7

Lo que de veras quería Andy era un coche. No un coche cualquiera, de los que terminaban de montar los lunes lluviosos en Detroit los negros resacosos de alcohol barato. No. Él había puesto todo su afán en un Porsche. Sabía exactamente qué modelo quería, un Spyder 550 cupé. Había visto uno cerca del parque, adonde lo había arrastrado Claire con la niña un día a dar un paseo. A decir verdad, antes de verlo lo oyó, un rugido grave y sordo que durante un momento espeluznante convirtió el parque en la sabana, y los robles en palmeras. Se dio la vuelta con todo el instinto erizado, y allí estaba la bestia, palpitante frente a un semáforo rojo, en el cruce de Beacon Hill y Charles Street. Era pequeño para armar semejante ruido, de un escarlata caramelo, con unos neumáticos de casi medio metro de ancho, y tan bajo de perfil, tan pegado al suelo, que era digno de preguntarse cómo podía una persona de tamaño normal sentarse al volante. Llevaba la capota abierta; más adelante, pensando en su tranquilidad de espíritu, se dijo que ojalá la hubiera llevado cerrada. Conducía un tipo normal y corriente de Boston, dándoselas de ser, eso sí, uno de esos ingleses de anuncio de revista, con el pelo peinado con gomina y bastante amariconado, con una chaqueta azul, cruzada, con dos hileras de botones dorados y un pañuelo de color dorado, suelto, por dentro del cuello de la camisa blanca de sport. Lo malo fue que la chica que iba a su lado era para caerse de espaldas. Tenía una especie de perfil aindiado, de pómulos altos y una nariz que bajaba en línea recta desde la frente. Pero no tenía ni un pelo de india, era puritita clase alta bostoniana, con la piel de color miel, y los ojos grandes, azules, separados, una boca roja y cruel del mismo tono que la pintura del coche y una abundante melena rubia, que se apartaba hacia un lado, desde la frente, con un brazo esbelto y pálido, gesto con el cual dejó ver a Andy un solo instante la delicada sombra azulada de su axila depilada. Ella notó la avidez con que él la miraba y le dedicó una mirada divertida, burlona, distante, que vino a decirle: Eh, guaperas, tú hazte con una educación universitaria, un papaíto rico de verdad y unos ingresos de unos doscientos mil al año, además de un coche como éste, y ¿quién sabe? A lo mejor, una chica como yo se deja que la invites a un Manhattan una de estas noches en el Ritz-Carlton.

Ese sábado había ido a Cambridge, a un sitio de compraventa de vehículos usados, en donde tenían un Porsche en oferta. No era un Spyder, sino un 365. Tenía muy buena pinta, abrillantado como un escarabajo negro y reluciente, aparcado en medio de una flotilla de armatostes con mucho cromado postizo, de lo mejorcito de Estados Unidos, pero le bastó pasar dos minutos con la cabeza dentro del capó para saber que no valía nada, que alguien le había arrancado el corazón a acelerón limpio, y que probablemente había sufrido un accidente de cierta consideración. Por otra parte, ¿a quién pensaba que estaba engañando? No tenía pasta para comprárselo, no la tendría ni aunque se lo ofrecieran por la décima parte del precio que marcaba. El viaje hasta la otra orilla del río le había costado dos trayectos en autobús, más otros dos de vuelta, y se encontraba en casa y sin ningunas ganas de recibir visitas.

Cuando dobló por Fulton Street, con los pies doloridos y un cabreo de cuidado, vio un Olds aparcado en el bordillo, ante la casa. No era un Porsche, pero era grande y era nuevo y era brillante, y nunca lo había visto con anterioridad. Lo estaba estudiando con ojos de experto cuando Claire apareció por el lateral de la casa con un cura pelirrojo que llevaba el sombrero en la mano. Andy no supo por qué se había fijado antes que nada en el sombrero, pero fue, de todo el cura, lo que menos gracia le hizo: era un sombrero hongo, negro, normal y corriente, pero algo había en su manera de llevarlo, sujetándolo por la copa, igual que un obispo o un cardenal que llevara uno de esos tiestos de cuatro esquinas que gastaban al decir misa, no acertó a acordarse del nombre, aunque tenía un nombre de pistola, italiano tal vez, aunque tampoco recordó el nombre de la pistola, todo lo cual le sirvió sólo para sentirse más irritado aún. A Andy no le caían bien los curas. Sus padres habían sido católicos, más o menos; por Pascua, su madre se abstenía de darle a la ginebra de día y lo llevaba junto con los demás chiquillos, en autobús, hasta Baltimore, a oír misa mayor en la catedral de Santa María la Reina. Había aborrecido aquellas excursiones, el aburrimiento en el Greyhound, los bocadillos de mortadela que eran cuanto iban a comer hasta regresar a casa por la noche, y el gentío sobre todo de irlandeses de chichinabo, gordinflones que apestaban a panceta y a col, además de los tíos medio locos que cantaban a voz en cuello y gemían ante el altar, con aquellos extraños ropajes que parecían hechos de metal, de algo de plata, o de oro tal vez, con letras de color púrpura y cruces y cayados de pastor recamados a la espalda y en el pecho, y tal hedor a santurronería que a uno le daban ganas de vomitar y de murmurar a la vez que se hacían las preces en latín, de las cuales no entendían ni papa. No, Andy Stafford no tenía ningún aprecio por los curas.

Éste resultó llamarse Harkins, y era irlandés por los cuatro costados, hasta las raíces de su grasiento pelo rojizo. A Andy le estrechó la mano a la vez que lo miraba de reojo, todo sonrisillas y dientes manchados, aunque tenía unos ojos pequeños y verdosos, tirando a amarillos, aguzados como los de un gato.

—Encantado de conocerte, Andy —dijo—. Claire me estaba hablando de ti —¿así que ella le estaba hablando de él? Vaya, vaya. Andy trató de mirarla a los ojos, pero ella no le quitaba el ojo de encima al irlandés—. Pasaba por aquí —siguió diciendo Harkins—, y me pareció buena idea haceros una visita.

—Claro —dijo Andy. Si la visita había sido tan casual, ¿cómo era que Claire se había puesto su mejor vestido verde, además de haberse acicalado?

—La niña va a recibir una bendición especial del Santo Padre —dijo Claire con evidente alborozo. Aún le costaba trabajo mirarle a él a los ojos. ¿Con qué le había estado calentando la cabeza el capellán?

—Así que piensa llevársela a Italia, no me diga más —dijo Andy a Harkins, el cual se echó a reír con un brillo intenso en sus ojos verdes.

—Más bien será cosa de que Mahoma venga a la montaña —dijo—, aunque no estoy muy seguro de que al arzobispo le hiciera gracia la comparación. Su Eminencia dispensará la bendición en el nombre del Papa —Andy a punto estaba de decir algo, pero el cura se volvió hacia Claire y lo dejó con un palmo de narices, dándole a entender que ésa era su intención—. Es mejor que no pierda el tiempo —dijo—, pues aún me quedan algunas visitas por hacer.

—Gracias por venir, padre —dijo Claire.

Harkins se dirigió al coche, abrió la puerta y arrojó el sombrero al asiento del copiloto antes de sentarse al volante.

—Dios los bendiga —dijo, y a Andy—: ¡Siga con las buenas obras! —a saber qué quiso decir con eso. Cerró de un portazo y arrancó el motor. Sólo tenía seis cilindros, como detectó Andy con satisfacción.

Al alejarse el automóvil del bordillo —quemando aceite, a juzgar por el humo del tubo de escape—, Harkins alzó una mano del volante e hizo un veloz gesto con los dedos, como si dibujara algo en el aire: ¿había sido eso una bendición? El arzobispo tendría que hacerlo algo mejor.

Andy se volvió a Claire.

—¿Qué quería?

Ella aún estaba despidiéndose, ondeando la mano. Se estremeció, pues hacía un día nublado, frío.

—La verdad es que no lo sé —respondió—. Supongo que sor Stephanus le habrá pedido que venga a visitarnos.

—No se fía de nosotros, ¿eh?

Ella reparó en lo que él estaba diciendo —¡la verdad era que estaba celoso de todo y de todos!—, y suspiró y lo miró.

—Andy, que es un cura. Sólo ha venido a hacernos una visita.

—Bueno, pues esperemos que no le dé por venir a visitarnos muy a menudo. No me gusta que los curas pululen por la casa. Mi madre siempre decía que traían mala suerte.

No eran pocas las cosas que Claire podría decir de la madre de Andy, con sólo atreverse.

Dieron la vuelta por el lateral y subieron la escalera de madera. Claire le dijo que la señora Bennett había salido.

—Llamó por ver si necesitaba alguna cosa de la tienda —sonrió por encima del hombro con cara de tomarle el pelo—. Estoy segura de que contaba con verte a ti, claro.

Él no dijo nada. Había estado pendiente de Cora Bennett. No era una belleza, con la cara huesuda y la boca malhumorada, pero tenía un tipo atractivo por debajo del delantal que nunca parecía quitarse, y una mirada hambrienta. Él había dejado caer algunas insinuaciones para hacerse una idea de cuál era el paradero del señor Bennett, pero no obtuvo respuesta. Seguramente la había abandonado; de haber estado muerto era muy probable que ella lo hubiese dicho, pues a las viudas solía agradarles mostrar un gran cariño, o un cariño bien visible, por sus difuntos esposos, según había comprobado Andy, al menos hasta que no apareciera alguien con pinta de ser serio candidato a ocupar el lugar del venerado.

Ya en la casa entró en la cocina, deseoso de saber qué había para la jala. Claire le dijo que aún no lo había pensado, que la visita del padre Harkins no le había dejado tiempo para nada. Además, pensó, ojalá dijera él «la comida», que es lo que dice cualquiera a mediodía, y no «la jala», que sonaba a clase baja.

—Querrás decir que suena irlandés —dijo él por encima del hombro, abriendo la puerta de un armario y cerrándola con fuerza.

—No, no es eso lo que he querido decir, y lo sabes de sobra —Claire se había criado en un pueblo al sur de Boston, con verjas de madera y casas pintadas de blanco, con una iglesia también blanca, con su torre sobresaliendo entre las copas de los arces, todo lo cual parecía otorgarle el derecho, pensaba ella, a darse aires de Nueva Inglaterra, aunque él sabía muy bien cuál era su procedencia: una familia de granjeros oriundos de Alemania, dedicados a la cría de ganado porcino, que habían perdido sus escasas tierras cuando vinieron tiempos difíciles y tuvieron que irse al norte del estado, a probar suerte con una tienda de comestibles que también fue un fracaso. En la cocina, ella pasó por detrás de él y le obligó a darse la vuelta y a mirarla a la cara; lo tomó por las muñecas y le obligó a rodearla por la cintura, y entonces le plantó los puños en el pecho y le sonrió—. Sabes que no es eso lo que he querido decir, Andy Stafford —volvió a decir con dulzura, y lo besó suavemente en los labios, un beso de pajarillo.

—Bueno —dijo él, adoptando su acento sureño y arrastrado—, aquí parece que no hay nada de comer, así que voy a tener que comerte a ti enterita.

Se inclinaba a besarla cuando miró por encima de su hombro y vio el capazo sobre la mesa, en el cuarto de estar, y vio que la manta se movía.

—Mierda —dijo, y la apartó de su lado para plantarse en tres zancadas ante la mesa, donde violentamente tomó el capazo por las asas y se encaminó al cuarto de la niña.

—¡Que está dormida! —gritó Claire—. Cui…

Él ya se había marchado. Cuando volvió, apuntó a Claire sacudiendo el dedo índice.

—Ya te lo he dicho, nena —dijo con aplomo—. La chiquilla tiene su cuarto, y ahí es donde se queda cuando está dormida. ¿Entendido?

Ella vio que estaba realmente molesto: le temblaba la boca por la comisura y tenía la mirada ensombrecida. Aún estaba colérico por la visita del padre Harkins. ¿Era de veras posible que tuviera celos de un cura?

—Como tú digas, cariño —dijo ella, espaciando las palabras y con mucha calma—. Como quieras, no se me olvidará.

Él fue al arcón congelador y sacó una cerveza. Ella no era capaz de saber qué le amedrentaba más, si sus ataques de rabia o el modo en que terminaban repentinamente, como si no hubiera pasado nada. Abrió la tapa, echó la cabeza para atrás y dio una serie de tragos largos, la nuez de Adán subiendo y bajando con un ritmo que a ella le hizo pensar, y se sonrojó por dentro, en las ocasiones en que estaba en la cama con él.

—Ese tipo —dijo—, el cura… ¿Dijo si esa… como se llame habló ya con el viejo Crawford? —ella permaneció inexpresiva; él meneó la botella con impaciencia—. Esa sor… Ya sabes quién te digo, ¿no?

—¿Sor Stephanus?

—Eso es. Dijo que hablaría con Crawford sobre un nuevo empleo para mí.

El bebé trataba de hacer alguna exploración con chillidos cortos, un ruido que a Claire le parecía semejante al que haría un ciego al palpar algo resplandeciente con las yemas de los dedos. Andy pareció no oírla.

—Me había parecido —dijo ella con cautela— que no estabas interesado en otro empleo…

—Ya, pero me gustaría saber qué puede ofrecerme.

Claire siguió donde estaba, aunque la mitad de ella escuchaba con angustia a la niña, que parecía haber cambiado de opinión y haber vuelto a adormilarse; la otra mitad consideraba la posibilidad de que Andy dejase los camiones. Serían entonces una pareja corriente —normal fue de hecho la primera palabra que le vino a la cabeza—, pero ése sería el fin de las noches felices que pasaban juntas las dos, a solas, ella con la pequeña Christine.