3

Resonaba un bajo murmullo de conversaciones en el salón. Los invitados, una veintena más o menos, habían formado corrillos, los hombres todos con sus trajes oscuros, las mujeres de colores vivos como las aves tropicales y cotorreando como ellas. Sarah iba de un grupo a otro, estrechando una mano aquí, rozando un codo allá, procurando que la sonrisa no se le cayera de la cara. Se sentía culpable por no ser capaz de lograr que todas aquellas personas le cayeran bien del todo. Los amigos de Mal, o del juez. Al margen de los curas —¡siempre había tantos curas!— eran empresarios, o abogados, o médicos: eran gentes de buena crianza, celosos de sus privilegios, del lugar que ocupaban en la sociedad capitalina. Sarah había reconocido para sí, tiempo atrás, que le daban un poco de miedo todos ellos, y no sólo los más temibles, como el tal Costigan. No eran el tipo de personas que ella habría supuesto que Mal o su padre tuvieran por amigos, claro que… ¿existía allí un tipo distinto de personas? El mundo en el que se movían era bastante reducido. No era su mundo. Ella se encontraba en él pero no pertenecía a él, según ella misma se decía. Era preciso no permitir que nadie más supiera lo que estaba pensando. Sonríe, se decía; tú no dejes de sonreír.

De súbito se sintió mareada y tuvo que parar un momento, apretando con fuerza los dedos sobre la mesa en la que estaban las bebidas para sentirse más segura.

Desde la otra punta del salón, Mal vio que estaba a punto de sufrir lo que Maggie, la criada, llamaba no sin un punto de sorna «uno de sus vahídos». Notó que le invadía una oleada de algo semejante a la pena, como si la desdicha de Sarah fuera una enfermedad, una enfermedad —torció el gesto al pensarlo— que pudiera acabar con ella. Inclinó la cabeza y cerró los ojos un instante, saboreando brevemente el reposo de la oscuridad total, y los abrió para volverse hacia su padre con cierto esfuerzo.

—Aún no te he dado la enhorabuena —dijo—. Es una gran cosa ese nombramiento papal.

El juez, que enredaba con su pipa, resopló.

—¿A ti te parece? —comentó con desdeñosa incredulidad, y se encogió de hombros—. En fin, supongo que algún servicio sí que he prestado a la Iglesia.

Guardaron silencio, deseosos ambos de separarse del otro, pero sin saber ninguno cómo hacerlo. Restablecida, Sarah dejó atrás la mesa y se encaminó hacia ellos luciendo una tensa sonrisa.

—Qué solemnes estáis los dos —dijo.

—Estaba dándole la enhorabuena… —empezó a decir Mal, pero su padre le cortó con colérica contundencia.

—Pamplinas. ¡Estaba intentando adularme!

Se hizo otro silencio embarazoso. A Sarah no se le ocurría nada que decir. Mal carraspeó.

—Disculpadme —dijo, y se marchó.

Sarah entrelazó su brazo con el anciano, acercándose a él con afecto. Le gustaba su olor a tabaco rancio, a tweed, a carne seca y envejecida. A veces le daba la impresión de que él era su único aliado, pero ese pensamiento también le hacía sentir cierta culpabilidad, pues ¿por qué, contra quién necesitaba ella un aliado? En el fondo sabía cuál era la respuesta. Vio cómo Costigan tendía una mano para sujetar a Mal por el brazo y comenzaba a charlar con él muy en serio. Costigan era un hombre robusto, de cabello negro y crespo, peinado hacia atrás con fijador. Llevaba unas gafas de concha que le ampliaban los ojos.

—Ese hombre no me gusta —dijo—. ¿A qué se dedica?

El juez rió por lo bajo.

—Al negocio de las exportaciones, tengo entendido. Tampoco es mi preferido, lo confieso, entre los amigos de Malachy.

—Creo que debo acudir en su rescate.

—No hay hombre más necesitado que él.

Le dedicó una sonrisa de compungida reprobación y desenganchó el brazo del suyo para atravesar el salón. Costigan no se percató de que se aproximaba. Estaba diciendo algo sobre Boston y los nuestros de allá lejos. Todo lo que dijera Costigan sonaba a velada amenaza, de eso Sarah se había dado cuenta con anterioridad. Volvió a preguntarse cómo era posible que Mal fuese amigo de un hombre como ése. Cuando le tocó a Mal en el brazo, éste se sobresaltó, como si con las yemas de los dedos le hubiera transmitido una pequeña descarga a través de la tela de la manga, y Costigan le dedicó una gélida sonrisa, enseñando los dientes inferiores, grisáceos e incrustados de placa.

Cuando logró llevarse a Mal a un lado, le dijo con una sonrisa para ablandarlo:

—¿Has vuelto a reñir con tu padre?

—Nosotros no reñimos —dijo él sucintamente—. Yo hago una apelación, él dictamina sentencia —Ay, Mal, quiso decir ella; ¡Ay, mi pobre Mal!—. ¿Dónde está Phoebe? —le preguntó él.

Vaciló. Él se había quitado las gafas para limpiarlas.

—Aún no ha venido —respondió.

—¿Cómo…?

Con alivio, Sarah oyó más allá de las voces del salón el ruido de la puerta de la calle. Se alejó de él deprisa, camino del vestíbulo. Phoebe hacía entrega de un abrigo y una gabardina de hombre a Maggie.

—¿Dónde te has metido? —chistó a la muchacha—. Tu padre está…

Entonces apareció Quirke en la puerta, con una sonrisa a modo de disculpa, y ella calló en el acto, notando que la sangre le subía desde el pecho hasta arderle en las mejillas.

—Quirke —dijo.

—Hola, Sarah —qué joven y falto de aplomo parecía, inclinándose hacia ella y todavía sonriente: parecía un jovenzuelo rubio y grandullón—. Sólo he venido a traer a casa a esta oveja descarriada —dijo.

Mal llegó entonces al vestíbulo. Al ver a Quirke se detuvo en seco, mirándole con los ojos saltones como si acabara de atragantarse. Maggie, sonriendo misteriosamente para sí, se dirigió a la cocina sin decir palabra.

—Buenas noches, Mal —dijo Quirke—. Tranquilo, no me quedo…

—¡Tú por supuesto que te quedas! —exclamó Phoebe—. Como no me dejan invitar a Conor Carrington, al menos podré invitarte a ti, digo yo.

Miró desafiante y de uno en uno a los adultos, y entonces parpadeó, con ojos desenfocados, antes de volverse, tambalearse un poco y subir a toda prisa las escaleras. Quirke buscaba con los ojos a Maggie y a su sombrero.

—Mejor será que me vaya —murmuró.

—Ah, espera —Sarah alzó una mano como si así fuese a retenerlo físicamente, aunque no lo tocó—. Está el juez, y nunca me perdonaría que te permita marcharte sin pasar un momento a saludarlo —sin mirar a Mal, tomó a Quirke por el brazo y se lo llevó, a pesar de su mansa resistencia, al salón—. ¿Cuándo fue la última vez que estuviste en casa? —le dijo deprisa, de modo que él no la interrumpiera—. Por Navidad, ¿cierto? La verdad es que eres muy descortés al no atendernos debidamente.

El juez se encontraba en medio de un grupo de invitados, hablando volublemente y gesticulando con la pipa. Cuando vio a Quirke dio un respingo exagerado, alzando las manos y abriendo mucho los ojos.

—Vaya, vaya. ¿Quién viene por aquí? —exclamó, y echó a caminar a paso veloz, mientras los invitados, abandonados de pronto, sonreían con tolerancia ante su impulsividad.

—Hola, Garret —dijo Quirke.

Sarah lo soltó y retrocedió un paso. El juez le dio unos cariñosos golpecitos en el pecho con el puño cerrado.

—Tenía entendido que esta noche no podías venir, granuja.

Quirke movió los hombros, sonriendo y mordiéndose el labio. El juez se percató de que llevaba dos o tres copas de más. Dos al menos.

—Ha sido por insistencia de Phoebe —dijo Quirke.

—Desde luego, esa chiquilla tiene un gran poder de persuasión.

Los dos hombres se estudiaron uno al otro bajo las miradas de Sarah, sonriente, y de Mal, inexpresiva.

—Por cierto, enhorabuena —dijo Quirke con ironía contenida.

El juez meneó una mano con timidez.

—Déjate de pamplinas —dijo—. Tú no eres de los que se toman esas cosas tan en serio. De todos modos, cuidado: espero que me sirva para que mi solicitud de ingreso sea estimada cuando llegue a las Puertas del Cielo.

Quirke golpeaba un cigarrillo contra la uña del pulgar.

—Conde Garret Griffin —dijo—. Tiene cierto retintín.

Mal carraspeó.

—En realidad, se dice Garret, conde Griffin. Ésa es la apelación correcta. Igual que John, conde McCormack.

Siguió un breve silencio. El juez forzó una sonrisa agriada.

—Malachy, muchacho —dijo, y pasó un brazo sobre los hombros de Quirke—, ¿tendrás la bondad de ir a buscarle algo de beber a un hombre sediento?

Sarah dijo que ella se encargaba. Le dio miedo que, en caso de seguir allí de pie, pudiera soltar sin darse cuenta un alarido de risas histéricas. Al regresar con el whisky Mal ya no estaba con ellos, y el juez le contaba a Quirke una historia de un caso sobre el que había tenido que dictar sentencia tiempo atrás, cuando aun trabajaba él en los juzgados de primera instancia, acerca de un hombre que había vendido una cabra, o que la había comprado, y que había caído en un pozo; ya conocía la historia, la había oído en muchas ocasiones, a pesar de lo cual no recordaba los detalles. Quirke asentía y reía de un modo excesivo; también él conocía la historia tantas veces contada. Tomó de su mano la copa sin darle las gracias.

—Bueno —dijo, alzando la copa ante el juez—, a la salud de la purpura.

—¡Jo, jo, jo! —graznó el anciano—. Lejos de los títulos de campanillas nos han criado.

Phoebe llegó al salón un tanto pálida y levemente aturdida. Se había puesto unos pantalones y un jersey negro que le ceñía demasiado el busto. Sarah le ofreció algo de beber y le dijo que había limonada, pero la chica no hizo caso y fue a la mesa de las bebidas para servirse ginebra en un vaso.

—Caramba, Malachy —dijo el juez a su hijo, que estaba en otra esquina del salón, con una voz que era la viva inocencia—, no sabía yo que permitieras a esa damisela probar licores fuertes —Mal palideció un punto más mientras todos los presentes callaban y lo contemplaban. Ostentosamente, el juez se llevó una mano a la boca y se dirigió a Quirke en un aparte escénico y susurrado—. A lo que se ve, y por la pinta que tiene, ya lleva unas cuantas.

Mal atravesó el salón y habló con Phoebe en voz baja, si bien ella le dio la espalda como si no estuviera allí. Él vaciló un instante, apretó los puños —Mal, pensó Quirke, era uno de esos hombres que realmente son capaces de apretar los puños— y se volvió sobre sus talones para mirar con mal humor evidente a Quirke y al juez. Sarah hizo un movimiento, como si fuera a interceptarlo, y Quirke alzó una mano.

—Sí, Mal, sí —dijo—, lo confieso. Yo he sido la ocasión del pecado. Me hizo llevarla a McGonagle.

Mal, con la frente pálida y reluciente, estaba a punto de escupir alguna palabra violenta, pero Sarah habló antes que él.

—¿Pasamos a cenar? —dijo con una luminosidad desesperada. Se volvió a los invitados, que habían estado contemplando con avidez, aunque procurando que no se les notara, esta pequeña sucesión de confrontaciones familiares. No siempre era tan abundante el entretenimiento que se ofrecía en casa de los Griffin—. Si tuvieran todos la bondad de pasar al comedor —dijo Sarah en voz más alta, aunque un tanto quebrada—, podemos dar comienzo al bufet.

Pero Mal volvió a la carga.

—Maldita la gracia que tiene, ¿no te parece? —dijo a Quirke con rabia controlada—, llevar a una muchacha de su edad a una taberna.

Quirke respiró hondo, pero el juez de nuevo le pasó el brazo por los hombros y se lo llevó con firmeza lejos de la línea de alcance de la ira de Mal.

—Así que McGonagle —le dijo, y rió por lo bajo—. Dios mío, no he puesto yo el pie en ese antro de perdición ya ni sé desde hace cuánto…

Quirke no probó bocado, pero siguió bebiendo whisky. De pronto se encontró en la cocina con Maggie. Atónito, perplejo, miró en derredor. Parecía que acabase de recobrar la cordura, a saber cómo, en ese preciso instante, apoyado contra el armario que había junto al fregadero, con los tobillos cruzados uno sobre el otro, acunando el vaso de whisky sobre su cintura. ¿Qué había sido de todo el tiempo transcurrido entre tanto, desde el momento en que estuvo con el juez hasta ese otro? Maggie, ajetreada, le estaba hablando, aparentemente en respuesta a algo que él hubiera dicho antes, aunque fue incapaz de pensar en lo que había dicho. Maggie parecía la bruja de un cuento de hadas, encorvada y marchita, con la nariz ganchuda y el pelo enmarañado, del color del acero. Reía incluso como si graznara, en las contadas ocasiones en que reía.

—De todos modos —dijo Quirke, tratando de comenzar la conversación de nuevo—, ¿cómo te va, Maggie?

Ella se detuvo ante la cocina económica y lo miró sonriente, aunque sólo con la mitad de la cara.

—Es usted un hombre terrible —dijo—. Sería capaz de beberse hasta lo que manara de una pierna infectada.

Él levantó el vaso de whisky hasta tenerlo ante los ojos, y del vaso la miró a ella y de nuevo miró al vaso fingiéndose ofendido, y ella meneó la cabeza y rechistó y siguió con su trajín. Estaba cocinando algo en una olla a cuyo interior se había asomado torciendo el gesto. Grimalkin, pensó él: ¿así se llamaba aquella bruja? Del salón le llegaba la voz del juez, que estaba pronunciando un discurso ante la concurrencia: «…Y tengo la esperanza de que todos me crean si afirmo que me considero indigno de este gran honor que el Santo Padre ha tenido a bien concederme, tanto a mí como a mi familia. Todos ustedes saben de dónde provengo, de qué provengo, y saben de la fortuna que he tenido, tanto en mi vida pública como en la privada…».

Maggie soltó un resoplido breve y sardónico.

—Supongo que habrá venido por la chica.

Quirke frunció el ceño.

—¿Por Phoebe?

—¡No! —dijo Maggie, y resopló de nuevo—. Por la que ha muerto.

Se oyeron los aplausos en el salón al terminar el juez su discurso. Entró Sarah con una pila de platos sucios. Al ver a Quirke titubeó, pero entró y dejó los platos sobre la mesa de la cocina, con el resto de los cacharros pendientes de fregar. Con paciencia y cautela preguntó a Maggie si faltaba mucho para que la sopa ya estuviera lista.

—Me temo que ya se han terminado todos los sándwiches.

Pero Maggie, inclinada sobre la olla humeante, sólo masculló algo para el cuello de su camisa. Sarah suspiró y abrió el grifo del agua caliente. Quirke la miraba con una sonrisa achispada y desenfocada.

—Ojalá —dijo ella en voz baja, sin mirarle— no llevases a Phoebe a sitios como McGonagle. Mal tiene razón, aún es demasiado joven para ir a las tabernas a beber.

Quirke adoptó una expresión arrepentida.

—Yo tampoco debería haber venido aquí, me parece —dijo cabizbajo, pero mirándola por el rabillo del ojo.

—Directamente de ese sitio, desde luego que no.

—Quería verte.

Ella lanzó una mirada hacia donde estaba Maggie.

—Quirke —murmuró—, no empecemos.

El agua caliente salpicaba en el fregadero, esparciendo una nube de vapor. Sarah se puso un delantal y tomó una sopera de una balda, sacudiendo la cabeza al ver lo polvorienta que estaba. La lavó con una esponja. A Quirke le produjo cierta gratificación ver lo agitada que estaba. Llevó la sopera a la cocina y Maggie vertió la sopa de la olla en el interior.

—Maggie, ¿quieres servirla tú, por favor?

Quirke encendió otro cigarrillo. El humo, el olor del jabón, los vapores del whisky se combinaban para promover en él un sentimiento de tenue y dulce pesar. Todo aquello podría haber sido suyo si las cosas le hubieran ido de otro modo, pensó, una casa espléndida, un grupo de amistades, la criada de la familia, esa mujer del vestido color escarlata y elegantes zapatos de tacón alto, con aquellas medias de seda de costuras tan rectas. La observó abrirle la puerta a Maggie, que pasó con la sopera. Tenía el cabello del color del trigo mojado por la lluvia. Él había escogido a su hermana, Delia Crawford; Delia, la morena; Delia, la que falleció. ¿O acaso fue él quien resultó elegido?

—¿Sabes qué fue —le dijo— lo que me llamó la atención de ti la primera vez, hace tantos años, en Boston? —aguardó, pero ella no respondió nada, y tampoco se volvió a mirarlo. Se lo dijo en un susurro—. Tu olor.

Ella prorrumpió en una risa breve, incrédula.

—¿Mi qué? ¿Te refieres a mi perfume?

Él negó vigorosamente con un gesto.

—No, no, no. No, nada de perfume. Tú.

—¿Y a qué olía, si se puede saber?

—Ya te lo he dicho. A ti. Olías a ti. Todavía hueles a ti.

En ese momento sí le miró, sonriendo de una forma poco natural, inquieta, y cuando dijo algo su voz sonó con esa blandura de las plumas, como si sintiera un dolor leve.

—¿No huele todo el mundo a sí mismo?

Él volvió a negar, esta vez con suavidad.

—No como tú —dijo—. No con esa… esa intensidad.

Velozmente, ella volvió a concentrarse en el fregadero. Se dio cuenta de que se estaba ruborizando. En ese momento le llegó el olor de él, o no tanto su olor, sino más bien el calor de la carne de él, apretado contra ella como el aire de un caluroso día de verano, cuando amenaza tormenta.

—Oh, Quirke —le dijo, esforzándose por parecer alegre—, ¡si estás borracho!

Él se balanceó un poco y se enderezó.

—Y tú estás bellísima.

Ella cerró los ojos un segundo y pareció que flaquease. Estaba asida al borde del fregadero. Tenía blancos los nudillos.

—No deberías hablarme de ese modo, Quirke —dijo en voz baja—. No es justo —él se había acercado a ella en los últimos instantes, tanto que parecía a punto de arrimar la cara a su pelo, o de besarla en la oreja, o en la mejilla pálida y seca. Volvió a balancearse con una sonrisa vacía en los labios. De pronto, ella se volvió hacia él con los ojos iluminados de ira, y él retrocedió con paso inseguro—. Esto es lo que te encanta hacer, ¿verdad? —le dijo, y perdió el color de los labios—. Te encanta jugar con las personas. Les dices qué bien huelen, les dices que son hermosas, y todo con tal de ver la reacción de los demás, sólo por ver si hacen algo interesante, que te alivie el tedio.

Ella se echó a llorar en completo silencio, grandes lagrimones relucientes que le brotaban a duras penas de los párpados cerrados, con la boca apretada y tensa en las comisuras. Se abrió la puerta tras ella y entró Phoebe, que se detuvo, mirando primero la espalda inclinada de su madre y luego a Quirke, el cual, sin que lo viera Sarah, enarcó las cejas y se encogió de hombros en un gesto exagerado de inocencia atónita. La muchacha titubeó unos instantes, una tenue sombra de temor en su rostro, y sin decir una palabra se retiró, cerrando la puerta sin hacer un solo ruido.

El espectáculo de otra mujer llorando, la segunda en lo que iba de noche, devolvió rápidamente a Quirke una porción considerable de sobriedad. Ofreció a Sarah su pañuelo, pero ella rebuscó en un bolsillo del vestido y sacó el suyo propio, que extendió ante él para que lo viera.

—Siempre llevo un pañuelo a mano —dijo—. Por si acaso —soltó una risa congestionada y se sonó, y de nuevo apoyó las manos en el fregadero para alzar el rostro hacia el techo con un gemido áspero y endurecido—. ¡Mírame, por Dios! De pie en la cocina de mi casa y llorando como una Magdalena. ¿Y por qué? —se dio la vuelta y lo contempló antes de menear la cabeza—. Ay, Quirke. No tienes remedio.

Reconfortado por su sonrisa llorosa, Quirke alzó una mano para acariciarle la mejilla, pero ella apartó la cabeza bruscamente, sin sonreír.

—Demasiado tarde, Quirke —dijo con voz tensa, endurecida—. Son veinte años de retraso.

Se guardó el pañuelo en la manga del vestido, se quitó el delantal y lo dejó en el aparador, quedándose un instante con la mano sobre la tela, como si fuese la cabeza de un niño, la mirada baja y apagada. Quirke la miró. Ella al final era más fuerte que él, mucho más fuerte. De nuevo hizo ademán de rozarla, pero ella de nuevo se separó de él, y él dejó caer la mano. Entonces dio ella un leve respingo y salió de la cocina.

Quirke se quedó donde estaba durante un minuto entero, mirando el vaso. Le desconcertaba que con los demás las cosas nunca salieran como parecía elemental que saliesen, o como había parecido que iban a salir. Le invadía la acalorada y culpable sensación de haber enredado sin el debido esmero con algo demasiado delicado, demasiado fino para la torpeza de sus dedos. Dejó el vaso diciéndose que era hora de marcharse sin volver a cruzar una sola palabra con nadie. Estaba a mitad de camino hacia la puerta cuando ésta se abrió bruscamente y entró Mal.

—¿Qué es lo que le has dicho? —le espetó. Quirke vaciló a la vez que procuraba no reírse: Mal representaba en esos momentos, teatralmente y a la perfección, el papel del marido ofendido—. ¿Y bien? —volvió a decirle.

—Nada, Mal —dijo Quirke, tratando de parecer al tiempo inobjetable y contrito.

Mal lo estudió con atención.

—Eres un broncas, Quirke —le dijo en un tono inesperadamente llano, casi con toda naturalidad—. Apareces en mi casa borracho como un cesto precisamente la noche en que mi padre…

—Mira, Mal…

—¡A mí no me vengas con ésas!

Dio un paso al frente y se plantó delante de Quirke, respirando con fuerza por la nariz, con los ojos hinchados tras las gafas. Maggie apareció en la puerta y repitió la aparición de Phoebe. Al ver a los dos hombres en actitud de clara confrontación, también ella se retiró, aunque con una mirada de regocijo.

—Éste no es tu sitio, Quirke —dijo Mal, hablando con llaneza—. Tú a lo mejor crees que sí, pero éste no es tu sitio.

Quirke hizo un amago de pasar por delante de él, pero Mal le plantó una mano en el pecho. Quirke dio un paso atrás. Tuvo una súbita visión: los dos enzarzados con torpeza en una pelea, jadeando, balanceándose de un lado a otro, en un enfurecido abrazo de púgiles cansados. Las ganas de reír fueron más intensas que nunca.

—Oye, Mal —le dijo—. Yo me he limitado a traer a Phoebe a casa, nada más. No debería haberla llevado a esa taberna. Lo lamento. ¿De acuerdo? —Mal volvía a apretar con fuerza los puños. Parecía el malvado frustrado de una película muda—. Mal —dijo Quirke, procurando dar convicción a sus palabras—, no tienes ningún motivo para odiarme.

—Eso seré yo quien lo juzgue —dijo Mal rápidamente, como si ya supiera lo que Quirke estaba a punto de decir—. Quiero que te apartes de Phoebe. No voy a permitir que la conviertas en otra versión de ti mismo. ¿Lo has entendido?

Se hizo el silencio entre ambos, un silencio pesado, animal. Ambos oían con nitidez el latir de la sangre en sus sienes, Mal debido a la ira, Quirke por efecto del mucho whisky que llevaba entre pecho y espalda. Quirke entonces dio un rodeo por delante de su cuñado.

—Que tengas buenas noches, Mal —le dijo con un tono cargado de ironía. De camino a la puerta hizo un alto y se dio la vuelta, para hacerle una pregunta en tono marcadamente ligero, de mera conversación intrascendente.

—¿Era Christine Falls paciente tuya?

Mal pestañeó; los párpados brillantes cayeron con una curiosa languidez sobre las órbitas oculares hinchadas.

—¿Cómo dices?

—Christine Falls. La que murió. ¿Era paciente tuya? ¿Por eso estabas abajo en el departamento ayer por la noche, enredando en los expedientes? —Mal no dijo nada. Permaneció tal como estaba, mirándolo con sus ojos apagados, protuberantes—. Espero que no hayas hecho ninguna fechoría, Mal. Los casos de negligencia pueden pasar facturas muy elevadas.

Estaba en el vestíbulo, esperando a que Maggie le llevase la gabardina y el sombrero. Si se diera prisa, podría llegar a McGonagle antes de la hora de cierre. Allí aún encontraría a Barney Boyle seguramente más bebido que nunca, pero sabía cómo manejar a Barney si estaban los dos solos, sin que Phoebe ni nadie por el estilo le hiciera perder los estribos. También era posible que se encontrase con alguna mujer a la que pudiera persuadir para irse con él al piso, siempre y cuando pudiera pasarla de rondón por delante del insomne señor Poole y de su esposa, la sorda siempre alerta.

Vaya vida, pensó con cólera y autocompasión de borracho. Vaya desastre de vida que llevo.

Maggie llegó con sus cosas, musitando algo para sí. Le tendió la gabardina y él volvió a preguntarle qué tal estaba, convencido de que lo hacía por primera vez. Ella chasqueó la lengua en un gesto de irritación y le dijo que más le valía marcharse a su casa a dormir la mona.

Se acordó de algo, un recuerdo en la bruma.

—Esa chica de la que me hablaste antes —dijo—. ¿De qué se trata?

Ella frunció el ceño mirando el cuello de su gabardina antes de dársela.

—¿Cómo dice?

Trataba de acordarse de lo que había dicho.

—La que ha muerto, dijiste. ¿De quién me hablabas?

Ella se encogió de hombros.

—No sé qué Falls.

Él miró la copa de su sombrero, la oscuridad grasienta del interior. Falls, Christine Falls. Otra vez ese nombre. A punto estaba de hacerle otra pregunta cuando oyó una voz imperiosa a sus espaldas.

—¿Y tú adónde te crees que vas?

Era Phoebe.

—A mi casa —mintió.

—¿Dejándome aquí plantada con toda esta gente? Ni lo sueñes.

Maggie emitió un sonido que podría haber sido de burla. Phoebe, meneando la cabeza con falsa incredulidad ante la decisión de Quirke, resuelto a dejarla allí plantada, tomó un echarpe que estaba colgado del remate de la escalera y se lo echó sobre los hombros. Con firmeza le tomó de la mano.

—Llévame contigo, grandullón.

Maggie pareció de pronto agitada.

—¿Y yo qué digo si me preguntan? —dijo con una vocecilla aguda.

—Diles que me he escapado con un marinero —le dijo Phoebe.

En la calle, la noche se había tornado fresca, y Phoebe se arrimó a él según echaban a caminar. Por encima de la luz de las farolas, los álamos frondosos que jalonaban la calle tenían un aspecto espectral, a lo cual se sumaba el seco susurro de las hojas. Todas las copas que llevaba Quirke trasegadas empezaron a agriársele con el frío de la noche, y notó una viscosa melancolía que le corría por las venas. También Phoebe parecía abatida de pronto. Estuvo callada un buen rato.

—¿Por qué os habéis peleado mi madre y tú? —le preguntó al cabo.

—No nos hemos peleado —contestó Quirke—. Era una conversación entre adultos, nada más.

Ella chasqueó la lengua.

—No me digas. Pues vaya conversación —le apretó ansiosamente el brazo—. ¿Le estabas diciendo que todavía la amas, y que lamentas haberte casado con su hermana, en vez de casarte con ella?

—Chiquilla, me parece que lees demasiadas revistuchas.

Ella bajó la mirada y rió. El aire de la noche a él le daba de lleno, y se dio cuenta de que estaba muy cansado. Había sido un día muy largo. Por el ansia con que ella se le aferraba del brazo temió que distara mucho de haber terminado. Tendría que reducir el consumo de alcohol, se dijo con severidad, mientras otra parte de su mente se rió de él en son de chanza.

—El abuelo te tiene mucho más aprecio a ti que a mi padre, ¿verdad? —dijo Phoebe. Como él no contestaba, volvió a la carga—. ¿Cómo fue eso de ser huérfano?

—Devastador.

—¿Te pegaban en aquel sitio al que fuiste a estudiar interno en Connemara? ¿Cómo se llamaba…?

—Escuela Industrial de Carricklea, así se llamaba. Sí, claro que nos pegaban. ¿Por qué no iban a pegarnos?

Sordos golpes del cuero en la carne a la luz grisácea de la mañana, las ventanas inmensas, desnudas, por encima de él, como testigos indiferentes que contemplasen una escena más, una entre tantas, de dolor y humillación. Había sido ya entonces de talla suficiente para defenderse de los otros internos, pero los frailes eran harina de otro costal: contra ellos no había defensa posible.

—¿Hasta que el abuelo fue en tu auxilio y te rescató? —Quirke no dijo nada. Ella le zarandeó del brazo—. Anda, cuéntamelo.

Él se encogió de hombros.

—El juez formaba parte del comité de visitas —dijo—. Se interesó por mí, vaya usted a saber por qué, y me sacó de Carricklea para llevarme a una escuela como es debido. Prácticamente me adoptó. Bueno, me adoptaron él y la yaya Griffin.

Phoebe guardó silencio, pensativa, durante una docena de pasos.

—Tú y mi padre tuvisteis que ser como hermanos.

Quirke se rió con ganas.

—No creo que le hiciera ninguna gracia oírtelo decir ahora.

Se detuvieron en una esquina, bajo la luz granulosa de una farola. La noche estaba en silencio, las casas grandes cerradas a cal y canto tras los setos, las ventanas a oscuras en todas ellas, con muy contadas excepciones.

—¿Tienes alguna idea de quiénes eran tus padres, quiero decir los de verdad? —preguntó Phoebe.

Él se encogió de hombros, de nuevo.

—Hay cosas peores —dijo al cabo de un momento— que ser huérfano.

Titilaba una luz entre las hojas, por encima de ellos. Era la luna. Él tembló, tenía frío. ¡Qué distancias, qué honduras! Hubo entonces un movimiento indefinido, y Phoebe de súbito lo había rodeado con ambos brazos y lo estaba besando en toda la boca, con avidez y con torpeza. Le olía el aliento a ginebra, y a algo más, que él creyó que podría ser caramelo. Percibió sus senos contra su pecho, y las ballenas tensas de su ropa interior. La apartó.

—¿Qué estás haciendo? —exclamó, y se pasó la mano con violencia sobre la boca. Ella se plantó ante él, mirándolo pasmada, como si le vibrase todo el cuerpo, como si acabase de darle una bofetada. Intentó decir algo, pero la boca se le desencajó, y con lágrimas en los ojos se volvió en redondo y echó a correr hacia la casa. Él también se dio la vuelta y reanudó sus pasos de borracho en dirección opuesta, con las piernas rígidas, bufando, sus zancadas presurosas como las de un hombre que se da a la fuga.