2

Pasaba de la hora del almuerzo cuando fue capaz de reunir la energía necesaria para ponerse en marcha e ir a trabajar. Al entrar en el departamento de Patología, Wilkins y Sinclair, sus ayudantes, intercambiaron una mirada inexpresiva.

—Buenos días, caballeros —dijo Quirke—. Buenas tardes, quiero decir.

Se volvió para colgar la gabardina y el sombrero, y Sinclair sonrió mirando a Wilkins, a la vez que se llevaba un vaso invisible a los labios e imitaba el gesto de dar un trago largo. Sinclair, un individuo picarón, con la nariz como una hoz y un cabello negro, rizado, brillante, que le caía sobre la frente, era el cómico del departamento. Quirke se sirvió un vaso de agua en uno de los fregaderos de acero que se alineaban a lo largo de la pared, tras la mesa de disección, para llevarlo con cautela, aunque no con buen pulso, a la mesa de su despacho. Estaba buscando el frasco de aspirinas en el cajón desordenado de la mesa, preguntándose como siempre cómo se podían haber acumulado allí dentro tantas cosas, cuando descubrió la pluma de Mal sobre el secante. No tenía el capuchón puesto, y en el tajo se veían manchitas de tinta seca. Era poco habitual que Mal se olvidara de su preciada pluma, y menos aún sin ponerle el capuchón. Quirke se quedó de pie con el ceño fruncido, avanzando a tientas entre la bruma del alcohol para remontarse al momento en que a primera hora del día había sorprendido a Mal allí mismo. La presencia de la pluma demostraba que no había sido un sueño, si bien algo no terminaba de encajar en la escena tal como él la recordaba; había algo aún más raro, recelaba, que el mero hecho de que Mal estuviera allí sentado, en su mesa, donde no tenía derecho a estar, durante la guardia nocturna.

Quirke se volvió y se dirigió a la sala de los cadáveres, hacia donde se encontraba la camilla de Christine Falls, y retiró la mortaja. Confió en que los dos ayudantes no se hubieran dado cuenta del respingo que dio al verse ante el cadáver de una anciana medio calva y bigotuda, cuyos párpados no estaban cerrados del todo, y los labios exangües y retirados en un rictus que dejaba al aire las puntas de unos dientes incongruentemente blancos, relucientes.

Regresó al despacho y tomó el expediente de Christine Falls del archivador antes de sentarse con él ante su mesa. El dolor de cabeza era en esos momentos muy intenso, un martilleo constante, difuso, en la base de la parte posterior del cráneo. Abrió el expediente. No reconoció la letra. No era ni la suya ni la de Sinclair ni la de Wilkins, y la firma era un garabato ilegible y pueril. La chica procedía del interior del país, de Wexford o Waterford, no pudo descifrarlo, pues la caligrafía era pésima. Había muerto por una embolia pulmonar; muy joven, pensó, para tener una embolia. Wilkins entró en el despacho tras él, haciendo rechinar las suelas de los zapatos. Era un protestante de orejas grandes y cabeza alargada, de unos treinta años, aunque tan desgarbado como un adolescente. Gastaba una cortesía infalible, excesiva, insufrible.

—Han traído esto para usted, señor Quirke —dijo, y dejó la pitillera de Quirke ante él, sobre la mesa. Tosió ligeramente—. La tenía una de las enfermeras.

—Ah —dijo Quirke—. Ya —los dos miraron impávidos la delgada caja de plata, como si contasen con que se moviera por sí sola. Quirke carraspeó—. ¿Qué enfermera?

—Ruttledge.

—Entiendo —el silencio parecía exigencia de una explicación—. Ayer noche hubo una fiesta allá arriba. Debí de olvidármela —tomó un cigarrillo de la pitillera y lo encendió—. Esta chica —dijo con voz enérgica, levantando el expediente—, esta mujer, la tal Christine Falls, ¿qué ha sido de ella?

—¿Cómo dice que se llama, señor Quirke?

—Falls. Christine. Tuvo que llegar anoche en algún momento, y ahora no está. ¿Qué ha sido de ella?

—No lo sé, señor Quirke.

Quirke suspiró ante el expediente abierto. Ojalá, se dijo, no insistiera Wilkins en dirigirse a él llamándolo por su apellido de esa forma tan rastreramente obsequiosa siempre que le era requerido tomar la palabra.

—El impreso de salida, ¿dónde está?

Wilkins salió a la sala de cadáveres. Quirke rebuscó en el cajón, y esta vez sí encontró el frasco de las aspirinas. Quedaba una.

—Aquí lo tiene, señor Quirke.

Wilkins dejó la fina hoja de papel rosa sobre la mesa. La firma ilegible que vio Quirke en ella resultaba más o menos igual que la del expediente. En ese momento comprendió de pronto qué era lo realmente extraño en la pose de Mal, la noche anterior, en su mesa: aunque Mal era diestro, lo vio escribir con la zurda.

El señor Malachy Griffin pasaba la habitual visita vespertina en la sala de obstetricia. Con su traje de mil rayas y chaleco, con su pajarita roja, iba de ronda por las sucesivas salas del hospital, la espalda demasiado erguida, rígida, la cabeza estrecha y el mentón bien alto, con un grupo de aplicados estudiantes pegados a los talones. En el umbral de cada una de las salas hacía una parada teatral, sólo un segundo, y se anunciaba: «Buenas tardes, señoras, ¿qué tal estamos hoy?». Acto seguido miraba en derredor con una sonrisa amplia, luminosa, levemente desesperada. Las mujeres panzudas, aletargadas en sus camas, se desperezaban con timidez, a la expectativa, enderezándose el cuello del camisón, retocándose el peinado, guardando con prisas bajo la almohada las polveras y los espejitos que habían sacado del neceser adelantándose a su visita. Era el ginecólogo más solicitado de toda la ciudad. Había en él cierta indecisión que, a pesar de la gran reputación que le precedía, resultaba atractiva para todas aquellas futuras madres. En las horas de visita, los maridos suspiraban cuando sus esposas comenzaban a hablar del señor Griffin; muchos varones nacidos allí, en el Hospital de la Sagrada Familia, se vieron obligados a aventurarse en la carrera de obstáculos de la vida tocados por lo que para Quirke era un inconveniente de peso, el infortunio de tener que atender por el nombre de Malachy.

—Bien, señoras, son ustedes excelentes, ¡excelentes todas ustedes!

Quirke aguardó al fondo del pasillo, contemplando la escena entre divertido y agriado: Mal llevaba a cabo su suntuoso desfile por sus dominios. Quirke husmeó el aire. Era extraño estar allí, donde olía a vivos, e incluso a recién nacidos. Mal, al salir de la última de las salas, lo vio y frunció el ceño.

—¿Tienes un momento? —dijo Quirke.

—Ya ves que estoy de visita.

—Sólo será un momento.

Mal suspiró e indicó a sus alumnos que siguieran. Se alejaron unos pasos antes de detenerse con las manos en los bolsillos de las batas blancas, más de uno conteniendo a duras penas la sonrisa de suficiencia: el amor que no se echó a perder entre Quirke y el señor Griffin era de sobra conocido.

Quirke tendió la pluma a Mal.

—Se te ha olvidado esto.

—¿De veras? —dijo Mal en tono neutro—. Pues gracias.

Se la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta; qué juiciosamente, pensó Quirke, era capaz de realizar Mal hasta los actos más intrascendentes, y con qué sopesada intención abordaba hasta las menores nimiedades de la vida.

—Esa chica, Christine Falls… —dijo Quirke.

Mal parpadeó y miró en dirección a los estudiantes que le esperaban antes de volverse hacia Quirke subiéndose las gafas por el puente de la nariz.

—¿Sí? —repuso.

—He leído el expediente, el que ayer dejaste hecho. ¿Algún problema?

Mal se pellizcó el labio inferior con el índice y el pulgar. Era otro de sus gestos, siempre lo había hecho, desde que era niño, junto con el de empujarse las gafas por el puente de la nariz, el temblorcillo en las aletas nasales o la ruidosa manera en que se sacaba las mentiras de los nudillos. Era, reflexionó Quirke, una viva caricatura de sí mismo.

—Quise verificar algunos detalles del caso —dijo, tratando de resultar espontáneo.

Quirke enarcó las cejas exageradamente.

—¿Del caso?

Mal se encogió de hombros con impaciencia:

—¿Qué es lo que tanto te interesa?

—Bueno, para empezar ya no está. Su cadáver estaba…

—Yo de eso no sé nada. Mira, Quirke, tengo una tarde muy ocupada. ¿Te importa si…?

Hizo ademán de marcharse, pero Quirke lo había sujetado por el brazo.

—Yo soy el responsable del departamento, Mal. No se te ocurra entrometerte, ¿entendido?

Lo soltó y Mal se dio la vuelta sin alterar el semblante. Se alejó. Quirke lo vio apretar el paso, llevándose a los estudiantes tras su estela como si fuesen las crías de un ganso. Quirke se volvió deprisa y bajó por la escalinata absurdamente grandiosa para llegar a su despacho en el sótano, donde tuvo conciencia de la mirada especulativa con que lo recibió Sinclair, sentándose entonces ante su mesa para abrir de nuevo el expediente de Christine Falls. Al hacerlo sonó el teléfono, acomodado como un sapo al alcance de su mano, y se sobresaltó con el timbrazo imperioso, cosa que nunca dejaba de sucederle. Cuando oyó la voz que le llegaba por el hilo se suavizaron sus rasgos faciales. Escuchó un momento.

—¿A las cinco y media? —dijo, y colgó.

El aire verduzco de la tarde era de una suave calidez. Se encontraba en una acera ancha, bajo los árboles, terminando de fumarse un cigarrillo y mirando al otro lado de la calle, hacia la chica que esperaba en las escaleras de entrada del Hotel Shelbourne. Llevaba un vestido de verano, blanco, con lunares rojos, y un sombrerito garboso y adornado con una pluma. Había vuelto la cara a la derecha, escrutando la esquina de Kildare Street. Una racha de brisa hizo ondear el dobladillo del vestido. A él le gustó su manera de esperar, alerta, dueña de sí misma, la cabeza y los hombros echados para atrás, los pies calzados con unos zapatos finos, colocados el uno junto al otro, las manos en la cintura, sujetando el bolso y los guantes. Le recordó mucho a Delia. Pasó un carromato verde oliva del que tiraba un Clydesdale de color achocolatado. Quirke alzó la cabeza y aspiró los olores de finales del verano: el polvo, el caballo, el follaje, el humo de los motores diésel y, tal vez, también, echándole imaginación, un atisbo del perfume que llevara la muchacha.

Cruzó la calle esquivando un autobús de dos pisos, verde, que le avisó con un sonoro bocinazo. La muchacha volvió la cabeza y lo observó acercarse sin cambiar de expresión, caminando sobre las manchas de sol y sombra que moteaban la calle, la gabardina al brazo y una mano rígidamente introducida en el bolsillo de su chaqueta cruzada, con el sombrero castaño peligrosamente inclinado. Se fijó en su gesto de concentración, el modo en que parecía tener dificultades para caminar con unos pies tan pequeños. Bajó las escaleras para recibirlo.

—¿Tienes por costumbre espiar así a las chicas? —le dijo.

Quirke se detuvo ante ella, con un pie en el bordillo de la acera.

—¿Así? —preguntó.

—Como si fueras un gángster que piensa en robar un banco.

—Eso depende de la chica. ¿Tú tienes algo que valga la pena robar?

—Eso depende de lo que tú estés buscando.

Callaron un momento, mirándose el uno al otro, y la chica sonrió.

—Hola, tío —le dijo.

—Hola, Phoebe. ¿Qué es lo que pasa?

Ella se encogió de hombros con una mueca.

—¿Pasar? Más bien será qué es lo que no pasa, digo yo…

Se sentaron en el vestíbulo del hotel, en sendos sillones sobredorados, y tomaron té y un plato de pequeños sándwiches y unos pastelillos que servían en un puesto de repostería en estantes sucesivos. El salón, de altos y adornados techos, estaba especialmente ruidoso. El gentío caballuno de los viernes por la noche había llegado de las zonas rurales, lugareños vestidos de tweed, con sus zapatos recios y sensatos y sus voces resonantes como rebuznos; a Quirke le crispaba los nervios, y al removerse le parecía que los brazos curvos del sillón sobredorado lo atenazasen con más fuerza. Era evidente que a Phoebe le gustaba el lugar, que disfrutaba con la oportunidad de jugar a ser una damisela con gran desenvoltura, la hija del señor Griffin, médico especialista, recién llegada de Rathgar. Quirke la miraba por encima del borde de la taza de té, disfrutando de su disfrute. Se había quitado el sombrero y lo había dejado junto al plato, de modo que parecía un adorno de la mesa, con la pluma lánguidamente caída. Tenía el cabello tan negro que con las ondulaciones se le veía un brillo azulado en cada uno de los huecos. Tenía los vivaces ojos azules de su madre. Le pareció que se había puesto demasiado maquillaje —y el rouge era demasiado chillón para una chica de su edad—, pero no hizo el menor comentario. Desde una esquina alejada de la sala, un individuo ya mayor, de porte militar, con una calva abrillantada y un monóculo, parecía mirarle con los ojos quietos de quien se siente ofendido. Phoebe se introdujo un éclair en miniatura en la boca y lo masticó, abriendo los ojos, riendo para sus adentros.

—¿Y tu novio? —dijo Quirke.

Ella se encogió de hombros y tragó con esfuerzo.

—Está muy bien.

—¿Sigue estudiando Derecho?

—Ingresa en el colegio de abogados el año que viene.

—Cómo no. Bueno, pues eso es sensacional.

Ella le arrojó una miga de pastel, y a él le pareció notar un destello ultrajado en el monóculo, como si les llegase volando a través de la sala.

—No seas sarcástico —dijo ella—. Eres demasiado sarcástico —se le oscureció el semblante y miró a su taza—. Quieren que renuncie a él. Por eso te llamé por teléfono.

Él asintió con una mirada impertérrita.

—¿A quiénes te refieres?

Ella ladeó la cabeza, y las ondas de su permanente rebotaron.

—Ah, pues a todos ellos. A mi padre, claro. E incluso a mi abuelo.

—¿Y tu madre qué dice?

—¿Mi madre? —dijo con un bufido de desdén. Frunció los labios y adoptó una voz de reprobación—. Vamos a ver, Phoebe; tú tienes que pensar en la familia, en la reputación de tu padre. ¡Hipócritas! —lo fulminó con la mirada y de pronto se echó a reír, cubriéndose la boca con una mano—. ¡Qué cara se te ha puesto! —exclamó—. Ya veo que no piensas consentir que se diga una sola palabra contra ella, ¿verdad?

Él no contestó a eso.

—¿Qué es lo que quieres que haga yo? —dijo por el contrario.

—Que hables con ellos —contestó, y se adelantó rápidamente sobre la mesita, con las manos juntas sobre el pecho—. Que hables con mi padre, o al menos con mi abuelo. Tú eres su preferido, y papá hará todo lo que el abuelo le diga.

Quirke sacó la pitillera y el encendedor. Phoebe le vio dar golpecitos al cigarrillo contra la uña del pulgar. Él la vio calcular si osaría o no pedirle uno. Exhaló la bocanada de humo hacia el techo y se retiró una pizca de tabaco del labio inferior.

—Espero que no tengas la seria intención de casarte con Bertie Wooster —dijo.

—Si te refieres a Conor Carrington, te aseguro que aún no me lo ha propuesto. De momento.

—¿Qué edad tienes?

—Veinte.

—No, todavía no.

—Me falta poco.

Él se recostó en el sillón, estudiándola.

—No estarás pensando en escaparte de tu casa, ¿verdad?

—Estoy estudiando la posibilidad de marcharme. No soy una niña, eso está claro. Estamos en los años cincuenta, no en plena Edad Media. De todos modos, si no puedo casarme con Conor Carrington, me escaparé contigo.

Él siguió recostado y rió. El sillón emitió un crujido de protesta.

—No, muchas gracias.

—No sería incestuoso. A fin de cuentas, sólo eres mi tío político, nada más.

Algo sucedió entonces en la cara de la muchacha, que se mordió el labio, bajó la mirada y comenzó a rebuscar en su bolso. Consternado, él vio caer una lágrima en el dorso de la mano de la muchacha. Miró de reojo hacia el hombre del monóculo, que se había puesto en pie y ya avanzaba entre las mesas con aire de seria determinación. Phoebe encontró el pañuelo que había estado buscando y se sonó ruidosamente. El monóculo ya estaba casi sobre ellos y Quirke se aprestó para una confrontación sin saber qué había podido hacer para provocarla, pero el individuo pasó de largo, desplegando una sonrisa equina y tendiendo la mano hacia alguien que estaba detrás de Quirke, a la vez que decía:

—¡Trevor! ¡Ya me había parecido que eras tú…!

Phoebe tenía la cara hinchada, y una mancha de rímel se le había corrido, como a un Pierrot, bajo uno de los ojos.

—¡Ay, tío! —dijo con un gemido ahogado—. ¡Qué desdichada soy!

Quirke apagó la colilla en el cenicero de la mesa.

—Tranquilízate, por lo que más quieras —musitó; aún tenía dolor de cabeza.

Phoebe lo miró malhumorada entre las lágrimas.

—¡No me digas que me tranquilice! ¡Ya estoy harta! —cerró el bolso con ruido y se puso en pie, mirando vagamente a derecha e izquierda, como si hubiera olvidado dónde estaba. Quirke, sin moverse aún del sillón, le dijo que se sentara, por el amor de Dios, pero ella no le hizo caso. En las mesas cercanas, la gente la miraba con atención—. Yo me largo —dijo, y echó a caminar hacia la puerta.

Quirke pagó la cuenta y la alcanzó en la escalera del hotel. Se estaba secando los ojos con el pañuelo.

—Estás hecha un desastre —le dijo—. Entra a arreglarte la cara.

Con súbita docilidad, ella volvió al hotel. Mientras la esperaba, se colocó en la zona de la balaustrada, junto a las puertas acristaladas, y prendió otro cigarrillo. La luz del día casi había desaparecido, los árboles de Stephen’s Green proyectaban sus sombras escuálidas por la calle; no faltaba ya mucho para el otoño. Admiraba la luz del crepúsculo en las fachadas de ladrillo de los edificios que daban a Hume Street cuando apareció Phoebe, que se plantó a su lado y lo tomó del brazo.

—Llévame a algún sitio —dijo—. Llévame a un tugurio —le apretó el brazo contra su costado y emitió una risa grave—. Tengo ganas de portarme como una chica mala, mala de verdad.

Echaron a caminar por el Green, hacia Grafton Street. La gente paseaba disfrutando del final de un día espléndido, que tan mal comienzo había tenido. Phoebe andaba muy pegada a él, con el brazo todavía agarrado del suyo; él percibía la calidez de su cadera, su firmeza y, dentro, la suave y precisa articulación. Pensó entonces en Christine Falls, cérea y exánime sobre la camilla.

—¿Qué tal van los estudios? —le preguntó.

—Creo que me voy a cambiar —dijo ella—. La Historia es un aburrimiento.

—No me digas. ¿Y qué piensas hacer?

—Pues a lo mejor hago Medicina, y así me sumo a la tradición de la familia —Quirke no hizo ningún comentario. Ella volvió a apretarle el brazo—. La verdad es que me pienso marchar, te lo digo en serio. Si no me dejan vivir mi vida, me largo.

Quirke la miró de reojo y se rió.

—¿Y cómo te las vas a ingeniar? —dijo—. Dudo mucho que tu padre financie la vida de libertad bohemia que tan decidida estás a probar.

—Me buscaré un trabajo. Eso es lo que hacen en Estados Unidos. Tenía una amiga con la que me escribía cartas que estudiaba y trabajaba para pagarse los estudios. Eso fue lo que me escribió: trabajo y me pago los estudios. Imagínate.

Doblaron por Grafton Street y llegaron a McGonagle. Quirke abrió la gran puerta, con sus paneles de cristal esmerilado, verdes y rojos, y una vaharada de cerveza y humo de tabaco les saludó a la vez que el ruido del local. A pesar de que era temprano, el sitio ya estaba lleno del todo.

—Vaya —dijo Phoebe—. ¿Y a ti esto te parece un tugurio?

Siguió a Quirke, que se abrió paso hacia la barra. Encontraron dos taburetes altos sin ocupar junto a una columna cuadrada, de madera, en la que había un pequeño espejo. Phoebe se levantó la falda para tomar asiento a la vez que le sonreía. Sí, se dijo Quirke, definitivamente tenía la sonrisa de Delia. Cuando ya estaban sentados, descubrió que se veía reflejado en el espejo, tras el hombro de ella, y le pidió que le cambiara de taburete. Siempre le había inquietado mirarse a los ojos en un espejo.

—¿Qué quieres tomar? —le preguntó, alzando una mano para llamar al camarero.

—¿Qué puedo tomar?

—Zarzaparrilla.

—Ginebra. Quiero una ginebra.

Él enarcó las cejas.

—Vaya, no me digas…

El camarero era relativamente viejo, de semblante sacerdotal.

—Para mí lo de siempre, Davy —dijo Quirke—, y una tónica con ginebra para la señora. Con más tónica que ginebra —McGonagle había sido uno de los lugares donde abrevaba a menudo en los viejos tiempos, cuando bebía realmente en serio.

Davy asintió, inspiró por la nariz con fuerza y se fue arrastrando los pies. Phoebe miraba alrededor del local, repleto de humo. Una mujer corpulenta, rubicunda, vestida de púrpura, con un vaso de cerveza tostada en una mano llena de anillos, le guiñó un ojo y le sonrió, mostrándole una hilera de dientes manchados de tabaco y con huecos entre unos y otros; el hombre que estaba con ella era flaco como un galgo, con el cabello incoloro, lacio, aplastado.

—¿Son conocidos? —preguntó Phoebe de ladillo. McGonagle era un local famoso entre los poetas aspirantes y sus musas.

—Aquí todo el mundo es conocido —dijo él—. O cree que lo es.

Davy, el camarero, les llevó las copas. Era extraño, reflexionó Quirke, que nunca se hubiera acostumbrado a que le gustase de veras el sabor del whisky, ni de ninguna bebida alcohólica, ni siquiera en los tiempos más salvajes, después de que muriese Delia, y que la agria quemazón de la bebida siempre le hubiera repugnado un tanto, a pesar de lo cual había sido capaz de meterse alcohol a espuertas en el cuerpo. No era bebedor por naturaleza. Creía que había bebedores por naturaleza, pero él no era de ésos. Y eso fue lo que lo mantuvo a salvo de la destrucción, suponía, durante los largos y lacrimosos años de duelo por la pérdida de su esposa.

Alzó el vaso y lo inclinó hacia la muchacha.

—Por las libertades —dijo.

Ella estaba mirando su copa, los cubos de hielo en medio de las burbujas.

—Tú tienes verdadera debilidad por mamá, ¿verdad? —le dijo. Mamá. La palabra hizo que se le parase un instante el corazón. Un hombre de gran estatura, con la frente despejada, recta, pasó de largo, apretándose de costado entre el gentío. Quirke lo reconoció, lo había visto en el hotel: el tal Trevor al que el vejete del monóculo fue a saludar. Qué pequeño es el mundo, se dijo. Demasiado pequeño—. Hace años te gustaba —dijo Phoebe—. Y aún te gusta. Lo sé todo.

—A mí me gustaba su hermana y me casé con su hermana.

—Pero sólo de rebote. Papá se quedó con la que tú querías, por eso te casaste tú con la tía Delia.

—Estás hablando de los difuntos.

—Lo sé. Soy terrible, ¿verdad? Pero ésa es la verdad a pesar de todo. ¿La echas de menos?

—¿A quién? —ella le dio entonces un golpe en el hueso de la muñeca, con los nudillos, y la pluma de su sombrerito osciló de tal modo que la punta le rozó a él la frente—. Han pasado veinte años —dijo él, e hizo una pausa—. Sí, la sigo echando de menos.

Sarah tomó asiento en el taburete de terciopelo, frente al tocador, y se inspeccionó en el espejo. Se había puesto un vestido de seda color escarlata, pero estaba preguntándose si no habría sido un error. La observarían con todo detenimiento, siempre hacían lo mismo, fingiendo no prestarle atención, en busca de algo que les mereciera su desaprobación, algún signo de diferencia, alguna manera de afirmar que ella no era uno de ellos. Había vivido entre ellos desde… ¿quince años antes? Pero ellos jamás la habían aceptado tal cual era, y nunca lo harían, en especial las mujeres. Le sonreían, la adulaban, le ofrecían chismes inofensivos, como si fuese un animal expuesto en el zoo. Cuando ella tomaba la palabra, la escuchaban con una atención exagerada, asintiendo y sonriendo para darle ánimos, como harían con una niña, o con una retrasada. Ella oía el temblor de su propia voz, la tensión que le costaba el esfuerzo por tratar de resultar normal, las frases que salían de sus labios y que caían sin ninguna eficacia a los pies de las demás. Y fruncían el ceño, fingiendo un cortés aturdimiento, cuando ella incurría en el error de emplear un americanismo. Qué curioso, decían, que nunca se te haya quitado del todo el acento, a lo cual añadían: nunca, con todos los años que han pasado, es de ver, como si la hubieran traído de vuelta a la isla los primeros bucaneros transatlánticos, como el tabaco, o el pavo. Suspiró. Sí: el vestido era un error, pero no le quedaban energías, concluyó, para ir a cambiarse.

Mal volvió del cuarto de baño sin corbata, en mangas de camisa, en tirantes, a enseñarle unos gemelos.

—¿Te importa atarme este dichoso invento? —dijo irritado y quejoso.

Extendió los brazos y Sarah se puso en pie para tomar los dos complicados y fríos eslabones y disponerse a insertarlos en los ojales. Evitaron encontrarse los ojos uno al otro, Mal con los labios fruncidos, mirando sin ver un rincón del techo. Qué delicada y pálida tenía la piel en el interior de las muñecas. Esa clase de detalles le habían llamado a ella la atención cuando se conocieron veinte años atrás: lo suave que parecía, la dulzura y bondad que desprendía un hombre tan alto, tan tierno y vulnerable.

—¿Está Phoebe en casa? —preguntó él.

—No tardará en llegar.

—Más le vale, sobre todo en una noche como ésta.

—Eres demasiado duro con ella, Mal.

Él frunció aún más los labios.

—Más te vale ir a ver si mi padre ha llegado. Ya sabes que es un pelma con esto de la puntualidad.

¿En qué momento, se preguntó ella, empezaron a hablarse de ese modo esquinado, de mal genio, como dos desconocidos que se vieran atrapados en un ascensor?

Ella bajó al otro piso, la seda de su vestido susurraba al rozarle las rodillas, como un chisporroteo en sordina. La verdad era que debería haberse puesto algo menos llamativo, menos… declamatorio. Esbozó una sonrisa sin alma; le había gustado la palabra. No tenía por costumbre declamar.

Maggie, la criada, estaba en el comedor colocando las cucharas en la mesa.

—¿Está todo listo, Maggie?

La criada la miró velozmente, extrañada, como si por un instante no la reconociera. Y luego asintió. Tenía una mancha en el dobladillo del uniforme, por detrás, y Sarah confió en que sólo fuera salsa. Maggie tenía edad más que de sobra para jubilarse, pero a Sarah le faltaba la presencia de ánimo necesaria para despedirla, tal como había despedido a la otra pobre chica. Alguien llamó a la puerta de la calle.

—Yo iré —dijo Sarah. Maggie no la miró. Asintió de nuevo, examinando las cucharas con los ojos entornados.

Cuando abrió la puerta, Sarah se encontró que Garret Griffin le colocaba a la fuerza un ramo de flores en los brazos.

—Garret —le dijo con afecto—. Adelante.

El anciano entró en el vestíbulo y se produjo el habitual momento de desamparo al no saber ella cómo saludarlo, ya que los Griffin, incluido Garret, no eran de los que aceptaban un beso con facilidad. Señaló las flores que ella apretaba contra el pecho, y que eran de una fealdad pasmosa.

—Espero que te gusten —dijo—. Esto de las flores no se me da nada bien.

—Me encantan —dijo ella, aspirando con cautela el aroma de los capullos. Las margaritas de septiembre olían a calcetines sucios. Sonrió. Lo de menos eran las margaritas. Estaba contenta de verle—. Me encantan —volvió a decir.

Él se quitó el abrigo y lo colgó de los ganchos que había detrás de la puerta.

—¿Soy el primero en llegar? —preguntó, dándole la espalda y frotándose las manos.

—Todos los demás se retrasan.

—Ay, Señor —gimoteó—. Siempre me pasa lo mismo. ¡Siempre me adelanto!

—Así tendremos ocasión de charlar un rato antes de que los demás te monopolicen.

Él sonrió, mirándola con cierto desprecio, con esa arisca timidez que tenía. Ella volvió a pensar, con una tenue sorpresa —¿y por qué esa sorpresa?—, en el gran afecto que el anciano le había inspirado siempre. Mal apareció en las escaleras, solemne, con su traje oscuro y su sobria corbata. Garret lo miró sin ningún entusiasmo.

—Vaya, ahí estás —dijo.

Padre e hijo se plantaron uno frente al otro en silencio. Sarah avanzó hacia ellos impulsivamente, y al hacerlo tuvo la sensación de que un envoltorio invisible y quebradizo se deshacía sin hacer ruido a su alrededor.

—¡Mira qué ha traído Garret! —dijo, mostrando las asquerosas flores—. ¿A que son una maravilla?

Quirke iba por la tercera copa. Estaba sentado de lado en la barra, con un codo apoyado, un ojo cerrado para defenderse del humo del cigarrillo, escuchando a medias a Phoebe, que ensayaba ante él sus planes de cara al futuro. Le había permitido que se tomara una segunda tónica con ginebra, y sus ojos centelleaban, a la vez que tenía la frente sudorosa. Mientras hablaba, la pluma de su sombrerito temblaba al ritmo de sus excitadas palabras. El hombre que estaba junto a ellos, el del pelo aplastado, no dejaba de lanzarle furtivas miradas con gran molestia por parte de su gruesa acompañante, aunque Phoebe no parecía haberse dado cuenta de los ojos de pescado con que la escrutaba el individuo. Quirke sonrió para sus adentros, sintiéndose sólo un poco imbécil por estar allí con ella, con su vestido veraniego, tan luminosa y tan joven. El ruido del local era ya un rugir constante, y ni siquiera al intentarlo en serio era capaz de oír lo que ella decía. Entonces oyó un grito a sus espaldas.

—¡Jesucristo con polainas! ¡Si es el Doctor Muerte en persona!

Barney Boyle estaba allí mismo, borracho como una cuba y amenazadoramente jovial. Quirke se dio la vuelta y adoptó una sonrisa condescendiente. Barney era un conocido peligroso: Quirke y él se habían emborrachado juntos a menudo en los viejos tiempos.

—Hola, Barney —le dijo con reticencia.

Barney iba con su ropa de bebedor: traje negro arrugado y manchado, una corbata de rayas por cinturón y una camisa que alguna vez fue blanca, con los cuellos abiertos, como si alguien se los hubiera arrancado a tirones en una refriega. Phoebe se sintió emocionada: ése era el famoso Barney Boyle. Era, y casi se echó a reír al darse cuenta, una versión a escala de Quirke, quien le sacaba una cabeza; tenía el mismo pecho fornido, la misma nariz partida, los mismos y ridículos pies pequeños. La agarró de la mano y le plantó en el dorso un lúbrico beso. Tenía también las manos pequeñas, suaves, encantadoramente regordetas.

—Tu sobrina, ¿no? —le dijo a Quirke—. Dios santo, Doc, estas sobrinas que se hacen ahora están cada vez más sobrinosas, quiero decir sabrosas, y ése, querida —dijo, volviendo su reluciente sonrisa de nuevo hacia Phoebe—, no es un trabalenguas tan fácil como parece, y menos si te has alimentado a base de cerveza negra.

Pidió bebidas para todos, insistiendo, en contra de las protestas de Quirke, en que Phoebe se tomara otra. Barney se esponjaba bajo la ávida mirada de la muchacha, cambiando el peso del cuerpo de los talones a las puntas y vuelta a empezar, con una pinta en una mano y un cigarrillo empapado en la otra. Phoebe le preguntó si estaba escribiendo una nueva obra de teatro, y él barrió el aire en torno a su cabeza con un gesto de desprecio.

—¡Pues no! —dijo a voz en cuello—. No pienso escribir más para el teatro —adoptó una pose irónica y habló como si se dirigiera a un público numeroso—. De ahora en adelante, el Abbey Theatre va a tener que apañárselas sin los frutos de mi genio —dio un trago violento de su pinta, echando la cabeza para atrás y abriendo bien la boca; los tendones del cuello se le tensaron al tragar—. He vuelto a escribir poesía —añadió, secándose los labios rojos y bulbosos con el dorso de la mano—. En irlandés, esa lengua maravillosa que aprendí en la cárcel, la universidad de la clase obrera.

Quirke se percató de que su sonrisa poco a poco y sin remedio se le iba solidificando. En tiempos lejanos hubo noches en las que Barney y él habían estado allí, felices y contentos, hasta la hora de cierre y hasta mucho después, frente a frente, copa a copa, exhibiendo cada cual su henchida personalidad ante el otro, como un par de niños que jugasen con sendos globos. Ah, pero aquellos tiempos eran agua pasada. Cuando Barney trató de pedir otra ronda, Quirke alzó una mano y dijo no, y añadió que debían marcharse.

—Disculpa, Barney —dijo, y se bajó del taburete sin hacer caso de la mirada de indignación que le lanzó Phoebe—. Otra vez será.

Barney lo miró de hito en hito con ojos deteriorados, mordiéndose el carrillo por dentro. Por segunda vez en la noche Quirke se adelantó a la agresión preguntándose cuál sería la mejor forma de evitarla; Barney, a pesar de ser diminuto, sabía pelear. Pero Barney en ese momento desplazó su mirada hacia Phoebe.

—Una Griffin —dijo, y clavó la mirada en ella—. ¿Tiene usted por un casual algún parentesco con el juez Garret Griffin, el Juez Supremo y Archipámpano Mayor de la República?

Quirke aún estaba tratando de que Phoebe desalojara su taburete, tirándole del codo y recogiendo al mismo tiempo la gabardina y el sombrero.

—Una rama de la familia sin ninguna relación —dijo Quirke.

Barney no le hizo caso.

—Lo digo —le dijo Barney a Phoebe— porque ése es el mamarracho que me encarceló por luchar por la libertad de mi patria. Desde luego, estuve con la célula que les puso unos cuantos petardos en Coventry en el año 39. Eso sí que no lo sabía usted, ¿verdad que no, señorita Griffin? La bomba, se lo puedo asegurar, es mucho más poderosa que la pluma —se le había formado en la frente una película de sudor, y daba la impresión de que los ojos se le hundieran un poco en el cráneo—. Y cuando volví a casa, en vez de recibir la bienvenida heroica que me merecía, el juez Griffin me mandó de cabeza a la trena, a pasar tres añitos a la sombra, para que se me enfriaran los cascos, así lo dijo, provocando grandes carcajadas en el juzgado. Yo tenía dieciséis años. ¿Qué le parece, señorita Griffin?

Quirke estaba resuelto a marcharse cuanto antes, tratando de llevarse consigo a una Phoebe cada vez más remisa. El hombre del pelo aplastado, que había escuchado a Barney con interés, se adelantó con un dedo en alto.

—A mí me parece… —comenzó a decir.

—Tú vete a tomar viento —dijo Barney sin mirarlo siquiera.

—A tomar viento vete tú —le dijo con retranca la mujer del vestido púrpura—. Iros a tomar viento tú y tu amigo y la fulana de tu amigo.

Phoebe soltó una risita achispada. Quirke le dio el último tirón, con fuerza, y ella cayó del taburete. Se habría ido de bruces al suelo de no ser por la mano firme que la sujetó por el brazo.

—Y ahora tengo entendido —dijo Barney a pleno pulmón, de modo que la mitad del local pudo enterarse— que anda deseoso de que lo nombren conde pontificio. Conde, nada menos —subió más el volumen—. ¡Ja! Pues que le cunda mucho al carcamal del conde.