Claire Stafford estaba preguntándose si el vestido que había elegido era el apropiado para la ocasión. Con las monjas nunca se sabía. Era un vestido verde, con encajes blancos en el dobladillo y un escote festoneado, no muy bajo, aunque tal vez dejara al descubierto buena parte del cuello y de la franja pecosa que le quedaba por debajo de las clavículas. Se dejaría la pañoleta verde suelta sobre el cuello, e incluso el abrigo, en caso de que le fuera posible. No había querido preguntar a Andy su opinión. Con Andy tampoco se sabía nunca. Apenas se fijaba en lo que se había puesto, y luego, de repente, cuando ella menos se lo esperaba, se volvía hacia ella y le hacía, si acaso, un comentario de reproche. Una vez le dijo que parecía una puta. Ella jamás lo olvidaría. Vivían por entonces en la pensión de Scranton Street. Ella llevaba unos vaqueros y unos zapatos blancos de tacón, y una blusa roja anudada a la cintura. Él acababa de llegar tras un largo trayecto en coche desde Albany; parecía acalorado, cansado, enojado, y pasó por delante de ella yendo a la cocina, para sacar una cerveza del arcón congelador. Se lo dijo entonces, por encima del hombro. «Cariño, pareces una ramera de las baratas». Dijo ramera, y no puta, igual que hacía su padre. Ella contuvo el llanto, porque eso a él le habría encolerizado aún más. A pesar del daño sufrido, se volvió a ver qué guapo estaba él, apoyado contra el congelador con sus botas y sus pantalones de faena, con la camiseta blanca y manchada, sus antebrazos resplandecientes, de jinete de rodeo, y el cabello negro como ala de cuervo caído sobre la frente. El chico más guapo que nunca hubiera conocido.
Hoy llevaba unos pantalones oscuros y bien planchados sobre sus botas de vaquero, camisa blanca y una corbata de lana, y una chaqueta de sport, de cuadros castaños y solapas anchas. Le había dicho ella que estaba muy bien, pero él torció el gesto y dijo que se sentía como Bozo, el Payaso. Al caminar hacia la entrada de St. Mary, él se pasaba un dedo por el interior del cuello de la camisa, torciendo el mentón y resoplando. Estaba nervioso, ella lo veía a las claras. Y en el taxi estuvo hablando sin parar, quejándose de la paga que perdía al haber tenido que acompañarla, si bien ahora estaba callado y entornaba los ojos al mirar, bañada en el sol de otoño, la fachada alta y plana del hospicio, que parecía ser aún más alta a medida que se acercaban. También ella estaba algo asustada, aunque no por el lugar en sí. Y es que conocía St. Mary, lo conocía como si fuera su casa.
Abrió la puerta una monja joven a la que no reconoció. Se llamaba sor Anne. Habría sido guapa de no ser por los dientes saledizos. Los guió por el amplio vestíbulo de la entrada y por un corredor hacia el despacho de sor Stephanus. Los olores familiares —la cera de los suelos, la lejía, la comida de institución, los bebés— despertaron en Claire una excitada mezcla de emociones. Allí había sido feliz, o más bien no había sido infeliz. En algún lugar, hacia lo alto, un coro de voces infantiles entonaba un himno más o menos al unísono.
—Usted trabajaba aquí, ¿verdad? —preguntó sor Anne. Tenía acento del sur de Boston. Se había abstenido de mirar a Andy, intimidada, supuso Claire, por su apostura de vaquero—. ¿Y qué tal le sienta ser ahora una señora que dispone de todo su tiempo? —preguntó de buen natural.
Claire rió.
—Ay, la verdad es que echo de menos este lugar —dijo.
Sor Stephanus levantó la mirada cuando entraron. Estaba sentada ante su escritorio, con una pila de papeles delante. Claire sospechó que era una pose estudiada, pero se reconvino por tener ese mal pensamiento.
—Ah, Claire. Por fin llegas. Y Andy contigo.
—Buenos días, hermana.
Andy no dijo nada, se limitó a asentir. Había adoptado un aire de mal humor con el cual presuntamente aspiraba a disimular su ansiedad. A su pesar, Claire experimentó un breve instante de exultación: ése era un lugar que le pertenecía a ella, no a él; el momento también era suyo.
Sor Stephanus les invitó a tomar asiento, y Andy acercó otra silla de las seis que rodeaban la mesa.
—Tenéis que estar los dos muy emocionados —dijo la monja, inclinándose sobre el escritorio con las manos entrelazadas y apoyadas sobre los papeles. Sonreía ampliamente, mirando a uno y a otro—. ¡No todos los días se convierte uno en padre! Y en madre, naturalmente.
Claire sonrió y asintió apretando los labios con fuerza. A su lado, Andy cambió de postura y la silla emitió un crujido. No estaba muy segura de cómo debía tomarse las palabras de la monja. Qué cosa tan extraña había dicho, y además sin rodeos ni preámbulos. En todos los años que había pasado allí, primero siendo huérfana, a la muerte de su madre, cuando su padre se fugó, y luego trabajando en las cocinas, y más adelante cuidando a los más pequeños, nunca llegó a calar del todo a sor Stephanus, ni tampoco a las otras monjas, desde luego; nunca llegó a hacerse a la idea de cómo pensaban realmente. Habían sido buenas con ella, eso sí, y a ellas se lo debía todo, todo, claro, salvo Andy: a él lo había encontrado ella sola, al marido joven, de extremidades fornidas, ojos negros, que hablaba arrastrando las palabras. Intentó no representárselo como lo había entrevisto esa mañana ante el espejo, mientras se vestía, y volvió a verlo: la espalda sin tacha, del color de la miel, y el tenso perfil de su estómago allí donde se precipitaba a las tinieblas. Era su hombre.
Sor Stephanus abrió ante sí, sobre la mesa, una carpeta de cartulina ocre y se puso unas gafas de montura metálica, introduciéndose las patillas por los lados rígidos de la toca, casi como si, pensó Claire, estuviera poniéndose una doble inyección en la cara. Claire se sonrojó un poco: ¡qué cosas tan raras se le pasaban por la cabeza! La monja repasó los papeles que contenía la carpeta, deteniéndose de vez en cuando a leer una línea o dos, y frunciendo el entrecejo. Luego alzó la vista y miró esta vez a Andy.
—Andy, entiendes cuál es la situación, ¿verdad? —dijo, espaciando las palabras con gran cuidado, como si hablase con un niño—. Ésta no es una adopción, no lo es en el sentido oficial. St. Mary, como bien podrá explicarte Claire, cuenta con sus propias… disposiciones. El Señor, como digo siempre, es nuestro legislador —miró a uno y a otro con las cejas enarcadas, a la espera de que reconocieran la ocurrencia. Claire sonrió obedientemente, y Andy volvió a cambiar de postura las piernas, primero cruzándolas de un modo, luego del otro—. Y espero que los dos entendáis como es debido —siguió diciendo— que, cuando llegue el momento, serán el señor Crawford y sus adjuntos los que decidan qué educación es la indicada para la niña y todo lo demás. Se os consultará, por descontado, pero todas esas decisiones serán al final ellos quienes las tomen.
—Lo entendemos, hermana —dijo Claire.
—Es importante que lo entendáis bien los dos —dijo la monja con el mismo tono grave, implacable, que sonaba como una voz de locutora de radio o como algo que estuviera ya grabado. Aunque procedía del sur de Boston tenía un acento de Inglaterra, terso y refinado—. Demasiadas veces nos encontramos con que algunos jóvenes olvidan de dónde ha llegado su hijo, y quién es quien tiene realmente la última palabra en todo lo referente a su buena crianza.
Se hizo el silencio en el despacho durante un momento largo y solemne. Desde lejos, apenas audibles, llegaban las voces de los niños que cantaban. Dulce corazón de Jesús, fuente de amor y misericordia. Claire notó que sus pensamientos empezaban a ser vacilantes, como le sucedía algunas veces, sobre todo cuando parecían volar en todas direcciones como si fueran piezas de una maquinaria que se rompiera bajo una presión excesiva. Por favor, Dios, rogó, no permitas que me entre ahora uno de mis dolores de cabeza. Se obligó a no perder la concentración. Había oído con anterioridad todas las cosas que estaba diciendo sor Stephanus. Supuestamente, su obligación era asegurarse de que todo quedara bien claro, de modo que nadie llegara después a decir que las condiciones impuestas no se le habían explicado con la debida nitidez. La monja había vuelto a leer algo en el expediente, y se volvió de nuevo hacia Andy.
—Había una cosa más que quería señalar —dijo—. Tu trabajo, Andy, seguramente te obliga a estar fuera de casa durante periodos bastante largos, ¿cierto?
Andy la miró con cautela. Iba a decir algo, pero tuvo que aclararse la garganta y empezar de nuevo.
—Pueden ser unos cuantos días —dijo— cuando tengo que ir hasta la frontera. Puede ser una semana, o poco más, si he de atravesar los Lagos.
La monja parecía impresionada.
—¿Tan lejos viajas? —dijo, y pareció casi nostálgica.
—Pero siempre llamo a casa una vez al día —dijo Andy—. ¿Verdad que sí, cariño? —mientras lo decía, se volvió de lleno hacia Claire y la miró a los ojos como si ella pudiera negarlo. Ni por asomo se le habría ocurrido negarlo, por supuesto que no, aun cuando no fuera estrictamente la verdad. Le encantaba la manera de hablar de Andy: ¿Verdá que sí, ca’iño? Así imaginaba el sonido del viento en las llanuras del oeste.
Sor Stephanus también parecía haber captado esa nota deliciosa y solitaria que se percibía en su voz, y fue ella quien tuvo que aclararse la garganta.
—Con todo y con eso —dijo dirigiéndose no tanto a Claire cuanto obviando a Andy—, para ti tiene que ser duro algunas veces.
—Oh, pero ya no lo será —dijo Claire con precipitación, y se mordió el labio; se dio cuenta de que tendría que haber negado que la vida con Andy no fuera una dulzura perpetua, un lecho de rosas; confió en que él no la tomara después con ella por haber reconocido lo contrario—. Es decir —añadió con sagacidad—, cuando el bebé me haga compañía.
—Y cuando nos vayamos a vivir a la casa nueva tendrá un montón de amigas nuevas —dijo Andy. Se sentía confiado, y había comenzado a actuar como un auténtico vaquero, con esa sonrisa torcida y seductora, al estilo de John Wayne; a fin de cuentas, la monja era una mujer, pensó Claire a su pesar, con un punto de agria contrariedad, y no había nada de lo que Andy no fuera capaz ante una mujer, siempre y cuando se lo propusiera.
—Sin embargo —dijo pensativamente la monja, como si hablara sólo para sí—, me pregunto si no cabría la posibilidad de que tuvieras un trabajo distinto, otra clase de camión, e incluso un taxi, por ejemplo.
Con eso puso coto a la sonrisa de Andy, que se incorporó como si le acabara de picar un insecto.
—No querría yo dejar de trabajar para Transportes Crawford —dijo—. Ahora que Claire deja de trabajar aquí, y ahora que viene el bebé…, bueno, vamos a necesitar toda la pasta que podamos juntar, está claro. Están las horas extras, y las compensaciones por los trayectos de larga distancia a Canadá y a los Lagos.
Sor Stephanus se recostó en su silla y formó una cúpula con los dedos de ambas manos a la vez que lo observaba, tratando de juzgar, o eso pareció, si hablaba con un tono de genuina preocupación o de amenaza velada.
—Sí, en fin… —dijo, encogiéndose de hombros de manera imperceptible. Volvió a mirar el expediente—. Tal vez yo podría hablar con el señor Crawford…
—Eso estaría muy bien —dijo Andy con demasiada ansiedad, se dio cuenta, y ella le lanzó una mirada seca, cortante, que a él le hizo titubear y retreparse en la silla. Con esfuerzo atinó a relajarse, y volvió a esbozar su sonrisa facilona de vaquero despreocupado—. Quiero decir que estaría muy bien si tuviera un trabajo que no me llevara tan lejos de casa y del bebé y de todo esto.
Sor Stephanus siguió escrutándolo. El silencio reinante parecía crepitar. Claire se percató de que en todo momento había estado estrujando un pañuelo, y cuando abrió el puño lo vio allí pegado, un bulto húmedo en la palma de la mano. Sor Stephanus en ese instante cerró la carpeta con un ruido seco y se puso en pie.
—De acuerdo —dijo—. Vayamos.
Los condujo a paso vivaz a la puerta y salieron.
—Tú nunca habías venido, ¿verdad? —dijo a Andy por encima del hombro, deteniéndose al final del corredor y abriendo de golpe una puerta más allá de la cual se veía una sala alargada, de techos bajos, pintada de un blanco deslumbrante, con hileras de cunas idénticas frente a cada una de las paredes laterales. De un lado a otro trajinaban las monjas de hábitos blancos, algunas con bebés envueltos en toquillas, en brazos, con una suerte de negligencia animada, bien ensayada. Algo feroz, algo celoso asomó en la sonrisa de sor Stephanus.
—La guardería —anunció—. El corazón de St. Mary. Nuestro orgullo y alegría.
Andy se quedó boquiabierto, impresionado, y poco le faltó para largar un silbido de admiración. Era como una escena tomada de una película de ciencia ficción, todos los extraterrestres metidos en sus vainas. Sor Stephanus lo miraba expectante, el mentón bien erguido.
—Qué cantidad de críos —fue todo cuanto atinó a decir con voz queda.
Sor Stephanus soltó una risa campanuda que tenía que haber resultado atribulada, pero que sonó más bien un tanto demente.
—Ah —dijo—, pues ésta es sólo una fracción de los pobres renacuajos que en el mundo entero necesitan de nuestros cuidados y protección.
Andy asintió con obediencia. Era algo que no le agradó sopesar, todos esos niños perdidos y abandonados que lloraban pidiendo atención, que sacudían los puños y daban patadas al aire. La monja los había conducido allí, y Claire miraba en derredor con ese gesto desaforado y conejil que él detestaba; a veces le llegaba a parecer que cuando estaba así de excitada las aletas rosadas y casi transparentes de su nariz llegaban a temblar un poco.
—¿Es…? —dijo, y no supo cómo terminar.
Sor Stephanus asintió.
—Están terminando de verificar que esté en perfectas condiciones antes de emprender su nueva vida.
—Quería preguntar —dijo Claire temerosa— si la madre… —pero sor Stephanus alzó una mano alargada y blanca para hacerle callar.
—Sé que querrías conocer algo acerca de la procedencia de la niña, Claire. De todos modos…
—No, no, sólo iba a preguntar…
—De todos modos —la monja era imparable, y se repitió con una voz afilada como una sierra—, hay ciertas normas que debemos respetar a toda costa.
El pañuelo aplastado que Claire tenía en el puño estaba caliente y duro como un huevo cocido. Tuvo que insistir.
—Sólo es que —dijo, y respiró a duras penas—, sólo es que, cuando crezca, no sé si sabré qué decirle.
—Ah, ya —dijo la monja, y cerró los ojos un instante e hizo con la cabeza un gesto de desdén—. Eso has de decidirlo tú, por supuesto, cuando llegue el momento. Tú sabrás si debe o no saber que no sois sus padres naturales. En cuanto a los detalles… —abrió los ojos y esta vez por algún motivo se dirigió a Andy—: Creedme, hay asuntos de los que es mejor no saber nada. Ah, pero ahí viene sor Anselm.
Una monja de corta estatura, cuadrada, se acercaba hacia ellos. Algo extraño le sucedía en el costado derecho, y caminaba con paso renqueante, arrastrando tras de sí una cadera, como una madre que tira de un niño obstinado. Tenía la cara ancha, una expresión severa, pero no hostil. Del cuello le colgaba un estetoscopio. Traía un bebé en brazos, envuelto como una larva en una manta de algodón blanco. Claire la saludó con desbordantes muestras de alivio; sor Anselm era la monja que había cuidado de ella en sus primeros tiempos allí en St. Mary.
—Bueno —dijo sor Stephanus con forzada alegría—, pues aquí estamos, ¡por fin!
Todo pareció detenerse entonces, como sucede en la misa cuando el sacerdote alza la hostia consagrada. Como si estuviera alejada de allí, Claire se vio extender los brazos, igual que si con ese gesto salvara un abismo, y tomar en brazos al bebé. Qué solidez la de su peso, a pesar de que apenas pesaba nada, como si no tuviera sustancia terrenal. Sor Stephanus estaba diciendo algo. Los ojos del bebé eran de un delicadísimo azul, tanto que parecían mirar a otro mundo. Claire se volvió hacia Andy. Intentó decir algo y no pudo. Se sentía frágil y se sentía herida de una manera maravillosa, casi como si de veras fuese madre, como si de veras hubiera dado a luz.
Christine, fue todo lo que dijo entonces sor Stephanus, vuestra hijita Christine.
Cuando se despidió de los Stafford en la puerta de entrada, sor Stephanus volvió despacio a su despacho y se sentó ante el escritorio, apoyando entonces la cara en ambas manos. Era una pequeña indulgencia que se concedía, un momento de debilidad, de rendición, de descanso. Después de que otro pequeño abandonara el hospicio, siempre sobrevenía ese intervalo de vacuidad y compunción. No era que estuviera triste, no era que lo lamentara de ninguna manera; en el fondo de su corazón sabía que no tenía una gran hondura de sentimiento por aquellas criaturas perdidas que tan brevemente estaban bajo su cuidado. Pero sí quedaba un engorroso vacío que le llevaba un rato subsanar. Exhausta, ésa era la palabra: se sentía exhausta.
Sor Anselm llegó al despacho y entró sin tomarse la molestia de llamar. Renqueando, se arrimó a la ventana más próxima al escritorio de sor Stephanus y se encaramó para sentarse en el alféizar a la vez que sondeaba un bolsillo por debajo del hábito, sacó un paquete de Camel y encendió un cigarrillo. A pesar de todos los años transcurridos, el hábito de monja seguía sin sentarle bien del todo. Pobre Peggy Farrell, en otro tiempo el terror de Sumner Street. Su padre había sido estibador, Mikey Farrell, del condado de Roscommon: bebía, pegaba a su mujer y tiró a su hija por las escaleras una noche de invierno, dejándola lisiada de por vida. Con qué viveza recuerdo estas cosas, pensó sor Stephanus, mientras que a veces tengo dificultades para recordar cuál era mi nombre. Confió en que Peggy, sor Anselm, no hubiera ido a su despacho a endilgarle uno de sus sermones. Para que no hubiera ocasión, le dijo:
—Bueno, hermana, otra que se va.
Sor Anselm lanzó una colérica bocanada de humo hacia el techo.
—Hay muchas más en el sitio del que venía ésta —dijo.
Ay, ay, ay. Sor Stephanus se concentró de manera visible en los papeles que tenía sobre la mesa.
—En tal caso, hermana, ¿no es buena cosa —dijo con mansedumbre— que aquí estemos nosotras para cuidar de todas ellas?
Sor Anselm no iba a dejarse disuadir tan a la ligera. No en vano seguía siendo la misma Peggy Farrell que había superado toda clase de inconvenientes y obstáculos para obtener un título de Medicina con honores y ocupar su puesto entre los doctores del Hospital General de Massachusetts antes de que la Casa Madre le diera la orden de quedarse en St. Mary.
—Debo decir, Madre Superiora —dijo, y dio un énfasis irónico al título, como siempre sabía hacer—, que me da la impresión de que la moral de las muchachas irlandesas de hoy en día debe de ser francamente despreciable si se tiene en cuenta la cantidad de pequeños errores que nos caen en brazos.
Sor Stephanus se dijo que era mejor no decir nada, pero fue en vano. Peggy Farrell siempre había sabido cómo encontrarle las cosquillas, desde aquellos tiempos ya lejanos en que jugaban juntas las dos, la hija del abogado de poca monta y la hija de Mikey Farrell, en el portal de la casa de Sumner Street.
—No todas ellas son pequeños errores, como usted las llama —dijo, fingiendo seguir absorta en sus papeles.
—Entonces, como hay Dios —dijo sor Anselm— que la tasa de mortalidad entre las madres de allá debe de ser tan alta como baja es la moral de las solteras, si así se da semejante cantidad de huerfanitos.
—Ojalá, hermana, que no hablara usted de ese modo —sor Stephanus supo mantener un tono controlado y llano—. No querría —continuó— tener que instituir procedimientos disciplinarios.
Se hizo un dilatado silencio. Sor Anselm, con un gruñido, bajó de un salto del alféizar y avanzó para apagar su cigarrillo en el cenicero de cristal que se hallaba sobre el escritorio, renqueando entonces hacia la puerta para desaparecer. Sor Stephanus permaneció inmóvil, contemplando el cigarrillo apresuradamente aplastado, del cual aún salía un fino y sinuoso hilillo de humo azul celeste.