Una monja joven, de dientes saledizos, abrió la puerta y se hizo a un lado indicándole que entrase. A la vista de la sala alargada, desolada, algo se encogió en sus entrañas y por un instante volvió a ser una niña temblorosa ante el despacho de la Madre Superiora. Una mesa de caoba maciza, las seis sillas de respaldo alto en las que nunca se había sentado nadie, libros tras los cristales de las vitrinas, un colgador donde no colgaba un solo abrigo; en un nicho, en la pared, una estatua de la Virgen a tres cuartos de su tamaño natural, desconsolada, en azul claro y blanco, sujetaba entre las yemas de los dedos, en una actitud de melindre y recelo, un gran lirio blanco, símbolo de su pureza. En el otro extremo, bajo un borroso cuadro de alguna mártir y santa, había un escritorio antiguo, con su lámpara y su secante de cuero, y dos teléfonos. ¿Por qué dos? Sin que ella se percatase, la monja se había marchado, cerrando una puerta a sus espaldas sin hacer ruido. Se encontraba en medio del silencio, con la niña dormida, en brazos, envuelta en su manta. Los árboles, por las ventanas, le resultaban desconocidos, ¿o sólo se lo parecían? Todo le parecía extraño allí, aquietado.
Otra puerta, una en la que no había reparado, se abrió como por efecto del viento. Entró una monja alta, de hombros altos como los de un hombre y cara estrecha, severa, pálida. Avanzó deprisa hacia ella con ambas manos extendidas, su hábito grueso y negro desplazando el aire de un modo audible, sonriendo y a la vez como si estuviera sorprendida de hacerlo, como si las sonrisas fueran desconocidas en su rostro. Era sor Stephanus.
—Señorita Ruttledge —dijo, y tomó la mano libre de Brenda entre las suyas—, bienvenida a Boston y a St. Mary.
Despedía el habitual olor a moho de las monjas. Brenda no pudo abstenerse de recordar los cuentos que se contaban en el convento cuando era niña, acerca de que a las monjas se les prohibía desnudarse y tenían que usar una especie de traje de baño para asearse.
—Me alegro mucho de haber venido, hermana —dijo con una voz que le fastidió por su aparente mansedumbre. Ya no era una niña, se dijo, y esa monja no tenía ninguna autoridad sobre ella. Cuadró los hombros y miró con robustez el rostro frío y resplandeciente de la otra—. Boston es muy agradable —añadió, pero también esto le sonó débil, insulso. El bebé le dio una patada que le llegó mullida por la manta, como si exigiera ser presentado. Ya era toda una señorita. La sonrisa quebradiza de la monja se desdibujó de su cara.
—Y ésta debe de ser la niña —dijo.
—Sí —repuso Brenda, apartando el dobladillo de la manta con un dedo para dejar al descubierto la carita lívida con su boquita de piñón y sus ojos azules permanentemente sobresaltados—. Ésta es la pequeña Christine.