5

A Andy Stafford le gustaban sobre todo los trayectos nocturnos. No sólo era bastante mejor la paga, no sólo era más fluido el tráfico en la autovía. Algo tenía la altísima cúpula de la noche que le circundaba, y los faros de los grandes tráilers de seis ejes que la atravesaban, algo que le hacía sentirse al mando no sólo de su camión, de Transportes Crawford, con su carga de tejas o de piezas de recambio para automóviles o de hierro en lingotes. Lo que estuviera haciendo allá lejos era algo que a nadie interesaba, salvo a él mismo. Estaban solos él y la carretera, y alguna cancioncilla de un campesino con el corazón destrozado, en la radio de la cabina, que devanaba sus historias sobre sabuesos, soledades, anhelos, amores. A menudo, de pie en una gasolinera desierta, o al salir de un restaurante de carretera lleno de humo y olor a fritanga, donde se había tomado una hamburguesa, notaba la brisa en la cara y le daba la impresión de oler el aire limpio, con aroma a salvia, que llegaba cual si fuera un mensaje dirigido a él desde el Oeste, desde Nuevo México o Colorado, desde Wyoming quizás, e incluso desde las cumbres de las Montañas Rocosas, lugares en los que jamás había estado, y entonces algo se henchía en su interior, algo endulzado, solitario en apariencia, cargado de promesas de cara al día venidero, el día que ya tendía una fina línea de oro frente a él, en el horizonte.

Tomó la autovía, atravesó deprisa Brookline, cruzó la zona sur de la ciudad, desierta. Nada más doblar por Fulton Street apagó el motor y dejó que el camión aún avanzase en su inercia, en silencio, gracias a la suave pendiente de la calle que llevaba hasta la casa, los neumáticos siseando con libertad, debajo de él, sobre el asfalto. La señora Bennett —«Llámame Cora»— ya había empezado a hacer comentarios sobre el hecho de que aparcase el camión frente a la casa; sólo se lo había dicho a Claire, naturalmente, no a él. Bajó de la cabina de un salto, los músculos de los brazos y de los hombros doloridos, y la costura de los vaqueros encajada como una lazada caliente y húmeda entre las piernas. Todas las casas de la calle estaban a oscuras. Un perro dio comienzo a un aullido sin fuerza ni intención, pero calló enseguida. Aún quedaba una hora para el amanecer, el aire tenía la mordiente de la noche, a pesar de lo cual se sentó en el balancín del porche para descansar un minuto y mirar las estrellas, las manos entrelazadas tras la nuca, que ya le cosquilleaba y empezaba a destensársele. Las cadenas de las que colgaba el balancín rechinaban un poco, lo cual le hizo pensar en las noches que pasara en Wilmington cuando era niño, medio tumbado en el porche, de la misma manera, a fumarse un cigarrillo que había robado del bolsillo del peto que vestía su viejo, el humo áspero y cortante en el aire fresco de la noche, el sabor a todo lo prohibido, las cervezas en las carreras, el whisky destilado clandestinamente, los jugos de las chicas, el propio sabor de todo lo que se disfrutaría siendo adulto y estando a millones de años luz de Wilmington, estado de Delaware o, más bien, Delanowhere. Rió para sus adentros. Cuando estaba allí soñaba con estar en un sitio como el sitio en que estaba; ahora que estaba en ese sitio, soñaba con volver a estar allí. Así había sido siempre en su caso, insatisfecho en dondequiera que estuviese, deseoso siempre de estar en otras ciudades, en otros tiempos.

Se levantó y caminó por el lateral de la casa, por delante de la ventana que, sabía, correspondía al dormitorio de Cora Bennett, y subió por las escaleras de madera hasta entrar en la casa por la puertaventana. Aún se percibía el dichoso olor a pintura reciente, que a veces le daba nauseas; creyó que también percibía los olores de la niña, a leche y algodón húmedo, a pañales sucios que olían como el pienso para los caballos. No se tomó la molestia de encender la luz: una suerte de bruma grisácea se filtraba por el cielo, al este, y por allí vio la fina, fea torre de la de St. Patrick, más allá de Brewster Street, perfilaba sobre el cielo con la estrella del alba por toda compañía, la única que aún era visible, asentada a plomo encima de la veleta que la remataba. Cuanto más aumentaba la luz de la mañana, más siniestro se tornaba su ánimo. Se pregunto, como ya venía haciendo de un tiempo a esta parte, cuánto tiempo iba a aguantar en la ciudad, antes de que las ganas incontenibles de marchar a otra parte le produjeran una comezón que por fuerza tuviera que rascarse de la única manera posible.

Se sentó en el cuarto de estar y se quitó las botas antes de despojarse de la camisa de faena sin desabotonársela. Con los brazos aún en alto se olisqueó los sobacos: olían más de la cuenta, pero no le apetecía tomarse la molestia de ducharse; además, Claire siempre decía que le gustaba su olor. De puntillas, en calcetines, entró en la habitación. Estaban bajadas las persianas, con lo que no enriaba ni una rendija de luz. Adivinó la silueta de Claire en la cama, pero no la oyó respirar. Le gustaba que durmiese tan profundamente, al menos cuando dormía y los dolores de cabeza no la obligaban a permanecer en vela. A tientas en la habitación aún no del todo conocida, procurando no hacer un solo ruido, pues aún no deseaba que se despertase, se terminó de desvestir con impaciencia y premura y, desnudo, se acercó a la cama y levantó con cuidado las sábanas.

—Hola —susurró, introduciendo una rodilla por el lateral del colchón e inclinándose sobre la silueta tendida—. ¿Cómo está mi chica? —hubo un desperezarse desdoblado en dos, y dos voces, una de ellas la de Claire.

—¿Qué…? —murmuró.

La otra emitió un sonido urgente, húmedo, de succión.

—¡Dios del…! —exclamó y retrocedió él.

Era la niña, por supuesto, tendida junto a Claire y chupándose el puño. Claire la tomó en brazos y se incorporó, confusa y medio asustada.

—¿Eres tú, Andy? —dijo, y tuvo que carraspear.

—¿Y quién demonios iba a ser, eh? —dijo y le arrebató de los brazos a la niña acalorada, empapada y dormida—. ¿O es que esperabas a otro?

Ella se dio cuenta de lo que estaba haciendo, y trató de quitarle a la niña.

—Es que estaba llorando —dijo con voz quejumbrosa—. Sólo intentaba que se durmiera.

Él ya había salido de la habitación, desplazándose en la oscuridad como un espectro titilante. Ella volvió a sumirse en la almohada con un tenue gemido, y se llevó una mano al cabello. Trató de ver qué hora era, pero el reloj del armario contiguo a la cama estaba vuelto del otro lado. El pañal de la pequeña debía de haber rezumado, y tenía una mancha húmeda y grande en el camisón. Supo que se lo iba a quitar, pero no quiso estar desnuda cuando volviese Andy. Era demasiado tarde, o demasiado temprano, para lo que ella bien sabía que quería él, y estaba cansada, pues la niña la había despertado ya dos veces. Sin embargo, Andy no hizo caso, o prefirió no fijarse en la mancha húmeda, en el tenue olor a amoníaco, y fue él quien le quitó el camisón, obligándola a sentarse y a estirar los brazos, tirándole con fuerza de la tela por encima de la cabeza y arrojándola a sus espaldas, al suelo.

—Ay, cariño —empezó a decir ella—, escucha, estoy…

Él no la escuchó. Se estiró encima de ella, obligándola a separar las piernas —él tenía las rodillas heladas—, y de pronto estuvo dentro de ella. Olía a cerveza y tenía los labios aún grasientos de algo que había comido. Ella se sintió congelada, y alargó la mano y encontró a un lado la sábana y el cobertor, que colocó por encima de la espalda de él, arqueada y rítmica. A duras penas lo percibía, estaba fatigada y pensando en otras cosas, pero aun así comenzó a deslizarse al unísono con él, y tuvo esa sensación conocida, de leve pánico, como si fuera hundiéndose lenta, lánguidamente, bajo el agua.

—Cariño —susurró él a su oído con una voz áspera, inquieta, perdida, que a ella la llevó a abrazarse aún con más fuerza a él—, oh, cariño.

Ella lo oyó antes que él, el llanto de la niña a oscuras, desenrollándose como una serpentina, un alarido escueto, exigente, imposible de ignorar. Andy se quedó quieto, tendido encima de ella, y levantó la cabeza.

—Joder —dijo él, y asestó un puñetazo contra la almohada, al lado de la cabeza de ella—. ¡Joder, joder, joder!

Y cuando ya empezaba ella a amedrentarse, él se echó a reír.

Por la mañana seguía estando de un humor guasón. Ella colgaba a secar las sábanas en el tendedor que él había improvisado entre una de las gruesas ramas del castaño y el poste de arranque de la escalera —la señora Bennett aún no había dicho nada de este artilugio; ella disponía de una especie de secadora eléctrica—, cuando él se le acercó por detrás, sigiloso, tomándola por la cintura y levantándola en vilo para describir un círculo. Se habría alegrado, y mucho, de verlo feliz y contento, pero no estaba segura de que eso fuera señal de su felicidad. Tenía una especie de mirada asilvestrada en los ojos, como si hubiera corrido a toda velocidad un buen trecho y sólo entonces acabara de detenerse. Cuando la dejó de nuevo en el suelo era ella la que estaba sin resuello. Con los dedos de una mano le abrió el cuello de la camisa.

—Eh —dijo con suavidad—, ¿qué tenemos aquí? —tenía una moradura del tamaño de un dólar de plata en la base del cuello—. ¿De dónde ha salido?

—Ah —dijo ella dándose la vuelta para colgar otra sábana—, es que ayer por la noche, o más bien al amanecer, un bruto enorme y desconsiderado se coló en mi cama. ¿No lo oíste?

—Pues no. He dormido como un tronco. Ya me conoces, cariño —la rodeó de nuevo con ambos brazos, por detrás, y encajó lentamente las caderas contra ella—. Dime —susurró, con la boca demasiado caliente y pegada a su oído. Sus brazos eran como dos cables de acero al rojo—, ¿qué más dices que te hizo ese bruto enorme y desconsiderado?

Ella se dio la vuelta, conteniendo la risa por poco, y él alzó más los brazos, poniendo ambas manos sobre los omóplatos de ella y arrimándola con fuerza contra el pecho, mientras ella aplicó la boca abierta sobre la suya y él absorbió la dulzura de su aliento en el instante en que se encontraron ambas lenguas. Se levantó una brisa en algún rincón, tal vez de nuevo en las lejanas Montañas Rocosas, dando de lleno sobre la sábana húmeda del tendedor, con la cual quedaron un instante envueltos. Besándose, no vieron en una ventana de la planta inferior de la casa una cara de labios finos, unos ojos fríos que los miraban.