12

Quirke había concertado un encuentro con Barney Boyle en el puente de Baggot Street. Echaron a andar los dos por el camino de sirga, por donde Quirke estuvo paseando con Sarah aquel domingo desde el que parecía haber pasado una eternidad. Era de mañana, y un sol insípido se empeñaba en perforar la neblina de noviembre poniéndole un poco de brillo. Reinaba un silencio espectral, como si los dos estuvieran solos en toda la ciudad. Barney llevaba un abrigo negro que le caía casi hasta los tobillos; sin cinturón ni botones, se le enredaba en las piernas cortas y gruesas cual si fuera un recio capote al caminar con paso inseguro. A plena luz del día, tenía un aire aturdido y algo tímido. Dijo que había pasado mucho tiempo desde la última vez que vio el mundo a la luz de la mañana, y que en ese intervalo no parecía haberse producido ninguna mejora que le llamase la atención. Tosió con una carraspera ronca.

—Demasiado aire fresco para tus pulmones —dijo Quirke—. Ten, toma un cigarro.

Prendió un fósforo y Barney se inclinó protegiendo la llama con sus manos rechonchas, infantiles, rozando con las yemas de los dedos el dorso de la mano de Quirke, y a éste le sorprendió igual que siempre ese peculiar acto de intimidad, uno de los muy contados que se permitían entre los hombres. Se rumoreaba, recordó, que Barney tenía cierta debilidad por los chicos.

—Hay que joderse —dijo Barney, exhalando una trompeta de humo en la niebla—. Así, mucho mejor.

Barney, el poeta del pueblo, el dramaturgo de la clase obrera, en realidad vivía, a pesar de los rumores sobre sus inclinaciones de sarasa, con su mujer, que desde antaño había sufrido lo indecible. Era una amable acuarelista y en parte era una belleza, con la cual vivía en una casa venerable, de muros blancos, en el frondoso barrio de Donnybrook. Pero seguía teniendo sus contactos en el viejo y desaconsejable mundo del cual era en el fondo producto. Quirke quería información, y Barney se había dedicado, como dijo él mismo, a preguntar aquí y allá.

—Ah, es que todas las fulanas conocían a Dolly Moran —dijo. Quirke asintió. Fulanas eran rameras, supuso, pero ¿cómo? ¿Por ser unas ful? ¿Por no tener nombre reconocible? La jerga de Barney parecía de su propia invención—. A ella iban corriendo cuando tenían un aprieto.

—¿Qué clase de aprieto?

—Cuando les salía rana el negociete, ya me entiendes.

—¿Y ella misma lo arreglaba?

—Tengo entendido que se daba mucha maña con la aguja de calcetar. Y, a lo que se ve, lo hacía de gratis. Por la pura gloria.

—Entonces… ¿de qué vivía?

—Estaba bien surtida. Al menos, eso es lo que se dice.

—¿Y quién la surtía?

—Una o varias partes contratantes desconocidas por demás.

Quirke frunció el ceño escrutando la neblina.

—Mira qué hijoputas —dijo Barney, y se paró. Tres patos remaban entre las juncias, emitiendo cacareos apenas audibles, en apariencia de queja—. Dios, qué mal me caen los putos patos —se le iluminó la cara—. ¿Te he contado alguna vez la de mi padre con los patos?

—Sí, Barney. Me la has contado. Unas cuantas veces.

Barney torció el morro.

—Pues disculpa —se le había terminado el cigarro—. ¿Vamos a por una pinta?

—Barney, no jorobes, que son las once de la mañana…

—¿Las once? Joder, pues entonces habrá que darse prisa.

Fueron al 47, en Haddington Road. A esa hora eran los únicos clientes. El rancio hedor del tabaco de la noche pasada aún pendía en el aire adormilado. El barman, en mangas de camisa y con tirantes, estaba acodado en la barra, leyendo las páginas de deportes del Independent del día anterior. Barney pidió una negra embotellada y un chupito de malta para acompañarla. El pestazo de la cerveza y el aroma punzante del whisky a Quirke le encogieron la nariz.

—Y los dos matones que me salieron al paso… —dijo—, ¿has sacado algo en claro?

Barney levantó la boca colorada de bebé del borde del vaso y se secó la espuma del labio superior.

—El de la napia parece que sea Terry Tormey, hermano de Ambie Tormey, el que andaba con la banda de los Bestias.

—¿Ambie? —dijo Quirke como si no entendiera.

—Diminutivo de Ambrose. A mí no me mires.

—¿Y el otro?

—Se llama Callaghan. ¿Era Callaghan? No: Gallagher. Un poco retrasado, le falta una patata para el kilo. Pero peligroso cuando se anima. Si es el mismo, claro.

Levantó el vaso de whisky con un gesto melindroso, con el meñique extendido, y se lo ventiló de un solo trago, hizo una mueca, enseñó los dientes, dejó el vaso en la barra y miró al barman.

Arís, mo bhuachalín —dijo. Lento, sin decir ni palabra, el barman vertió otra medida de líquido ambarino en un vasito medidor de peltre que volcó y dejó gotear en el vaso de cristal. Los dos observaron en silencio la ceremonia, y Quirke pagó. Barney indicó al camarero que le dejara la botella en la barra.

—Prefiero —dijo— una frasca delante que una fresca de Levante —y miró a Quirke de reojo, con timidez. Los chistes de Barney a esas alturas eran todos de segunda mano. A Quirke se le ocurrió de repente: Es como Falstaff cuando se pone pesado, lo cual, bien lo sabía, no le convertía a él precisamente en rey. Pidió lo que se conocía como café, agua caliente con una cucharada de jarabe alquitranado de una botella cuadrada: Irel ¡el café irlandés! Echó a la mezcla tres cucharadas de azúcar bien colmadas. ¿Qué carajo estoy haciendo aquí?, se preguntó. Barney, como si acabase de leerle el pensamiento, se volvió a él con mirada inquisitiva.

—Qué, Quirke. Aquí parece que pierdes pie, ¿eh? —le dijo con su acento de Donnybrook—. Terry Murphy y el majara de su amigo, vaya chusma. Dolly Moran asesinada sin más. ¿En qué andarás tú metido?

Era otra mañana neblinosa cuando Quirke, con su abrigo negro y el sombrero puesto, salió por la puerta de la casa de Mount Street y se encontró con el detective inspector Hackett, que también llevaba sombrero y su gabardina de policía, matando el rato en la acera, fumando un cigarrillo. Al ver al policía, su cara grande y plana y su sonrisa engañosamente afable, a Quirke le dio un vuelco de culpabilidad el corazón. Pasaron de largo tres monjas jóvenes montadas en bicicletas altas y negras, tres conjuntos de piernas envueltas que pedaleaban con recato al unísono. El aire húmedo de la mañana apestaba a humo y a escape de automóvil. Era invierno, reflexionó Quirke con tristeza, y él iba de camino a su sala de despiece de cadáveres.

—Buenos días, señor Quirke —dijo con ánimo el detective, tirando el resto del cigarrillo y aplastándolo bajo la bota—. Pasaba por aquí y pensé que podríamos encontrarnos con un poco de suerte.

Quirke bajó las escaleras con paso comedido a la vez que se encasquetaba el sombrero.

—Caramba —dijo—. Son las ocho y media y usted pasaba por aquí. Qué cosas.

La sonrisa de Hackett se distendió en una mueca de pereza.

—Ah, desde luego. Siempre he sido muy madrugador.

Al paso los dos, enfilaron hacia Merrion Square.

—Supongo —dijo Quirke— que era usted de los que, de niños, se despertaban a las cinco para ordeñar a las vacas.

Hackett rió por lo bajo.

—Vaya, ¿cómo lo ha sabido?

Quirke, pensando en alejarse, oteaba disimuladamente la calle en busca de un taxi. Había estado en McGonagle la noche anterior, y no se fiaba de sí mismo, no sabía qué podría dejarse llevar a decir, y más estando Hackett de ánimo más insinuante y amistoso que nunca. Pero no había taxis. En Fitzwilliam Street se encontraron en medio de los funcionarios con bufandas y las solapas subidas que iban camino del trabajo en las dependencias del gobierno. Hackett encendió otro cigarrillo. Tosió, y Quirke cerró los ojos brevemente al oír los grumos de flemas que vibraban en los bronquiolos de su acompañante.

—¿Alguna novedad en el caso de Dolly Moran? —preguntó Quirke.

Hackett calló durante unos instantes, antes de reírse con un silbido salido del fondo de los pulmones, a la vez que le temblaban los hombros. Las altas fachadas de enfrente, con sus altas ventanas, parecían mirarlo con sorpresa y fría desaprobación.

—Ay, Dios, señor Quirke —dijo como si lo estuviera pasando en grande—, seguro que va usted mucho al cine —se levantó el sombrero y con la base del pulgar se secó la frente, encasquetándose después el sombrero en un ángulo aún más exagerado—. Novedades, bien, veamos… Tenemos un conjunto completo de huellas dactilares, como es natural, y un par de rizos de cabello. Ah, y la colilla de un cigarrillo. De la marca Balkan Sobranie, reconocí la ceniza nada más verla. Y la mano de un mono, un amuleto que tuvo que dejar allí alguien de origen oriental, casi con toda probabilidad un marino procedente de la India —sonrió, mostrando la punta de la lengua entre los dientes—. No, señor Quirke. No tenemos ninguna novedad. A no ser, claro está, que a usted le parezca novedoso que se me hayan dado órdenes de que cancele la investigación —Quirke se quedó mirándolo; él se llevó el dedo a un lado de la nariz sin dejar de sonreír—. Órdenes de arriba —dijo en voz baja.

Ante ellos se encontraba la masa abovedada del edificio del parlamento. A Quirke de pronto le pareció que tenía un aspecto malévolo, agazapado tras las rejas, un inmenso pudin de piedra.

—¿Qué quiere decir? —dijo, y tragó saliva—. ¿Qué quiere decir… órdenes de arriba?

El detective sólo se encogió de hombros.

—Lo que le digo —se estaba mirando la puntera de las botas—. Se queda usted solo, señor Quirke, en el asunto de la difunta Dolly Moran. Si por un casual fuera a producirse alguna que otra novedad en el caso, como dice usted, tendría que ser otro el que nos la comunicase, mucho me temo.

Llegaron a la esquina de Merrion Street. Desde el otro lado de la calle, el policía que guardaba la entrada al parlamento los miraba con laxa curiosidad. Estaban detenidos en medio de la multitud mañanera, los funcionarios y las mecanógrafas que acudían a sus mesas de trabajo. Era probable que hubiera reconocido a Hackett, pensó Quirke, pues era famoso en la policía.

—Y digo yo, señor Quirke, si no tendrá usted alguna cosa que tal vez desee comentarme —dijo el detective, mirando a un lado con los ojos entornados—. Lo digo porque me parece usted un hombre lastrado por un secreto —cambió de gesto y clavó los ojos en la cara de Quirke—. ¿Me equivoco?

—Ya le he dicho todo lo que sé —dijo Quirke casi malhumorado, y miró a otra parte.

—Y es que esto es lo que hay —siguió diciendo Hackett—. Antes de recibir la orden de cancelar la investigación, y tal vez, por lo que se me alcanza a saber, sea ésta la razón por la que se me ha dado esa orden, descubrí que Dolly Moran había trabajado en tiempos para la familia del juez Griffin en persona. Es algo que usted no me comunicó cuando tuvimos nuestra charla aquel día en el hospital. Estoy seguro de que se le pasó por alto. De todos modos, a lo que iba: resulta que usted por su matrimonio tiene parentesco con esa misma familia, y ahora me pregunta de pronto si hay novedades en la investigación del asesinato de Dolly. No es todo tan elemental, diría yo, ¿verdad, doctor Quirke? —sonrió—. De todos modos, le dejo, que es usted un hombre muy ocupado y seguro que tiene trabajo que hacer —hizo ademán de marcharse, se detuvo, volvió sobre sus pasos—. Por cierto —dijo en tono de conversación entre amigos—, ¿no le comentó nada Dolly Moran sobre la Lavandería de la Misericordia? —Quirke negó con un gesto—. Está en Inchicore. Allí toman a muchachas que se han metido en un aprieto y les dan trabajo hasta que… ¿cómo se dice? Ah, sí: hasta que han expiado su pecado. Se comentó que Dolly tenía relación con ese lugar. Cambié impresiones con la monja que manda en la lavandería, pero me juró que nunca había oído hablar de nadie que atendiera por ese nombre. Vergüenza me da reconocer que a punto estuve de no creer a tan santa mujer.

Quirke carraspeó.

—No —dijo—. Dolly no me dijo nada de ninguna lavandería. Lo cierto es que dijo muy poca cosa. Yo creo que no se fiaba de mí.

Hackett, la cabeza ladeada, lo estudiaba con la atenta y sin embargo distante atención de un retratista que mide a quien posa para él.

—Se le daba muy bien eso de guardar secretos —dijo, y suspiró—. Ah, que Dios la haya acogido en su seno. Descanse en paz la pobre Dolly.

Hizo un gesto de asentimiento, se dio la vuelta y echó a caminar hacia el lugar del que habían venido. Quirke lo vio marchar. Sí, pobre Dolly. Una racha de viento cruzó los faldones de la gabardina del detective, que se alborotaron como si fuesen velas sin afianzar. Por un instante fue como si el hombre hubiera desaparecido dentro de la gabardina, como si hubiera desaparecido del todo.

—… lo lamento, señor Quirke —dijo la monja—, pero no puedo ayudarle —parecía intranquila, con una mirada inquieta, y no dejaba de pasar las cuentas de un rosario invisible, con gran agitación, entre los dedos, que tenía huesudos, alargados, como dos ramas pálidas. A él le había sorprendido ver que a pesar de la toca era, o había sido, una mujer hermosa. Era alta, angulosa, y el hábito negro, que le llegaba al suelo cayendo desde la cintura en pliegues ondulados, como las estrías de una columna clásica, le daba un aspecto estatuario. Tenía los ojos azules, y tan claros que daban la impresión de que si uno escrutaba a fondo podría ver todo el interior, la blanca cámara de su cerebro. Se llamaba sor Dominic; se preguntó cuál sería su verdadero nombre, no el escogido al profesar los votos, sino el que recibió en su día—. ¿Me dice usted que la muchacha, esa muchacha, ha muerto?

—Sí. En el parto.

—Qué tristeza —apretó los labios hasta expulsar de ellos toda la sangre—. ¿Y qué fue de su hijo?

—No lo sé. Y ésa es una de las cosas que me gustaría averiguar.

Estaban de pie en la gélida quietud del vestíbulo, con el suelo ajedrezado. Desde el interior del edificio le llegaba, aunque no alcanzara a oírlo con nitidez, el rumor de alguna máquina que funcionaba a mano y la voz carrasposa de las mujeres en el trabajo. Pendía hasta allí un olor húmedo de tejidos pesados, de lana, algodón, lino.

—Y Dolores Moran —dijo—, Dolly Moran, ¿dice usted que nunca estuvo aquí?

La monja bajó los ojos y meneó la cabeza.

—Lo lamento —volvió a decir, poco más que un susurro.

Una mujer de corta estatura y cintura gruesa, con una cabellera pelirroja, intensa, sin forma, apareció por el pasillo empujando un cesto enorme de mimbre con ruedas. El cesto debía de estar lleno de prendas recién lavadas, pues Quirke la vio invertir todas sus energías en propulsarlo, apoyándose con todo su peso en ambos brazos, extendidos ante sí, la cabeza gacha y los nudillos blancos sobre las desgastadas asas de madera. Llevaba un vestido gris, holgado, y unas medias grises que le formaban pliegues de acordeón en los tobillos, gruesos y enrojecidos; llevaba unas botas claveteadas que parecían de hombre, sin cordones, varias tallas más grandes de lo que habría necesitado. Al no ver a Quirke ni a la monja, avanzaba a todo trapo, las ruedas del cesto chirriando en una queja reiterada, circular, y ambos tuvieron que dar un paso atrás y pegarse a la pared para dejarle el paso libre.

—¡Maisie! —dijo sor Dominic con brusquedad—. Por Dios, ¡a ver si miras por dónde vas!

Maisie se detuvo y se enderezó, mirándolos sin entender nada. Pareció por un instante que estuviera a punto de echarse a reír. Tenía la cara ancha, pecosa, sin rasgos definidos; tenía sendas fosas nasales, pero no una nariz que las alojara, y una boca pequeña, que daba la impresión de que se le hubiera vuelto del revés.

—Disculpe, hermana —dijo, pero se le notaba que no lo sentía. Miró a Quirke con visible interés, escrutando su traje de espiguilla, su abrigo negro y caro, el sombrero de fieltro flexible que tenía en las manos. Le temblaba un párpado. ¿Un tic nervioso?, se preguntó Quirke, ¿o realmente le había guiñado un ojo?

—Adelante —dijo sor Dominic, no sin ablandar un tanto el tono. Sor Dominic, se dijo Quirke, no parecía del todo adecuada al trabajo que allí se hacía, fuera cual fuese exactamente ese trabajo.

—Ahora mismito, hermana —respondió Maisie, que lanzó a Quirke otra mirada humorística con sus ojos grandes y se apoyó de nuevo en el cesto para seguir desplazándolo.

Sor Dominic, cada vez más ansiosa por librarse de él, avanzaba pegada a la pared camino del vestíbulo, iluminado a través de las vidrieras, por el cual había llegado. Siguiéndola, Quirke daba vueltas lentamente, entre los dedos, al ala de su sombrero, tal como ella pasaba el rosario invisible entre los suyos. A pesar de la negativa de la monja, estaba convencido de que Christine Falls había estado allí al menos un tiempo, antes de que Dolly Moran la recogiera en su domicilio de Stoney Batter. Se imaginó a la muchacha avanzar con paso cansino por esos pasillos, con un vestido de un gris ratonil, como el de Maisie, su pelo rubio teñido volviendo poco a poco al castaño anodino, los nudillos rojos y despellejados, y la niña moviéndose ya inquieta en su vientre. ¿Cómo podía Mal haberla condenado a un sitio así?

—Como le estaba diciendo —decía sor Dominic—, aquí nunca hemos tenido a una Christine Falls. Me acordaría de ella. Me acuerdo de todas nuestras chicas.

—¿Qué habría sido de su hijo, en caso de que hubiera estado aquí?

La monja mantenía la vista fija más o menos en torno a las rodillas de Quirke. Seguía avanzando casi de costado hacia la salida; él se vio obligado a seguir tras su estela.

—Nunca habría estado aquí.

—¿Cómo?

—Esto es una lavandería, señor Quirke, no un hospital.

Encorajinada, se permitió mirarle a la cara con gesto desafiante antes de bajar los ojos.

—En tal caso, ¿dónde habría nacido?

—Le aseguro que no lo sé. Las chicas que vienen aquí… ya han… ya han dado a luz.

—¿Y qué se hace con los bebés que dejan atrás cuando entran aquí?

—Ingresan en un hospicio, como es natural. Y otras veces… —calló. Habían llegado a la puerta acristalada del vestíbulo, y con un suspiro de alivio que no disimuló la abrió empujándola y se hizo a un lado para franquearle el paso. Él se detuvo en el umbral, mirándola. Mirándola a los ojos con insistencia intentó que ella cediera, que le diera algo, por poca cosa que fuera, pero no lo logró—. Estas chicas, señor Quirke —dijo con frialdad—, se hallan en un aprieto y no tienen a nadie que las ayude. A menudo sus familias las rechazan. Entonces nos las envían a nosotras.

—Sí —dijo él—, y estoy seguro de que son ustedes un gran consuelo para esas chicas.

Los iris de un azur transparente parecieron tornarse blancos por un instante, como si brevemente se hubiera formado un gas tras ellos. ¿Era la ira lo que en ellos destellaba? Los paneles de cristal vidriado de la puerta, a su espalda, parecían un cielo de brillantes chafarrinones en plena tormenta. Se sobresaltó y se sintió no poco compungido al imaginársela desnuda, una figura blanca, apasionada, expuesta, pintada por El Greco.

—Hacemos todo lo que podemos —dijo— en estas circunstancias. Es todo lo que podemos hacer.

—Sí, hermana —dijo con una voz forzada, contrita, avergonzado al percibir que la imagen conjurada de su desnudez aún estaba patente, negándose a borrarse—. Lo comprendo.

Al salir, dobló y bajó por la cuesta en dirección al río. El cielo estaba ocupado por el peso de una nube inconsútil, de color masilla, que parecía poco más alta que los tejados de las casas a uno y otro lado. Remolinos de copos de nieve gruesos, húmedos, volaban a merced del viento. Se subió el cuello del abrigo y se encasquetó más el sombrero. ¿Por qué insistía de ese modo?, se preguntó. ¿Qué significaban para él Christine Falls, o el bastardo de Christine Falls, o Dolly Moran, que había sido asesinada? Asimismo, ¿qué representaba Mal para él? Sin embargo, era muy consciente de que no podía apartarlo todo de su ánimo, olvidarse de ese asunto siniestro y enmarañado. Tenía una especie de deber que cumplir, había contraído una especie de deuda. Con quién, de eso ya no estaba seguro.