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Dolly Moran supo desde el primer momento quiénes eran. Los había visto antes. También había oído hablar de ellos por el barrio, sabía a qué se dedicaban. Estaba segura, aun sin saber por qué, de que era precisamente ella la razón de que estuvieran allí, de pie en la esquina de la calle, haciendo como que no tenían nada mejor que hacer. ¿Estaban quizás esperando a que se hiciera de noche? Los vio por vez primera cuando iba a salir a por leche y a por el periódico vespertino. Se había puesto el abrigo y el sombrero, pero se quedó quieta en la puerta en cuanto los vio. Uno era flaco, con el pelo negro y sucio, en forma de punta de flecha sobre la frente; tenía unas mejillas peculiares, muy coloradas, y una nariz grande y ganchuda. El otro era gordo, tenía un pecho prominente y una panza aún más abultada, y la cabeza del tamaño de un balón de fútbol; el cabello desaliñado le caía en greñas como colas de rata hasta los hombros. El de la nariz ganchuda era el que más miedo le daba. Adrede, ninguno de los dos miró hacia donde ella estaba, aun cuando no se veía ni un alma por toda la calle. Se quedó quieta, helada, sujetando la puerta abierta tras ella. No supo qué hacer. ¿Acaso cerrar la puerta y echar a caminar como si tal cosa, hasta rebasarlos sin dignarse mirarlos siquiera, demostrando que no le inspiraban ningún miedo? Pero es que le daban miedo, tenía miedo. Mejor quedarse dentro —se imaginó en el momento de dar dos pasos atrás como si ya los hubiera dado, para cerrar de un portazo y echar el cerrojo— y esperar a que se fueran.

No le había extrañado verlos allí; se había llevado un sobresalto, se había asustado, pero no le causó extrañeza, y menos después de que Quirke aporrease la puerta de su casa, exigiendo saber qué había sido de la niña de Chrissie. No le permitió entrar —le pareció que podía estar un poco bebido— y sólo habló con él por la ranura del buzón. No soportó la idea de verle la cara otra vez. Sabía que había dicho ya más de la cuenta aquel día en la taberna, cuando él la encharcó de ginebra y le dio jabón para que le hablase de Chrissie y de todo lo demás. Ese día él montó en cólera al ver que ella no iba a decirle lo que deseaba saber. Creía que la niña había muerto, y quería saber dónde estaba enterrada. Ella no le dijo nada, permaneció detrás de la puerta con el puño en la boca, sacudiendo la cabeza y apretando los ojos. ¿Estarían ya aquellos dos en la esquina, le habrían visto, le habrían oído preguntar por la niña? Para entonces él hablaba a gritos, o poco menos, y fácilmente tuvieron que oír todo lo que dijo. Al final renunció al intento y se fue, y al cabo de un rato, cuando estuvo calmada de nuevo, se dispuso a salir a la tienda, a comprar la botella de leche y el periódico, y allí estaban los dos, esperándola.

Ahora se había apostado en el piso de arriba, en la ventana de la habitación, todavía con el abrigo y el sombrero puestos. Tuvo que pegar la mejilla contra el bastidor de la ventana para mirar por la rendija que dejaba el visillo y otear la esquina. Allí estaban los dos. El gordo sostenía un fósforo protegido por ambas manos, y el otro, el de la nariz ganchuda, se inclinaba para encender un cigarro. Notó que le latía la sangre con fuerza en una de las sienes. Se oyó respirar y oyó un silbido al final de cada espiración, sin poder evitarlo. Bajó a la cocina, donde siempre olía a humedad y a gas, y pasó un largo rato inmóvil ante la mesa, cubierta por un mantel de hule, tratando de poner en marcha el cerebro, de concentrarse, de aclarar qué era todo lo que tenía que hacer. Tomó un bote esmaltado con un rótulo que decía Azúcar de una estantería, abrió la tapa y extrajo un cuaderno escolar enrollado, con unas cubiertas entre amarillas y naranjas, para llevárselo a la sala y agacharse ante la chimenea, dentro de la cual lo dejó. No lograba encontrar la caja de cerillas. Cerró los ojos un instante; en la oscuridad, detrás de sus párpados, notó una súbita llamarada de ira. ¡No! Pensó en la pobre Chrissie moviendo como una loca la cabeza de un lado a otro, sobre la almohada, y llamando a gritos a su mamá, con sangre por todas partes, sin que nadie la ayudara. No, no podía dejar sola a Chrissie por segunda vez.

La sucursal de Correos cerraba a las cinco, sabía que tenía que darse prisa. No encontró más sobre que uno en el que guardaba los folletos de la Tontine Society; tendría que apañárselas con ése. Se le había desgastado el pegamín de la solapa, así que tuvo que cerrarlo como pudo con un poco de goma arábiga. A duras penas logró escribir la dirección, pues le vencían las prisas y las manos le temblaban de mala manera. A pesar de la premura, le daba pavor el instante en que tendría que abrir de nuevo la puerta y salir a la calle. ¿Qué iba a hacer si esa pareja seguía haraganeando en la esquina, haciendo como que no la habían visto? No estaba segura de tener realmente el valor de echar a andar hasta rebasarlos como si tal cosa. Tal vez podría tomar el camino contrario, para dar la vuelta por Arbour Hill. En tal caso tardaría más, la sucursal de Correos estaría cerrada cuando llegara, y nada les impediría a aquellos dos seguir sus pasos.

Abrió la puerta y salió, sin apenas osar mirar hacia la esquina. Pero ya no estaban. Oteó la calle de un extremo al otro. No había nadie más que la vieja Tallon en la acera de enfrente, que abrió la puerta una rendija fingiendo interesarse por el tiempo que hacía. Una tarde tranquila y agradable. De eso se trataba, de que fuera tranquila, y a ser posible agradable. La abuela Tallon se retiró al interior y cerró la puerta de su casa sin hacer ruido. ¿Habría visto a la pareja de la esquina? No pasaba en la calle gran cosa que pudiera escapársele a la abuela Tallon. ¿Y si los hubiera visto a los dos? De nada le serviría. Se mordió el labio y apretó con más fuerza el asa del bolso. Vio la mancha de estiércol en la acera, frente al número doce, y recordó el trayecto de vuelta a casa, en penumbra, cuando tomó a Quirke de ganchete. ¿Acaso debía llamarlo, tal como le había insistido él que hiciera? Por un instante se paró a pensarlo, y sintió que le procuraba cierto alivio, pero no: Quirke sería la última persona a la que llamaría.

Llegó a la sucursal de Correos cinco minutos antes de que cerrase, pero el joven resguardado tras la reja ya estaba echando el cierre, y la miró malencarado al verla llegar. Era como todos los demás, y ella estaba acostumbrada a esas miradas de hostilidad; a veces incluso la insultaban, chistando las palabras de ladillo cuando ella pasaba de largo. Le importaba un pimiento cualquiera de ellos. Cuando colocó el sobre en el buzón fue como si se quitara un peso de la conciencia, y se sintió mejor; fue como ir a confesar, aun cuando no recordase la última vez que lo hizo.

Decidió ir a la taberna de Moran y obsequiarse una ginebra con agua, nada más que una. Se ventiló sin embargo tres en rápida sucesión, y luego una cuarta con menos prisas, y la última, para el camino. Al volver a casa caminando con la bruma del crepúsculo comenzó a sentir dudas: ¿no se había apresurado más de la cuenta en echar el sobre al correo? A lo mejor aquellos dos no eran quienes ella creía, y aun cuando lo fueran a lo mejor no estaban pendientes de ella. En aquel barrio siempre estaban pasando cosas, robos, peleas, hombres que aparecían tumbados en la calle con la dentadura rota a patadas. Si no eran más que imaginaciones suyas, Dios santo, ¿qué había hecho? ¿Debería tal vez regresar a Correos y ver si aún era posible recuperar el sobre? Pero la sucursal estaría cerrada ya, el funcionario malencarado se habría ido, y era más que probable que el correo del buzón ya estuviera recogido y metido en una saca. Eructó, y un denso regusto de ginebra le encharcó el fondo de la boca. ¿Y qué más daba, se dijo, si aquel sobre llegaba a su destino? Que sufran un poco, pensó; que se enteren de cómo se las gasta la vida por estos pagos.

Debido a la ginebra que llevaba entre pecho y espalda, tuvo dificultades al buscar con la llave el ojo de la cerradura. En el vestíbulo percibió una corriente de aire que llegaba de la parte posterior, pero no le dio importancia. E incluso cuando oyó que la radio sonaba a bajo volumen en la cocina —los Ink Spots canturreaban Es pecado decir mentiras— supuso que se la había dejado encendida cuando se marchó con tantas prisas. Colgó el abrigo y entró en el cuarto de estar. También allí estaba el aire desacostumbradamente frío; tenía que pensar en instalar una calefacción eléctrica antes de que llegase el invierno, una de esas que tenían una luz roja que simulaba un par de troncos al arder. Estaba de rodillas ante la chimenea, apilando las astillas y preguntándose dónde habría dejado los fósforos, cuando los oyó a sus espaldas. Al mirar por encima del hombro los vio en el umbral de la cocina. Todo comenzó a suceder más despacio en ese instante, como si un enorme motor dentro del cual se hallara ella acabase de entrar en la marcha más lenta. Le asombraron las cosas en las que reparó: que el gordo tenía el pelo astroso, de color herrumbre a la luz eléctrica, y que su chaqueta sin forma era de las tejidas a mano; que el de la nariz ganchuda estaba más colorado que nunca, y que el cigarrillo que sostenía entre unos dedos manchados de nicotina era de tabaco de liar. También vio con absoluta claridad lo que supo que no podía estar viendo, el cristal hecho añicos en una esquina de la puerta de atrás, justo por encima del pestillo, y volvió a notar el aire frío y negro de la noche que entraba por el boquete. ¿Y por qué habían encendido la radio? Por la razón que fuese, eso era lo más aterrador, la música de la radio, aquellos negros que canturreaban en falsete. «Buenas, Dolly», dijo afablemente el de la nariz ganchuda, y ella sintió lo que en principio no pasó de ser más que un cosquilleo entre los muslos, aunque de golpe fue el manar caliente del líquido por el interior de sus piernas, la mancha oscura que se extendía en la alfombra sobre la que se había arrodillado.

El taxi era un Ford antiguo que carraspeaba y temblaba. Estaban en silencio las calles mal iluminadas, envueltas en la bruma. Quirke tendría que haberse acostumbrado a una cosa así, las citaciones a última hora, el viaje en la penumbra, la ambulancia aparcada en el bordillo, los coches de la policía cruzados, el umbral iluminado, donde acechaban hombres de gran estatura y vagos perfiles. Uno de ellos, con gabardina larga y sombrero flexible, dio un paso al frente para saludarlo.

—¡Señor Quirke! —dijo como si estuviera complacido y sorprendido de verlo allí—. ¿Es usted?

Hackett. Inspector. Fornido, de hombros anchos, lento, con una mirada siempre atenta y risueña. Era él quien había telefoneado.

—Inspector —dijo Quirke a la vez que le estrechaba una mano ancha como una pala—. ¿Está aquí la señorita Moran? —preguntó, contrayéndose por dentro al percibir la fatuidad con que sonó lo dicho.

Hackett pestañeó.

—¿Dolly? —dijo—. Oh, desde luego; claro que está.

Le condujo al vestíbulo, pasando entre dos técnicos forenses que estaban tomando huellas dactilares. Quirke los conocía, aunque no recordaba el nombre de ninguno de los dos; ambos le hicieron un gesto de saludo con esa expresión que siempre tenían los forenses, con cara de pocos amigos, impertérritos, como si tratasen de disimular un chiste privado. El cuarto de estar era un caos de sillas derribadas, cajones volcados, un sofá despanzurrado, papeles rotos y esparcidos por todas partes. Un policía de gorra y uniforme, joven, con acné y una nuez de Adán prominente y triangular, estaba apostado en la puerta de la cocina; tenía la cara un poco verdosa. Más allá, más desorden, un desorden indecente bajo la luz de una sola bombilla desnuda. El olor era tan conocido que Quirke apenas reparó en ello.

—Ahí la tiene —dijo Hackett, añadiendo con reluciente ironía—: Ahí está su señorita Moran.

La habían atado a una silla de la cocina, sujeta por los tobillos con sus propias medias y por las muñecas con trozos de cable de la luz. La silla se había derribado y la mujer yacía en el suelo, sobre el costado derecho. Había logrado soltar un brazo de las ataduras. A Quirke le llamó la atención la pose, las rodillas flexionadas, el brazo hacia arriba: otro maniquí.

—Me llamó usted a mi casa —dijo Quirke, agachado sobre el cadáver y con las manos apoyadas en las rodillas—. ¿Le dieron mi número en el hospital?

Hackett le mostró un trozo de cartulina cuyas cuatro esquinas encajaban en el hueco de su mano como un naipe en la mano de un prestidigitador.

—A lo que se ve —dijo como si tal cosa—, se dejó usted su tarjeta en alguna visita anterior de carácter social.