La noche otoñal ya caía mientras Quirke caminaba por Raglan Road. Se formaban halos de neblina en torno a las farolas, y el humo descendía de las chimeneas en los altos tejados; notó el sabor a humo de carbón en los labios. Mentalmente iba ensayando la conversación —la palabra confrontación le rondaba de un modo preocupante— que ya lamentaba haber buscado. Podía aún evitarla, siempre que de veras lo quisiera. ¿Qué iba a impedirle darse la vuelta allí mismo, en redondo, y largarse tal como se había largado de tantas otras cosas a lo largo de su vida? ¿Por qué había de ser diferente esta vez? Podía localizar un teléfono —mentalmente oyó a Dolly Moran decirle Tuve que recorrer tres o cuatro calles hasta la cabina del teléfono— y llamar y aducir cualquier excusa, decir por ejemplo que el asunto del que quería hablar ya se había resuelto por sí solo. Pero a la par que daba vueltas a estos pensamientos sus piernas lo llevaban por su camino, y se encontró entonces ante la cancela de la casa del juez. Subió los desgastados peldaños de la entrada. Había una luz tenue en el dintel, pero ninguna en las altas ventanas de uno y otro lado; casi a su pesar quiso que el anciano se hubiera olvidado de su cita y se hubiese marchado a pasar la velada en el Stephen’s Green Club, tal como tenía por costumbre. Accionó el cordel y oyó que la campana tintineaba y esparcía su eco por el interior, aumentando de ese modo sus esperanzas, pero al cabo oyó el ruido inconfundible de los pasos de la señorita Flint, que se acercaban a la puerta. Preparó la cara obligándose a esbozar una sonrisa: la señorita Flint y él eran adversarios desde antaño. Cuando le abrió la puerta, él tuvo la impresión de que a duras penas contenía una mueca de profundo desagrado. Era de corta estatura y de rasgos afilados, y llevaba el cabello áspero, sin una sola cana, en forma de casco, por lo cual parecía que fuera una peluca, y por lo que Quirke alcanzaba a saber bien podía serlo.
—Señor Quirke —dijo con la voz más seca que pudo adoptar, con una insinuación apenas perceptible de haber añadido a lo dicho los signos de una exclamación nada acogedora. Se mostraba escrupulosa, vengativamente cortés.
—Buenas noches, señorita Flint. ¿Está el juez en casa?
Retrocedió y abrió la puerta del todo.
—Está esperándole.
El aire del vestíbulo estaba remansado, y aún se percibía cierto residuo del olor a moho del anciano. La bombilla de la lámpara que colgaba del techo era de sesenta vatios, o menos; la pantalla recordaba lo que él imaginaba que sería la piel seca. Se le encogió el corazón. Había sido feliz en aquella casa, cuando la yaya Griffin aún vivía. Los gritos en el vestíbulo, Mal en las escaleras, en el instante de apoderarse del balón de rugby que Quirke le acababa de lanzar, los dos con pantalón corto y la corbata del uniforme del colegio, los faldones de la camisa por fuera del pantalón. Sí, había sido feliz.
La señorita Flint tomó su sombrero y su gabardina y lo condujo al corazón de la casa, haciendo rechinar las gruesas suelas de goma de sus zapatos de carcelera sobre el suelo de parqué y de baldosa. Como tantas otras veces, Quirke descubrió que estaba preguntándose qué cosas sabía ella, qué secretos de familia. ¿Vigilaba también a Mal con esa mirada escrutadora, aviesa, en las contadas visitas que hacía a la casa de su padre?
El juez había oído la campanilla, y había acudido a la puerta de lo que él llamaba su despacho. Cuando Quirke lo vio allí de pie, en zapatillas, con la vieja chaqueta gris de punto, casi tan alto como el propio Quirke, aunque un tanto encorvado, examinando con ansiedad las sombras, se le ocurrió que ya no estaba lejos el día en que llamara a la puerta de la calle y se encontrase a la señorita Flint con una banda de luto en la manga y los ojos enrojecidos. Dio un paso al frente, de buen ánimo, forzándose de nuevo a sonreír.
—Adelante, hombre —dijo el juez desde el umbral de su cuarto, haciendo un movimiento de acogida con el brazo—, adelante, que ese vestíbulo parece una nevera.
—¿Querrá usted tomar té? —preguntó la señorita Flint.
—¡No! —dijo el juez, y puso la mano sobre el hombro de Quirke para hacerlo pasar—. ¡Té! —dijo, cerrando la puerta con fuerza tan pronto hubieron pasado—. Por Dios bendito, esa mujer… —condujo a Quirke a la chimenea, a un sillón situado enfrente—. Siéntate y entra en calor, ya tomaremos un sorbo de algo un poco más potente que el té.
Se acercó a un aparador y se ajetreó con los vasos y la botella de whisky. Quirke miró a su alrededor los objetos de sobra conocidos: el viejo diván de cuero, el escritorio antiguo, el retrato de la yaya Griffin cuando aún era una esposa joven, sosegada y sonriente, con el cabello ondulado, obra de Sean O’Sullivan. Quirke era una de las contadas personas a las que el juez daba permiso para entrar en esa estancia. Ya de chiquillo, aún medio asilvestrado tras los años pasados en Carricklea, se le permitía entrar a su antojo en el despacho del juez; muchas veces, en una tarde de invierno, antes de que Mal y él fueran internos a St. Aidan, allí se acomodaba, en el mismo sillón, junto a un fuego de abundante carbón vegetal que bien podría haber sido ese mismo, a hacer sus operaciones matemáticas y a estudiar latín, mientras el juez, que entonces sólo era abogado, permanecía ante su escritorio preparando un informe. Mal, entretanto, hacía los deberes en la mesa blanca de la cocina, donde la yaya Griffin le daba galletas de harina integral y leche tibia, y le preguntaba por el funcionamiento de sus tripas, pues se daba por supuesto que Mal era un chiquillo de salud delicada.
El juez trajo los whiskys y le dio a Quirke su vaso, sentándose frente a él.
—¿Ya has cenado?
—Sí, estoy bien.
—¿Estás seguro?
Examinó a Quirke con más atención. El paso de los años no había embotado el avezado oído del anciano, y había sabido reparar en la nota de incomodidad de la voz de Quirke cuando éste le llamó para preguntar si podía acercarse a charlar con él. Bebieron en silencio durante unos minutos, Quirke frunciendo el ceño mientras miraba el fuego y el juez lo miraba a él. El humo del carbón vegetal, con un olor tan penetrante como el de los meados de gato, a Quirke le provocaba picor de nariz.
—Bien —dijo por fin el juez, con voz campanuda y forzadamente animosa—, ¿cuál es ese asunto tan urgente que te trae por aquí? No te habrás metido en problemas, ¿eh?
Quirke negó con un gesto.
—Se trata de una chica… —empezó a decir, y calló.
El juez soltó una carcajada.
—Vaya, vaya —dijo.
Quirke esbozó una sonrisa desdibujada y de nuevo negó con un gesto.
—No, no es eso, nada de eso —volvió a mirar el corazón rojo y palpitante del fuego. Adelante, termina cuanto antes—. Se llamaba Christine Falls —dijo—. Iba a tener un hijo, pero murió. A su cuidado estaba una mujer apellidada Moran. Después de la muerte de Christine Falls, la tal Moran fue asesinada —calló y respiró hondo.
El juez parpadeó rápidamente unas cuantas veces y asintió.
—Moran —dijo—, sí. Algo me suena, algo he leído en el periódico. Pobrecilla —se inclinó y tomó el vaso de Quirke, sin darse cuenta al parecer de que aún le quedaba un dedo por beberse, se puso en pie y se dirigió al aparador.
—Mal —dijo Quirke— redactó un expediente sobre ella, sobre Christine Falls.
El juez no se dio la vuelta.
—¿Que redactó un expediente? ¿Qué quieres decir?
—Que lo hizo de tal modo que no apareciera mención del hijo que esperaba.
—¿Estás diciéndome —miró a Quirke por encima del hombro—… estás diciéndome que lo falseó?
Quirke no dijo nada. El juez se quedó donde estaba, con la cabeza vuelta, mirándolo, y de pronto abrió la boca y emitió un sonido que podría estar a mitad de camino entre un gemido con el cual negara lo que acababa de oír y un grito con el que expresara su cólera. Rechinó el cristal al resbalar sobre el cristal y se oyó el gorgoteo del whisky que manaba libremente del cuello de la botella. El juez masculló entre dientes, maldiciendo su mano temblorosa.
—Lo lamento —dijo Quirke.
El juez, una vez enderezada la botella, inclinó la cabeza y permaneció en silencio durante todo un minuto. Se oyó el goteo del whisky derramado que caía al suelo. El anciano se puso lívido.
—¿Qué es lo que me estás diciendo, Quirke? —preguntó.
—No lo sé —repuso Quirke.
El juez volvió con los dos whiskys bien terciados y tomó asiento.
—¿Podrían prohibirle el ejercicio de la profesión? —preguntó el juez.
—Dudo mucho que la cosa llegara a tanto. No hay verdadero indicio de mala práctica, al menos que yo sepa.
El juez emitió una especie de risa.
—¡Mala práctica en Mal! —dijo—. Por Dios que es una broma de pésimo gusto —se paró a meditar con enojo evidente—. De todos modos, ¿qué relación tenía con esa chica? Supongo que era su paciente…
—No estoy seguro de que lo fuera. Él estaba al cuidado de ella, así es como él mismo lo expresó. Había trabajado una temporada en la casa.
—¿En qué casa?
—Sarah la tomó como criada para que ayudase a Maggie. Luego, parece que la chica se metió en algún lío —miró al juez, que permanecía con los ojos bajos, meneando lentamente la cabeza, el vaso de whisky olvidado en la mano—. Dice que reescribió el expediente para ahorrar a la familia el conocimiento del hijo que esperaba.
—¿Y a él qué se le ha perdido al ahorrar a nadie ningún sentimiento? —explotó el juez colérico—. Es un médico, tiene un juramento que cumplir, se supone que ha de ser imparcial en todo. Maldito bobo, dichoso irresponsable… De todos modos, ¿de qué murió la chica?
—De hemorragia posparto. Se desangró.
Callaron los dos, el juez explorando el rostro de Quirke, tal como, se dijo éste, un acusado ante el tribunal, en los viejos tiempos, podría haber explorado el rostro del juez, ansioso por hallar indulgencia. Se volvió a un lado.
—¿Murió en casa de Dolly Moran? ¿Es así? —Quirke asintió—. ¿Mal también la conocía a ella?
—A ella le pagaba para que cuidase de la chica.
—Bonitos conocidos los que tiene mi hijo —masculló, apretando los músculos de las mandíbulas—. Obviamente has hablado con él de todo esto, como es natural.
—Apenas dice nada. Ya sabes cómo es Mal.
—Me pregunto si lo sé —hizo una pausa—. ¿No dijo nada del asunto que se trae entre manos con los de Boston?
Quirke negó con un gesto.
—¿Qué asunto es ése?
—Ah, tiene en marcha una obra de beneficencia allá en Boston, con Costigan y los Caballeros de St. Patrick, ya sabes, parece que ayudan a las familias católicas. Tu suegro, Josh Crawford, es quien la financia.
—Pues no, Mal no me dijo nada de eso.
El juez se bebió el whisky que le quedaba de un solo trago.
—A ver, dame el vaso. Creo que nos vendrá bien otro vasito para poner las ideas en claro —desde el aparador le dijo—: ¿Sarah sabe algo de todo esto?
—Lo dudo —dijo Quirke. Volvió a pensar en Sarah, el domingo por la mañana a la orilla del canal, mirando los cisnes sin verlos, cuando le pidió que hablase con su marido, del cual dijo que era un hombre bueno. ¿Cómo iba él a saber si Sarah lo sabía o no lo sabía?—. Si yo estoy al corriente es porque di con él cuando estaba redactando ese expediente.
Se puso en pie. De pronto le abrumó el calor excesivo de la estancia, el humo acre de la chimenea, el olor a whisky que el juez había derramado, y la sensación abrasadora que tenía en la superficie de la lengua, debida al alcohol. El juez se volvió hacia él como si estuviera sorprendido, con los dos vasos sujetos contra el pecho.
—Tengo que irme —dijo Quirke sucintamente—. He de ver a una persona.
Era mentira. El anciano pareció contrariado, pero no protestó.
—¿No quieres…? —alargó hacia Quirke su vaso, pero éste negó con un gesto, de modo que el anciano se dio la vuelta y dejó ambos vasos en el aparador—. ¿Estás seguro de que has cenado? No sé por qué, pero tengo la impresión de que no te cuidas como debieras.
—Ya tomaré algo en la ciudad.
—Flint te puede preparar una tortilla en un momento… —asintió como si se arrepintiera—. No, ya sé que no es la más tentadora de las ofertas posibles, eso seguro —ya en la puerta se le ocurrió algo y se detuvo—. ¿Quién mató a la tal Moran? ¿Se sabe algo?
—Alguien entró por la fuerza en la casa.
—¿Ladrones?
Quirke se encogió de hombros.
—Tú la conocías —dijo. Observó el rostro del anciano—. Me refiero a Dolly Moran. Trabajó para la yaya y para ti, y después para Mal y para Sarah, cuidando a Phoebe. Por eso supo Mal adonde acudir en busca de ayuda en el caso de Christine Falls.
El juez miraba a un lado, con el ceño fruncido y gesto pensativo. Cerró entonces los ojos y emitió un grito como el de antes, aunque más cargado de pena.
—¿Dolly… Dolores? —dijo, y pareció a punto de perder pie, de modo que Quirke extendió la mano para afianzarlo—. Dios misericordioso… ¿Era Dolores? No lo había relacionado. Oh, no. Oh, Dios, no. Pobre Dolores.
—Lo lamento —volvió a decir Quirke. Parecía haber estado diciendo lo mismo desde el momento en que llegó. Salió al vestíbulo, el juez tras él como si estuviera aturdido, con los brazos rígidos a uno y otro costado. Por un instante, Quirke reparó en el parecido que tenía con Mal—. Era muy leal, Dolly era muy leal —dijo Quirke—. Todos los secretos que tuviera los ha guardado hasta el fin. Mal debería estarle agradecido.
El anciano no parecía haberle escuchado.
—¿Quién se ocupa del caso? —preguntó.
—Un tipo llamado Hackett. Detective inspector Hackett.
El juez asintió.
—Lo conozco. Es de fiar. Si algo te preocupa, puedo hablar con él, o encargarme de que alguien corra una voz.
—Yo no estoy preocupado —dijo Quirke—. No por mí, vaya.
Habían llegado a la puerta de la calle. De pronto a Quirke se le ocurrió que estaba sintiendo con especial potencia una especie de complacencia avergonzada. Recordó una ocasión en la que Mal y él aún eran dos chiquillos, y el juez lo citó en su despacho y le hizo permanecer de pie ante el escritorio mientras lo interrogaba a propósito de alguna fechoría de poca monta, una ventana rota de una pedrada, o unas colillas de cigarrillos escondidas en una lata de cacao en el armario de la ropa de cama. ¿Quién había lanzado la piedra con un tirachinas?, le preguntó el juez; ¿quién se había fumado los cigarrillos? Al principio, Quirke insistió en que no sabía nada; al final, al ver con toda claridad cuánta autoridad había invertido el juez en el interrogatorio, reconoció que Mal era el culpable, cosa que muy probablemente, se dijo, el juez sabía ya. La sensación que tenía en esos momentos era similar a la de entonces, sólo que era mucho más intensa, una mezcla hirviente de culpa y de contento, a la cual se sumaba la desafiante certeza de tener razón. En aquella ocasión el juez le dio las gracias solemnemente y le dijo que había hecho lo que había que hacer, aunque Quirke detectó en sus ojos una mirada evasiva, de… ¿de qué? ¿De decepción, de desagrado, de desprecio?
—El asunto del expediente —dijo Quirke— y todo eso… Yo soy el único que está al corriente. No he dicho nada a Hackett ni a nadie.
El juez de nuevo meneaba la cabeza.
—Malachy Griffin —murmuró—, eres un imbécil de tomo y lomo —con pesadez, puso la mano sobre el hombro de Quirke—. Entiendo tu interés por lo de la chica, esa tal… Falls, naturalmente —dijo—. Estabas pensando en Delia, la misma forma de acabar.
Quirke negó con un gesto.
—Estaba pensando en Mal —dijo—. Estaba pensando en todos nosotros, en la familia.
El juez pareció escucharle sólo a medias. Aún tenía la mano posada en el hombro de Quirke.
—Me alegro de que me lo hayas dicho —dijo—. Has hecho bien —Eres un buen chico—. ¿Crees que debería hablar con él?
—¿Con Mal? —Quirke negó con un gesto—. No, es mejor dejarlo como está, o a mí así me lo parece.
El juez lo estaba mirando.
—¿Y tú? —dijo—. ¿Tú lo vas a dejar como está?
Quirke no supo nunca qué pudo haber contestado, ya que en ese instante la señorita Flint se adelantó con su rechinar de suelas de goma, impasible la expresión, trayendo el sombrero y la gabardina de Quirke. ¿Cuánto tiempo, se preguntó éste, había estado allí de pie, a la escucha?