A Quirke le gustaba McGonagle sobre todo a primera hora de la noche, cuando sólo se habían juntado en el local algunos clientes habituales, el tipo flaco al final de la barra, repasando las páginas de las carreras y rascándose la entrepierna con aire meditabundo, o el poeta borrachín y ligeramente famoso, con gorra de tela y botas claveteadas, que miraba furibundo una centella de luz dorada al fondo de su vaso de whisky. Se podía leer la página de recordatorios del Evening Mail —Mami querida aún te echamos en falta, nunca supimos que estabas tan mala— o disfrutar de los chistes malísimos que contaba Davy, el barman, con su carraspera de siempre. Era un sitio apacible, se estaba tranquilo en el banco corrido, manchado, de terciopelo rojo, que olía a vagón de ferrocarril, ojeando el panorama, adormeciéndose, apaciguado por el whisky y el humo del tabaco y la perspectiva de las largas horas de holganza hasta el momento del cierre. Y así, cuando esa noche en particular oyó que alguien se acercaba a su mesa y se detenía, y alzó los ojos y vio que era Mal, no supo qué le invadió con más fuerza, si la sorpresa o la irritación.
—¡Caramba! ¡Mal! ¿Qué pintas tú aquí?
Mal se sentó en un taburete bajo sin que mediara invitación, y señaló el vaso de Quirke con un gesto.
—¿Qué es eso?
—Whisky —dijo Quirke—. Se llama whisky, Mal. Se destila a partir de ciertos granos de cereal. Te embriaga.
Mal levantó una mano y Davy se acercó, agachándose con aire lastimoso y sorbiéndose una gotita plateada que le colgaba de la nariz.
—Tomaré uno de éstos —dijo Mal, señalando el vaso de Quirke—. Un whisky —del mismo modo podría haber pedido un cuenco de sangre para el sacrificio.
—Eso está hecho, jefe —dijo Davy, y se marchó.
Quirke observó a Mal, que a su vez observaba la taberna y fingía interesarse por cuanto veía. Se le notaba incómodo. Ciertamente, por lo común se le veía más o menos incómodo casi en cualquier situación, pero de un tiempo a esta parte era más corriente verle así. Cuando Davy le llevó su copa, Mal rebuscó la cartera en un bolsillo; para cuando la encontró, Quirke ya había pagado su consumición. Mal dio un sorbo con precaución y procuró no torcer el gesto. Su mirada extraviada terminó por posarse en el ejemplar del Mail que descansaba sobre la mesa.
—¿Trae algo el periódico? —preguntó.
Quirke rió.
—¿Qué pasa, Mal? ¿Qué es lo que quieres? —le dijo.
Mal apoyó ambas manos sobre las rodillas y frunció el ceño a la vez que sacaba el labio inferior como un escolar ya entrado en años al que se le pidiera rendir cuentas. Quirke se preguntó, y no por primera vez, cómo era posible que ese hombre hubiera llegado a ser el especialista en ginecología más renombrado del país. No podía deberse todo a la más que considerable influencia de su padre. ¿O tal vez sí?
—Esa chica —dijo Mal de repente, lanzándose a responder—… Christine Falls. Espero que no hayas estado hablando de ella… por ahí.
A Quirke no le sorprendió.
—¿Por qué? —dijo.
Mal se arrugaba inconscientemente la tela de las rodillas del pantalón. Tenía clavada la mirada, aun sin ver nada, en la mesa y el periódico. El sol de la tarde había encontrado una mella en algún punto de la ventana pintada, a la entrada del bar, y depositaba un rombo de luz, grueso y tembloroso, en la moqueta, al lado de donde estaban sentados.
—Trabajaba en la casa —dijo Mal en voz tan baja que fue casi un susurro, y se llevó el dedo al puente de las gafas.
—¿Cómo? ¿En tu casa?
—Durante una temporada. Limpiaba, ayudaba a Maggie…, ya sabes —con cautela, dio otro sorbo a la copa y se miró en el gesto de colocar de nuevo el vaso sobre el posavasos de corcho, depositándolo como le pareció que debía—. No quisiera que se hablara de eso.
—¿De eso?
—De su muerte, ya me entiendes, de todo ese asunto. No me gustaría que se comentase, y menos aún en el hospital. Tú ya sabes cómo es el hospital, los chismorreos de las enfermeras.
Quirke se retrepó en el banco y examinó a su cuñado, encaramado frente a él sobre un taburete, con evidente dolor de corazón, preocupado, estirando el cuello que ya era bastante largo, la nuez rebotándole por encima del nudo de la corbata.
—¿Qué es lo que sucede, Mal? —le dijo sin aspereza—. Vienes de repente a una taberna, te pones a beber whisky y me insistes en que no hable de una chica que ha muerto. No te habrá dado la ventolera de hacer alguna cosa rara, ¿verdad?
Mal le lanzó una breve mirada asesina.
—¿Una cosa rara? ¿Qué quieres decir?
—Yo no lo sé, ya me lo dirás tú. ¿Era tu paciente, sí o no?
Mal se encogió de hombros con pesadumbre, a medias con desamparo, a medias con enojo manifiesto.
—No. Bueno, sí. Yo fui más o menos… Yo cuidaba de ella. Me llamó su familia, de algún lugar del interior del país. Son agricultores, dueños de un pequeño terreno. Gente sencilla. Envié una ambulancia. Cuando llegó allí, ella había muerto.
—De una embolia pulmonar —dijo Quirke, y Mal levantó la cabeza con brusquedad, mirándolo fijamente—. Estaba en su expediente.
—Ah —dijo Mal—. Sí, eso es —suspiró y tamborileó con los dedos de una mano sobre la mesa, a la vez que volvía a mirar vagamente en derredor—. Tú no lo entiendes, Quirke. Tú no tratas con los vivos. Cuando se te mueren, y sobre todo los jóvenes, te sientes… a veces sientes que has perdido… no sé cómo decirlo. A uno de los tuyos —volvió a clavar la mirada en Quirke, en un angustiado llamamiento, pero sin perder el resto de enojo; el señor Malachy Griffin no estaba acostumbrado a tener que rendir cuenta de sus actos—. Lo único que te pido es que no hables de ello en el hospital.
Quirke le devolvió una mirada franca. Así permanecieron largos instantes, uno frente al otro, hasta que Mal bajó la mirada. Quirke no se había dejado convencer por su explicación sobre la muerte de Christine Falls, y en esos momentos se preguntaba por qué no le extrañaba que le resultara imposible de creer. Lo cierto es que poco menos que había olvidado todo lo relativo a Christine Falls hasta el momento en que apareció Mal y se puso a hablar de ella. A fin de cuentas, no dejaba de ser sino un cadáver más. Los muertos, para Quirke, eran legión.
—Tómate otra copa, Mal —dijo.
Pero Mal dijo que no, que tenía que marcharse, que Sarah lo esperaba en casa, que estaban invitados a cenar fuera y tenía que cambiarse, y… Se le agotaron las explicaciones y permaneció mirando a Quirke sin poder evitarlo, con una expresión de desesperación teñida de leve sufrimiento, de manera que Quirke creyó que debería hacer algo, extender la mano y dar una palmada sobre la de su cuñado, tal vez, u ofrecerle su ayuda para ponerse en pie. Sin embargo, Mal pareció darse cuenta de lo que a Quirke se le estaba pasando por la cabeza, de modo que retiró las manos de la mesa y se puso en pie con prisa, con la misma prisa con que se marchó.
Quirke se quedó pensativo. Cierto que no le inquietaban apenas las circunstancias exactas en que se hubiera producido la muerte de la chica, pero le interesaba en cambio lo mucho que obviamente inquietaban a Mal. Así, más avanzada la noche, cuando se marchó de la taberna, no del todo sobrio, aunque tampoco borracho, no fue derecho a su casa. Fue en cambio al hospital y abrió su despacho y buscó en el archivador, deseoso de leer una vez más el expediente de Christine Falls, sólo que el expediente ya no estaba allí.
Mulligan, el empleado del registro, estaba tomándose el descanso de media mañana. Estaba arrellanado en su silla con los pies sobre la mesa; leía un periódico y fumaba un cigarrillo; al alcance de la mano, en el suelo, tenía una taza de té humeante. El periódico era el People del domingo anterior; el artículo en que estaba absorto era de lo más jugoso, a propósito de un putón verbenero que vivía en Bermondsey, dondequiera que estuviera eso, y de su viejo y rico amante, que por lo visto se había llevado por delante a una vieja para quedarse con todo su dinero. Salía una foto del putón, una rubia grandullona con un vestidito tan escotado que los pechos parecían a punto de salírsele. Recordaba un poco a la enfermera de la planta de arriba, la que se había marchado el otro día a Estados Unidos, la que tenía debilidad por el jefe, sólo que… ¡cáspita!, había bastado con que pensara en el jefe para que éste apareciera como un cohete, desmadejado y cabreado, como de costumbre. Tuvo que quitar los pies de la mesa y apagar el cigarro y embutir a toda prisa el periódico en el cajón, todo en un visto y no visto, mientras Quirke esperaba en el umbral, con la mano en el pomo de la puerta, mirándolo con cara de pocos amigos.
—Un caso de emergencia —le dijo—. Se llama Falls, Christine. La otra noche mandaron una ambulancia a recogerla. En Wicklow, Wexford, un sitio de ésos.
El empleado, todo repentina actividad, fue a los archivos y extrajo el libro de registro del mes en curso, abriéndolo sobre la mesa casi a la vez que se lamía el pulgar y comenzaba a pasar las páginas.
—Falls —dijo—. Falls… —alzó los ojos—. F, A, L, L, S. ¿Es eso?
Quirke, todavía desde el umbral, todavía mirándolo con cara de pocos amigos, con ojo de bacalao, asintió con un gesto.
—Christine —dijo—. Fallecida a su llegada.
—Pues lo siento, señor Quirke. Aquí no hay ningún Falls, nadie que se apellide así y hayan traído del interior del país —Quirke se quedó pensativo, volvió a asentir e hizo ademán de marcharse—. Un momento —dijo el empleado, señalando una página—. Aquí está: Christine Falls. Si es que se trata de la misma, porque ésta no vino del campo. La recogieron en la ciudad. Exactamente a la una y cincuenta y siete de la madrugada, en Crimea Street, en Stoney Batter. El número diecisiete. La titular del alquiler es —miró más de cerca—… una tal Dolores Moran.
Alzó los ojos con una sonrisa modestamente triunfal: una tal Dolores Moran. Se sintió orgulloso de haberlo dicho, esperando al menos un gesto de gratitud por haber estado tan atento. Pero no recibió ningún agradecimiento, claro que no. Quirke se limitó a tomar una hoja y un bolígrafo de la mesa para anotarlo. Se dio la vuelta para marcharse, pero hizo una pausa y vio la taza de té en el suelo, junto a la silla.
—Veo que está usted ocupado —dijo con retranca.
El empleado se encogió de hombros por toda disculpa.
—No hay mucho que hacer a esta hora de la mañana —y cuando Quirke se hubo marchado, cerró de un portazo con toda la violencia a la que pudo atreverse. «Qué sarcástico el muy cabronazo», murmuró. ¿Quién sería esa Christine Falls?, se preguntó, ¿y por qué le interesaba tanto al jefe? Alguna furcia ambulante, seguro, a la que se tiraba de vez en cuando. Rió para sus adentros: una ambulancia para recoger a una ambulante. Se sentó a la mesa y a punto estaba de reanudar la lectura del periódico cuando volvió a abrirse la puerta y apareció de nuevo Quirke en el umbral.
—La tal Christine Falls —dijo—, ¿adónde la llevaron?
—¿Qué? —dijo el empleado en voz demasiado alta, sin darse cuenta. Al ver la cara que había puesto Quirke se levantó deprisa—. Disculpe, señor Quirke. ¿Cómo ha dicho?
—El cadáver —dijo Quirke—. ¿Adónde se lo llevaron?
—Al Depósito Municipal de Cadáveres, creo yo —el empleado abrió el libro de registro que seguía sobre su mesa—. Correcto, al Depósito Municipal.
—Compruebe si todavía sigue allí, por favor. Si la familia no se ha hecho cargo, que la traigan.
El empleado se quedó boquiabierto.
—Tendré… tendré que cumplimentar los impresos —dijo, aun sin saber de qué impresos podía tratarse, ya que hasta ese momento nadie le había dicho nunca que recuperase un fiambre del depósito.
Quirke siguió impávido.
—Pues hágalo —dijo—. Usted cumplimenta los impresos y yo se los firmo —cuando ya salía se detuvo y se volvió—. Parece que se anima la mañana, ¿eh?
Después se preguntaría por qué, de los dos residentes de patología, pidió a Wilkins que se quedara y le echara una mano, pero no le fue difícil dar con la respuesta. Sinclair, el judío, era mejor en cuestiones de técnica, pero Wilkins, el protestante, era más de fiar. Wilkins no hacía preguntas. Se limitó a examinarse las uñas y a decir, con estudiado retraimiento, que le vendría bien un día libre adicional el siguiente fin de semana, para ir a su casa, a Lismore, y visitar a su madre, viuda. No le pareció una petición irracional, aun cuando ya llevasen cierto atraso acumulado en el trabajo, y Quirke, como era natural, tuvo que concedérsela, si bien el intercambio de favores rebajó a Wilkins un par de puntos en su estima, y lamentó no habérselo pedido a Sinclair. Éste, con su sonrisa sardónica y su ácido ingenio, trataba a Quirke con un leve pero inconfundible deje de desdén. Habría pecado de orgullo y no le habría pedido nada a cambio de la ayuda prestada, en lo que sin duda le habría parecido solamente otro de los inexplicables caprichos de Quirke.
Se dio el caso de que Christine Falls apenas tardó nada en revelar su pobre secreto. El cadáver fue devuelto desde el depósito a las seis, y aún no eran las siete cuando Wilkins se lavó las manos y se marchó con su paso de costumbre, como si tuviera los pies planos y además caminase con sigilo de furtivo. Quirke, todavía con la bata puesta y con el delantal de caucho verde, se quedó sentado en un taburete junto al alto fregadero de acero, fumándose un cigarrillo, pensando. Fuera aún se percibía la luz del crepúsculo, lo sabía, pero allí dentro, en una sala sin ventanas que siempre le recordaba a una inmensa cisterna vacía, encastrada en las profundidades, bien podría haber sido medianoche. El grifo del agua fría de uno de los fregaderos tenía un goteo lento e incurable, y un tubo fluorescente de la lámpara que iluminaba la mesa de disección parpadeaba con un zumbido constante. Bajo aquella luz cruda y granulosa, el cadáver que había sido Christine Falls estaba tendido boca arriba, el tórax y el abdomen abiertos como una bolsa de viaje, dejando a la vista las entrañas relucientes.
A veces le daba la impresión de que prefería los cuerpos de los muertos a los de los vivos. Sí, alimentaba una suerte de admiración por los cadáveres, máquinas de piel cérea, blandas, repentinamente interrumpidas. Estaban perfeccionadas cada una a su manera, sin que importase lo deterioradas o corrompidas que estuvieran, y eran en todo tan impresionantes como cualquier mármol de la antigüedad. También sospechaba que se les iba pareciendo cada vez más, que incluso en cierto modo iba convirtiéndose en uno de ellos. Se miraba las manos y le parecía que tuvieran la misma textura inerte, maleable, porosa, de los cadáveres con los cuales trabajaba, como si parte de su sustancia se le fuera asimilando poco a poco, pero sin descanso. Sí, le fascinaba el mudo misterio de los muertos. Cada cadáver era portador de su secreto privativo, la causa precisa de su muerte, un secreto cuyo cometido consistía en desentrañar. Para él, la chispa de la muerte era en todo tan vital como la chispa de la vida.
Golpeó el cigarrillo encima del fregadero y un gusano de ceniza cayó suavemente hasta posarse en el fondo del agua, con un débil siseo. La autopsia sólo había confirmado lo único que, ahora se daba cuenta, ya sospechaba antes. Pero ¿qué iba a hacer con ese conocimiento? ¿Y por qué, en todo caso, debía hacer algo al respecto?