8

Sarah detestaba el olor de los hospitales, que le traía a la memoria un intenso recuerdo de una operación de amígdalas que se le practicó cuando era niña. Era un olor que percibía incluso en la ropa de Mal, una mezcla de éter y desinfectante y lo que ella creía que sin duda eran vendas, un olor que no desaparecía por más que llevase al tinte la ropa de su marido. Nunca se había quejado, no había llegado a comentarlo siquiera —no sería de recibo que la mujer de un médico reconociera que le desagradaba el olor característico de la medicina—, aunque él tenía que haberla visto en una o dos ocasiones arrugando la nariz, ya que de un tiempo a esta parte desaparecía en la primera planta para cambiarse de ropa en cuanto llegaba a casa del trabajo. Pobre Mal, empeñado en cuidar de todos, en velar por todos, sin que nadie le diera las gracias. No obstante, el lado del armario que a él correspondía para ella apestaba a ese instante de su niñez, un instante de terror, de dolor, a merced del bisturí del médico.

Cuando llegó a la recepción del Hospital de la Sagrada Familia con los guantes en la mano, el olor le dio de lleno, y le pareció tan fuerte que por un momento dio en pensar que iba a tener que darse la vuelta y salir a la calle. Se armó de valor y caminó hasta el mostrador, hasta la temible señora —¿cómo se le podía ocurrir a nadie llevar unas gafas de montura rosa palo, traslúcidas?—, a la que preguntó si el doctor Quirke podía recibirla.

—El señor Quirke, ¿verdad? —le espetó la mujer con pinta de dragón. Sarah sabía perfectamente que había que preguntar por el señor; le estaba bien empleado por dar por supuesto, con evidente condescendencia, que no la entendería si no preguntase por el doctor. Nunca llegaría a aprenderse las reglas, jamás.

Se sentó en uno de los duros bancos corridos, junto a la pared, y esperó. Quirke le había dicho a la mujer dragón que le dijera que subiría enseguida. Contempló la habitual procesión de tullidos y lisiados, de lesionados en accidentes, de niños vendados, de ancianos con cara de pasmo, de futuras madres que a duras penas avanzaban siguiendo la estela de sus barrigas enormes, víctimas ya de los abusos del nonato. Se preguntó cómo era capaz Mal de hacer frente a esas mujeres día a día, año tras año. Al menos, los clientes de Quirke estaban oportunamente muertos. Se reconvino: sus pensamientos eran todos de una desolación sin paliativos últimamente.

Quirke apareció con una bata verde sin abotonar. Pidió disculpas por el retraso; tenía a uno de sus ayudantes de baja, su departamento era el caos. Ella dijo que no tenía importancia, que podría volver en cualquier otro momento, si bien se preguntó en secreto cómo era concebible que hubiera ninguna urgencia en su trabajo: los muertos a buen seguro habían de seguir estando bien muertos, ¿no? No, él estaba diciendo que no, que se quedara, que no valía la pena hacer el trayecto en balde. Lo vio preguntarse por qué habría ido a verle. Quirke siempre había sido muy calculador.

Tomaron asiento ante una mesa forrada de plástico, junto a una ventana polvorienta, en la cantina del hospital. En el extremo donde se servían las consumiciones había un mostrador con varios contenedores de té y con vitrinas en las que había sándwiches triangulares con las puntas reviradas, y paquetes de galletas en miniatura, y lo que se llamaba, ella pensó que con descarnada precisión, bollos de piedra. Cuando Quirke fue a buscar una taza de té para cada uno, ella se preguntó sin proponérselo por qué eran los hospitales sitios tan desastrados, sórdidos, tan uniformemente deprimentes. La ventana, junto a la mesa en la que estaba sentada, daba a una edificación de ladrillos del color de la sangre reseca, en cuyo tejado plano, aparentemente hecho de asfalto, asomaba en una esquina una chimenea torcida, con caperuza, de la cual se derramaba el humo hacia un lado, aplastado por el recio viento de octubre. Sin que fuera su deseo, especuló sobre aquellas sustancias que en un hospital pudieran precisar de una quema que produjera un humo tan denso y tan negro. Volvió Quirke trayendo en cada mano una taza de té azucarado, con leche, que ella supo que no iba a ser capaz de tomarse. Volvió a notar que la invadía una sensación de flojera cada vez más familiar, una sensación de ligereza, como si flotase y se saliera, librándose de sí misma. ¿A esa sensación se referían en los libros antiguos cuando hablaban de los vapores? Se preguntó si debería preocuparse por su salud. ¿Y no sería la muerte, se dijo, una solución a muchísimas cosas? Sin embargo, no dio en imaginar que realmente pudiera desasirse con tanta facilidad, escapar tan pronto.

—Bien —dijo Quirke—, supongo que se trata de Mal.

Ella le miró inquisitivamente. ¿Cuánto sabía él? Quiso preguntárselo, quiso con toda el alma preguntárselo, pero no fue capaz de pronunciar una a una las palabras. ¿Y si supiera más que ella? ¿Y si estuviera al tanto de cosas más terribles de las que habían llegado a su conocimiento? Trató de concentrarse, de sujetar y poner en orden sus pensamientos aventados. ¿Qué le había preguntado? Sí, en efecto; se trataba de Mal, ésa era la razón de su visita. Decidió no hacer caso.

—Phoebe —dijo— se quiere casar con ese joven —tocó el asa de la taza con las yemas de los dedos; le pareció levemente pringosa—. Es imposible, por supuesto.

Quirke frunció el ceño, y ella vio que reacomodaba sus pensamientos, sus estrategias: así pues, Phoebe, no Mal.

—¿Imposible?

Ella asintió.

—Y no hará falta que te diga que es imposible hablar con ella.

—Dile que adelante, dile que lo haga —dijo él—. Dile que estás a favor. Casi con toda seguridad que eso bastará para disuadirla.

Ella pensó que lo mejor era hacer caso omiso también de eso.

—¿Tú estarías dispuesto a hablar con ella?

Se recostó en la silla y alzó la cabeza para mirarla despacio por el lateral de la nariz aplastada, asintiendo de manera imperceptible, con cara de pocos amigos.

—Ya entiendo —dijo—. Pretendes convencerme de que convenza a Phoebe de que deje a su inoportuno novio.

—Es que es muy joven todavía, Quirke.

—También lo éramos nosotros.

—Tiene toda la vida por delante.

—También la teníamos nosotros.

—Sí —dijo ella, y se adelantó de golpe—, ¡y mira qué errores hemos cometido! —la ferocidad del tono desapareció tan rápido como había surgido—. Además, no saldría bien. Ya se asegurarían ellos de eso.

Quirke enarcó una ceja.

—¿Ellos? ¿Te refieres a Mal? ¿De veras querría él hacer trizas la felicidad de su hija?

Ella meneó la cabeza antes de que él terminase de hablar, con los ojos bajos.

—No lo entiendes, Quirke. Hay todo un mundo. Ni tú ni nadie puede ganar si todo un mundo está en su contra. Eso lo sé mejor que nadie.

Quirke miró por la ventana. Las nubes del color de la tinta aguada rodaban por el horizonte. Llovería. Calló un momento, estudiándola con los ojos entornados. Ella apartó la mirada.

—Sarah, ¿qué es lo que sucede? —dijo.

—¿Cómo? —ella trató de mostrarse desenvuelta, ofendida incluso—. ¿Qué quieres decir?

Él no estuvo dispuesto a dejarla salirse por la tangente. Le pareció que era la presa acosada por un único, implacable, inmenso sabueso.

—Algo ha sucedido —dijo—. ¿Es que Mal y tú…?

—No quiero hablar de Mal —dijo ella tan deprisa que podría no haber sido una frase, sino una sola palabra. Extendió la mano sobre la mesa, junto a los guantes, y los miró—. Además, está mi padre —dijo. Aguardó. Seguía mirándose las manos con el ceño fruncido, como si de pronto le fascinaran—. Ha amenazado con desheredarla.

A Quirke le entraron ganas de reír. El testamento del viejo Crawford, nada menos. ¿Qué estaría por suceder? Tuvo entonces una súbita y clarísima visión, inquietante, de un Wilkins con su habitual cara de caballo, esperándole en el laboratorio; Sinclair habría sufrido uno de sus estratégicos brotes de gripe, y se estremeció al entrever de ese modo el mundo de los muertos, su propio mundo.

—¿Qué pasa con el juez? —dijo—. ¿Por qué no le pides a él que hable con Phoebe, o con Mal, o tal vez también con tu padre? A buen seguro que sabrá cómo meterlos a todos en cintura, cómo resolver la situación —ella lo miró compasivamente—. Tiene que haber una solución —dijo él—, de un modo u otro. Te lo volveré a decir: dile que se case si quiere, aprémiala a que se case. Me juego cualquier cosa a que entonces mandará a Bertie Wooster a donde pican las gallinas.

Sarah no sonreía.

—No quiero que Phoebe se ate en un matrimonio a tan temprana edad —dijo.

Él rió con incredulidad.

—¿A tan temprana edad? No me vengas con ésas. Pensé que el problema estaba en que Carrington es protestante.

Ella volvía a negar con la cabeza, sin levantar de la mesa la mirada.

—Todo está cambiando —dijo—. En el futuro será distinto.

—Desde luego. De aquí a que pasen cien años, la vida será muy bella.

Ella meneó la cabeza con terquedad.

—Será distinto en el futuro —dijo de nuevo—. Las chicas de la generación de Phoebe tendrán una oportunidad de huir, de ser ellas mismas, de —rió avergonzada por lo que estaba a punto de decir—… ¡de vivir su vida! —alzó los ojos para mirarlo y encogió sólo un hombro, avergonzada—. Ojalá hablaras con ella, Quirke.

Él se adelantó sobre la mesa con tal brusquedad que los guantes parecieron encogerse y alejarse de él, aferrándose el uno al otro. Qué vivos parecían, pensó Sarah, para ser un par de guantes negros, de piel. Como si una tercera persona, por lo demás invisible, estuviera sentada a la mesa y se frotara las manos con gesto nervioso.

—Escucha —le dijo él con impaciencia—. No tengo tiempo que perder con ese hijo de papá en el que Phoebe ha puesto su afecto. Si está resuelta a casarse con él, que tenga mucha suerte —ella quiso protestar, pero él levantó una mano para hacerla callar—. De todos modos, si vas a pedirme que hable con ella y que lo haga por ti, no por Mal, ni por tu padre, ni por nadie, sino sólo por ti, en ese caso lo haré.

En el silencio que siguió oyeron el repicar de las primeras gotas de lluvia contra el cristal de la ventana. Ella suspiró, se puso en pie y recogió los guantes, suprimiendo a ese invisible y angustiado ser que compartía sus preocupaciones.

—Bueno —dijo como si hablara sólo para sí—, yo lo he intentado —sonrió—. Gracias por el té —las dos tazas seguían intactas, una finísima capa de espuma sucia flotaba sobre la superficie temblorosa del líquido gris—. He de irme.

—Pídemelo —dijo Quirke.

No se había puesto en pie. Estaba sentado de lado, preparado para levantarse, tenso, una mano sobre el respaldo de la silla y la otra sobre la superficie pegajosa de la mesa. ¿Cómo podía ser tan cruel, jugando siempre así con ella?

—Sabes que no puedo —dijo ella.

—¿Por qué no?

Ella soltó una risa exasperada.

—Porque entonces estaría en deuda contigo.

—No.

—¡Sí! —dijo ella con la misma vehemencia que él—. Hazlo, Quirke. Hazlo por Phoebe, por su felicidad.

—No —volvió a decir él como si tal cosa—. Si acaso, lo haré por ti.