El domingo por la mañana era para Quirke un pequeño intervalo de dulce resarcimiento por las opresiones de su niñez. Cuando estaba interno en Carricklea, y también después, cuando el juez lo sacó de allí y lo llevó junto con Mal al internado de St. Aidan, la mañana del Día del Señor era a su manera un nuevo tormento, distinto de los días laborables, pero igual de espinoso, si no peor. A lo largo de la semana al menos había cosas que hacer, las clases, la rutina agotadora del colegio, pero los domingos eran un desierto. Las plegarias, la misa, el sermón interminable, y luego el día larguísimo, sin particularidades, hasta la hora de las devociones vespertinas, con el rosario y un nuevo sermón como prólogo de la bendición y la hora de apagar las luces, y el pavor a que la mañana del lunes llegara una vez más. Ahora, sus domingos contenían otros rituales, todos ellos ideados por él, a los que podía dar variedad a su antojo, o bien olvidarse de ellos, o renunciar. La única constante era la prensa dominical, que compraba a un vendedor callejero, el jorobado de Huband Bridge, y con la cual, si hacía buen tiempo, se acomodaba en el viejo banco de hierro de allí al lado, junto a la esclusa, a leer y a fumar, concentrado sólo parcialmente en lo que ya eran noticias del día anterior.
Percibió que Sarah se aproximaba antes de levantar los ojos del papel, y la vio caminar hacia donde estaba por el camino de sirga. Vestía un abrigo de color burdeos y un sombrerito de estilo Robin Hood, con una pluma de adorno. Llevaba el bolso sujeto con ambas manos contra el pecho.
Caminaba cabizbaja, atenta a los charcos que había dejado la lluvia de la noche anterior, aunque también por no estar aún preparada para encontrarse con la mirada sorprendida de Quirke. Bien sabía dónde encontrarlo, pues Quirke era un animal de costumbres, aunque ya empezaba a lamentar el haber ido a buscarlo hasta allí. Cuando por fin miró al frente se dio cuenta de que él había adivinado cuáles eran sus sentimientos, y no se puso en pie para recibirla mientras se acercaba. Siguió sentado con el periódico abierto sobre las rodillas, mirándola con lo que a ella le pareció una sonrisa irónica, incluso un tanto despectiva, burlona.
—Vaya —dijo—, ¿y qué te trae por aquí, desde las fortalezas de Rathgar?
—He ido a misa a Haddington Road. Voy algunos domingos para… —sonrió, se encogió de hombros e hizo una mueca, todo al mismo tiempo—. Para variar.
Él asintió, dobló los periódicos y se puso en pie, tan enorme como siempre y, como siempre, ella se sintió reducida en una talla o dos, con lo que cargó involuntariamente el peso en los talones al verse frente a él.
—¿Me das permiso para caminar contigo? —preguntó de esa manera intencionalmente juvenil, con la que daba la impresión de estar preparado para recibir una negativa. Qué raro, pensó ella, seguir aún enamorada de él y no esperar nada de ello.
Volvieron por donde había llegado ella, pasando ante los arriates de juncias secas. Era el primer día verdadero de otoño, y el cielo estaba cubierto por una bruma luminosa, que proyectaba un reflejo lechoso en el agua. Permanecieron callados un rato.
—Lo de la noche de la fiesta en tu casa —dijo Quirke—… Lo lamento.
—Ah, pero de eso ya hace una eternidad. Además, habías bebido. Siempre sé que has bebido, y no poco, cuando me vienes con eso del mucho cariño que me tienes.
—No me estaba disculpando por eso. Me refería a que no debería haber llevado a Phoebe a la taberna.
Ella rió sin demasiada convicción.
—Sí, Mal estuvo terriblemente enojado con vosotros dos, pero sobre todo contigo.
Él suspiró para expresar su irritación.
—La llevé a tomar una copa —dijo—. No pretendía venderla a los de la trata de blancas —con el reproche, ella guardó silencio—. De todos modos —dijo él, suavizando el tono—, ¿qué es esto de la misa? Tú no siempre has sido tan devota.
—Quizás sea la desesperación —dijo ella—. ¿No se supone que los desesperados siempre recurren a Dios?
No le contestó, pero sí volvió la cabeza para mirarla, y descubrió que ella estaba ya mirándole, sonriendo afligida, con los labios comprimidos, y fue como si de pronto hubieran llegado a una puerta secreta y ella la hubiera entreabierto sólo un poco, para volverse y comprobar si él estaba dispuesto a internarse con ella en la oscuridad que se abría al otro lado. Notó que se retraía: había sitios en los que prefería no entrar. En el agua, dos cisnes aparecieron desde atrás y se pusieron a la par de ambos, sosteniendo en alto sus extrañas cabezas enmascaradas.
—Ese joven que tanto le gusta —dijo él—, el tal Conor Carrington, ¿ella va en serio?
—Espero que no.
—¿Y si va en serio?
—Ay, Quirke… ¿Hay alguien que vaya en serio a esas edades?
—Nosotros íbamos en serio.
Lo dijo tan de pronto, con tal convicción aparente, que ella se sobresaltó. Miró el camino. Sabía que era pura pose en él, pero reconoció que era muy buen actor. Tan bueno que, en algunas ocasiones, estaba segura, lograba convencerse a sí mismo.
—Por favor, Quirke. No empecemos.
—¿Que no empecemos el qué?
—Lo sabes de sobra.
Los cisnes seguían nadando a la par de ellos, y uno de los dos emitió entonces un sonido grave, una regurgitación en sordina y sin embargo lastimera. A Sarah le pareció que el sonido podría haber salido de ella. Llegaron al puente de Baggot Street. La serrería de la orilla opuesta estaba cerrada por ser domingo, a pesar de lo cual les llegó una vaharada de tenue olor a resina. Se hallaban debajo del puente, uno junto al otro, frente al agua del canal. También los cisnes se habían detenido.
—Mi padre está muy enfermo —dijo Sarah—. Había pensado en pagar al cura de Haddington Road para que diga una misa por él —Quirke rió un instante y ella lo miró con seriedad—. ¿De veras no crees en Dios, Quirke?
—Yo creo en el Demonio —respondió—. Ésa es una de las cosas en las que nos enseñaron a creer allá en Carricklea.
Sarah asintió. Él estaba actuando otra vez.
—Carricklea —dijo—. Cuántas veces te habré oído pronunciar ese nombre, y siempre de la misma manera.
—Es uno de esos lugares que se te quedan dentro para siempre.
Le puso una mano sobre el brazo, pero él no reaccionó, de modo que la retiró. ¿Y qué más daba si adoptaba una pose, si fingía? Él había sufrido, de eso estaba segura, aun cuando sus sufrimientos fuesen cosa del pasado.
—He venido por aquí con una intención —le dijo—. Supongo que sabes de qué se trata. No se me dan bien las ocultaciones. Por suerte, tú no cambias de costumbres —hizo una pausa, eligiendo las palabras—. Quirke, quiero que hables con Mal.
Él la miró de reojo, vio que alzaba las cejas.
—¿De qué?
Ella caminó hasta la orilla. Los dos cisnes viraron y nadaron hacia ella, grabando una V cerrada sobre la superficie prístina del agua. Debían de pensar que llevaba algo que darles de comer, ¿y por qué no, si todo el mundo esperaba algo de ella?
—Quiero que Mal y tú dejéis de pelearos —dijo—. Quiero… que os reconciliéis —se rió, sintiéndose cohibida ante esa palabra, por lo rimbombante que sonaba.
Él seguía mirándola, pero con el ceño fruncido, las cejas contraídas hacia abajo.
—¿Te ha pedido Mal que vengas a verme? —preguntó con suspicacia.
Le tocó a ella el turno de mirarlo con incredulidad.
—¡Claro que no! —dijo—. ¿Tú crees que haría algo así?
Pero Quirke no iba a dejarse avasallar.
—Dile —dijo con llaneza— que he hecho por él todo lo posible. Díselo.
Los cisnes, frente a ella, doblaban de un lado a otro lentamente sobre sus propios reflejos, impacientándose ante su fracaso en ofrecerles aquello que, por haberse detenido y estar así plantada, parecía prometer, esa mujer de abrigo color sangre y sombrerito de arquero. No hizo caso de las aves. Estaba mirando a Quirke sin entender qué había querido decir, y comprendió que él no esperaba que lo entendiese. Pero… ¿qué podía ser lo que Quirke había hecho por Mal, precisamente Quirke, precisamente Mal?
—Te lo estoy pidiendo de rodillas, Quirke —dijo, abrumada por lo que acababa de decir, por la abyección a que se había visto reducida—. Te lo suplico. Habla con él.
—Y yo te estoy preguntando de qué pretendes que hable con él.
—De lo que sea. De Phoebe, háblale de Phoebe. Él a ti te escucha, aunque tú creas que no.
El cisne volvió a emitir su peculiar graznido hondo, llamándola quejumbrosamente.
—Debe de ser la hembra —dijo Quirke. Sarah, desconcertada, torció el gesto. Él señaló a las aves, ahora a sus espaldas—. Se emparejan de por vida, según se dice. Debe de ser la hembra —sonrió con un punto de maldad—. O el macho, a saber.
Ella se encogió de hombros ante semejante intrascendencia.
—Está soportando una enorme presión —dijo.
—¿Qué clase de presión?
Sarah se dio cuenta de que él empezaba a aburrirse, se lo notó en el tono de voz. La paciencia, la tolerancia, la indulgencia, nunca habían estado entre las no muy numerosas virtudes de Quirke.
—Mal no confía en mí —dijo ella—. Hace ya mucho que no confía en mí.
De nuevo había entornado esa puerta que daba paso a la oscuridad, y él una vez más había declinado la invitación a entrar con ella.
—¿Tú crees que confiaría en mí? —dijo él con dureza intencionada.
—Es un hombre bueno, Quirke —alzó las manos hacia él en un gesto de súplica dolorida—. Por favor te lo pido… Necesita hablar con alguien.
Por su parte, él se encogió de hombros, volvió a dejarlos caer. Había momentos, como cuando flexionaba su gran corpachón de esa manera, en los que parecía no ser de carne y hueso, sino estar hecho de un material más denso, tallado y repujado.
—De acuerdo, Sarah —dijo con una voz cavernosa de pura impaciencia y de hastío. Los cisnes, desanimados por fin, se volvieron y se deslizaron con serenidad, con desdén, alejándose—. De acuerdo —dijo, bajando un tono más—. De acuerdo.
Invitó a Mal a almorzar en Jammet. La elección, se dio perfecta cuenta, era una modesta travesura por su parte, ya que los mejores restaurantes no se hallaban entre las riquezas que Mal pudiera codiciar, e iba a sentirse incómodo entre los muchos esplendores venidos a menos en los que parecía especializado el local. Se sentó con actitud vigilante en una silla tan larguirucha como él mismo, con el cuello estirado, asomado entre los cuellos de la camisa blanca y los dedos de ambas manos —unas delicadas manos de estrangulados manos finas, pensaba siempre Quirke— asidos al borde de la mesa, como si en cualquier momento pudiera levantarse de un salto y salir volando del restaurante. Llevaba su traje habitual de mil rayas y su corbata de lazo. A pesar del corte elegante de sus prendas, nunca parecía que le cuadrasen del todo; era más bien como si otra persona lo hubiera vestido con puntilloso esmero, tal como una madre vestiría a su hijo malhumorado el día de su Confirmación. El maître llegó solícito a su mesa y ofreció a M’sieur Kweerk y a su invitado un aperitivo. Mal suspiró sonoramente y miró el reloj. Quirke disfrutaba viéndolo atrapado de ese modo: formaba parte del pago, de la recompensa que iba a obtener de su cuñado —casi su hermano— por las ventajas de que disfrutaba, aunque en qué consistieran dichas ventajas, si se hubiera visto en el brete, Quirke jamás habría podido precisarlo con exactitud, salvo la más evidente, que obviamente era Sarah.
Quirke escogió un vino caro e hizo el ostentoso despliegue de servirse una salpicadura en la copa, olerlo despacio, probarlo y fruncir el gesto para dar su aprobación al sumiller, mientras Mal miraba a otra parte dominando su impaciencia. No quiso probar siquiera una copa de vino, aduciendo que tenía que trabajar por la tarde.
—Estupendo —le espetó Quirke—. Tanto más me toca.
El camarero, entrado en años y con una lustrosa chaqueta negra, les atendió con la untuosa solemnidad de un empleado de pompas fúnebres en un funeral. Cuando Quirke encargó salmón en gelatina y urogallo asado, Mal pidió consomé de ave y una tortilla.
—Por Dios, Mal —masculló Quirke.
La conversación fue aún más tensa que de costumbre. Sólo había otras dos mesas ocupadas, por lo cual todo lo que estuviera por encima de un murmullo se oía en todo el restaurante. Charlaron con desgana de asuntos del hospital. A Quirke le dolían las mandíbulas por el esfuerzo de contener los bostezos, y al cabo empezó a dolerle también el intelecto. Se encontraba a la vez impresionado e irritado ante la capacidad derrochada por Mal para hallarse tan absorto, o al menos para dar la convincente impresión de que lo estaba, en las minucias de la administración del Hospital de la Sagrada Familia, cuyo mismo nombre, en medio de tanta y tan prosaica trivialidad, provocaba siempre en Quirke un escalofrío de vergüenza y de asco. Según escuchaba a Mal explicar imperturbable aquello que de un modo contumaz llamaba la situación financiera del hospital, se preguntó si realmente carecía de una seriedad esencial, aunque sabía, cómo no, que al preguntárselo en realidad sólo estaba felicitándose por no ser tan aburrido ni tan terco como su cuñado. Mal se le antojaba un continuo misterio, aunque no por ello le impresionara. Para Quirke, Mal era una versión de la Esfinge: altivo, inalcanzable y de una ridiculez monumental.
Con todo, ¿qué debía sacar en claro del asunto de Christine Falls? No podía tratarse, según había decidido, de una simple cuestión de negligencia profesional; Mal nunca había sido negligente. Entonces, ¿qué podía ser? Quirke sin duda habría encontrado respuesta a esa pregunta si el hombre implicado hubiera sido cualquier otro, y no Malachy Griffin. Las chicas como Chrissie Falls eran trampas para los incautos, pero Mal era el hombre más precavido que Quirke conocía. Sin embargo, al verle en esos momentos, manejando la cuchara sopera con gestos comedidos y precisos —otra vez esas manos, lentas y un tanto torpes a pesar de la esbeltez de sus líneas; en el paritorio tenía fama por recurrir al fórceps tal vez antes de que fuera necesario—, Quirke se preguntó si a lo largo de todos estos años tal vez había subestimado a su cuñado, aunque tal vez fuera más coherente decir que lo había sobrestimado. ¿Qué se estaba cociendo detrás de esa cara huesuda, en forma de ataúd, detrás de aquellos ojos azules y prominentes? ¿Qué apetitos ilícitos acechaban allí dentro? Tan pronto se puso a pensarlo, su mente optó por arrinconar la cuestión con cierta repugnancia. No: no deseaba ponerse a especular sobre las predilecciones secretas que pudiera permitirse Mal. La muchacha había muerto y él había encubierto la sordidez de las circunstancias. A buen seguro, eso era todo lo que había en el caso, nada más. Eran cosas que sucedían incluso más a menudo de lo que nadie imaginaba. Quirke pensó en Sarah, de pie a la orilla del canal, mirando los cisnes sin verlos, con los ojos rebosantes de preocupaciones e inquietudes. Está soportando una enorme presión, había dicho; ¿tenía esa presión algo que ver con Christine Falls? En tal caso, ¿sabía Sarah algo al respecto? ¿Y qué era lo que sabía? Él había hecho, se dijo, lo que había que hacer; el registro estaba debidamente rehecho, y el cobarde de Mulligan sabría mantener la boca cerrada. La muchacha había muerto. ¿Qué más podía importar? Además, él ahora tenía una ventaja sobre su cuñado. No creía que nunca tuviera necesidad de recurrir a ella, ni que llegara a apetecerle, pero le gratificaba saber que disponía de ella, aun cuando, sabiéndolo, sintiera un levísimo aguijonazo de vergüenza.
El salmón estaba insípido, y era de una textura ligeramente fangosa; el urogallo se lo sirvieron reseco. Una mujer tirando a joven, regordeta, en una mesa cercana, miraba a Mal y decía algo a su acompañante; sin duda una paciente, otra de las parturientas en las que el gran señor Griffin había metido mano. Quirke sonrió sin que se le notara. Sin tiempo para pensarlo dos veces se oyó decir:
—Es Sarah la que me pidió que hiciera esto, no sé si lo sabes.
Mal, que ya había llegado al tema de los presupuestos de cara al siguiente ejercicio fiscal, calló y se quedó inmóvil, observando el último trozo de tortilla que le quedaba en el plato, con la cabeza ligeramente ladeada, como si fuese duro de oído o tuviera obstruido uno de los conductos auditivos.
—¿Qué? —dijo sin inflexión de ninguna clase.
Quirke estaba prendiendo un cigarrillo, y tuvo que contestar con la boca torcida.
—Me pidió que hablase contigo —repuso, exhalando por accidente un perfecto aro de humo—. Francamente, ésa es la única razón de que esté aquí.
Mal dejó a un lado el tenedor y el cuchillo con lentitud, adrede, y volvió a colocar las palmas de las manos sobre la mesa, a uno y otro lado del plato, de un modo que daba la impresión de que estuviera a punto de ponerse violentamente en pie.
—Eso ya se lo has negado a Sarah con anterioridad —dijo.
Quirke suspiró. Entre ellos, las cosas siempre habían sido así, un forcejeo infantil, con Mal en el papel del amargado, del obstinado, y Quirke deseoso de mostrarse dicharachero, alegre, pero al fin y a la postre molesto, capaz a lo sumo de barbotar cualquier cosa que se le ocurriese.
—Cree que tienes problemas —dijo Quirke sucintamente. Jugueteaba con el cigarrillo entre los dedos, muestra de su irritación.
—¿Ella te ha dicho eso? —preguntó Mal. Parecía genuinamente curioso por saber si era así.
Quirke se encogió de hombros.
—No con esas palabras —de nuevo suspiró con enojo, se inclinó sobre la mesa y bajó el tono de voz para darle más efecto—. Escucha, Mal. Hay algo que debo decirte. Se trata de esa chica, Christine Falls. Recuperé el cadáver del depósito y le practiqué la autopsia.
Mal respiró hondo, casi en silencio, como si fuera un globo de grandes dimensiones que se desinflara por un mínimo pinchazo. La mujer de la otra mesa miró hacia él y, al ver su expresión, dejó de masticar.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó sin agresividad.
—Porque tú me habías mentido —dijo Quirke—. No procedía del interior del país. Estaba alojada en una casa de Stoney Batter, en casa de Dolly Moran para ser exactos. Y no murió a causa de una embolia pulmonar —meneó la cabeza y a punto estuvo de reírse—. Sinceramente, Mal… ¡Una embolia pulmonar! ¿No se te ocurrió nada más verosímil?
Mal asintió despacio y de nuevo volvió la cabeza a un lado; al cruzarse su mirada con la de la mujer de la otra mesa, asumió mecánicamente, durante un segundo, su sonrisa más afable, una sonrisa, le pareció a Quirke, más propia de un enterrador que de un hombre cuya profesión consistía en guiar la llegada al mundo de las nuevas vidas.
—No se lo habrás dicho a nadie —murmuró Mal sin apenas mover los labios, sin mirar aún a Quirke, contemplando el local.
—Ya te lo dije —dijo Quirke—. No te guardo rencor. No he olvidado que una vez me hiciste un favor y que no se lo dijiste a nadie.
El camarero de aire fúnebre —ese día todo era mortuorio— llegó a retirar los restos del almuerzo. Cuando les ofreció café, ninguno de los dos respondió, de modo que se fue. Mal estaba sentado de lado en la silla, con una pierna cruzada sobre la otra, tamborileando con los dedos, distraído, sobre el mantel.
—Háblame de la muchacha —dijo Quirke.
Mal se encogió de hombros.
—Apenas hay nada que decir —dijo—. Salía por lo visto con un tipo y —levantó la mano y la dejó caer— pasó lo de siempre. Tuvimos que despedirla —¿Tuvimos? Quirke no dijo nada, y Mal siguió hablando—. Dispuse que esa mujer, la tal Moran, cuidara de ella. Recibí una llamada en mitad de la noche. Mandé una ambulancia. Era demasiado tarde.
Entre ambos se tenía la sensación de que sobre la mesa cayera algo muy lentamente, tal como había caído la mano de Mal, inerte e ineficaz.
—¿Y el bebé? —la única respuesta de Mal fue un movimiento de cabeza apenas perceptible—. Aquella noche estabas enredando con el expediente de Christine Falls —dijo Quirke con súbita certeza—. Estabas anotando algo en el expediente. ¿No? Y cuando te desafié, te lo llevaste y lo destruiste.
Mal descruzó las piernas y volvió a colocarse de frente a la mesa con un gruñido grave, fatigado.
—Mira… —dijo, y calló, y exhaló un suspiro. Tenía el aire fatigado de quien se ve en la obligación de explicar una cosa que debiera ser perfectamente obvia—. Lo cierto es que lo hice por el bien de la familia.
—¿De qué familia?
—La de la chica. Bastante triste es que hayan perdido a una hija, sin ninguna necesidad de saber nada del bebé.
—¿Y qué se sabe del padre? —Mal lo miró intensamente, perplejo—. El novio —dijo Quirke con impaciencia—, el padre de la criatura.
Mal miró en derredor, contemplando el suelo por un lado de la mesa, y luego por el otro, como si la identidad del hombre que había seducido a Christine de pronto pudiera estar allí escrita, a la vista de cualquiera.
—Un tipo cualquiera —dijo, y se encogió de hombros—. Ni siquiera llegamos a saber su nombre.
—¿Por qué motivo iba a creerte?
Mal rió fríamente.
—¿Debería importarme que me creas o que no?
—¿Y la criatura?
—¿La niña? ¿Qué pasa con la niña?
Quirke lo miró un instante sin mover un músculo.
—¿La niña, dices? —dijo con voz queda—. ¿Tú cómo sabes que era una niña, Mal? —Mal no le miraba a los ojos—. ¿Dónde está?
—Murió —dijo Mal—. Murió en el parto.
Tras eso, no pareció que quedara nada por decir. Quirke, desconcertado, sintiéndose oscuramente confuso, terminó el dedo de tinto que le quedaba y pidió la cuenta. Le zumbaba la cabeza por efecto del vino.
En Nassau Street brillaba un pálido sol y el aire era apacible. El paladar de Quirke tuvo un recuerdo del salmón que le dio una punta de asco. Mal se estaba abotonando el abrigo. Tenía una mirada ausente, la mente ya puesta en el hospital, viéndose con el estetoscopio colgado al cuello y recriminando a los estudiantes. Quirke volvía a estar irritado.
—Por cierto —dijo—, Dolly Moran lo tiene todo escrito, no sé si lo sabes. Christine Falls, la niña, quién era el padre, sabe Dios qué cosas más.
Pasó un autobús por la calle, bamboleándose. Mal se había quedado muy quieto, los dedos detenidos en el acto de abrocharse el último botón del abrigo.
—¿Cómo lo sabes? —dijo, y de nuevo dio la impresión de que todo el asunto fuera a lo sumo una cuestión de muy tangencial interés.
—Me lo dijo ella —respondió Quirke—. Fui a verla y me lo dijo ella. Parece que llevó una especie de diario. No es algo que parezca propio de una mujer como ella, a mí no me lo pareció, pero ya ves.
Mal asintió despacio.
—Ya veo —dijo—. ¿Y qué piensa hacer con eso, con ese diario?
—No lo dijo.
Mal seguía asintiendo, seguía pensativo.
—Pues que le cunda —dijo.
Se despidieron, y Quirke echó a caminar por Dawson Street camino de St. Stephen’s Green, contento de que el sol le diera tenuemente en la cara. También a él le esperaba trabajo por hacer, pero se dijo que un paseo le vendría bien para aclararse las ideas. Repasó la conversación con Mal, aunque se le presentara bajo una luz nerviosa, desvaída, gracias, supuso, al efecto continuado del vino. Tampoco sería de extrañar que el pelma de Mal se hubiera liado con una chica al servicio de la familia. El propio Quirke se había llevado algún que otro susto en ese frente, y en una ocasión se vio obligado a recurrir a los servicios de un antiguo compañero de la facultad de Medicina, que trabajaba en una clínica de dudosa reputación en Londres. Fue un asunto bien feo, la chica nunca más volvió a hablar con Quirke. Pero en el fondo no podía creer que eso mismo le hubiera ocurrido a Mal. ¿Había sido de veras capaz de caer en una trampa, tal como le pasó a Quirke, con perpetua turbación y resquemor por su parte, en una trampa que cualquier estudiante de primero de Medicina habría sabido esquivar? Sin embargo, seguía en pie la sobrecogedora realidad de que Mal había falsificado los papeles de un fallecimiento posparto. ¿Qué significaba para él la familia de Christine Falls, si le había llevado a asumir un riesgo semejante? Tal vez fuera otra la razón, pero es que también había destruido el certificado original de defunción, en el caso de que hubiera llegado a existir. ¿Se trataba de ahorrarles el dolor de un escándalo del que casi con toda certeza sólo ellos y él mismo iban a tener conocimiento? No. Mal debía de estar salvándose a sí mismo, de lo que quiera que fuese. Christine Falls tenía que haber sido su paciente —¡su amante no, seguro que no!—, y el error que había cometido tenía que ser un error puramente médico, a pesar de su diligencia profesional, de su solvencia médica.
Al llegar al final de Dawson Street, Quirke cruzó la calle y entró por la cancela lateral en el parque. Le asaltaron los olores de las hojas, la hierba, la tierra húmeda. Pensó en su difunta esposa, que tanto tiempo llevaba bajo tierra, si bien la recordaba vívidamente. Qué raro. Tal vez le importaba más de lo que él mismo alcanzaba a reconocer, tal vez le importaba por lo que era, no sólo por lo que había supuesto para él. Frunció el ceño. En su atolondramiento ni siquiera entendió a qué se refería con eso, pero algo parecía dar a entender.
Iría a visitar de nuevo a Dolly Moran. Le preguntaría una vez más qué había sido de la niña, y esta vez se las ingeniaría para sonsacarle la verdad. Frenó el paso al acercarse a la cancela de la universidad. Vio salir a Phoebe en medio de un grupo de estudiantes. Llevaba el abrigo abierto, y unos calcetines blancos hasta el tobillo, y zapatos planos y una falda de cuadros escoceses, sujeta en un lateral con un imperdible gigante; llevaba el cabello oscuro y lustroso —el cabello de su madre— sujeto en una cola de caballo. Sin verle, se alejó de sus compañeros sonriendo por encima del hombro, y luego dobló y echó a caminar a buen paso por la calle, cabizbaja, los libros apretados contra el pecho. A punto estaba de llamarla por su nombre cuando descubrió al otro lado de la calle a un hombre alto y delgado, con un traje oscuro y un abrigo estilo Crombie, que avanzaba hacia ella para recibirla. Al encontrarse, ella se apretó contra él como una gata, tímida sólo en apariencia, apoyando la mejilla en el hombro del otro. Se dieron la vuelta agarrados del brazo y echaron a andar hacia Hatch Street. Quirke, tras haberla visto un instante, también se dio la vuelta en sentido contrario para seguir su camino.