Crimea Street era como cualquier otra de las calles de los alrededores, dos hileras de viviendas de artesanos y menestrales construidas en terrazas, con ventanas bajas, visillos de encaje y puertas estrechas. Quirke caminaba en el crepúsculo de final del verano, contando los números de las casas en silencio. Todo estaba en calma, bajo un cielo aún iluminado, cercado en el horizonte por nubes del color del cobre. Delante del número doce, un tipo tocado con una gorra plana y un chaleco en los que se veía incrustada la suciedad de años sin cuento depositaba una carga de estiércol de caballo, de la caja de un carro inclinado, en uno de los lados de la acera. Llevaba sujetas las perneras del pantalón por debajo de la rodilla con dos cordeles de bramante. Por qué motivo, se preguntó Quirke: ¿para impedir tal vez que las ratas se le subieran por la pernera? En fin, ciertamente había formas de ganarse el sustento peores que la anatomía patológica. Cuando llegó a su altura, el carretero hizo una pausa y se apoyó sobre el mango de la pala, para quitarse la gorra y airearse el cuero cabelludo a la vez que escupía a la calzada con aire amistoso, comentando que hacía una tarde brumosa. El burro del tiro estaba inmóvil, la mirada gacha, como si tratase de estar en otro sitio y no allí. El animal, el hombre, la luz del atardecer, el olor acre del estiércol humeante, todo se entreveraba para insinuar a Quirke algo que no se le alcanzaba recordar, algo del pasado más remoto, que aleteaba en la punta de su memoria, hipnótico e inasequible. Todo el pasado más lejano de Quirke, su infancia y su orfandad, era precisamente así, una ausencia preñada de consecuencias, un vacío resonante.
En la casa de la tal Moran tuvo que llamar dos veces antes de que alguien contestara, e incluso entonces se abrió la puerta sólo una rendija. Lo miraba por la abertura con un único ojo teñido de hostilidad.
—¿Señorita Moran? —preguntó—. ¿Dolores Moran?
—¿Quién lo pregunta? —tenía una voz carrasposa.
—Me llamo Quirke. Se trata de Christine Falls.
—¿Chrissie? —dijo—. ¿Qué le pasa?
—¿Puedo hablar un momento con usted?
Ella volvió a callar, pensativa.
—Espere —dijo, y cerró la puerta. Al cabo de un minuto volvió a aparecer con el bolso en la mano y la chaqueta puesta, y con una estola de zorro en torno al cuello, a un extremo de la cual se veía la cabecita afilada del animal y las pequeñas zarpas. Llevaba un vestido de flores, demasiado juvenil para ella, y unos zapatos blancos, grandes, de tacón alto y grueso. Tenía teñido el pelo de un castaño cobrizo. Percibió una vaharada de perfume y olor a tabaco rancio. Una boca de carmín, el labio superior en forma perfecta de arco de Cupido, aparecía pintada encima de la boca real. Sus ojos y los del zorro eran pasmosamente iguales, pequeños, negros, relucientes.
—Pues vamos, Quirke —dijo—. Si quiere hablar conmigo podrá invitarme a tomar algo.
Lo llevó a una taberna llamada Moran —«No es familia», dijo secamente—, un antro reducido, en penumbra, medio desmoronado, con el suelo cubierto de serrín. A pesar de la bonanza del atardecer ardía en la chimenea un trípode de tochos de carbón vegetal, y el aire estaba viciado y espeso por el humo. A Quirke enseguida comenzaron a llorarle los ojos. Dentro encontraron a un puñado de parroquianos, todos hombres, todos solos, todos acodados ante sus bebidas. Uno o dos alzaron la mirada con escaso interés cuando entró Quirke con la mujer. El tabernero, gordo y calvo, saludó con un gesto a Dolly Moran y miró a Quirke de arriba abajo, deprisa, evaluándolo y fijándose en su traje de buen corte, en sus zapatos caros; Moran no era un local en el que un médico especialista del Hospital de la Sagrada Familia pudiera pasar fácilmente inadvertido, aun cuando su especialidad fuesen los muertos. Dolly Moran pidió ginebra con agua. Se llevaron las bebidas a una mesita de una esquina. Los taburetes de tres patas eran bajos, y Quirke miró el suyo con dudas, pues no sería el primer asiento frágil que cediera bajo su peso. Dolly Moran se quitó la estola de piel y la dejó enroscada sobre la mesa. Cuando Quirke le arrimó el encendedor al cigarrillo, le puso la mano sobre la suya y le miró a través de la llama con lo que pareció una reticencia velada, un saber experimentado. Alzó la copa.
—Salud —dijo, y bebió, y luego se llevó con coquetería un dedo a una comisura y a la otra de la boca pintada. Se le pasó por la cabeza un pensamiento y torció el gesto, formándosele un arco de arrugas encima de una ceja—. No será usted un polizonte, ¿verdad? —él se rió—. No —añadió ella, tomando su encendedor de plata de la mesa y sopesándolo en la palma de la mano—, ya sabía yo que no.
—Soy médico —dijo—. Patólogo. Trabajo con…
—Sé con qué trabaja un patólogo —dijo ella. Parecía a la defensiva, pero ese velo de reticencia socarrona y sabia cayó de nuevo sobre sus ojos—. Bien. ¿Por qué le interesa Chrissie Falls?
Él pasó un dedo por el borde del vaso. El zorro enroscado sobre la mesa lo miraba con ojos opacos. Él dijo:
—Se alojaba con usted, ¿cierto?
—¿Quién le ha dicho eso?
Se encogió de hombros.
—¿Usted ha nacido por aquí? —preguntó él—. ¿En esta parte de la ciudad?
El taburete aguantaba su peso, pero era demasiado reducido. Se sobraba por toda la circunferencia. Era demasiado grandullón para este mundo, demasiado corpulento, pesado, torpe. Por algún motivo pensó en Delia, en su difunta esposa.
Dolly Moran se reía de él en silencio.
—¿Seguro que no es usted un detective? —dijo. Se terminó la copa y le alargó el vaso—. Tráigame otra y dígame por qué quiere saber algo sobre Chrissie.
Hizo girar el vaso vacío en la mano, estudiando las luces mortecinas de la chimenea que se reflejaban en el cristal.
—Sólo por curiosidad —dijo—, eso es todo.
—Pues qué pena que no tuviera más curiosidad por ella y que no fuera antes —se le había endurecido la voz—. Tal vez así aún estaría viva.
—Ya le he dicho —comentó con suavidad, estudiando todavía el vaso de ginebra— que soy patólogo.
—Sí —dijo ella—. Lo suyo son los muertos. No dan problemas —cruzó las piernas con impaciencia—. ¿Me trae otra copa, sí o no?
Cuando volvió de la barra ella había tomado otro cigarrillo de la pitillera de plata que él dejó sobre la mesa, y estaba prendiéndolo con su encendedor. Lanzó una bocanada de humo hacia el techo ya ahumado.
—Sé quién es usted —dijo. Él interrumpió el acto de sentarse y la miró con sorpresa. Sus ojos, y los del zorro, no perdían detalle de él, y no parpadeaban, alerta, relucientes en todo momento. Su expresión de no entender nada pareció ser una gratificación para ella—. Yo trabajaba para los Griffin.
—¿Para el juez Griffin?
—Para él también.
—¿Cuándo fue?
—Hace mucho tiempo. Primero en casa del juez, luego con el señor Mal y su señora, durante una temporada, cuando regresaron de Estados Unidos. Yo cuidaba de la niña mientras ellos encontraban casa.
—¿Phoebe?
¿Cómo era posible, se dijo, que no la recordase? Tenía que haber desaparecido por la embocadura de una botella de whisky, como tantas otras cosas de aquel entonces.
Dolly Moran seguía sonriendo al recordar el pasado.
—¿Qué tal está?
—¿Phoebe? —dijo él de nuevo—. Muy crecida. Cumplirá veinte años el año que viene. Ya tiene novio.
Ella meneó la cabeza.
—Era temible la señorita Phoebe. Pero era toda una señora. Ya de pequeñita, desde luego, toda una señora.
Quirke se sentía como el cazador a punto de dar con una gran presa, en el momento en que separa con cautela los matorrales y apenas se atreve a respirar, aunque ¿de qué le estaba hablando ella exactamente?
—¿Es así como conoció a Christine Falls? —preguntó, y procuró decirlo con un tono despreocupado, como si tal cosa—. ¿Por medio de los Griffin?
Ella no respondió todavía. Seguía perdida en el pasado. Cuando volvió al presente lo hizo con un destello de ira.
—Se llamaba Chrissie —le espetó—. ¿Por qué se empeña en llamarla Christine? Nadie la llamaba así. Se llamaba Chrissie. Y yo me llamo Dolly.
Lo fulminó con una mirada, pero él siguió a la carga.
—¿Fue el señor Griffin, quiero decir el doctor Griffin, Malachy, fue él quien le encargó que la cuidara?
Ella se encogió de hombros y se volvió de lado. Su ira se tornó hosquedad.
—Ellos pagaban su alquiler y manutención —dijo.
—¿Así que el doctor Griffin sigue en contacto con usted?
Un gruñido de desprecio.
—Cuando me necesita —dio un sorbo a su bebida. Él notó que se le escapaba de las manos el impulso del primer momento.
—Le he practicado la autopsia —dijo—. A Chrissie. Sé cómo murió —Dolly Moran se había refugiado en su interior, los brazos cruzados sobre el pecho, la cara vuelta a un lado—. Dígame, señorita Moran… Dígame, Dolly. ¿Qué sucedió aquella noche?
Ella meneó la cabeza, a pesar de lo cual se lo dijo.
—Algo se torció. Estaba sangrando, las sábanas estaban encharcadas. Dios, qué miedo pasé. Tuve que recorrer tres o cuatro calles hasta la cabina del teléfono. Cuando volví ella estaba muy mal.
Él alargó la mano como si fuese a tocarla, pero la retiró.
—Llamó usted al doctor Griffin —dijo— y él envió una ambulancia.
Se enderezó en ese momento, colocando las manos sobre los muslos y arqueando la espalda, a la vez que erguía la cabeza y respiraba hondo por la nariz.
—Fue demasiado tarde —dijo—. Me di perfecta cuenta. Se la llevaron —hizo un gesto de impotencia—. Pobre Chrissie. No era mala gente. En fin, ¿quién sabe? Tal vez fuese lo mejor para ella. ¿Qué clase de vida iba a haber llevado, tanto ella como la cría?
Los tres tochos de carbón apilados en precario se vinieron abajo, y una espesa humareda revocó por debajo de la repisa. Quirke se llevó los vasos a la barra. Cuando volvió a la mesa tosía para limpiarse de humo la garganta.
—¿Qué fue de la cría? —preguntó.
Dolly Moran no pareció haberle oído.
—Yo conocí a una chica que tuvo un bebé del mismo modo —dijo sin mirar a ninguna parte—. Se lo arrebataron, lo llevaron a un hospicio. Descubrió dónde estaba. Iba allí a diario y se quedaba frente al patio de recreo, mirando a través de los barrotes, tratando de reconocer a su chico entre todos los demás. Fue allí durante años y más años, hasta que se enteró de que mucho tiempo atrás se lo habían llevado de allí —permaneció en silencio unos instantes, se desperezó y le sonrió de un modo repentino, casi amistoso—. ¿Ve usted alguna vez a la señora Griffin? —preguntó—. A la señora de Mal, quiero decir. ¿Qué tal está? Siempre me cayó bien. Siempre fue amable conmigo.
—Yo me casé con su hermana —dijo.
Ella asintió.
—Lo sé.
—También ella murió —dijo Quirke—. La hermana de la señora Griffin. Mi esposa. Delia. Murió al tener un hijo, igual que Christine.
—Querrá decir Chrissie.
—Chrissie, claro —extendió de nuevo la mano y esta vez sí se la tocó, dándole una levísima palmadita en el dorso, palpando muy fugazmente la textura de su piel envejecida, como el papel, sin calor propio—. ¿Quién era el padre, Dolly? ¿Quién era el padre de la hija de Chrissie?
Ella retiró la mano y se la escrutó con atención, como si contase con ver en ella las huellas de sus dedos, las hendiduras. Luego miró alrededor a la vez que pestañeaba, como si de repente hubiese olvidado de qué estaban hablando. Rápidamente recogió sus cosas y se puso en pie.
—Me marcho —dijo.
El cielo ya estaba oscurecido, con la excepción de un último trazo carmesí, muy bajo, al oeste, que ambos vieron repetido al final de cada una de las sucesivas calles que atravesaron. El aire de la noche tenía la mordiente del otoño, y Dolly Moran, con su vestido liviano, se ajustaba la estola de piel contra el cuello y enlazaba su brazo en el de Quirke al caminar, apretándosele en busca de calor. Alguna vez había sido una mujer joven. Él pensó en Phoebe, en su cuerpo cimbreño y arrimado contra el suyo cuando recorrían Stephen’s Green.
La puerta del número doce estaba abierta, se veía un vestíbulo angosto e iluminado. Un hombre en mangas de camisa cargaba a paletadas el estiércol del montón en una carretilla. Por toda la entrada había hojas de periódico extendidas. Quirke se embebió de la escena —el vestíbulo iluminado, los periódicos por el suelo, el hombre inclinado y cargando el estiércol— y, nuevamente, algo le habló de su pasado perdido.
—Lo tengo todo escrito —dijo Dolly Moran. A pesar del hedor del estiércol en la calle aún percibía el olor a ginebra en su aliento—. Me refiero a Chrissie, lo tengo todo escrito. Una especie de diario, si se quiere. Está a buen recaudo —se le ensombreció el tono de voz—. Y sé adonde debo enviarlo en caso de que suceda algo —él notó el tenue escalofrío que tuvo ella—. Quiero decir —añadió deprisa— si alguien algún día lo quisiera, claro está.
Llegaron a la puerta de su casa y ella rebuscó la llave en el bolso, entornando los ojos con pinta de miope, repentinamente avejentada. Él le dio su tarjeta.
—Ahí tiene mi número —dijo—, el del hospital. Y ese otro es el de mi casa —sonrió—. Por si acaso sucediera algo.
Alzó el rectángulo de cartulina a la luz de la farola y en sus ojos asomó un brillo extraño, al mismo tiempo mortecino.
—Especialista en anatomía patológica —leyó en voz alta—. Ha llegado usted muy lejos.
Abrió la puerta y entró, aunque él aún no había terminado.
—¿Le ayudó usted a dar a luz, Dolly? ¿Vio a Chrissie alumbrar a su hija? —ella no había encendido la luz del vestíbulo, y él apenas discernía su silueta en la oscuridad.
—No habría sido el primer parto en el que ayudase —él la oyó sollozar—. Una niñita muy pequeña.
Avanzó hacia la puerta pero se detuvo antes de cruzar el umbral, como si se encontrase con una barrera invisible. Ella estaba de espaldas a él, aún en la oscuridad, sin darse la vuelta.
—¿Qué fue de ella?
Cuando habló, lo hizo con voz de nuevo endurecida.
—Olvídese de la niña —dijo, con una cadencia casi sibilina, subrayada por el hecho de que la voz le hablase desde las tinieblas.
—¿Y el padre?
—Olvídese también del padre. Mejor dicho, al padre olvídelo de manera especial.
Con firmeza, pero sin violencia, empujó la puerta para cerrarla. Él dio un paso atrás y oyó el pestillo y luego el pasador del cerrojo.
Y por la mañana fue al registro e indicó a Mulligan, el empleado, que anotase en el libro que la ambulancia había recogido a Christine Falls no en Stoney Batter, sino en casa de sus padres. Mulligan se mostró reacio al principio. «Es un poco insólito, señor Quirke». Pero éste fue inflexible. «Tiene que llevar en orden los registros, caballero —le dijo de manera cortante—. Aquí no consentimos ni la menor inexactitud. No estaría bien si se emprendiese una investigación». El empleado asintió sin mover un músculo. Sabía, y sabía que Quirke lo sabía, que anteriormente se habían producido otras inexactitudes, por decirlo con suavidad, cuando hubo que rehacer los expedientes sin que nadie lo supiera. Así pues, con la mirada vigilante del señor Quirke por encima del hombro, se puso a trabajar con una cuchilla de afeitar y una pluma de tajo de acero, al cabo de lo cual el registro indicaba que Christine Falls había sido recogida a la 1.37 de la madrugada del 29 de agosto en el número 7 de St. Finnan’s Terrace, municipio de Wexford, y trasladada al Hospital de la Sagrada Familia, en Dublín, donde se certificó su fallecimiento nada más llegar, tras haber sufrido una embolia pulmonar cuando se hallaba hospedada en el domicilio de la familia.