No era exactamente lo que Claire había anhelado, la mitad superior de una casa con dos viviendas en Fulton Street, pero estaba a un mundo de todos los lugares en los que habían vivido desde que se casaron, lugares apenas mejores que meros albergues para vagabundos, y supo además que podría convertirlo en un hogar de verdad; lo mejor de todo es que era suyo, de los dos, ya que estaba pagado, sin que nada se adeudara al banco, y podían decorarlo como les viniera en gana. Era de maderamen gris, con el techo a dos aguas, inclinado, y un bonito porche a la entrada, con un balancín. Tenían tres habitaciones en el piso de arriba, así como una cocinita y un cuarto de baño. El cuarto de estar era muy luminoso, con una ventana apuntada en el extremo abuhardillado, como la ventana en la hornacina de una iglesia, que daba a la copa de un viejo castaño que crecía en el lateral de la casa, por cuyas ramas saltaban y volaban las ardillas. El empleado del señor Crawford había enviado a los pintores del taller mecánico de Roxbury, y ella misma pudo elegir los colores, un amarillo silvestre para el cuarto de estar, blanco para la cocina, cómo no, y un azul claro para el cuarto de baño. No estuvo muy segura del rosa pirulí que eligió para la habitación de la niña, pero ahora que la pintura ya estaba seca tenía una pinta espléndida. Los de la tienda habían prometido entregarle la cuna esa misma mañana, y Andy había dispuesto que sus pertenencias llegaran desde la casa antigua en la camioneta de uno de sus compañeros, por la tarde. Por el momento Claire disfrutaba de las habitaciones antes de que se llenaran. Le gustaba el espacio vacío tal cual era, el sol de soslayo en la pared del cuarto de estar, el modo en que la tarima de madera de arce sonaba a limpia, a sólida, bajo sus tacones.
—Oh, Andy —le dijo—, ¿a que es el sitio más hermoso? ¡Y pensar que es todo nuestro!
Él estaba arrodillado en un rincón, arreglando un enchufe suelto.
—Sí —dijo sin volverse—, el viejo Crawford tiene un gran corazón.
Ella se acercó y se situó a su espalda, inclinándose para rodearlo con los brazos por los hombros, paladeando su olor fuerte, metálico, que ella siempre había relacionado con el azul, el azul irisado de un aceite de motor derramado, o de una ondulada lámina de acero.
—Vamos —dijo, extendiendo las manos más allá de sus hombros y dándole con ambas manos una palmada en el pecho—, no seas aguafiestas.
A punto estaba de decir algo más, de decirle qué guapo lo encontraba con los pantalones oscuros y la chaqueta de sport, pero en ese momento despertó la niña que dormía en el capazo. A Claire le emocionaba en secreto el modo en que la niña —Christine, tenía que acostumbrarse a llamarla por su nombre, incluso para sus adentros—, el modo en que el fino gemido de Christine, creciente, como el sonido de una flauta o algún instrumento de timbre agudo, ya le afectaba en lo más profundo, causando que algo se removiese en sus entrañas, acelerándole el pulso, como si fuese un puño que la golpease sorda y suavemente dentro de su pecho.
—A ver, a ver, ¿qué le pasa a la niñita? —susurró—. ¿Qué le pasa, eh? ¿No te gusta nuestra casita nueva?
Ojalá estuviera viva su madre para verla en esos momentos. Su padre sólo se echaría a reír, cómo no, secándose la boca con el dorso de la mano como si quisiera suprimir un regusto desagradable.
Sonrió a Andy e inspiró hondo por la nariz.
—Cómo huele —dijo—. ¡Pintura fresca!
Andy estaba haciendo equilibrios a la pata coja, poniéndose una bota.
—Tengo hambre —dijo—. Vayamos a por una hamburguesa.
Ella dijo que de acuerdo, aun cuando no tenía ningunas ganas de marcharse aún; su deseo era seguir allí y acostumbrarse a la casa, dejarse empapar por el entorno. Había un pequeño vestíbulo junto a la cocina, con una especie de puertaventana que se abría a unas escaleras de madera, temblequeantes, empinadas, por las cuales se descendía directamente al jardín lateral. Ésa sería la puerta de la calle. Andy bajó primero, salvando los peldaños de lado y sujetándola por el hombro para prestarle apoyo mientras ella le seguía con la niña en brazos. Ésa era una de las cosas que más le gustaban de él, la facilidad, la gracia con que sabía prestar ayuda no sólo a ella, sino también a cualquiera, a una mujer en una tienda, a los niños, al manco de la gasolinera en la autovía de salida de la ciudad, el que cuidaba de los surtidores; a veces, incluso a los negros.
El jardín de la parte posterior estaba de color ocre tras la sequedad del verano, y la hierba crujía bajo sus pies, soltando un polvillo que olía como a ceniza de madera; algunos saltamontes pequeños, del mismo color de la hierba, rechinaban con las patas posteriores y salían volando en todas direcciones. No había nada en esa parte del jardín, nada más que un albaricoque nudoso, y un viejo huertillo en el que alguien debía de haber cultivado verduras tiempo atrás.
—Bueno —dijo Claire con una risa compungida—, esto nos va a hacer pensar a fondo.
—¿Y qué te hace creer que será nuestro y que tendremos que pensar a fondo, eh? —dijo Andy.
Miraba más allá de donde ella estaba, hacia la casa, y Claire se volvió y vio a una mujer alta, de cara delgada, que se encontraba en el porche, mirándolos sin perder detalle. Tenía un cabello de color indefinido, sujeto en un moño bajo. Llevaba un delantal marrón.
—Ah, hola —dijo Claire, adelantándose con la niña en un brazo y la otra mano tendida. Era una estrategia que había ideado para saludar a cualquier desconocido, adelantarse sin dar tiempo a que su natural timidez la obligara a detenerse. La mujer del porche no hizo caso de la mano que le tendía, de modo que la retiró de inmediato—. Soy Claire Stafford —dijo.
La mujer la miró de hito en hito, dando muestras de no estar ni mucho menos impresionada.
—Bennett —dijo. Cuando cerró la boca, sus labios formaron una línea recta, incolora.
Debía de tener unos treinta y cinco años, supuso Claire, aunque daba la impresión de ser más vieja. Claire se preguntó si el señor Bennett andaría por allí, o si existía incluso un señor Bennett.
—Encantada de conocerla —dijo—. Nos hemos mudado hoy mismo. Estábamos haciéndonos un poco a la casa.
La mujer asintió.
—He oído al crío.
Claire le acercó el bulto que llevaba en brazos.
—Ésta es Christine —dijo. La mujer hizo caso omiso de la niña: estaba mirando a Andy con los ojos entornados; estaba de pie sobre la hierba seca, con las manos en los bolsillos de atrás de los vaqueros y la cabeza ladeada, y la mirada de la mujer pareció caldearse un ápice, según notó Claire—. Es mi marido, Andy —dijo. Bajó la voz para hablar confidencialmente con la mujer—. Está un poco decepcionado —dijo—. Le parece que la casa es un poco más pequeña de lo previsto.
Se dio cuenta en el acto de que había sido un error decir una cosa así.
—¿En serio? —dijo la mujer con frialdad—. Pues será que está acostumbrado a vivir a lo grande, ¿no?
Andy debió de comprender, por la postura de Claire, que tenía que acudir en su rescate. Se adelantó con la mejor de sus sonrisas.
—¿Qué tal, señorita…? —dijo.
—Bennett. Señora Bennett —repuso la mujer.
—¡No me diga! —alzó una mano fingiendo asombro y abrió al máximo sus ojos castaños y aterciopelados. Claire lo observó con una curiosidad en la que sólo había un remoto indicio de celos. Su encanto desconocía la vergüenza, y siempre le salía a cuenta, por evidentes que fuesen las mentiras que contara—. Bueno —dijo a la mujer—, pues me alegro muchísimo de conocerla.
Subió al escalón del porche y ella le permitió estrecharle la mano, que previamente se había secado con el delantal.
—Lo mismo digo —dijo.
Claire vio que él le sostenía los dedos un momento más de lo necesario antes de soltarlos, y cómo sus labios se tensaban en una sonrisa.
Se hizo el silencio entre los tres. Débilmente, como el rondar de un trueno lejano, Claire notó los primeros latidos de un dolor de cabeza que se avecinaba. El bebé flexionó el brazo, sacándolo de la manta como si ella, Christine, también quisiera saludar con su contacto a aquella mujer de cara endurecida y huesos largos. Claire se arrimó más contra el pecho el bulto cálido.
Andy se dio una palmada con ambas manos en las caderas.
—Bueno, es hora de almorzar, ¿no? —aguardó un segundo, pero si contaba con que la tal Bennett los invitase, se llevó un chasco—. Vamos a buscar un sitio donde comer algo, cariño —añadió—. Voy a buscar la cartera.
Subió por la escalera de madera de dos en dos. Claire sonrió a la señora Bennett e hizo ademán de seguirle.
—Espero —dijo la mujer— que la niña no sea una llorona. El ruido pasa muy fácil en estas casitas de paredes de papel.