes bajo las palmeras, y en todas ellas se amontonaban las fuentes de alimentos festivos, pavo en tajadas, jamón asado, ganso, y cuencos de plata repletos de ensalada de patata, gruesos pedazos de tarta de fruta, relucientes púdines de ciruela en forma de bomba de anarquista. Las poncheras, llenas de ponche de fruta, jalonaban a intervalos precisos la longitud de las mesas, y había hileras de cervezas embotelladas para los hombres. En un escenario, a uno de los lados, una banda de músicos con esmoquin blanco desgranaba a todo volumen lentas melodías, y algunas parejas bailaban comedidamente entre las mesas. Entre las hojas de las palmeras se habían insertado de un modo incongruente brotes de acebo de plástico, y los festones de papel crepé de colores pendían de un tronco a otro, de una columna metálica a la siguiente; por encima del escenario, una pancarta de satén blanco servía para desear con grandes letras rojas, mayúsculas, una feliz Navidad a toda la plantilla de Transportes Crawford. Fuera, en la tarde ya oscurecida se adensaba el humo de la escarcha, y los jardines ornamentales quedaban sepultados por la nieve. El océano era una línea de plomo delante de un banco de niebla de color lavanda. De vez en cuando, un cuadrado de nieve, de gran tamaño, se escurría del techo y estallaba en una polvareda tras resbalar formando una cascada en un silencio sobrenatural por la lámina acristalada, hasta desaparecer en la montonera que ya se acumulaba al borde del césped, blanco sobre blanco.
La fiesta apenas había empezado una hora antes y Andy Stafford ya se había bebido demasiadas botellas de cerveza. Claire, para variar, quería estar en una de las mesas de la parte delantera para ver todo lo que pasara, pero él insistió en alejarse todo lo posible de la banda —tipos con la misma pinta que Glenn Miller, y con unos cien años de edad cada uno—, y ahora estaba sentado, solo, mirando con enojo a su esposa, que bailaba con el hijoputa de Joe Lanigan. El bebé estaba en el capazo, a sus pies, aunque no alcanzaba él a entender cómo era capaz de dormir con todo aquel ruido. Claire había dicho que con el tiempo se acostumbraría a la niña, pero habían pasado los meses y él seguía teniendo la sensación de que su vida había sido invadida. Como cuando era un niño y su primo Billy se fue a vivir con ellos después de que su viejo se volara la tapa de los sesos con una escopeta de caza. La niña siempre estaba ahí, tal como estuvo ahí su primo Billy, con sus manazas de chico de granja, sus pestañas de color paja, mirando y escuchando y respirándolo todo.
Joe era camionero, como Andy. Era un irlandés alto, pecoso, con la cabeza cuadrada y los brazos largos como los de un simio. Bailaba como un pazguato, subiendo mucho las rodillas y lanzándose de lado hacia abajo, tanto que su puño, con la mano de Claire doblada dentro, por poco golpeaba contra el suelo. Andy los miraba con fastidio. Claire charlaba sin cesar —¿de qué?— y sonreía como cuando estaba excitada, enseñando las encías de los dientes superiores. Terminó la canción con un trompetazo seco y Lanigan dio un paso atrás antes de hacer una exageradísima reverencia ante Claire, que se oprimió las manos entrelazadas contra el pecho y ladeó la cabeza al tiempo que batía varias veces las pestañas como si fuera una heroína del cine mudo, y ella y Lanigan se rieron al mismo tiempo. Lanigan volvió a su mesa, donde le esperaba un compinche cuyo nombre Andy no recordaba, un tipo bajo y grueso, con el pelo pegado hacia atrás, que parecía igualito que Lou Costello y estaba sentado con dos chicas con pinta de ser camareras en una pizzería. Cuando Lanigan se sentó miró por encima del hombro a Claire, la cual volvía entre las mesas hacia Andy, sonriendo para sí, y dijo algo, y el gordo y las dos tías que estaban con él rieron, y el gordo lanzó una mirada a Andy, que a éste le pareció teñida de compasión.
—¡Ay, estoy mareada! —dijo Claire al llegar a la mesa.
Se sentó frente a él e introdujo las rodillas bajo la mesa, y se llevó una mano al cabello, como si todavía fuera una estrella del cine. A él no le pareció que estuviera realmente mareada. En la blusa se le notaban dos manchas de humedad bajo los brazos. Se puso en pie, dijo que iba a por otra cerveza y ella le preguntó con su dulce hilillo de voz si no le parecía que tal vez debería aflojar un poco y, aunque logró esbozar una sonrisa al decirlo, él la miró con cara de pocos amigos. Ella dijo entonces que ya que estaba de pie podría traerle un vaso de ponche. Mientras él se alejaba, ella se inclinó sobre la mesa con ansiedad y miró el capazo con otra de sus sonrisas de chiflada.
Sabía que no debía hacerlo, pero en cuanto tuvo las bebidas en ambas manos hizo un desvío para pasar junto a la mesa de Lanigan. Se detuvo a saludar. Lanigan, que estaba de espaldas a él, dio evidentes muestras de estar sorprendido, y volvió su cabeza grande y cuadrada a la vez que miraba hacia arriba. Le preguntó qué tal estaba y lo llamó amigo. Andy le dijo que estaba bien; quería mostrarse amistoso, sin hacer demasiado hincapié en nada. Los otros, las dos mujeres y el gordo —Cuddy, así se llamaba el muy asqueroso, de pronto se había acordado—, lo miraban desde el otro lado de la mesa. Parecían procurar por todos los medios no sonreír demasiado. A Cuddy le temblaba la boquita mujeril en una de las comisuras.
—Eh, Cuddy —dijo Andy, todavía en tono ligero, todavía con calma—. ¿Has visto algo divertido? —el gordo enarcó las cejas, que tenía gruesas, negras, y parecía que las llevase pintadas—. Eh, te estoy preguntando que si has visto algo —repitió Andy a la vez que endurecía la voz— que te haga gracia.
Cuddy, tan al borde de la carcajada que no podía arriesgarse a contestar, miró a Lanigan, que fue quien contestó por él.
—Eh, eh —dijo, riéndose como si tal cosa—. Tómatelo con calma, Stafford. ¿Dónde te has dejado el espíritu navideño?
Una de las mujeres soltó una risita y se inclinó hacia la otra, hasta que se tocaron los hombros. La que se había reído era grandullona, ordinaria; tenía los dientes grandes y manchados de carmín. La otra era delgada, con pinta de ser hispana. Enseñaba un escote amplio y huesudo, de piel de pollo asado, en la uve que formaba su blusa.
—Sólo te estoy haciendo una pregunta —dijo Andy sin hacer caso de las mujeres, como si no estuvieran allí—. ¿Alguno de los dos habéis visto algo que os haga gracia?
En las mesas cercanas, algunos se habían vuelto y lo miraban sin perder ripio, creyendo que iba a contar un chiste. Oyó que alguien decía: Eh, mira, tú: si es Audie Murphy. Otro soltó una carcajada a duras penas contenida.
—Escucha, Stafford —dijo Lanigan como si empezara a ponerse nervioso—. No queremos complicaciones, y menos aquí, y menos hoy, ¿entendido?
Entonces, ¿dónde y cuándo?, estuvo Andy a punto de preguntar, pero notó que alguien le tocaba en el brazo y se volvió rápidamente, a la defensiva. Claire estaba a su lado y le sonreía. Con su voz aguda de muñeca le dijo:
—Ese ponche se va a quedar caliente antes de que lo pruebe.
No supo qué hacer. Los que estaban sentados a tres mesas de distancia lo miraban con atención. Se vio tal como ellos lo estaban viendo, la camisa blanca, los vaqueros, las botas camperas, con un vaso de líquido rosa en una mano y un nervio saltón en la mejilla. Lanigan se había vuelto de lado en la silla y miraba a Claire, indicándole en silencio que se llevara cuanto antes a su hombrecito y que no permitiera que se metiese en ningún lío.
—Vamos, cariño —murmuró—. Vámonos.
Cuando de nuevo estuvieron en su mesa, a Andy empezó a movérsele la rodilla izquierda de arriba abajo, muy deprisa, con lo cual la mesa vibraba. Claire actuaba como si no hubiera ocurrido nada. Seguía sentada con el mentón apoyado en un dedo doblado, contemplando a las parejas que bailaban, tarareando, meciendo los hombros al compás de la canción. Él imaginó que le arrebataba el vaso de ponche, que lo rompía contra el canto de la mesa y que le encajaba el borde dentado en el cuello, suave, blanco, indefenso. Lo había hecho una vez, hacía mucho tiempo, cuando le rajó la cara a la reina del baile en el instituto, la que se había reído de él cuando él le pidió un baile, otra de las razones por las cuales nunca volvería a Wilmington.
Josh Crawford estaba ese día de un humor casi alborozado, libre de toda preocupación. Le gustaba saborear los frutos de sus éxitos, y la visión de todo el personal de la empresa pasándolo bien en medio del verdor de su invernadero acristalado se le hacía sumamente grata, y más teniendo en cuenta que de un tiempo a esta parte había tenido que paladear muchas amarguras. Era sabedor de que pocas ocasiones como aquélla le quedaban por vivir; para él, incluso podría ser la última. Le faltaba el aire día a día; lo inspiraba con una punzada de pánico que le acometía despacio, como si lentamente se estuviera hundiendo en el agua y sólo tuviera una pajilla por la cual respirar, una pajilla cada vez más fina, como uno de esos tubos de cristal que recordaba de sus tiempos mozos, del colegio, por más que al colegio hubiera ido pocos días. ¿Cómo se llamaban aquellos tubos? De un modo extraño le resultaba cómico el proceso acelerado de su propia disolución. Tenía los pulmones tan congestionados que se hinchaba por momentos y se ponía azul, como si fuera una especie de rana de Sudamérica. La piel de las piernas y los pies la sentía tan tensa y transparente como un profiláctico; con la enfermera que le cortaba las uñas hacía chistes, diciéndole que tuviera cuidado de no clavarle las tijeras, no se fuese a desinflar y terminaran los dos hechos un desastre. ¿Quién iba a suponer que la traición del tiempo iba a resultarle, al final, tan graciosa?
Golpeó con los nudillos en el brazo de la silla de ruedas para que la enfermera dejara de empujar y le atendiera. Cuando ella se inclinó por detrás y arrimó la cara a la suya, él captó su olor placentero, almidonado; supuso que en parte debía de ser un olor que le recordaba a su madre, muerta tiempo atrás y tiempo atrás olvidada. Buena parte de su preocupación oscilaba ahora hacia el pasado, ya que era muy poco el futuro que le quedaba por delante.
—¿Cómo se llaman esas cosas que usan los farmacéuticos —le dijo con ronquera—, esos tubitos de cristal encima de los cuales se pone un dedo para evitar que se derrame el líquido que contienen? ¿Cómo se llaman?
Ella le dedicó la media sonrisa teñida de escepticismo, de soslayo, que le dedicaba siempre que tenía la impresión de que estaba tomándole el pelo.
—¿Tubos? —dijo ella.
—Sí, tubos de cristal —se le agotaba la paciencia, golpeó de nuevo el brazo de la silla—. Usted es enfermera, maldita sea. Se supone que tiene que saber esas cosas.
—Bueno, pues no lo sé.
Se irguió y desapareció tras él al tiempo que volvía a empujar la silla de ruedas. Él nunca podía seguir enfadado con ella demasiado rato. Le gustaban las personas que le plantaban cara, aunque con ella, creía, no era tanto un caso de valentía como de estupidez: no parecía darse cuenta de lo peligroso que era él, de lo vengativo que podía llegar a ser. O tal vez sí se daba cuenta y le daba igual. Si nadie es un héroe para su ayuda de cámara, quizás nadie pueda ser un monstruo para su enfermera. En su primer día de trabajo en la casa él le ofreció cien dólares a cambio de que le mostrase los pechos. ¡Cincuenta pavos por cada teta! Ella lo miró fríamente y se rió; picado, inesperadamente frustrado, él trató de salir del paso farfullando cualquier cosa, diciéndole que era algo que siempre pedía a las mujeres a las que contrataba, a modo de prueba, y que con su negativa había salvado honrosamente. Ésa fue la primera vez que él vio la tenue sonrisa de burla y superioridad que ella esbozaba. «¿Y quién dice que me he negado?», le contestó. «Podría haberle mostrado los pechos a cambio de nada, con tal que usted me lo pidiera educadamente». Pero nunca volvió a pedírselo, ni educadamente ni de otro modo, y ella no reiteró su oferta.
Las parejas que pululaban a la orilla de la pista de baile ya lo habían visto, con lo que habían dejado de bailar y permanecían en pie viéndolo avanzar, de dos en dos, torpones, como los niños, pensó él con desprecio, con sus chillones atuendos de fiesta. Al contrario que la enfermera, todos estaban al corriente de su reputación, sabían de qué era capaz, sabían cómo reaccionaba cuando se le provocaba. Una de las mujeres inició unos tímidos aplausos que secundó primero su pareja y luego el resto de los bailarines detenidos; al cabo de pocos momentos toda la gran sala de cristal era un estrépito de aplausos. Era un sonido que él detestaba de manera especial. Le hacía pensar en los pingüinos, ¿o eran las focas? Alzó una mano para hacer un gesto fláccido, pontificio, asintiendo a un lado y a otro a modo de reconocimiento, deseoso de que terminase cuanto antes ese ruido espantoso, al cual se habían sumado entonces los músicos de la banda, poniéndose en pie y lanzando con sus instrumentos una andanada de pedorretas y silbidos en la que reconoció una parodia de la melodía de Salutación al jefe. A la larga, cuando el último aspirante a congraciarse con él dejó en paz las manos, y los músicos volvieron a sentarse, hizo un intento por dirigirse a la concurrencia, por desearles felicidad, pero le falló la voz y comenzó a toser y enseguida estuvo doblado sobre sí mismo, a punto de caerse de bruces de la silla, jadeando, estremeciéndose, moqueando y babeando sobre la manta que le cubría las rodillas, al tiempo que la enfermera se peleaba con la válvula de la bombona de oxígeno que alojaba bajo la silla, entre las ruedas, y sólo entonces notó que una mano se había posado sobre su hombro y que una voz le decía:
—¿Me llamabas, querido?
Rose Crawford era una mujer hermosa, y además lo sabía. Era alta y esbelta, de hombros estrechos y cintura estrecha, y caminaba con paso de pantera al acecho. Tenía los ojos grandes, negros y lustrosos, y los pómulos altos —se rumoreaba que corría por sus venas sangre india—; miraba el mundo en general con desdén, cuando no con un punto de sorna guasona que nunca se tomaba la molestia de disimular. A Josh Crawford le gustaba hacer alarde de que era su posesión más preciada; bromeaba diciendo que la había cambiado por un Rembrandt, aunque más de uno pensaba que tal vez no fuera del todo una broma. Había hecho acto de presencia en su vida como si cayera del cielo, con un anillo en el anular que llevaba engastado un diamante seguramente del tamaño, dijo alguno, de la próstata de Josh. Hubo con anterioridad otra señora Crawford —hubo dos en realidad, la primera de las cuales había fallecido—, que fue empaquetada como si tal cosa en un asilo, y ahora ya nadie recordaba con claridad qué aspecto tenía, pues su recuerdo quedó por completo eclipsado por Rose, mucho más vistosa en sus lujos. Parecía cosa de un cuento de hadas, o tal vez de esas historias de la Biblia, la unión de esa mujer dura, pero hermosa, y del viejo perverso. Cualquiera que viese a Josh Crawford mirar a su esposa, muchísimo más joven que él, por un momento se reconciliaba con el hecho de no ser tan rico como él ni tan hermoso como ella.
Rose bruscamente arrebató la mascarilla de plástico de manos de la enfermera y la oprimió sobre la nariz y la boca de Josh. El siseo del oxígeno en el tubo de goma siempre le hacía pensar en las serpientes; con quebradizo afecto a menudo llamaba a Josh su vieja cobra. En esos momentos, encorvado e inmenso en la silla de ruedas, alicaído, jadeando en la mascarilla, más parecía un alce herido. Los bailarines que vieron interrumpido el festejo se habían quedado boquiabiertos mirándolo con ansiedad e interés, según se debatía por respirar. A fin de cuentas el viejo era su futuro asegurado, aun cuando tampoco es que tuviera tintes muy halagüeños. Bastó una mirada de sus ojos negros como la tinta para que todos se dieran la vuelta deprisa y corriendo.
Josh se arrancó la mascarilla de la cara.
—¡Sácame de aquí! —gruñó entrecortadamente. Estaba furioso al haberse dejado ver así en presencia de sus empleados. La enfermera hizo ademán de empuñar las asas de la silla, pero él se volvió y agitó un puño ante ella—. ¡Tú no!
Le asomaba un blanco espumarajo en los labios. Rose dedicó su sonrisa más suave y risueña a la enfermera y dio la vuelta a la silla para emprender el camino a los arcos por los que se entraba en la mansión propiamente dicha. Josh rascaba con las uñas los reposabrazos de cuero de la silla, murmurando para sí alguna palabra que sonaba a pitpit. Pájaros, se dijo Rose. ¿Por qué hablaba ahora de pájaros? De las hidrópicas cavernas de su pecho emanó un trueno profundo y retumbante en el que ella supo reconocer una carcajada. Cuando habló de nuevo ella tuvo que inclinarse y arrimar la cara a la suya, como había hecho la enfermera antes.
—¡Nada de pájaros! —graznó. Había oído lo que ella estaba pensando, como hacía tantas veces. A ella le impresionaba y le alarmaba a partes iguales esa extraordinaria destreza telepática que tenía—. Una pipeta —dijo—. Así se llama, eso es lo que usan los farmacéuticos.
—Lo que tú digas, cielo —respondió ella con un suspiro—. Lo que tú digas.
Cuando Claire logró llevar a Andy a la pista de baile, él no quiso bailar. No pudo bailar, de lo borracho que estaba. La sala daba vueltas a su alrededor. Dondequiera que mirase se encontraba con caras brillantes y coloradas de tanto reír. Claire, preocupada por lo que pudiera hacer —la expresión de sus ojos entrecerrados empezaba a darle miedo—, se lo llevó de la mano a su mesa, asegurándose de seguir sonriendo, de modo que nadie llegara a detectar lo que en realidad sentía. La pequeña Christine se había despertado, y la mujer de la mesa de al lado la tenía sobre las rodillas y le decía algo. La niña iba vestida con un faldón de cristianar que una monja jovencita de St. Mary le había hecho expresamente; le empezaba a quedar pequeño, aunque como era tan largo aún pendía, pensaba Claire, como la cola de una estrella. La tomó en brazos, su pequeña estrella fugaz, y se sentó con la cría sobre las rodillas, dando las gracias a la mujer por habérsela cuidado, y entonces se sintió mal, pues adivinó por la mirada que intercambió con su pareja, sonriente, pero triste, que tampoco ellos tenían hijos, y ella sabía muy bien qué se sentía. Hizo como que no se daba cuenta de que Andy estaba de pie a su lado, respirando sonoramente, meciéndose un poco y mirando con ojos enojados, estaba segura, a la niña, como hacía siempre que bebía demasiado. Agarró una botella de cerveza por el cuello, echó la cabeza atrás y se vertió el contenido en el gaznate; por la pinta que tenía al tragar, Claire no pensó esta vez en estar en la cama con él, sino que pensó en un mulo que su padre tenía en la granja, y que levantaba la cabeza de ese modo cuando relinchaba porque se sentía solo o porque estaba enamorado, según le dijo su hermano Matty con una mueca lasciva, Matty, que años después iba a morir en un accidente de helicóptero en Corea. Pobre Andy, pensó, tan solo también, porque nadie lo había querido hasta que ella apareció en su vida, a lo cual, aun en contra de su voluntad, no pudo abstenerse de añadir demasiado tarde.
Alguien a quien Andy conocía, uno de los camioneros con los que trabajaba, había prometido llevarlos de vuelta a la ciudad. Fueron en su busca, Claire avanzando deprisa con la niña en brazos y Andy a regañadientes tras ella, mohíno, embriagado, eructando y murmurando para sí, con el capazo vacío en una mano. Tuvieron que entrar por las puertas de doble hoja que comunicaban la Galería de Cristal con un vestíbulo de altas paredes de piedra, con una descomunal chimenea y una alfombra de piel de oso al pie, amén de cabezas de animales disecadas y cuadros antiguos y marronáceos en las paredes. En el vestíbulo había mucho ruido, estaba lleno de personas que se ponían los abrigos de invierno y las botas de agua, que se despedían unas de otras y se deseaban unas felices Navidades. Claire, mirando atrás para cerciorarse de que Andy aún la seguía, tropezó con alguien que se había cruzado en su camino y emitió un grito involuntario, temerosa de que la niña pudiera caérsele, cosa que podría haber ocurrido si la otra persona no hubiera extendido una mano con fuerza para ayudarle a conservar el equilibrio. Claire reconoció a la enfermera del señor Crawford. Tenía cara de auténtica irlandesa, ancha y amistosa, con el cabello rojizo, recogido en dos moños que le cubrían las orejas y que llevaba sujetos con horquillas a uno y otro lado de la cofia. Había estado conversando con uno de los jóvenes camioneros, flirteando con él a todas luces, pues se le veían coloradas las mejillas y aún sonreía cuando se volvió e instintivamente alargó la mano por debajo del brazo con el que Claire sostenía a la niña. ¡Disculpe!, dijeron las dos mujeres a la vez, y las dos miraron a la pequeña Christine, que a su vez las miraba con aire desconcertado, inquisitivo, entre los pliegues de la manta de color rosa en que iba envuelta. A punto estaba la enfermera de decir algo más, pero Andy se abrió paso anunciado por el olor a cerveza de su aliento, y el camionero con el que estaba hablando la enfermera se hizo a un lado al ver que Andy venía borracho, por no querer entrometerse, no por nada tenía Andy la fama que tenía, y Claire dio las gracias a la enfermera y se sonrieron una a otra y Claire y Andy siguieron su camino, Andy apretando a Claire por el brazo para obligarla a avanzar más deprisa.
Cuando ya habían pasado, Brenda Ruttledge frunció el ceño unos instantes, y al cabo meneó la cabeza y volvió a buscar al camionero, que había desaparecido entre la multitud.
Claire no se dio cuenta de que se había dormido hasta que la despertó el llanto que llegaba de la habitación de la niña. Había soñado que seguía en la fiesta, y el sueño había sido tan real que le pareció que realmente estaba allí y no aquí, en casa, en su cama, a la titilante luz de la nieve, sin que nada perturbase el silencio desmesurado que llegaba desde las calles nevadas en derredor, nada salvo el conocido llanto de la niña, entrecortado por la tos, que le aceleró el corazón tal como sabía que sólo podría suceder si ella fuese la madre natural. ¡Natural! ¿Habría algo más natural que el amor que ella prodigaba a su pequeña Christine? Extendió la mano y palpó tan sólo el espacio cálido, aunque ya se enfriaba, donde debiera haber estado Andy. Debía de haber oído a la niña antes que ella y se había levantado a ver qué le pasaba. Oyó su voz hablar con la niña, chistarle. Debió de dormirse otro minuto. Cuando despertó de nuevo fue el silencio lo que la sobresaltó, un silencio en el que había algo extraño. No se puso en pie de un brinco a pesar de saber que debía hacerlo. Siguió inmóvil, plenamente alerta, con todos los sentidos en vilo. Después pensó que tuvo que haberse dado cuenta, que tuvo que saber sin saberlo que ésos iban a ser los últimos y contados instantes de inocencia y de paz que iba a disfrutar sobre la tierra.
No fue consciente de que había echado a correr, de que la llevaban sus piernas, de que sus pies golpeaban el suelo; sólo creyó moverse sin esfuerzo y sin estorbo —como el viento,ésas fueron las palabras que le vinieron a la cabeza— al atravesar el dormitorio, el pasillo, y entrar por la puerta abierta del cuarto de la niña, en la cual se detuvo. No había luz en la habitación, a pesar de lo cual vio la escena como si estuviera iluminada, como uno de los platos que a veces veía en las revistas de las estrellas de cine, bañada por una luz cruda, irreal. Andy estaba de pie junto a la cuna, inmóvil, los hombros caídos, las rodillas dobladas, los ojos cerrados y las cejas enarcadas, como si, pensó, estuviera esperando a que le llegara un estornudo. Lo que tenía en las manos podría haber sido una sábana hecha una bola, aunque ella supo que no lo era. Permanecieron así un tiempo de duración imposible de calcular, ella en el umbral, él junto a la cuna, y sólo entonces, al oírla, o tal vez al percibir su presencia, abrió los ojos y pestañeó dos o tres veces, como una persona hipnotizada al salir del trance. Lanzó hacia ella una mirada de culpa, furtiva, enojada, pensando, ella lo vio, algo que decir en ese instante.
Todo estaba extrañamente en calma. Ella caminó hasta donde estaba él y él le entregó el bulto que tenía en las manos, lo apretó en sus brazos casi como si fuese un obsequio que le hacía, un ramo de flores por ejemplo, que se hubiera cansado de sostener mientras la esperaba. La niña tenía puesto el pijama, un peso cálido e inerte en sus brazos. Claire le acunó la cabeza en la palma de la mano, notando la textura familiar de la piel como un parche de terciopelo suelto sobre el cráneo.
—Ay, Andy —dijo, como si fuera él, y no ella, quien sostenía a la niña en brazos—. ¿Qué has hecho?
Un accidente, dijo él que había sido. Un accidente. Lo repetía una y otra vez, podría ser algo que hubiera decidido aprender a decir de corrido. Estaban ya en su dormitorio, y ella sentada en la cama, derecha, con la espalda muy recta, con el bebé inmóvil sobre las rodillas. Andy caminaba de un lado a otro delante de ella, pasándose la mano repetidamente por el pelo, desde la frente hasta la nuca. Vestía vaqueros y camiseta —cuando llegaron a la casa comenzó a desvestirse y, demasiado borracho para terminar, se tumbó en la cama tal cual estaba— y unos calcetines blancos, hasta el tobillo. Ella notaba el olor a cerveza rancia en su aliento. Pero parecía jovencísimo con aquella camiseta y los calcetines cortos. Dejó de mirarlo. Deseó, de una manera fatigada, melancólica, no tener que volver a mirarlo nunca más. La niña no tenía los párpados cerrados del todo, se dio cuenta, y algo rebrillaba entre ellos. Muerta. Se dijo la palabra por dentro, como si fuera una palabra en una lengua extranjera.
—Estaba llorando —dijo Andy—. Estaba llorando y le di un meneo —lo decía en voz baja, apremiante, no a ella, ni tampoco para sí: era como un actor desesperado en su intento por memorizar las palabras que en cuestión de segundos, cuando subiera el telón, iba a tener que pronunciar con tal fuerza, con tal sinceridad, que toda la sala quedara convencida—. Fue un accidente. Un terrible accidente.
Ella notó que se impacientaba.
—Llama a St. Mary —le dijo.
Él se detuvo y la miró.
—¿Qué?
Estaba de pronto cansada, cansadísima.
—A sor Stephanus —dijo de nuevo con lentitud, con toda claridad, como si le hablase a un niño. Tal vez, pensó, de ahora en adelante no podré hablar de otro modo, ni con él ni con nadie—. A St. Mary. Llámala.
Él entornó los ojos con suspicacia, como si recelase de algún truco.
—¿Y qué le digo?
Ella se encogió de hombros, y, con ese movimiento, el brazo sin vida de la pequeña Christine rodó a un lado, la manecita gordezuela con la palma vuelta hacia arriba, como si también ella estuviera a punto de hacer una pregunta, de pedir consejo, de suplicar ayuda.
—Dile eso mismo —dijo Claire con un tono de repentino, áspero sarcasmo—, dile que ha sido un accidente.
Algo se le rompió en ese momento por dentro, lo sintió como si se le tronzara un hueso, y se echó a llorar.
Él la dejó donde estaba, sentada al borde de la cama con el camisón de algodón y el bebé sin vida sobre las rodillas, las lágrimas rodándole por la cara. Algo vio en ella que le dio miedo. Parecía una figura de piedra que un piel roja o un chino pudieran adorar. Se echó un abrigo sobre los hombros y bajó a todo correr las escaleras de fuera. Las ringleras de nieve helada en los peldaños le resultaron duras como el cristal bajo los pies descalzos. La tormenta había cesado, el cielo estaba alto y despejado, tachonado de estrellas relucientes. Cora Bennett estaba despierta —¿dormía alguna vez?— y le dejó entrar por la puerta de atrás. El teléfono, dijo él sin darle tiempo a decir nada, necesitaba usar el teléfono. Ella pensaba que venía por otra cosa, pero cuando le vio la cara y le oyó hablar se limitó a asentir y a indicarle la sala de delante, donde estaba el teléfono. Él vaciló unos instantes. Ella llevaba un camisón, nada más. Vio que se le ponía carne de gallina en los antebrazos.
—¿Qué ha pasado? —dijo.
Él dijo que había sido un accidente y ella asintió. ¿Cómo era posible, pensó, que las mujeres nunca parecieran sorprenderse cuando se torcían las cosas? Entonces vio algo en sus ojos, una luz, un destello de ansia, y se dio cuenta de que había pensado que era Claire quien había sufrido el accidente.
Tuvo que mirar el número del hospicio en el listín. Había docenas de iglesias, conventos, colegios llamados St. Mary. El teléfono era de los antiguos, un huso con un disco y un micrófono; el receptor colgaba de un gancho al lado. Volvió a titubear. Era noche cerrada: ¿habría alguien despierto que contestara a su llamada? Y, aun cuando hubiera alguien, ¿qué posibilidades tenía de que le pasara con la dichosa Madre Superiora? Comenzó a marcar, se detuvo, se quedó con el dedo índice metido en el agujero, sintiendo con vaga satisfacción lo tenso que se hallaba el disco, lo apretado que estaba contra el lateral de su uña. Cora se acercó en silencio a su lado. Nunca se había dado cuenta de que era mucho más alta que él. Tampoco le había importado nunca que las mujeres fueran más altas que él, incluso le gustaba, a decir verdad. Le preguntó a quién llamaba, pero no respondió. El abrigo se le había resbalado de un hombro. Ella se lo volvió a colocar con ternura en su sitio. Le rozó el cuello con los dedos. Él cerró los ojos. No recordaba haber tomado a la niña de la cuna. Había estado llorando, no se callaba. No la había zarandeado con fuerza, lo sabía muy bien, pero ¿con cuánta fuerza la zarandeó? Tenía que pasarle algo, algo malo tenía que tener, alguna debilidad en la cabeza, habría salido a relucir tarde o temprano. Había sido un accidente. No era culpa suya. Dejó el receptor en el gancho y se volvió a Cora sin decir palabra, cabizbajo. Ella lo tomó entre sus brazos, estrechándolo, oprimiéndole la cara contra su pecho frío.