Fue entonces cuando empezaron nuestros prolongados viajes por todos los Estados Unidos. Pronto llegué a preferir a cualquier otro tipo de alojamiento para turistas los que proporcionaba el Functional Motel: escondrijos limpios, agradables, seguros; lugares ideales para el sueño, la discusión, la reconciliación, el amor. Al principio, mi temor de suscitar sospechas me hacía pagar ambas secciones de una unidad doble, cada una equipada con una cama de dos plazas. Me preguntaba para qué clase de cuádruple juego se había ideado tal disposición, ya que sólo una farisea parodia de intimidad podía obtenerse mediante el tabique incompleto que dividía la cabaña o cuarto en dos nidos de amor comunicados. Con el tiempo, las posibilidades sugeridas por tan honesta promiscuidad (dos jóvenes parejas intercambiando alegremente sus compañeros, o un niño sumido en un sueño ficticio para ser testigo auricular de sonoridades primitivas) me hicieron más audaz, y de cuando en cuando alquilaba una cabaña con una cama de dos plazas o una cama y un catre, una celda paradisíaca con visillos amarillos, corridos para crear una ilusión matinal de Venecia, de sol resplandeciente, cuando en realidad no estábamos sino en Pennsylvania y llovía.
Así pudimos conocer —nous connûmes, para usar un giro flaubertiano— la cabaña de piedra, bajo enormes árboles a la Chateaubriand, y la unidad de ladrillo, y la unidad de adobe, y el hotelillo estucado, emplazados en lo que el Libro de Viajes de la Asociación Automovilística describe como lugares «umbrosos», «vastos», «en medio de un hermoso paisaje». Las casuchas de troncos, cabadas con nudoso pino, recordaban a Lo los huesos de una gallina frita por su fulgor oro-viejo. Desdeñábamos las feas chozas de madera blanqueada: su tufillo a cloaca o algún otro hedor peculiar y melancólico, su falta absoluta de cosas elogiables (salvo las «buenas camas») y su hosca propietaria, siempre dispuesta a que rechazaran su obsequio («… bueno, puedo darle…»).
Nous connûmes (esto es de veras divertido) la presunta seducción de sus tautológicos nombres —todos esos Hotel del Crepúsculo, Cabaña de las Cumbres, Cabaña del Pinar, Cabaña Montañesa, Cabaña del Horizonte, Cabaña del Verde Prado, Cabaña de Mac, Cabaña del Parque—. A veces había un agregado especial en la inscripción, algo así como «Bienvenidos los niños; se permiten animales domésticos». (Bienvenido tú, se permite tu entrada). Los baños eran casi siempre duchas entre azulejos, con una variedad infinita de sistemas de canillas, pero con una característica común definidamente no-laodicea: cierta tendencia —durante su funcionamiento— a variar instantáneamente la temperatura del agua (un calor infernal o un frío de hielo), lo cual dependía de que el vecino hiciera girar su propia canilla «caliente» o «fría», privando así de un complemento necesario a la otra ducha graduada con tanto esmero. En algunas cabinas se veían instrucciones pegadas sobre el inodoro (sobre cuyo tanque se amontonaban sin asomo de higiene las toallas): en ellas se pedía a los huéspedes que no arrojaran a ese receptáculo latas de cerveza, cartones… Otras tenían noticias especiales bajo un vidrio, tales como «Sugestiones interesantes». (Jinetes: Con frecuencia podrá usted ver a jinetes que bajan por la calle principal, de regreso de una romántica cabalgata. «A las tres de la mañana», dijo socarronamente la poco romántica Lo).
Nous connûmes los diversos tipos de conductores de cabañas volantes: el criminal reformado, el profesor jubilado, el viajante de comercio, entre los hombres; las variantes maternales, seudodistinguidas y madámicas, entre las mujeres. A veces, en la noche monstruosamente caliente y húmeda aullaban trenes con agudeza lacerante y ominosa, mezclando el poder y la histeria en un solo alarido desesperado.
Evitábamos los Hogares para Turistas, parientes campesinos de los Funerarios; eran anticuados, airosos, sin duchas, con tocadores complicados en minúsculos dormitorios deprimentes y blanquirrosados, y fotografías de los hijos de la propietaria. Pero de cuando en cuando me rendía a la predilección de Lo por los hoteles «de verdad». Ella escogía en el catálogo (mientras yo la acariciaba en el automóvil estacionado en el silencio de un camino misterioso, sazonado por el crepúsculo) algún alojamiento junto a un lago, profusamente recomendado y que ofrecía toda clase de cosas magnificadas por la linterna que deslizaba sobre ellas —vecinos simpáticos, minutas entre comidas, asados al aire libre—, pero que evocaban en mi mente odiosas visiones de malditos estudiantes secundarios con camisas abiertas y mejillas como ascuas apretadas contra las de Lo, mientras el pobre doctor Humbert, sin abrazar otra cosa que dos rodillas masculinas, enfriaba sus almorranas sobre el césped mojado. Asimismo, eran una gran tentación para Lo las «posadas coloniales», que además de su «atmósfera agradable» y sus ventanas enrejadas prometían «cantidades ilimitadas de alimentos deliciosos». Recuerdos del hotel principesco de mi padre me impulsaban a veces a buscar su equivalente en el extraño país que recorríamos. Pronto me sentía disuadido; pero Lo seguía en pos del aroma de comidas exquisitas, mientras yo daba un respingo —por motivos no exclusivamente económicos— al leer junto al camino inscripciones tales como: «TIMBER HOTEL. Niños menores de catorce años, gratis». Por otro lado, me estremezco al recordar ese presunto hotel «de jerarquía», en un estado del oeste, que anunciaba «sorpresas nocturnas en la heladera» y cuyo encargado, sorprendido por mi acento, quiso saber el nombre de mi difunta esposa y el nombre de soltera de mi difunta madre. ¡Una estadía de dos días me costó allí ciento veinticuatro dólares! ¿Y recuerdas, Miranda, esa otra guarida de ladrones «ultra-elegantes», con un obsequioso café matutino y agua corriente helada, sin niñas de menos de dieciséis años (y sin Lolitas, desde luego)? No bien llegábamos a una de las consabidas cabañas rodantes —que se convirtieron en nuestro asilo habitual—, Lolita ponía en marcha el ventilador eléctrico o me inducía a que echara una moneda en la radio, o leía las inscripciones y me preguntaba con lloriqueo por qué no podía cabalgar por algún sendero recomendado, o nadar en ese estanque local de tibia agua mineral. Casi siempre, con el aire contrito y hastiado que cultivaba, caía postrada y abominablemente deseable en un sillón rojo, o en una chaise longue verde, o en una poltrona de tapizado a rayas, con un banquillo para los pies y dosel, o en un sillón giratorio, o en cualquier otra silla de jardín bajo una sombrilla, en el patio, y necesitaba horas de persuasiones, amenazas y promesas para conseguir que me prestara por algunos segundos sus miembros tostados en el secreto de un cuarto por cinco dólares, antes de emprender cualquier diversión que prefiriera a mi humilde goce.
Una mezcla de candor y decepción, de encanto y vulgaridad, de azul malhumor y rosada alegría, Lolita podía ser una chiquilla exasperante cuando le daban ganas. En realidad, yo no estaba del todo preparado para sus accesos de hastío desorganizado, sus apretujones vehementes e intensos, sus actitudes de abandono (piernas abiertas, aire vencido, ojos narcotizados), sus bravuconadas (una especie de difusas payasadas que consideraba muy recias, según los cánones de un muchachote pendenciero). Mentalmente, la consideraba una chiquilla convencional hasta la repulsión. Almibarado hot jazz, baile acrobático, imponentes helados de chocolate, revistas cinematográficas, discos, etcétera: ésos eran los puntos obvios en su lista de cosas preferidas. ¡Sabe Dios cuántos níqueles míos alimentaron los insaciables fonógrafos automáticos, inseparables de cada comida nuestra! Todavía oigo la voz nasal de esos seres invisibles que le cantaban serenatas, personas con nombres como Sammy y Jo y Eddy y Tonny y Peggy y Patty y Rex, y las canciones sentimentales, todas tan similares en mis oídos como los diversos helados de Lo en mi paladar. Dolly creía con una especie de fe celestial en todo anuncio o consejo aparecido en Movie Love o Screen Land («Starasil seca los granos» o «Conviene cuidar que los faldones de la camisa no asomen por los blue jeans, chicas, pues Jill dice que les queda mal»). Si un anuncio decía junto al camino «¡Visitad nuestra tienda de obsequios!», debíamos visitarla, debíamos comprar sus curiosidades indias, sus muñecas, sus alhajas de cobre, sus dulces de cacto. Las palabras «novedades y recuerdos» la hechizaban con su melodía trocaica. Si un letrero de un café proclamaba «Bebidas Heladas», Lo se estremecía automáticamente, aunque todas las bebidas estaban heladas por todas partes. Lo era el destinatario de todos los anuncios: el consumidor ideal, el sujeto y objeto de cada letrero engañoso. Y yo intentaba patrocinar —sin éxito— sólo aquellos restaurantes donde el sagrado espíritu de Huncan Dines había descendido sobre los bonitos manteles de papel y las ensaladas coronadas de queso.
En esos días, ni ella ni yo habíamos intentado aún el sistema de soborno monetario que habría de producir tales estragos en mis nervios y su moralidad, no mucho después, recurría a otros tres métodos para someterla y para dulcificar su temperamento. Pocos años antes, Lo había pasado un verano lluvioso bajo los legañosos ojos de la señorita Phalen, en una granja ruinosa de los Apalaches que había pertenecido a algún gruñón Haze en el pasado remoto. Aún existía, entre los campos lozanos de ramas doradas, al borde de una selva sin flores, al cabo de un camino siempre enlodado, a veinte millas desde el villorrio más cercano. Lo recordaba ese adefesio de casa, la soledad, las viejas praderas empapadas, el viento, los páramos desmesurados, con una energía de aversión que torcía su boca e hinchaba su lengua entrevista. Y era allí donde la había amenazado con exilarse junto a mí durante meses y años, recibiendo mis lecciones de francés y latín, a menos que cambiara «su actitud actual». ¡Charlotte, empezaba a comprenderte!
Como una simple niña, Lo chillaba «¡No!» y se asía frenéticamente de mi mano al volante cuando yo cortaba sus ciclones de malhumor volviendo el automóvil en mitad del camino e implicando que nos iríamos directamente a esa morada oscura y lúgubre. Pero cuanto más nos alejábamos del oeste, menos tangible se hacía la amenaza y así debía emplear otros medios de persuasión.
Entre ellos, la amenaza del reformatorio es el que recuerdo con el más hondo lamento de vergüenza. Desde el principio mismo de nuestra relación tuve la lucidez suficiente para comprender que debía asegurarme su total cooperación para mantener secreta nuestra aventura en ella, a pesar de todo el rencor que pudiera sentir por mí, a pesar de cualquier otro placer que ella pudiera codiciar.
—Ven, besa a tu viejito —solía decirle— y déjate de poner cara de mula. En otros tiempos, cuando yo era todavía el hombre de tus sueños (advierta el lector el trabajo que me tomo para hablar en la lengua de Lo) te desmayabas, al oír discos de ese ídolo número uno que tenía chifladas a tus contemporáneas. (Lo: «¿A mis qué? Habla claro»). Ese ídolo de tus amigas se parecía al amigo Humbert, pensaba. Pero ahora no soy más que tu viejito, el papá de tus sueños que protege a la niña de mis sueños. ¡Mi chère Dolores! Quiero protegerte, querida, de todos los horrores que ocurren a las niñas bajo los cobertizos en los caminos y, ay, comme vous le savez trop bien, ma gentille, en los bosquecillos, durante el más austero de los veranos. A toda costa he de ser tu guardián, y si eres buena, espero que un tribunal legalizará esa custodia antes de que pase mucho tiempo. Pero olvidemos, Dolores Haze, la llamada terminología oral, una terminología que acepta como racional el término «cohabitación inmoral y lasciva». No soy un psicópata sexual y criminal que se toma libertades indecentes con una niñita. El violador fue Charlie Holmes; soy terapeuta… un agradable intervalo en el camino de la distinción. Soy tu papaíto, Lo. Oye: tengo aquí un libro especializado sobre niñas. Oye, querida, lo que dice. Cito: la niña normal —observa bien—, la niña normal suele mostrarse muy ansiosa por agradar a su padre. Siente en él al antecesor del varón deseado y evasivo (¡«evasivo» está muy bien, por Polonio!). La madre sensata (y tu madre habría sido sensata, si hubiera vivido) debe alentar un compañerismo entre padre e hija, comprendiendo —disculpa este estilo sin elegancia— que la niña conforma sus ideales de amor y del hombre mediante su asociación con su padre. Ahora bien, ¿cuáles son las asociaciones que cita —y recomienda— este libro? Vuelvo a citar: entre los sicilianos, las relaciones entre padre e hija se dan por sentadas y la niña que participa de tales relaciones no es mirada con desaprobación por la sociedad de que forma parte. Soy un gran admirador de los sicilianos, excelentes atletas, excelentes músicos, hombres excelentes y rectos, Lo, y grandes amadores. Pero no nos vayamos por las ramas. El otro día leímos en los diarios todo un escándalo sobre un maduro enemigo de la decencia que fue declarado culpable de violar el acta de Mann y de transportar de estado en estado a una niña de nueve años con propósitos inmorales, sean cuales fueren. ¡Querida Dolores! No tienes nueve años, sino casi trece, y no te aconsejaría que te consideres como mi esclava en esta travesía, y deploro el acta de Mann como causante de un terrible equívoco, la venganza que los dioses de los semánticos se toman contra los filisteos de apretados lazos. Soy tu padre, y hablo claro, y te quiero. Por fin, veamos qué puede ocurrirte si tú, una menor acusada de menoscabar la moral de un adulto en un hotel respetable, te quejas a la policía de que te he raptado y violado. Supongamos que te quejes. Una menor que permite a una persona de más de veintiún años que la conozca carnalmente, induce a su víctima a violación estatuida o a sodomía de segundo grado, según la técnica; y la pena máxima es de diez años. Me mandan, pues, a la cárcel. Pero ¿qué ocurre contigo, mi pequeña huérfana? Bueno, tú tienes más suerte. Pasas a manos del Departamento de Bienestar Público… cosa que no suena muy bien, me temo. Una matrona formidable, del tipo de la señorita Phalen, pero más severa y menos aficionada que ella a la bebida, te quitará tu lápiz labial, tus bonitos vestidos. ¡Basta de correrías! No sé si conoces las leyes sobre los niños menesterosos, abandonados, incorregibles y delincuentes. Mientras yo me aferré a los barrotes, a ti, feliz niña abandonada, te darán a elegir entre varias residencias, más o menos iguales: la escuela correccional, el reformatorio, el hogar para detención juvenil, o una de esas casas para niñas donde tejerás cosas, cantarás himnos y, los domingos, comerás tortitas rancias. Irás a esos lados, Lolita. Mi Lolita, ésta, dejará a su Catulo y se irá ahí, como la niña descarriada que es. En términos más claros, si nos pescan serás analizada e institucionalizada, mi chiquilla. C’est tout. Vivirás, mi Lolita, vivirás (ven aquí, mi flor dorada) con otras treinta y nueve descarriadas en un dormitorio sucio (no, permíteme, por favor) bajo la supervisión de matronas abominables. Ésa es la situación, ésa es la alternativa. ¿No crees que en esas circunstancias Dolores Haze haría mejor en no apartarse de su viejito?
Machacando todo eso, logré aterrorizar a Lo, que a pesar de su aire vivo y alerta y sus muestras de ingenio no era una niña tan inteligente como podía sugerirlo el informe de su campamento. Pero si me las compuse para dejar sentada una situación de secreto y culpa compartidos, fui menos eficaz al tratar de mejorar su humor. Todas las mañanas, durante nuestros largos viajes, tenía que urdir alguna sorpresa, algún punto especial en el espacio y el tiempo para que Lo fijara en él sus ojos y sobreviviera hasta la hora de acostarse. De lo contrario, desprovisto de un propósito plausible y concreto, el esqueleto de su día vacilaba hasta desplomarse. El objeto en vista podía ser cualquier cosa: un faro en Virginia, una cueva natural en Arkansas convertida en café, una colección de fusiles y violines en alguna parte de Oklahoma, una réplica de la Gruta de Lourdes en Louisiana, fotografías desleídas del rico período minero en el museo local de un lugar de las Montañas Rocosas, cualquier cosa… Pero tenía que estar allí frente a nosotros, como una estrella fija, aunque podía ocurrir que Lo se fingiera descompuesta no bien llegáramos hasta ella.
Movilizando la geografía de los Estados Unidos hice lo posible, durante horas enteras, para darle la impresión de que «visitábamos lugares», de que nos dirigíamos hacia cierto destino preciso, hacia un insólito deleite. Nunca he visto caminos tan suaves y amenos como los que ahora se abrían frente a nosotros, a través de la absurda colcha de retazos de cuarenta y ocho estados. Consumíamos vorazmente esos largos caminos, nos deslizábamos en extasiado silencio sobre esas pistas de baile negras y brillantes. Lo no sólo carecía de ojo para el paisaje, sino que reaccionaba furiosa ante mis llamados de atención o tal o cual detalle de la vida que yo mismo había aprendido a discernir sólo después de exponerme durante un largo período a la delicada belleza siempre presente al margen de nuestro viaje gratuito. Por una paradoja de pensamiento pictórico, el término medio de la campiña norteamericana me había parecido al principio algo que acepté con una conmoción de divertido reconocimiento a causa de esos óleos que se han importado de América en los viejos tiempos para ser colgados sobre lavabos, en los cuartos de niños de Europa Central, y que fascinaban a un niño semidormido en su cama, con los rústicos paisajes verdes representados —opacos árboles rizados, un granero, ganado, un arroyo, el blanco apagado de vagos huertos en flor, acaso un cerco de piedra o colinas de gouache verdoso. Pero poco a poco los modelos de esas rusticidades elementales se hicieron tanto más extraños ante mis ojos cuanto más de cerca los conocía. Más allá de la llanura cultivada, más allá de los tejados de juguete había una lenta difusión de inútil encanto, un sol bajo, en medio de un halo platinado, de tintes tibios, color durazno pelado, que invadía el borde superior de una nube bidimensional, gris-paloma, medio fundida con la distante niebla amorosa. Podría haber una fila de árboles espaciados recortándose contra el horizonte, y cálidas lunas inmóviles sobre un páramo de trébol, y nubes a la Claude Lorrain inscritas remotamente en el brumoso azul, apenas destacadas por sus cúmulos contra el desleimiento del trasfondo. O bien podía haber un severo horizonte del Greco, preñado de lluvia negra, y la fugaz visión de un granjero con pescuezo de momia, y todo alrededor franjas alternadas de agua rápida, y argéntea y áspero maíz verde, formando como un abanico abierto, en algún lugar de Kansas.
De cuando en cuando, en la vastedad de esas llanuras, árboles inmensos avanzaban hacia nosotros para agruparse deliberadamente junto al camino y echar un poco de sombra humanitaria sobre una mesa de picnic, sobre el suelo pardo cubierto de manchas de sol, vasos de papel aplastados, cámaras y pajillas para sorber refrescos. Gran frecuentadora de comodidades junto al camino, mi poco melindrosa Lo se mostraba encantada con las inscripciones en los retretes mientras yo, perdido en un sueño de artista, fijaba mis ojos en el honrado fulgor de los aparatos para gasolina contra el verde espléndido de los robles, o en una colina distante —llena de cicatrices, pero todavía indómita— erguida en la extensión agrícola que trataba de engullirla.
Por la noche, grandes camiones con luces de colores, como temibles y gigantescos árboles de Navidad, asomaban en la oscuridad y pasaban junto al tardío sedán. Y al día siguiente, de nuevo un cielo apenas poblado que cedía su azul al calor se diluía sobre nuestras cabezas, y Lo empezaba a clamar por una bebida, y sus mejillas se ahuecaban vigorosamente sobre la pajilla, y el interior del automóvil se había convertido en un horno cuando volvíamos a él, y el camino ondulaba al frente, mientras un automóvil remoto alteraba su forma en el espejismo de la superficie y parecía pender durante un instante, anticuado, cuadrado y alto, en el halo ardiente. Y mientras avanzábamos hacia el oeste, aparecían macizos de lo que el hombre de la estación de servicio llamaba «artemisas», y después la misteriosa silueta de colinas parecidas a mesas, y después rocas escarpadas como chorreadas de tintas, con juníperos, y después una cadena montañosa, de un castaño que iba graduándose hasta el azul, y desde el azul hasta el sueño, y él desierto salía a nuestro encuentro con un viento firme, y polvo, y grises arbustos espinosos, y horribles pedazos de papel de seda que pretendían ser flores pálidas entre las espinas de troncos marchitos, torturados por el viento, a lo largo de la carretera, en medio de la cual se estacionaban a veces simples vacas, inmovilizadas en una posición (cola a la izquierda… ojos de pestañas blancas a la derecha) que interrumpían todas las reglas humanas del tránsito.
Mi abogado ha sugerido que dé un informe preciso y franco del itinerario que seguimos, y supongo que he llegado aquí a un punto en que no puedo evitar esa faena. En líneas generales, durante ese año de locura (agosto de 1947 - agosto de 1948) nuestra marcha empezó con una serie de rodeos y espirales en Nueva Inglaterra, después de lo cual serpenteamos hacia el sur, arriba y abajo, hacia el este y el oeste; nos hundimos en ce qu’on appelle Dixieland, evitamos Florida porque los Farlow estaban allí, viramos al oeste, zigzagueamos a través de cintas de algodón y maíz (me temo que esto no sea demasiado claro, Clarence, pero no he tomado notas y sólo tengo a mi disposición, para cotejar con él estos recuerdos, un libro de viajes atrozmente mutilado, en tres volúmenes, casi un símbolo de mi pasado desgarrado y andrajoso); cruzamos y volvimos a cruzar las Rocosas, rodamos por desiertos donde nos azotaron los vientos, llegamos al Pacífico. Giramos al norte a través de la pálida pelusa lila de matorrales en flor junto a los caminos; alcanzamos casi la frontera canadiense, seguimos hacia el este, a través de tierras buenas y de tierras malas, de regreso a la agricultura en gran escala, evitando —a pesar de las estridentes imprecaciones de la pequeña Lo— el terruño natal de la pequeña Lo, en un área productora de maíz, carbón y cerdos, y por fin retornamos al repliegue del este, desembocando en la ciudad escolar de Beardsley.