2

En el departamento de Patología siempre era de noche. Ésa era una de las cosas que a Quirke le gustaban de su trabajo; más bien la única que le gustaba, pensaba a menudo. No es que tuviera un gusto especial por lo nocturno —no soy más morboso que el patólogo de al lado, insistía en la taberna, aun cuando suscitara una risa ruidosa entre los presentes—, pero sí se estaba descansado, cómodo, podría decirse, en aquellas profundidades a casi dos pisos por debajo de las aceras más bulliciosas de la ciudad. Además, allí tenía la sensación de ser parte de la continuación de prácticas ancestrales, de conocimientos secretos, de un trabajo tan sigiloso que no se podía llevar a cabo a plena luz del día.

Quirke había encomendado el trabajo de Dolly Moran a Sinclair aun sin saber bien por qué; desde luego, no tenía el menor escrúpulo en ser él quien abriese el cuerpo de una persona de la que había tenido un breve conocimiento. Sinclair había supuesto que sólo iba a ayudar a Quirke, pero éste le depositó el escalpelo en la mano y le dijo que se encargase de todo. El joven al principio estuvo suspicaz, temeroso de que se le hubiera puesto a prueba o se le hubiera llevado a una trampa de la profesión, pero cuando Quirke se fue a su despacho, murmurando que tenía papeleo atrasado y que tenía que poner cosas al día, acometió la tarea con entusiasmo. Lo cierto es que Quirke hizo caso omiso de los papeles que requerían su atención, y estuvo sentado una hora con los pies sobre la mesa, fumando y pensando, mientras escuchaba a Sinclair en la sala de disección, silbando a la vez que manejaba el bisturí y el serrucho.

Quirke había decidido asumir, por razones la mayor parte de las cuales no se tomó la molestia de indagar, que el asesinato de Dolly Moran no guardaba ninguna relación con el asunto de Christine Falls. Cierto, era sospechosamente coincidente que hubiera muerto tan sólo a las pocas horas de la segunda visita que hizo él a Crimea Street. ¿Había estado al tanto de que corría peligro? ¿Fue ésa la razón de que le negara la entrada en su casa? Algo de lo que le dijo a través de la puerta cerrada resbalaba de continuo por su mente, como una lombriz obstinada. Sin parar mientes en lo estúpido que podría haber parecido a cualquiera que le mirase desde la hilera de ventanas protegidas por visillos, al otro lado de la calle, se había inclinado para hablar con ella por la ranura del buzón, exigiendo, a fuerza de una cólera para la cual no halló explicaciones —cierto, estaba aún bastante borracho después del vino que había trasegado en Jammet—, que le hablase de la hija de Christine Falls, que le dijera qué había sido de ella. «No le diré nada —chistó Dolly Moran por toda respuesta; su voz, ahora se lo parecía, podría haber salido por una rendija en la tapa de un ataúd—, demasiado le he dicho ya». ¿Y qué era lo que le había dicho con anterioridad, aquella tarde en la taberna ahumada, que pudiera ser ese demasiado que, a su juicio, había dado en revelar? Mientras estaba allí inclinado, dando voces en la ranura del buzón, ¿le había vigilado alguien? Ahora se lo preguntaba.

No, se dijo, no: estaba dejándose llevar por pensamientos caprichosos y ridículos. En su mundo, el mundo que habitaba allá arriba, a la luz del día, a nadie se le arrancaban de cuajo las uñas, ni se le abrasaban los sobacos con la punta de un cigarrillo; las personas a las que allí trataba no morían a mamporro limpio en la cocina de su casa. ¿Y qué había llegado a saber de Dolly Moran, salvo que le gustaba la ginebra con agua y que había trabajado tiempo atrás para la familia Griffin?

Se levantó y dio unos cuantos pasos por el estrecho espacio que se abría al otro lado de la mesa. El despacho era demasiado pequeño; cualquier parte era demasiado pequeña para él. Tenía de su propio yo, en lo físico, una imagen a medias cómica y a medias descorazonados: una peonza inmensa, precariamente en vilo, y mantenida en pie gracias a un impulso imparable, pero susceptible al menor roce de salir despedida en una dirección imprevisible y a una velocidad incontrolable, rebotando contra los muebles antes de detenerse sin remedio en algún rincón de difícil acceso. Su tamaño desmedido siempre le había resultado un estorbo. Desde la adolescencia había adquirido el corpachón de un autobús, y de ese modo constituyó un desafío natural primero para los matones del hospicio, después para los abusones del colegio, luego para los jugadores de rugby en los bailes y para los borrachos de las tabernas a la hora del cierre. A pesar de todo ello, nunca se vio implicado directamente en ningún episodio serio de violencia, y la única sangre que había derramado en la vida era la de la mesa de disección, aunque de esta sangre fuesen ríos los derramados por su mano.

La escena que presenció en la cocina de Dolly Moran le había afectado de una manera especial. A su debido tiempo se las vio con infinidad de cadáveres, no pocos más vejados que el de ella, a pesar de lo cual el patetismo de su predicamento, allí tendida sobre el suelo de piedra, atada a una silla de cocina, la cabeza en medio de un charco de sangre espesa, mezclada con sus propios sesos, le había provocado una creciente oleada de ira y de algo semejante a la pena, algo que no había remitido aún. Si pudiera echar el guante a quien le había hecho algo tan terrible, caramba, sería capaz… sería… Pero en ese punto su imaginación le abandonaba. ¿Qué podría hacer? No estaba en su persona el ánimo vengador. Sí, los muertos, había dicho Dolly. No dan problemas.

Sinclair llamó a la puerta acristalada y entró. Era un cirujano meticuloso. Uno podría merendar de la mano del señor Sinclair, le había asegurado una de las limpiadoras. No tenía apenas una sola mancha en el delantal de caucho, y sus botas verdes de laboratorio estaban impecables. Del fondo de un cajón del archivador Quirke sacó una botella de whisky y se sirvió un chorro en un vaso. Era un ritual que había instituido con los años, la copa de después de la autopsia. A estas alturas, esa ocasión había adquirido en gran medida el aire solemne de un velatorio. Le pasó el vaso a Sinclair.

—¿Y bien? —dijo.

Sinclair estaba esperando a que él mismo se sirviera una copa, pero Quirke no tenía intención de beber en memoria de Dolly Moran, cuyos restos podía ver con toda claridad con sólo asomarse a la puerta acristalada, pálidos y relucientes sobre la plancha de acero.

Sinclair se encogió de hombros.

—Lo que suponíamos —dijo—. Traumas causados por objetos romos, hematoma intradural. Es probable que no se hubieran propuesto matarla. Cayó de costado con la silla, se le quebró el cráneo contra las piedras del suelo —miró el vaso que apenas había tocado, contenido sin duda por el inesperado comportamiento abstemio de Quirke—. Usted la conocía, ¿no es así?

Quirke se sobresaltó. No recordaba haberle dicho a Sinclair nada sobre sus tratos con Dolly Moran, y tampoco supo cómo debía responder. Su dilema lo resolvió la aparición, en los cristales de la puerta, a espaldas de Sinclair, de una silueta robusta, con sombrero e impermeable. Quirke se acercó a la puerta. El inspector Hackett ostentaba su habitual expresión de indiscernible contento, y había aparecido de rondón, como quien va al teatro y llega tarde al comienzo de la farsa. Era tan ancho como Quirke, pero al menos dos palmos más bajo, lo cual no parecía importarle. Quirke estaba acostumbrado a las estratagemas que adoptaban las personas de estatura normal para tratar con él, cargando el peso en los talones, enderezando vigorosamente los hombros, estirando el cuello al máximo, si bien Hackett no caía nunca en ninguna de ellas: miraba a Quirke desde abajo con unos ojos cargados de escepticismo, como si lo midiera de hito en hito, como si fuera él, y no Quirke, quien llevaba ventaja, quien disponía de una eminencia más encumbrada, si bien un tanto irrisoria. Tenía una cabeza grande y rectangular, una raja en vez de boca y una nariz como una patata mohosa y con brotes. Sus ojos, castaño claro, recordaban las lentes de una cámara, escrutándolo todo a su antojo, memorizándolo. Ante su mirada, Sinclair se dio prisa en dejar el vaso sobre la mesa sin haberse terminado el whisky, y murmuró algo antes de marcharse. Hackett le observó atravesar la sala de disección, dejando el delantal al salir y, sin apenas modificar el paso, echando una mortaja por encima del cadáver de Dolly Moran con un experto golpe de muñeca, antes de salir por las puertas batientes de color verde que había al fondo.

Hackett se volvió a Quirke.

—Así que ha delegado el trabajo, ¿no?

Quirke buscaba en el cajón de su escritorio un paquete de tabaco.

—Le venía bien hacer unas prácticas —dijo.

No tenía tabaco en el cajón de la mesa. El detective sacó un paquete y encendieron cada cual un cigarrillo. Quirke empujó el cenicero sobre la mesa. Tenía la sensación de estar a punto de embarcarse en una partida de ajedrez en la que era al tiempo uno de los jugadores y una pieza. La facilidad de trato de Hackett, su acento de las Midlands, no le llevaban a engaño; había visto al detective trabajar antes en otros casos.

—Bien —dijo Hackett—, ¿y cuál es la sentencia?

Quirke le relató los hallazgos de Sinclair. Hackett asintió, y se apoyó sobre uno de sus anchos muslos al borde del escritorio de Quirke. Por un momento, Quirke vaciló, pero también tomó asiento al otro lado de la mesa, en su silla giratoria. Hackett contemplaba el whisky de Sinclair, allí donde el joven lo había dejado, en una esquina de la mesa: una diminuta estrella de luz pura y blanca rebrillaba en el fondo del vaso.

—¿Quiere tomar una copa? —le ofreció Quirke.

Por toda respuesta, Hackett hizo una pregunta.

—¿La sometieron a alguna manipulación?

A Quirke se le escapó una breve carcajada.

—Si lo que quiere saber es si fue objeto de agresiones sexuales, la respuesta es no.

Hackett lo miró un momento sin expresión y el ambiente en el despacho se cargó de tensión, como si un tornillo que mantuviera en su sitio algo de vital importancia hubiera sido objeto de un cuarto de vuelta aplicado sin el menor esfuerzo.

—Eso es lo que quería decir, exactamente —dijo con suavidad el detective. No era un hombre del que nadie pudiera reírse como si tal cosa. La luz que se filtraba hacia arriba de la lámpara de mesa convertía su rostro en una máscara, el mentón prominente, las fosas nasales ensanchadas, las manchas de oscuridad absoluta en las cuencas de los ojos. Quirke volvió a ver, con una claridad que le estremeció, a la mujer en el suelo, las huellas de quemaduras en los brazos, la sangre casi renegrida bajo la única bombilla que colgaba del techo—. Así que no fueron allá a pasar el rato —dijo Hackett.

Quirke sintió una puñalada de irritación.

—¿Eso le había parecido? —dijo cortantemente. Hackett se encogió de hombros—. ¿Qué quiere decir —siguió diciendo— al hablar en plural? ¿Cuántos eran?

—Dos —dijo Hackett—. Lo sabemos, antes de que me lo pregunte, por las huellas que había en el jardín de la parte posterior. En la calle, nadie vio ni oyó nada, claro, o eso dicen, ni siquiera la estantigua que vive enfrente, aunque sospecho que es de las que podrían oír peerse a un gorrión. Pero a la gente, ya sabe, le gusta ocuparse de sus propios asuntos. Tuvieron que ser dos al menos para atar de ese modo a la pobre Dolly. Damos por hecho que estuvo consciente en todo momento. No es fácil atar a una mujer por las piernas, no sé si lo ha intentado alguna vez. Son más fuertes de lo que parece, incluidas las que ya no son jóvenes del todo, como Dolly —Quirke trató de discernir una expresión en esa máscara en la sombra, pero no pudo—. ¿Tiene usted alguna idea de lo que andaban buscando? —siguió diciendo Hackett casi como si meditara en silencio—. Tuvo que ser algo que valiera la pena encontrar, porque pusieron la casa patas arriba.

Quirke había terminado el cigarrillo y Hackett le ofreció otro. Tras un instante de vacilación lo tomó. El humo rodaba sobre la mesa como la niebla de noche en el mar. Quirke volvió a oír la voz de Dolly Moran: Lo tengo todo escrito. Tosió para ganar un instante.

—No tengo ni idea de lo que podían andar buscando —dijo con una voz antinaturalmente alta a sus propios oídos. Hackett volvía a mirarlo, su rostro más que nunca convertido en una máscara. De algún lugar muy por encima de ambos, en las plantas superiores del hospital, llegó un estrépito en sordina. Qué raros, se dijo Quirke, con vaguedad y sin coherencia, los ruidos inexplicables que se hacen en el mundo. Como si ese ruido lejano hubiera sido una señal, Hackett se levantó de la mesa y caminó hasta la puerta para apoyarse contra la jamba, mirando el cadáver de Dolly Moran envuelto en la mortaja. La luz blanca que caía de las grandes lámparas del techo parecía tener una mínima vibración, una bruma incolora, palpable.

—En fin —dijo Hackett, regresando a la parte previa de su intercambio, como si no hubiera mediado un respiro—, Dolly conocía a esa muchacha… ¿cómo se llamaba?

—Christine Falls —respondió Quirke demasiado deprisa, o eso pensó.

Hackett asintió sin darse la vuelta.

—Eso es —dijo—. Pero dígame una cosa: ¿usted en una situación normal daría su número de teléfono a una persona que fuese amiga de alguien que hubiera muerto?

Quirke no supo qué contestar, pero algo tenía que decir.

—Me interesaba su… —se oyó decir—. Me interesaba Christine Falls, quiero decir.

Hackett tampoco se dio la vuelta. Siguió mirando por la puerta acristalada como si algo de gran interés estuviera sucediendo en la otra sala, vacía.

—¿Por qué? —dijo.

Quirke se encogió de hombros aun cuando el detective no le viera hacerlo.

—Por pura curiosidad —dijo—. Es algo que va con el trabajo. De tanto tratar con los muertos, uno a veces se pregunta por la vida que llevaron.

Se dio cuenta de lo artificioso de la frase, pero ya no podía hacer nada por corregirla. Hackett se volvió con su media sonrisa en los labios. Quirke tuvo una urgencia casi irresistible de decirle que se quitara de una vez, por Dios, el dichoso sombrero.

—¿Y de qué murió? —preguntó Hackett.

—¿Quién?

—Esa chica, la tal Falls.

—De embolia pulmonar.

—¿Qué edad tenía?

—Era joven. A veces pasa.

Hackett se miró la puntera de las botas, con las alas del impermeable echadas para atrás y sujetas por las manos, que se había metido en los bolsillos de la chaqueta, abotonada, del traje azul. Alzó la vista.

—Bien —dijo, y se dirigió a la puerta—. Me marcho.

Quirke, sorprendido, empujó la silla hacia atrás sobre las ruedas y se puso en pie.

—¿Me hará saber —dijo con un deje de remota desesperación—, me hará saber, esto es, me comunicará si averigua alguna cosa?

El detective se dio la vuelta, con la sonrisa ensanchada sobre sus rasgos desdibujados, y habló en tono jovial, de buen humor.

—Ah, descuide. Averiguaremos cosas en abundancia, eso ni lo dude, señor Quirke. Cosas en abundancia.

Y sin dejar de sonreír se encaminó hacia la puerta, salió y cerró antes de que Quirke tuviera tiempo de salir de detrás de su escritorio. Sin apenas darse cuenta de lo que hacía, Quirke tomó el vaso de Sinclair y se ventiló el whisky que quedaba en el fondo, antes de dirigirse al archivador y pescar la botella para servirse otro trago. Mal Griffin, pensó con un mal humor enrabietado, nunca sabrás cuánto me debes.