Quirke no se consideraba un hombre valiente, ni siquiera echado para delante. Lo cierto era que nunca había tenido que poner a prueba su valentía, ni física ni de otra índole, y siempre había dado por hecho que jamás tendría que hacerlo. Guerras, asesinatos, robos con violencia, agresiones con instrumentos contundentes: los periódicos estaban llenos de noticias así, pero parecía que tuvieran lugar en otra parte, en una suerte de mundo paralelo y regido por una especie humana más formidable y más perversa que aquellos con los que se topaba de manera habitual. Ciertamente, las víctimas de ese otro territorio de la lucha y el derramamiento de sangre eran puestas con frecuencia bajo su mirada experta —a menudo tenía la sensación de estar en un hospital de campaña alejado de la línea del frente, un hospital al que nunca llegaban los heridos, al que sólo eran transportados los muertos—, pero no se le había ocurrido que tal vez un día él mismo entrase sobre una camilla con ruedas, ensangrentado, destrozado, en la sala de disección, como la pobre Dolly Moran.
Cuando los dos matones se materializaron tras él en la niebla de la noche otoñal supo al punto que pertenecían a ese otro mundo, a un mundo del cual hasta la fecha sólo había tenido conocimiento por los periódicos. Tenían algo desenvuelto a la vez que implacable; no se detendrían ante nada aquellos dos. Una rabia temprana, un dolor o una falta de afecto muy al principio, los había encallecido y les había provisto de una suerte de indiferencia, casi de tolerancia, y serían capaces de golpear, de desfigurar o de matar incluso sin rencor, cumpliendo la tarea asignada de manera metódica, como quien piensa en otra cosa. Los dos despedían un olorcillo dulzón, pero rancio, que a Quirke le resultó conocido, aunque de momento no supo atribuirlo a nada. Se había parado en la esquina de Fitzwilliam Street a encender un cigarrillo y de pronto los tenía ahí mismo, uno a cada lado, el flaco de la cara colorada a la izquierda, a la derecha el gordo de la cabeza grande. El flaco forzó una especie de sonrisa y se llevó un dedo a la frente a modo de saludo. Tenía un extraordinario parecido con el señor Punch, el títere de cachiporra de las mejillas coloradas, cuya nariz era tan ganchuda que la punta afilada casi le rozaba el labio inferior.
—Buenas, capitán —dijo.
Quirke miró a uno y a otro y sin mediar palabra echó a andar para cruzar la calle. Los dos lo acompañaron, uno a la derecha y otro a la izquierda, manteniéndose al paso sin ningún esfuerzo, ni siquiera el gordo, cuya cabeza ovalada era de un tamaño prodigioso, y en ella se albergaban dos ojillos como dos cuentas de azabache. El pelo astroso le colgaba alrededor de la cara como una fregona desmochada. Era Judy, títere inseparable del señor Punch. Quirke se dijo que no debía apretar el paso, que debía caminar con normalidad, pero ¿qué era un paso normal?
—Te conocemos —dijo el de la cara colorada como quien traba conversación.
Su amigo, el gordo, asintió.
—Así es, te conocemos.
Al ganar la esquina de Mount Street, Quirke se detuvo. Pasaban por allí los funcionarios que salían de sus trabajos, con los hombros encogidos para resguardarse de la bruma: Testigos, pensó Quirke, transeúntes inocentes. Pero Punch y Judy parecían no haber reparado en su presencia.
—Vamos a ver —dijo Quirke—. ¿Qué desean? No llevo dinero encima.
Esto pareció hacerle mucha gracia al señor Punch. Adelantó la cabeza para mirar más allá de Quirke, al gordinflón Judy.
—Éste se piensa que vamos de mendigos —dijo.
El gordinflón Judy se rió y sacudió la cabeza en señal de incredulidad.
A Quirke le pareció necesario mantener un aire tan sólo de irritación, de desconcierto casi exasperado; a fin de cuentas, no era sino un ciudadano más que regresa a su domicilio después del trabajo, y aquella impúdica pareja le impedía disfrutar de los placeres inmaculados de una velada normal. Miró en derredor. El crepúsculo iba mucho más avanzado que un minuto antes, la niebla se había adensado.
—¿Quiénes son ustedes? —les interpeló. Quiso hacerlo con un punto de indignación, el natural en quien sabe que la razón le asiste, pero terminó por sonar tan sólo malhumorado.
—Somos un aviso —dijo el señor Punch—, eso es lo que somos —y volvió a reír, contento consigo mismo, tan contento como Punch en un teatrillo de guiñol.
Quirke emitió un gruñido de enojo y arrojó el cigarrillo —se le había olvidado, se le había apagado entre los dedos—, y echó a caminar por la acera en dirección a su piso. Fue como aquel momento en McGonagle, al día siguiente de caer en la cuenta de cuál era el verdadero peso de lo que Costigan había ido a decirle: no estaba exactamente atemorizado, tanto más por hallarse en un lugar público y cerca de su casa y su refugio, pero sí tenía la sensación de que algo estaba a punto de moverse de un modo enorme, de dar con él por tierra. Cualquier intento por huir parecía condenado al fracaso, igual que en un sueño, pues por más prisa que se diera, Punch y Judy se mantenían a su altura con suma facilidad.
—Te hemos visto por ahí de paseo —dijo el señor Punch—. Y eso no es aconsejable con este tiempo que hace.
—Podrías pillarte un catarro —dijo el gordo.
Punch asintió. La nariz ganchuda hizo un movimiento de sube y baja como el de una guadaña.
—Podrías morirte de un repente —dijo. Miró más allá de Quirke, a su compañero—. ¿Sí o no?
—Tienes toda la razón —dijo el gordinflón Judy—. Podrías morirte de un repente, seguro.
Llegaron a la casa y Quirke se detuvo. Le costó cierto esfuerzo no subir los escalones a la carrera.
—¿Ésta es tu covacha? —le preguntó el señor Punch—. No está mal.
Quirke se preguntó si aquellos dos tenían intención de entrar con él, de subir las escaleras, de entrar a la fuerza en su piso y… ¿y qué? A esas alturas tenía miedo de verdad, aunque su miedo era una especie de letargo que le desbarataba todo pensamiento. ¿Qué debía hacer? ¿Darse la vuelta y echar a correr, entrar en el portal y decir a gritos al señor Poole que llamase a la policía? En ese instante, los dos se distanciaron por fin de él. Dieron un paso atrás y el señor Punch, con la cara colorada, volvió a hacer el mismo saludo de antes, llevándose un dedo a la frente.
—Adiós muy buenas, capitán —le dijo—. Ya nos veremos.
Y de pronto desaparecieron engullidos por la niebla y la penumbra, dejando detrás tan sólo un tenue residuo de su olor, que Quirke por fin identificó. Era el olor rancio, apenas perceptible, especiado y dulce, de la sangre reseca.
Despertó sobresaltado con el timbre de la puerta. Se había adormilado en un sillón junto a la estufa de gas. Había soñado que alguien o algo le perseguía por una versión de la ciudad que nunca había visto antes, por avenidas anchas y llenas de peatones y coches, por soportales de piedra, por jardines que iluminaba el sol, con estanques de peces y setos ornamentales recortados con formas de capricho. No veía a sus perseguidores, pero sabía que los conocía, y sabía que eran implacables, y que no se detendrían hasta haberle echado el guante. Cuando despertó, estaba derrengado en el sillón, con la cabeza ladeada y la boca abierta. Se había quitado allí mismo los zapatos y los calcetines. La lluvia repicaba a ráfagas en la ventana. Entornó los ojos para mirar el reloj y vio con sorpresa que aún no era medianoche. Volvió a sonar el timbre, dos timbrazos sostenidos, enojados. No sólo oía el timbre, sino también la chicharra eléctrica de la lengüeta que vibraba contra la campana de metal. ¿Por qué los soportales? ¿Por qué los setos recortados? Abriendo más los ojos y parpadeando, se levantó y fue a la ventana para subir la hoja y asomarse a la noche tempestuosa. Se había disipado la niebla, todo era viento y lluvia. Abajo, Phoebe estaba en medio de la calle abrazándose por los hombros. Iba sin abrigo.
—¡Ábreme! —le gritó—. ¡Que me estoy calando!
Tomó una llave de un cuenco que había en la repisa de la chimenea y se la lanzó. Cayó dando vueltas en la oscuridad, entre destellos, y tintineó al caer en la calle como si fuera una moneda. Ella tuvo que localizarla y agacharse para recuperarla. Cerró la ventana y fue a la puerta del piso, en cuyo umbral la esperó, pues no deseaba bajar y arriesgarse a un encuentro con el insomne señor Poole. El cuello de la camisa se le había empapado cuando se asomó por la ventana, tenía húmedos incluso los hombros, lo cual le produjo un placentero frescor. También tenía fríos los pies descalzos. Oyó que se abría el portal y al momento le llegó un tenue soplo de noche por la caja de la escalera, que le dio de lleno en la cara. Siempre le habían afectado los movimientos imperceptibles del aire, las corrientes y las brisas, el remejerse del viento en las copas de los árboles. Comprendió que aún seguía a medias en un sueño. Oyó brevemente voces abajo —el señor Poole había abordado a Phoebe—, y luego sus pisadas desiguales al subir. Bajó al rellano para recibirla. La vio ascender hacia él, una cabeza de Medusa con el cabello mojado, unos hombros desnudos, relucientes; iba descalza, como él, con un zapato colgando en cada mano, sujetos por una cinta negra en cada uno de los índices, con el bolso bajo el brazo. Llevaba un vestido de satén azul medianoche. Estaba completamente empapada.
—Dios santo —dijo Quirke.
Había estado en una fiesta. Había llegado hasta allí en taxi. Creía haberse olvidado el abrigo.
—Lo cierto —dijo, modelando los labios con dificultad en torno a las palabras— es que estoy un poco achispada.
La llevó al sofá, el satén de su vestido susurraba más por estar tan mojado, y la hizo sentarse. Ella miró en derredor con una sonrisa inane.
—Dios santo, Phoebe —volvió a decir, preguntándose cómo iba a librarse de ella y, sobre todo, cuándo.
Fue al cuarto de baño y volvió con una toalla que dejó sobre su regazo. Ella miraba con ojos desencajados.
—¡Lo veo todo doble! —dijo encantada y con orgullo.
—Anda, sécate el pelo —dijo—. Estás echando a perder el sofá.
Ella le respondió con la cabeza envuelta en la toalla.
—Si lo mojo es porque me has tenido mucho rato esperando ahí abajo. Además, me bajé del taxi en Lower Mount Street por error.
Él entró en el dormitorio en busca de algo que ella pudiera ponerse. Cuando volvió al cuarto de estar, ella había dejado caer la toalla al suelo y miraba con el ceño fruncido, parpadeando, más gorgona que nunca, con el pelo alborotado.
—¿Quién era el hombre de abajo?
—Sería el señor Poole.
—Llevaba pajarita.
—Siempre lleva pajarita.
—Me preguntó si sabía adonde iba. Le dije que eres mi tío. Yo diría que no se lo creyó —se sorbió la nariz—. Vaya, se me cae el moquillo —dijo, y se secó la nariz con el dorso de la mano. Luego le pidió algo de beber.
Él fue a la cocina, llenó la cafetera y la puso sobre el hornillo de gas. Preparó una bandeja con una taza, azúcar, la jarrita de leche.
—¿Y dónde era la fiesta? —le gritó.
La respuesta le llegó en sordina.
—Eso no es asunto tuyo.
Fue a mirar por la rendija de la puerta de la cocina al cuarto de estar, pero se retiró al verla de pie, en ropa interior, con los brazos alzados, quitándose el vestido azul por la cabeza. Tenía el vientre levemente ancho de las chicas Crawford, de su madre y su tía, y las mismas piernas largas y torneadas. El café regurgitaba en la cafetera, pero aún esperó unos momentos antes de llevárselo, dándole tiempo a que se cambiase.
Entró con la bandeja en el cuarto de estar. Phoebe, con el jersey y los pantalones desmesurados, de payaso, que le había prestado, estaba jugando con el maniquí de madera.
—Déjalo en paz —le dijo cortantemente. Ella apartó las manos del muñeco pero no se dio la vuelta, y permaneció cabizbaja, los brazos inertes, como si ella misma fuera una marioneta con los hilos aflojados—. Ven —añadió con menos saña—, aquí tienes el café —ella se dio la vuelta y él vio los lagrimones de niña que le rodaban por ambas mejillas. Suspiró, dejó la bandeja en el suelo, delante del sofá, y fue a abrazarla con cautela. Ella no ofreció resistencia y se dejó estrechar, apoyando la cara en su hombro a la vez que decía algo—. ¿Qué? —dijo él, esforzándose por reprimir toda aspereza en su voz. ¿Cómo era que las mujeres, todas las mujeres, lloraban tanto?—. No te he oído.
Ella se apartó de él y le habló entre sollozos.
—No me dejan casarme con él. ¡No me dejan casarme con Conor Carrington!
Se alejó de ella para ir a la chimenea y tomar un cigarrillo de la caja antigua, de plata, que descansaba sobre la repisa. Había sido un regalo de boda, de Sarah y de Mal.
—Dicen que no me puedo casar con él… ¡porque es protestante! —exclamó Phoebe—. ¡Dicen que no debo verlo nunca más!
El mechero estaba sin gasolina. Se palpó los bolsillos; había utilizado el último fósforo para encender la estufa. Fue a la mesita de mármol en la que descansaba el Evening Mail del día anterior y arrancó una tira del pie de la primera página, revelando un anuncio de teatro en la página siguiente. Prendió el papel en la llama del gas. Tenía el pulso bastante firme, bastante firme. El cigarrillo le supo a revenido; tenía que acordarse de renovar los de la caja.
—Bueno… —dijo Phoebe a su espalda, consternada, con indignación—. ¿Es que no piensas decir nada?
Punch y Judy, decía el anuncio, ¡La nueva comedia de éxito! ¡Últimas tres representaciones! Ay, señor Punch. ¿Se puede saber qué has hecho?
—Dime qué quieres que te diga —dijo.
—Podrías fingir que te asombra.
Ella había dejado de llorar, y se sorbió la nariz con fuerza. No es que esperase gran cosa de él, ni que le sirviera de apoyo, pero había supuesto que al menos le mostraría su simpatía. Lo estudió con una mirada de indignación. Él parecía incluso más distante que de costumbre, más alejado de todo cuanto le rodeaba. Había vivido en ese piso desde que ella alcanzaba a recordar —cuando era una niña que su madre llevaba de visita, una carabina, lo sospechaba ya entonces—, pero no parecía encontrarse en su casa más a sus anchas que entonces. Caminando descalzo, con sus hombros gigantescos y sus pies pequeños, con la ancha espalda, tenía toda la pinta de un animal salvaje, un oso tal vez, o un gorila rubio de belleza imposible, capturado mucho tiempo atrás, pero sin entender aún que estaba enjaulado.
Fue a su lado y se colocó también de espaldas a la chimenea, acodándose en la alta repisa, contra la cual estaba él apoyado. Ya no estaba embriagada —en realidad tampoco lo estaba cuando llegó, pero quiso que él lo creyera—, sólo soñolienta, y triste. Estudió la fotografía enmarcada que descansaba en la repisa.
—Tía Delia era bellísima —dijo—. ¿Tú estabas cuando…? —Quirke negó con un gesto. No la miró. Tenía un perfil, pensó ella, como el de un emperador en una moneda antigua—. Cuéntame —le apremió con dulzura.
—Tuvimos una pelea —dijo él como si tal cosa, con un punto de impaciencia—. Salí y me emborraché. Luego llegué al hospital, la tomé de la mano y ella estaba muerta. Ella estaba muerta y yo aún estaba borracho.
Ella volvió a estudiar las fotografías, todas ellas con marcos de plata, de los caros. Tocó la de los cuatro con ropa de jugar al tenis, recorriendo sus caras con la yema del dedo: su padre, Sarah, Quirke y la pobre Delia, todos ellos jóvenes, sonrientes, con aire de intrépidos.
—La verdad es que se parecían muchísimo —dijo—, ¿verdad? Incluso para ser hermanas. Mamá y tía Delia. Tus dos amores perdidos —a eso él no dijo nada y ella se encogió de hombros, haciendo un gesto con la cabeza. Se acercó a la mesilla y tomó el periódico, que fingió hojear—. Cómo no —dijo—. A ti te tiene que dar igual que no me permitan casarme con él, ¿verdad?
Arrojó el periódico y atravesó el salón hasta el sofá, sentándose y cruzando los brazos con gesto de fastidio o de enojo. Él se le acercó y clavó una rodilla en el suelo para servirle el café.
—Cuando dije que quería beber me refería a algo de verdad —dijo, y apartó la cara en un gesto de rechazo pueril. Él dejó la cafetera en la bandeja y fue a por otro cigarrillo. Arrancó otra tira del periódico —esta vez, el anuncio del teatro—, agachándose para prenderlo con la llama de la estufa.
—¿Tú te acuerdas de Christine Falls? —le dijo.
—¿De quién?
Convirtió la respuesta en una reprimenda. Seguía sin mirarlo.
—Trabajó una temporada para tu madre.
—¿Te refieres a Chrissie, la criada? ¿La que murió?
—¿Te acuerdas de ella?
—Sí —se encogió de hombros—. Creo que papá tenía debilidad por ella. Era guapa, aunque llevara la cara lavada. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Tú sabes de qué murió? —ella negó con un gesto—. De embolia pulmonar. ¿Sabes qué es eso?
En su interior, las cosas empezaban a agitarse como el fango en el fondo de un pozo. ¿Quién había enviado a esos dos matones a darle un susto? Somos un aviso, eso es lo que somos.
—¿Un atasco en los pulmones? —dijo Phoebe. Se le notaba el sueño en la voz—. ¿Tenía tuberculosis?
Subió las piernas al asiento del sofá, se recostó y apoyó la cabeza en un cojín. Suspiró.
—No —dijo Quirke—. Sucede cuando un coágulo de sangre llega al corazón. —Ah.
—El otro día vi un caso realmente notable, fíjate qué cosas. Un vejestorio, llevaba años en cama. Lo rajamos, abrimos la arteria pulmonar y allí estaba, gordo como un dedo tuyo y con sus quince centímetros de longitud, un cordón enorme de sangre coagulada —hizo una pausa, la miró y vio que se había quedado dormida tan sin avisar como sólo pueden hacerlo los jóvenes. Qué frágil y vulnerable parecía, con su jersey viejo y sus pantalones de pana. Tomó una manta que estaba doblada sobre el respaldo del sillón, junto a la chimenea, y se la echó por encima con cuidado. Sin abrir los ojos, ella respiró hondo con un estremecimiento, se frotó debajo de la nariz con un dedo, vigorosamente, y musitó algo antes de acomodarse de nuevo, arrebujándose al calorcillo de la manta.
Quirke volvió a la chimenea y se quedó de espaldas a la repisa para contemplarla de nuevo. Aunque trató de resistirlo, el pensamiento de Christine Falls y de su hija perdida volvieron a penetrar en su ánimo como la hoja de un cuchillo entre una puerta cerrada y el marco de la misma. Christine Falls y Mal, y Costigan, y Punch y Judy…
—Ojo —dijo con voz queda a la muchacha adormecida—, que la pobre Chrissie no murió de eso, ni mucho menos. Nada de embolia pulmonar. Eso es sólo lo que tu padre, que tenía debilidad por ella, anotó en su expediente.
Se acercó a la ventana en la que tenía por costumbre no cerrar jamás las cortinas. Había cesado la lluvia. Cuando acercó la cara al cristal vio una luna veloz y el vientre lívido de las nubes, iluminadas por las luces de la ciudad. Volvió a mirar a Phoebe y fue a abrir el bolso de lentejuelas que había dejado sobre la mesa. Dentro, encontró la agenda de direcciones encuadernada en piel que él le había regalado por su último cumpleaños. Pasó deprisa las páginas. Luego fue al teléfono, tomó el auricular y marcó.
Estaba aún ante la ventana cuando llegó Conor Carrington. Abrió la hoja y también a él le lanzó la llave sin darle tiempo a llamar al timbre, pues pese a estar tres plantas más abajo el señor Poole, al contrario que su esposa, tenía el oído de un murciélago. Phoebe, en el sofá, seguía durmiendo. Él había recogido sus cosas, el vestido, la braga, las medias, dejándolas en una silla frente a la estufa, para que se secaran. Tuvo que sacudirla con fuerza por el hombro antes de que se despertase, y cuando abrió los ojos lo miró atónita, aterrada, como si estuviera a punto de saltar y echar a correr.
—No pasa nada —le dijo con brusquedad—. El joven Lochinvar acude en tu rescate.
Recogió sus prendas de la silla mientras ella se enderezaba y se quedaba sentada un momento con la cabeza caída entre los hombros, antes de ponerse temblorosamente en pie. Se lamió los labios, que tenía resecos por el sueño, tomó el bulto de ropa en los brazos y dejó que él la condujera hacia el dormitorio.
Conor Carrington, notó Quirke, era el tipo de persona que siempre entra de costado por una puerta, más deslizándose que dando un paso. Era alto y sinuoso, y tenía la cara alargada y pálida, y las manos esbeltas y flexibles, blancas, de la heroína tísica de alguna de las novelas románticas más lacrimógenas de la era victoriana. O al menos así lo vio Quirke con su cínica mirada. En realidad, Quirke tuvo que reconocerlo, Carrington era un joven apuesto, aunque tirando a enteco. Por su parte, Carrington obviamente no vio a Quirke con buenos ojos, aunque también, Quirke se dio cuenta, sentía cierto nerviosismo ante él. Llevaba un abrigo tres cuartos, de tweed, sobre un traje oscuro de mil rayas que habría sido digno del hombre que ahora, al parecer, muy probablemente no iba a ser su suegro, y un sombrero elegante, que sujetaba por el ala curva con los dedos de ambas manos. Tenía todo el aire, se dijo Quirke, del hombre que aparece a regañadientes en el velatorio de alguien a quien apenas llegó a conocer. Devolvió la llave del portal a Quirke, quien también recogió su sombrero no sin percibir el titubeo con el que el joven se lo entregaba, como si temiese que no fuera a devolvérselo.
Al entrar en el cuarto de estar, de sesgo otra vez, Carrington miró en derredor con ojos inquisitivos.
—Estará lista en un momento —dijo Quirke.
Carrington asintió frunciendo unos labios inesperadamente gruesos y sonrosados. Un chico criado como un animal doméstico, de interior.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Estuvo en una fiesta, aunque no contigo, evidentemente. Tendrías que estar más atento con ella —Quirke señaló la bandeja en el suelo—. ¿Un café? ¿No? Mejor así. Se habrá enfriado. ¿Un cigarro? —el joven volvió a negar con un gesto—. Nada de vicios, ¿eh, señor Carrington? ¿O puedo llamarte Conor? Tú puedes llamarme señor Quirke.
Carrington no se quiso quitar el abrigo.
—¿Por qué ha venido aquí? —dijo con fastidio—. Tendría que haberme llamado por teléfono. Me he pasado toda la noche esperándola.
Quirke se volvió para ocultar el gesto de desagrado. ¿A qué hora tendría el hombre la costumbre de acostarse?
—Me ha dicho que no le dan permiso para casarse contigo —Carrington lo miró fijamente. Parecían ser casi de la misma estatura, uno ancho de hombros y el otro delgado, pero sólo, pensó Quirke con satisfacción, porque él estaba descalzo—. No les cae bien tu gente, mucho me temo —añadió.
A Carrington le asomó a la frente un rebrillo rosáceo.
—¿Mi gente? —dijo, y carraspeó con delicadeza.
Quirke se encogió de hombros; no vio que fuera beneficioso seguir por esa línea.
—¿Tú has planteado esa posibilidad?
Carrington tuvo que toser de nuevo, muy quedo, tapándose la boca con el puño.
—No creo que debamos mantener esta conversación, señor Quirke —dijo.
—Seguramente tienes razón —dijo Quirke, y se encogió de hombros.
Volvió Phoebe del dormitorio. Nada más verla, Conor Carrington enarcó las cejas primero y frunció el ceño después. Aún tenía el cabello revuelto por la lluvia y la toalla, y la falda del vestido se le pegaba, húmeda, a las piernas. En una mano llevaba las medias, que estaban aún agrisadas, por la mojadura, en la puntera y el talón, y en la otra llevaba sus zapatos de tacón alto, con el talón abierto. Llevaba doblados del brazo los pantalones de pana de Quirke.
—¿Tú qué estás haciendo aquí? —dijo.
Carrington le devolvió una mirada torva.
—El señor Quirke me llamó por teléfono —dijo. Le salió demasiado romo, ineficaz. Bajó la voz a un tono más ronco—. Vamos, te llevo a casa.
—¿En serio? ¿Ahora?
—Por favor, Phoebe —le dijo en un murmullo brusco y recriminatorio.
Quirke se había colocado de nuevo junto a la chimenea, y los miraba por riguroso turno, como un espectador de un partido de tenis.
—Yo que tú, chavalote, la dejaría en un taxi —le dijo—. Chez Griffin no les iba a sentar nada bien que aparcaras el descapotable a las tres de la madrugada con la formidable Honoria Glossop hecha un adefesio y cantando como una borracha a tu lado.
Phoebe le lanzó una rápida, taimada mirada de complicidad.
—Venga, Phoebe —le dijo Carrington con voz de nuevo aguda, un tanto desesperada—. Ponte los zapatos, que nos vamos.
Pero Phoebe ya se estaba calzando, sobre un solo pie, inestable, como una cigüeña, con la otra pierna cruzada y apoyada en la rodilla, haciendo visajes de incomodidad y de irritación a la vez que introducía el pie en el cuero mojado y resistente. Carrington se quitó el abrigo y se lo echó sobre los hombros. Quirke, a su pesar, se sintió conmovido por la ternura y la solicitud del gesto. ¿De dónde era Carrington? ¿De Kildare? ¿De Meath? Tierras fértiles las de aquellos parajes, herencias abundantes. Probablemente, cuando hubiera jugado a ser abogado durante cuarenta años, volvería feliz de la vida a cuidar de sus hectáreas ancestrales. Cierto, ahora aún era joven, pero eso tenía remedio con el tiempo. Quirke reparó en que Phoebe podría tomar elecciones mucho peores.
—Conor —dijo. La pareja lo miró al tiempo, dos caras jóvenes, expectantes. Quirke alzó el dedo a modo de admonición—. Deberías presentar batalla —le dijo.