10

Andy Stafford sabía que no era ni de lejos el más listo de la clase. Tampoco es que fuera el más bobo de todos, pero no era ni mucho menos un genio. Saberlo no le quitaba el sueño. De hecho, consideraba que era un tipo bastante equilibrado. Había conocido a más de uno que era todo músculo, y a uno o dos que eran todo cerebro, y tanto los unos como los otros eran un desastre. Él estaba entre un extremo y el otro, como el chiquillo que se sienta a horcajadas en mitad del columpio, pasándoselo bomba sin tener que hacer todo el esfuerzo de balancearse. Por eso no era capaz de entender cómo no se le había pasado por la cabeza, antes de mostrarse de acuerdo con Claire en adoptar a la niña, cuáles iban a ser las consecuencias que ello tendría para su propia reputación. Fue en Foley, una noche, cuando oyó por vez primera, a sus espaldas, esa risotada tan particular que iba a terminar por oír a menudo, demasiado a menudo.

Había llegado tras una noche entera y casi todo un día al volante del camión, y se había parado a tomar una cerveza antes de ir a casa, a la casa que de un tiempo a esta parte olía sobre todo a mil y una cosas de bebé. Foley estaba de bote en bote, ruidosísimo, como todos los viernes por la noche. De camino a la barra pasó por delante de una mesa donde estaban sentados cinco o seis tipos, camioneros como él, a la mayoría de los cuales conocía más o menos de vista. Uno de ellos, un tiarrón musculoso, con unas patillas como dos chuletas de cordero, que atendía por el nombre de M’Coy cuando no lo llamaban «Auténtico» —ja, ja, vaya un chiste—, dijo algo cuando él pasaba de largo, y fue en ese momento cuando oyó la risotada. Sonó por lo bajo y le sonó a sucia y le pareció dirigida a él. Le sirvieron la cerveza y se dio la vuelta; se acodó de espaldas a la barra, con el tacón de una bota apoyado en el riel de latón, oteando perezosamente el local, sin mirar a la mesa de M’Coy, aunque tampoco evitándola. Tranqui, se dijo; tú, tranquilo. Por otra parte, no conocía esa risa lo suficiente para tener total certeza de que se estaban riendo de él. Pero era a él a quien sonreía abiertamente M’Coy, y fue también a él a quien llamó:

—Hola, forastero.

—Hola, M’Coy —respondió Andy. No iba a llamarle «Auténtico», le sonaba a estupidez aun siendo un apodo, si bien el propio M’Coy se enorgullecía de él, como si de hecho le convirtiera en alguien muy especial—. ¿Qué tal va?

M’Coy dio una calada al cigarrillo y encajó la panza de bebedor contra la mesa antes de echarse hacia atrás, mirando al techo y lanzando el humo hacia arriba en forma de abanico, como si tuviera ganas de pasar un buen rato.

—Últimamente no se te ve mucho por aquí, ¿eh? —le dijo—. ¿No será que ya somos poca cosa para ti, ahora que te has ido a vivir a Fulton Street?

Tranqui, volvió a decirse Andy; tú, tranquilo, no pasa nada. Se encogió de hombros.

—Ya sabes cómo son las cosas —dijo.

M’Coy, con una sonrisa aún más amplia, lo miró de hito en hito mientras el resto de los que estaban sentados a la mesa, muy sonrientes, aguardaban lo que pudiera pasar.

—Estaba contándoles a los chicos —dijo M’Coy— que, según tengo entendido, en tu casa nueva habéis presenciado un milagro.

Andy dejó pasar un instante.

—No digas… —dijo, y suavizó el tono de voz.

Para entonces, M’Coy prácticamente se le estaba riendo a la cara.

—¿No resulta que tu señora ha tenido una criatura sin que nadie se la haya tirado? —dijo—. Para mí que eso es un milagro como la copa de un pino.

Una oleada de risas reprimidas recorrió la mesa. Andy miró al suelo con los labios fruncidos, y echó a caminar con el vaso de cerveza en la mano. Se detuvo ante M’Coy, que llevaba una camisa de leñador, a cuadros, y un peto vaquero. Andy se había quedado helado de una pieza, como si le invadiera un sudor frío, aunque tenía seca la piel. Era una sensación familiar, contenía casi algo de alegría, una especie de feliz temor que no podría haberse explicado.

—Anda con cuidado a ver qué dices, chaval —dijo.

M’Coy adoptó un aire de sorpresa inocente y levantó ambas manos.

—¿Por qué? —le dijo—. ¿Qué vas a hacerme? ¿Me vas a dar el revolcón que no le sabes dar a tu señora, o qué?

Los otros aún estaban quitándose de en medio a toda prisa cuando Andy, con un veloz giro de muñeca, arrojó la cerveza a la cara de M’Coy y con ese mismo gesto rompió el borde del vaso contra el canto de la mesa, arrimando la corona de cristales puntiagudos al cuello blando del gordo. La quietud se extendió desde la mesa como si formase rápidas ondulaciones. Una mujer rió y alguien la hizo callar bruscamente. Andy tenía en mente una clara imagen, el barman a sus espaldas que echaba mano con cautela de un bate de béisbol, habitualmente encajado sobre dos ganchos para colgar la ropa, detrás de la barra.

—Deja en paz ese vaso —dijo M’Coy dándoselas de duro, aunque en los ojos se le notaba que estaba aterrado. Andy trataba de idear algo estupendo para decírselo por toda respuesta, tal vez algo relativo a que M’Coy no parecía tan «Auténtico» en ese instante, pero desde detrás alguien le lanzó un puñetazo con torpeza, que pasó silbándole en el oído. M’Coy, al verlo momentáneamente distraído, lanzó un alarido de terror y retrocedió para alejarse de las púas de cristal. Derribó la silla y cayó de espaldas al suelo. A pesar del dolor que notaba en la oreja, Andy a punto estuvo de reírse del golpetazo que dio el hombretón con todo el cogote contra los tablones del suelo, a la vez que las suelas de sus botas salían despedidas hacia arriba. Debían de ser tres o cuatro los que estaban a sus espaldas, de modo que trató de volverse en redondo y defenderse con el vaso, pero ya lo tenían sujeto, uno por la cintura, desde atrás, mientras un segundo le echaba ambas manos a la muñeca y se la retorcía como si fuera el cuello de un pollo. Dejó caer el vaso no por el dolor, sino por miedo a rajarse él mismo. M’Coy estaba de nuevo en pie, y avanzaba hacia él con una sonrisa de comemierda embadurnada en toda la cara, el puño izquierdo cerrado y en alto. Andy tuvo una especie de vago interés al preguntarse por qué no se había dado cuenta de que M’Coy era zurdo. Los otros lo tenían bien sujeto por los brazos, de modo que M’Coy pudo apuntar a su antojo y descargarle el primer puñetazo en la boca del estómago.

Volvió en sí en un pasadizo estrecho, de cemento, que olía a cerveza agria y a meadas. Estaba tendido boca arriba, y veía una franja de cielo estrellado, con hilachas de nubes fugitivas. Notó en la boca el sabor a sangre y a vómito. Distintos dolores en otras tantas partes del cuerpo competían por llamar su atención. Había alguien inclinado encima de él, preguntándole si se encontraba bien, lo cual le pareció bastante gracioso en semejantes circunstancias, aunque decidió no arriesgarse a soltar una carcajada. Era el barman, Andy no se acordaba de su nombre; era un tipo decente, padre de familia, que mantenía el bar en orden más que nada. «¿Quieres que te llame un taxi?», le dijo. Andy dijo que no y logró incorporarse hasta quedar sentado. Tras una pausa, y con ayuda del barman, por etapas logró ponerse en pie. Dijo que tenía el camión aparcado allí delante; el barman meneó la cabeza y le dijo que era una locura pensar siquiera en conducir, que podía tener una contusión cerebral, pero él insistió en que estaba bien y en que debía irse a su casa, que su mujer estaría preocupada, y el barman —Pete, se llamaba Pete No Sé Qué, Andy acababa de acordarse— le indicó una puerta de acero al fondo del pasadizo, que daba a un callejón que, por un lateral del bar, salía a la calle, entonces desierta, y al solar del otro lado de la carretera, donde tenía el camión aparcado. El camión le pareció de pronto acusador, como un hermano mayor que lo hubiera estado esperando cuando él llegaba tarde. Le parecía tener el cerebro hinchado una talla mayor que su cráneo, y los músculos del estómago, donde M’Coy le había asestado el primer puñetazo, los tenía tensos sobre sí mismos, como un saco de puños cerrados.

Era medianoche cuando el camión entró en punto muerto por Fulton Street, hasta detenerse con un chirrido ante la casa. El piso de arriba estaba a oscuras, y sólo se adivinaba una tenue línea de luz bajo la persiana en el dormitorio de Cora Bennett. Sospechó que la solitaria Cora dormía con la luz encendida. Bajó de la cabina con el repicar de los dolores por todo el cuerpo, pero sintiendo aún la excitación de la pelea, un cosquilleo como el rescoldo de las ascuas en los nervios. El aire de la noche de otoño estaba frío y sólo llevaba puesto el cortavientos, pero aún no tenía ganas de entrar en la casa. Subió los escalones del porche arrastrando una pierna —le había caído un patadón en el tobillo— y se sentó en el balancín, con cuidado de que no se moviera y no rechinaran las cadenas: no quería que Claire bajara con su camisón y su bata a preocuparse por él, o no al menos de momento. Le dolía la cabeza, le dolía la rodilla izquierda tanto como el tobillo, tenía cortes por un lado de la boca y una muela suelta, pero en el fondo le sorprendía no haber salido peor parado. Había causado daños importantes él mismo, había largado unos cuantos puñetazos bien dados, y a M’Coy le había asestado una patada en los huevos, además de meterle a alguien el pulgar por la nariz y arrancarle la mitad justo antes de que uno de ellos, no sabía cuál, le pillara por detrás y le rompiera en toda la crisma lo que debía de ser una pata de una silla. Recostó la cabeza en el balancín y soltó un largo suspiro, sujetándose el pecho dolorido con ambas manos. Soplaba un viento a rachas, las nubes corrían por el cielo negro y brillante como la pintura, y el castaño, ahí al lado, agitaba las hojas secas como cascabeles. Lucía una luna llena que se asomaba de vez en cuando entre las nubes; parecía la cara rechoncha y sonriente de M’Coy. Un milagro, había dicho éste. Vaya un milagro. Encendió un cigarrillo.

Estaba repasándolo todo mentalmente, o pensando al menos en lo mucho que tenía que pensar, pues sencillamente no se le había ocurrido antes de esa noche que todo el mundo sabía a ciencia cierta que la niña no era suya. ¿Cómo puedes ser tan bobo? Entonces oyó abrirse la puerta del porche detrás de él. No se dio la vuelta, no se movió siquiera; siguió sentado como estaba, contemplando el cielo y las nubes, y durante un instante vio toda la escena como si estuviera fuera de ella, la calle y el viento racheado, la luz de la luna que asomaba y se ocultaba sobre el jardín, el porche en sombras, él en el balancín, dolorido, callado, quieto, y Cora Bennett a sus espaldas, de pie, con un abrigo viejo por encima del camisón, sin decir nada, alargando tan sólo la mano muy despacio para tocarle. Fue como una de esas escenas en una película, en las que todo el público sabe exactamente qué va a suceder, a pesar de lo cual contiene la respiración presa del suspense. No se encogió cuando los dedos encontraron la hinchazón en su cabeza, donde le había alcanzado la pata de la silla. En vez de sentarse a su lado en el balancín, ella se puso delante de él y se arrodilló acercando mucho la cara a la suya. Él notó el olor a sueño en su aliento, y los restos rancios del maquillaje del día. Llevaba el cabello sin recoger, suelto en hebras que colgaban como una cortina rasgada por mil sitios. Arrojó el final del cigarrillo al patio, viendo el arco rojo y espiral que trazaba.

—Estás herido —dijo ella—. Se te nota en el calor de la cara.

Le rozó con la yema de los dedos las magulladuras del mentón y la hinchazón que tenía junto a la boca. Él se lo permitió sin decir nada. Cuando ella se acercó aún más, su rostro, enmarcado por el cabello, quedó en sombras, sin que se perfilase un solo rasgo. Sus labios, frescos y secos, no se parecían en nada a los de Claire. Y cuando le besó no fue con el afán ansioso de Claire: fue como si lo besara en una ceremonia una especie de celebrante, como si algo quedara sellado con el beso.

—Mmm —dijo ella apartándose—, sabes a sangre.

Él le puso las manos sobre los hombros. Se había equivocado: no llevaba un camisón. Estaba desnuda bajo el abrigo.

Era extraño. Cora, calculaba, tendría unos diez años más que él, y en el vientre tenía marcas que a él le llevaron a pensar que alguna vez había tenido un hijo. De ser así, ¿dónde estaba el hijo, y dónde el padre de la criatura? No lo preguntó. La única fotografía que vio, en un vistoso marco de plata, sobre la mesilla, junto a la cama, era la de un perro, le pareció que un yorkshire terrier, con un lazo al cuello, sentado sobre los cuartos traseros y muy sonriente, con la lengua fuera.

—Ése es Rags —dijo ella a la vez que extendía un brazo desnudo para tomar el marco—. Dios, cómo quería yo a ese chucho.

Estaban sentados en su cama, ella apoyada contra el cabezal, desnuda, con una almohada en el regazo, él al pie, apoyado de espaldas contra la pared, en calzoncillos, bebiéndose una cerveza. Las magulladuras del tobillo y la rodilla y de toda la caja torácica iban poniéndosele moradas por momentos; no le resultaba difícil imaginar cómo tendría la cara. La única luz procedía de una lámpara apantallada que lucía en la mesilla; con esa luz, todo lo que había en la habitación parecía pender vencido, como si el dormitorio se marchitase con el calor estancado de un radiador de vapor que zumbase y traquetease bajo la ventana. Él apenas había dicho nada durante la hora que llevaba allí, y si lo dijo fue sólo en un susurro, inquieto al estar al tanto de que su esposa dormía en algún lugar muy cercano, por encima de donde estaba él. Se daba cuenta de que su nerviosismo divertía a Cora Bennett. Lo observaba con una tenue sonrisa de escepticismo, a través del humo de su propio cigarrillo. Tenía los pechos planos por la parte delantera, tan caídos como todo lo demás en el dormitorio; relucían con un color ambarino a la luz de la lámpara. Ella le había apretado la cara palpitante entre sus pechos, y una gota de su sudor se le había introducido a él en la boca, causándole una intensa quemazón en el labio reventado. Nunca había estado con una mujer tan mayor como ella. Había algo excitantemente vergonzoso en ello; había sido como acostarse con la madre de su mejor amigo, en caso de haber tenido él alguna vez un amigo de verdad. Al final, cuando remitió la enfurecida tormenta que habían desencadenado entre los dos, ella lo había acunado estrechándolo contra sí, cuidando de su cuerpo magullado y ardiente, tal como él había visto a veces que hacía Claire con la niña. No recordaba que su propia madre hubiera hecho nunca una cosa así, con tanta ternura.

Sin proponérselo, comenzó a contarle él su plan, su gran plan. Nunca lo había hablado con nadie, ni siquiera con Claire. Sentado con la espalda desnuda contra la pared del dormitorio, con la botella de cerveza entre las rodillas —la cerveza se había quedado tibia, pero él apenas se dio cuenta—, se lo expuso todo con lujo de detalles: le contó cómo iba a hacerse con un automóvil de primera clase, un Cadillac o un Lincoln, para establecer un servicio de limusina. Pediría prestado el dinero al viejo Crawford, al cual le gustaba dárselas de ser otro John D. Rockefeller, siempre dispuesto a echar una mano a los trabajadores. Estaba seguro de poder devolverle el préstamo en el plazo de un año, y haber amasado tal vez ganancias suficientes para empezar a pensar en una segunda limusina, en otro chófer. En tan sólo cinco años tendría una flotilla de coches —escribió el rótulo en el aire sobre la palma de la mano extendida: Servicio de limusinas Stafford, un transporte de ensueño— y él estaría sentado al volante de un Spyder 550 de color escarlata, rumbo al oeste. Cora Bennett atendió a todas sus explicaciones con una vaga sonrisa, que en cualquier otra circunstancia a él le hubiera hecho enloquecer. Tal vez pensara ella que todo era un simple sueño de camionero, pero había ciertas cosas de las que no sabía nada, cosas que él no le contó, por ejemplo la promesa de la Madre Superiora, que aseguró que hablaría con Josh Crawford para que él pudiera dejar los camiones y tuviera otro empleo mejor pagado. La Madre Superiora habló de un taxi, pero él nunca iba a conducir un taxi cochambroso. Con eso y con todo, tal vez la monja pudiera concertarle una cita con Josh Crawford. Estaba seguro de que así podría convencer al viejo de un modo o de otro para que le adelantase la pasta. Ninguno tenía ni idea, ni sor como-se-llamase, ni Josh Crawford, ninguno, de todo lo que sabía él de aquello que se traían entre manos con los bebés. Se imaginó en la casa de Crawford, en North Scituate, sentado a sus anchas con una taza de magnífico té en un gran salón, con palmeras y una pared acristalada, y Josh Crawford ante él, en su silla de ruedas, con una manta sobre las rodillas y el rostro ceniciento, las manos temblorosas, mientras Andy le relataba con toda la calma del mundo todo lo que había descubierto sobre el contrabando de bebés, añadiendo con aplomo que un cheque dijéramos que por diez de los grandes le sería de gran ayuda para mantener la boca bien cerrada…

Cora Bennett se había escurrido un poco en la cama, y asomó un pie por debajo de la sábana, que intentó introducir como un gusano dentro de sus calzoncillos. Él se levantó para ponerse la camisa y los pantalones. Estaba sentado al extremo de la cama, calzándose las botas, cuando ella se puso de rodillas, se adelantó y se le abrazó por la espalda, como a Claire le gustaba tanto hacer, de modo que él notó sus pechos desnudos y su vientre oprimidos contra él.

—Se hace tarde —dijo, procurando no parecer irritado, aunque lo estaba. Ella le resopló una carcajada cálida y lenta al oído, al tiempo que con ambas manos le alcanzaba la entrepierna. Tuvo que reconocer que aquella mujer era algo bien diferente. Con esa boca tan fina que tenía sabía hacer cosas muy especiales, cosas que nadie, y mucho menos Claire, le había hecho nunca. Le preguntó cuándo volvería a verle, pero él no dijo nada: sólo se volvió a besarla deprisa antes de ponerse en pie atándose la hebilla del cinturón.

—Pues hasta la vista, vaquero —dijo ella, otra vez con esa sonrisa, arrodillada en la cama, desnuda, a la luz de la lámpara, con los pechos aplanados, los pezones oscuros y brillantes como sus propias magulladuras. Vaquero le acababa de llamar. A él no pareció gustarle. Le sentó como si se estuviera riendo de él.

Salió por la puerta de delante y dio la vuelta por el lateral de la casa —algo se escabulló en las ramas frondosas del castaño— para subir las escaleras de madera y entrar por la puertaventana. Todo estaba en silencio y no había una sola luz encendida, según comprobó con alivio. Se le había metido el cansancio hasta la médula de los huesos, y la rodilla y la boca le dolían un horror. Cojeó hasta el dormitorio sin apenas hacer ruido, aunque Claire naturalmente se despertó. Se incorporó sobre un codo y escrutó las manecillas luminosas del reloj que tenía al lado.

—Es tarde —dijo—, ¿dónde estabas?

—En ninguna parte —respondió, y ella le dijo que tenía rara la voz, y cuando él no contestó ella prendió la lámpara. Cuando le vio el corte en la boca y la hinchazón en el pómulo se levantó de un salto, como si acabara de escaldarse, y se armó el lío de siempre. ¿Qué había pasado? ¿Quién se lo había hecho? ¿Fue en una pelea? Él permanecía inmóvil en medio del cuarto, con los brazos inertes y la mirada clavada en el suelo, a la espera de que ella terminase la retahíla. ¿Realmente sentían las mujeres todas esas cosas que decían, se preguntó, o era esa palabrería, los chillidos, el retorcerse las manos, tan sólo una manera de superar los primeros momentos de una crisis, mientras pensaban en lo que era necesario hacer? No tardó en sosegarse. Fue al cuarto de baño y volvió con unas bolas de algodón y un frasco de antiséptico, y agua templada en una palangana esmaltada. Le hizo tomar asiento en el lateral de la cama y comenzó a curarle con el desinfectante, que le escoció. Pensó en Cora Bennett tendida en el piso de abajo, a la luz mortecina y amarillenta de la lámpara que tenía al lado de la cama, con lo que la cólera volvió a encendérsele por dentro. Se sintió debilitado, como si hubiera permitido que le quitase algo, algo de muy dentro de sí, que nadie tendría que haber visto siquiera de lejos. Sin embargo, lo que le enojaba más no era el recuerdo de lo que habían hecho juntos en la cama, ni el modo en que pudiera haberle afectado, sino haberle contado su plan para organizar Limusinas Stafford.

—¿Qué es lo que ha pasado? —volvió a decir Claire, ya más tranquila por estar ocupada en algo—. Cuéntamelo —le dijo, y casi fue una orden—. Cuéntame el porqué de la pelea.

Estaba de pie delante de él, oprimiendo una bola de algodón húmedo contra su cara. Él percibía el calor de manta que desprendía su cuerpo. Tenía unas manos capaces, fuertes, sorprendentemente fuertes para ser una muchacha tan flaca. Se estaba sometiendo a los cuidados de una madre, comprendió, por segunda vez en una sola noche, aunque esta vez fue muy distinta, sin el menor rastro de la acalorada ternura que le mostró Cora. Claire le puso una mano en la nuca para cerciorarse de que estaba bien sentado, quieto, y le apretó la hinchazón y él se encogió ante el dolor. De pronto se le ocurrió de sopetón que no había sido uno de los compinches de M’Coy el que le asestó el golpe en toda la cabeza con la pata de la silla, sino que había sido el barman, Pete, el cabronazo del barman con su bate de béisbol. Lo recordó en el pasadizo, un irlandés pequeñajo que se las daba de duro, con nariz de boxeador, inclinado encima de él y preguntándole si se encontraba bien. Naturalmente: tenía que haber sido él. Era de cajón que se pusiera de parte de M’Coy y de los demás. Andy cerró los puños sobre las rodillas. Esa traición, sin saber por qué, fue lo que más le encolerizó en esos momentos, más incluso de lo que estuvo cuando rompió el vaso de cerveza y se lo arrimó a M’Coy al cuello. Era capaz de ver a Pete, el pequeño cabronazo, salir de detrás de la barra y adoptar la actitud de un bateador, levantando el bate con ambas manos, a la espera del momento oportuno para darle un buen golpe en toda la cabeza. En fin, ya se llevaría la suya el muy mamón de Pete: cualquier noche, después de la hora de cierre, cuando saliera por esa portezuela de acero que daba al callejón, camino de su casa, de su mujercita irlandesa y sus irlandeses renacuajos, allí estaría Andy, esperándolo, con una buena palanqueta…

Claire se retiró de la frente el algodón y se acercó para mirarle bien la cara.

—¿Qué ha pasado, Andy? —dijo—. ¿Qué ha sido?

Se puso en pie rápidamente, con una roja llamarada de dolor en las tripas, y la apartó de delante para cojear hasta la ventana.

—¿Qué ha sido? —repitió con una risotada enfurecida—. ¿Tú me preguntas qué ha sido? ¡La mitad del maldito Boston riéndose a mis espaldas! ¡Eso es lo que ha sido! ¿Te enteras? Andy Stafford, el pobre gilipollas al que no se le levanta.

A Claire se le escapó un gritito.

—Pero eso… —no supo cómo seguir—. ¿Cómo pueden decir una cosa así?

Él miró el castaño que temblaba al viento, lo miró sin verlo, cegado de ira. Ella lo sabía, él se dio cuenta por su tono de voz; ella sabía lo que se decía por ahí de él, lo había sabido en todo momento, desde el principio supo cómo iba a ser, cómo iban a hablar todos a su espalda, cómo iban a distorsionarlo, cómo se le iban a reír incluso a la cara, y no se lo advirtió. A pesar de toda la cólera que le embargaba, una parte de él seguía estando fría como el hielo, como si se hallase a un lado, calculando, juzgando, pensando qué hacer a continuación. Él siempre había sido así: primero la rabia, luego la sensación de frialdad. Volvió a pensar en Cora Bennett y una nueva ola de cólera y de resentimiento lo envolvió: resentimiento hacia Cora, hacia Claire, hacia la niña, hacia esa casa, hacia el sur de Boston, hacia su trabajo, remontándose por el camino hasta Wilmington y la vida de perros que llevaba con su familia, con su viejo, que era poco más que un pordiosero, y su madre, con un delantal marrón como el de Cora Bennett, pero con un pestazo hediondo a alcohol barato y a cigarrillos mentolados a las nueve de la mañana. Ganas tuvo de atravesar de un puñetazo el cristal de la ventana, y casi llegó a sentir cómo se hacía astillas el cristal, rajándole la carne, abriéndole el brazo hasta el hueso blanco y pelado.

Claire quedó tan callada a su espalda que casi olvidó que seguía allí. Habló entonces con esa voz de niña chica que a él le daba dentera.

—Podríamos probar de nuevo. Podría ir a ver a otro médico y…

—Otro médico te diría lo mismo que te dijo aquél —siguió delante de la ventana. Rió con amargura, una risa seca—. Igual debería colgarme un cartel del cuello: ¡Eh, que no soy yo! ¡Yo no soy el inútil!

La oyó respirar hondo, y se alegró.

—Lo lamento —dijo ella con un hilillo de voz.

—Ya —dijo él—. Yo también lo lamento. Lamento haber dejado que me convencieras para traernos a esa niña. Además, ¿de quién es? De cualquier furcia irlandesa, seguro.

—Andy, no… —se le acercó y se puso detrás de él, y alzó una mano para masajearle la base del cuello, como a veces le dejaba él que hiciera. Esta vez retiró la cabeza con brusquedad y acto seguido lo sintió, pero sólo por el dolor, que le produjo una sensación líquida, como si tuviera el cráneo lleno parcialmente de algo viscoso, aceitoso, que se bamboleaba dentro del recipiente de manera nauseabunda con cada movimiento que hiciera. Pasó un coche por la calle muy despacio, sólo con los faros de cruce. Un Studebaker verde claro, parecía, con el techo blanco. ¿Quién iría conduciendo por esa calle a las cuatro de la madrugada?—. Ven a la cama —le dijo Claire con blandura, la voz empañada por el cansancio, y él se dio la vuelta, de pronto agotado, siguiéndola con mansedumbre. Según se quitaba la camisa se preguntó si notaría ella el olor de Cora Bennett en él, y se dio cuenta de que no le importaba. Le daba exactamente igual.