Era sábado, mediada la tarde, y Quirke se preguntaba si no le convendría encontrar otra taberna en la que sentarse a beber. Un vendaval propio de octubre se había desatado por las calles, de modo que se refugió en McGonagle con los cuellos subidos y el periódico bajo el brazo. El local estaba casi desierto, aunque tan pronto se acomodó apareció Davy en la barra para pasarle un vaso de whisky que no le vio servir.
—Cortesía del caballero del traje azul —dijo, señalando con el pulgar hacia su espalda, hacia el otro extremo de la barra, arrugando la nariz con gesto de escepticismo. Quirke estiró el cuello para mirar hacia la puerta, y allí lo vio, encaramado sobre un solo muslo en un taburete: gastaba traje de un azul metálico, reluciente, gafas de concha, el cabello peinado hacia atrás, dejando a la vista una frente abultada. Levantó su vaso mirando a Quirke a modo de saludo sin palabras y sonrió con los dientes inferiores al descubierto. Le resultó vagamente familiar, aunque ¿de dónde? Quirke contrajo el cuello y se sentó con las manos sobre las rodillas, contemplando el whisky como si esperase que de súbito se formase una capa de espuma y que se desbordase entre remolinos de humo maloliente.
Al cabo de un momento, el del traje azul se le había acercado.
—Señor Quirke —dijo, tendiéndole la mano—, soy Costigan —Quirke estrechó de mala gana la mano que le tendía, una mano cuadrada, de dedos cortos, ligeramente humedecida—. Nos conocimos en casa de los Griffin, el día de la fiesta en honor del juez. ¿Recuerda el día en que se anunció el honor que le había otorgado el Papa? —señaló el asiento libre al lado de Quirke—. ¿Le molesta si…?
En cierto modo había sido una coincidencia: Quirke había estado pensando en Sarah, en su rostro como el de Ofelia, flotando en el agua, pálido y sin embargo insistente en medio de las páginas del periódico y la consabida retahíla de presuntas noticias desagradables: que si los yanquis habían hecho pruebas con una bomba más potente y mejor, que si los rojos hacían ruido de sables herrumbrosos… Aún estaba preguntándose por qué habría ido ella realmente a verle al hospital y qué era lo que en verdad quería de él. Daba la impresión de que todo el mundo le pedía siempre alguna cosa, y que eran siempre aquellas cosas que no estaba en su mano dar a nadie. Él no era el hombre por el cual lo habían tomado ni Sarah, ni Phoebe, ni siquiera la pobre Dolly Moran. No estaba en su mano ayudarlas.
A menudo recordaba la primera autopsia que practicó sin supervisión de nadie. Trabajaba en aquellos tiempos con Thorndyke, el anatomopatólogo estatal, que ya estaba bastante gagá por entonces, y aquel día llamaron a Quirke sin darle tiempo apenas de reaccionar, para ocupar el puesto del anciano. El cadáver era el de un anticuado caballero de gran tamaño y sienes plateadas, que había muerto cuando el coche en el que viajaba como pasajero patinó en el hielo y se precipitó a la cuneta. Tras un día de excursión, su hija lo llevaba de regreso a la residencia de ancianos en la que vivía; también ella era una mujer de edad avanzada, y había conducido por lo visto con cautela, sabedora de que había helado, si bien perdió el control del vehículo cuando comenzó a deslizarse sin sobresaltos sobre el hielo. Ella había salido ilesa del accidente, el coche apenas tenía daños, pero el anciano había fallecido en el acto, como dirían los periódicos —¿y quién es capaz de precisar, se preguntaba Quirke a menudo, cuánto dura ese instante para el que muere en su transcurso?—, debido a un ataque cardiaco, tal como pudo dictaminar Quirke con bastante rapidez. Cuando el ayudante de la sala de disección comenzó a desnudar el cadáver con la destreza de costumbre, sin miramientos, del bolsillo del chaleco resbaló un viejo y hermoso reloj de leontina, un Elgin, con cifras romanas y manecilla adicional sobre una esfera adornada con incrustaciones. Se había parado a las cinco y veintitrés exactamente, el momento, Quirke estaba convencido, en que también se paró el corazón del anciano, como si el corazón y el reloj hubieran renunciado a su espíritu juntos, al unísono. Igual le había ocurrido a él, creía, cuando murió Delia: un instrumento que llevaba en el pecho, el instrumento que le había mantenido en marcha, sincronizado con el resto del mundo, se detuvo de pronto y nunca más volvió a funcionar.
—Bonito día fue aquél —estaba diciendo Costigan—. Todos nos alegramos tanto por el juez… Nos alegramos y nos enorgullecimos, claro está. Un título nobiliario otorgado por el Papa, nada menos. Es un honor que muy pocas veces se concede. Yo también soy caballero… —se señaló un alfiler que llevaba prendido en la solapa, en forma de cayado de oro entrelazado en una P de oro también—. Aunque de una orden más humilde, claro está —hizo una pausa—. ¿Nunca ha pensado usted en ser uno de nosotros, señor Quirke? Me refiero a los Caballeros de St. Patrick. Estoy seguro de que ya se lo habrán propuesto. Malachy Griffin es uno de nosotros.
Quirke no dijo nada. Se encontraba fascinado, hipnotizado casi, por la mirada firme, omnívora, que le dedicaba Costigan con sus ojos ampliados, suspensos como dos seres del fondo del mar tras las lentes de pecera de sus gafas.
—Son gente maravillosa los Griffin —siguió diciendo Costigan, haciendo caso omiso del silencio de Quirke, de su mirada de resistencia—. Claro es que usted ha sido de la familia debido a su matrimonio, ¿no es cierto?
Aguardó.
—Mi esposa era la hermana de Sarah… y de la señora Griffin.
Costigan asintió, asumiendo entonces una expresión de solemnidad untuosa.
—Y falleció —dijo—. De sobreparto, ¿no es cierto? Qué triste debe de ser una cosa así. Tuvo que ser muy duro para usted.
Quirke volvió a vacilar. Esos ojos submarinos parecían seguir uno a uno todos sus pensamientos.
—Fue hace ya mucho tiempo —dijo en tono neutro.
Costigan asintió de nuevo.
—Con todo y con eso, una pérdida muy dura —dijo—. Supongo que la única manera de sobrellevar un golpe tan terrible tiene que ser olvidarlo por todos los medios, quitárselo de la cabeza al precio que sea. No es nada fácil, desde luego que no. Una mujer aún joven, un hijo muerto. Pero la vida sigue, ¿verdad que ha de seguir, señor Quirke? —se tenía la sensación de que algo oscuro y de gran tamaño se agitase sin hacer ruido entre ambos, en el reducido espacio que ocupaban. Costigan señaló el vaso de whisky—. No ha tocado usted su vaso —se miró otro alfiler de solapa en el que se proclamaba Pionero de la Asociación por la Abstinencia Total—. Yo soy estrictamente abstemio.
Quirke se recostó en el banco en que estaba sentado. Davy, el camarero, secaba un vaso en la barra, procurando pegar la oreja.
—¿Qué es exactamente lo que pretende decirme, señor…? —dijo Quirke—. ¿Cómo dijo que se llamaba?
Costigan no hizo caso de la segunda pregunta, sonriendo con tolerancia, como si hubiera sido una añagaza infantil.
—Le estoy diciendo, señor Quirke —dijo con blandura—, que algunas cosas es mejor olvidarlas del todo, dejarlas como están.
Quirke notó que se le acaloraba la frente. Dobló el periódico, se lo introdujo bajo el brazo y se levantó. Costigan lo miró con aparente interés e incluso como si le hiciera gracia.
—Gracias por la copa —dijo Quirke. El whisky seguía intacto en el vaso. Costigan asintió de nuevo, esta vez vigorosamente, como si se hubiera dicho algo que requiriese de su aquiescencia. Siguió sentado. Quirke, de pie a su lado, tuvo la extraña sensación de que era él quien se hallaba en un plano inferior.
—Buena suerte, señor Quirke —dijo Costigan con una sonrisa—. Seguro que volveremos a vernos.
En Grafton Street soplaba el viento racheado con más fuerza que nunca, y los viandantes que iban de compras, aprovechando el sábado por la tarde, empezaban a apresurarse para volver a casa con la cabeza gacha. Quirke tuvo conciencia de que el corazón le latía más deprisa, y notó en el pecho una sensación espesa, acalorada, que no era miedo exactamente, aunque sí una alarma incipiente, como si la isleta vacía y lisa en la que había estado felizmente plantado acabara de sufrir un zarandeo preliminar, y a punto estuviera de revelar que no era tierra firme, sino el dorso jorobado de una ballena.