Capítulo VIII

El Hombre Verde era demasiado público, la habitación de Coppice demasiado pequeña, por lo que los norteños se refugiaron en un bosque de robles. Aun domesticado y amenazado por la ciudad, la arboleda era lo más parecido a su hogar que podían encontrar en aquel sur despiadado. Allí podían dar rienda suelta a su furia, abrazarse entre las raíces de los árboles antiguos y lamentar la muerte de todas sus esperanzas.

Lindley estaba con ellos, llorando convulsamente en los brazos de un hombre cuyo nombre desconocía. Basil de Cloud había muerto, y Lindley lo había visto morir, lo había visto interponerse en el camino del cuchillo del asesino y recibirlo en su pecho, su cuello. Había visto la sangre y el dolor en el rostro del magister, y no había sido ni hermoso, ni noble, ni romántico. Había sido espantoso. Ahora se había acabado. —Basil de Cloud se había acabado— y Anthony Lindley sentía una angustia que no había sentido nunca antes, ni al morir Finn, ni en el Tajo.

—Tranquilo, tranquilo —murmuró el hombre—. Recuerda que eres un guerrero, un compañero del rey. La batalla continúa, aunque el rey esté muerto.

Lindley se sentó enderezando la espalda al escucharlo, con las mejillas húmedas.

—Me importa un bledo Campion —dijo—. Nunca ha entendido nada. Los reyes vienen y van, o lo harían si hubiera alguno. Lo que importa son los brujos, y él último ha muerto, y yo lo amaba.

El norteño se apartó de Lindley con un encogimiento de hombros y se puso de pie.

—Como prefieras, sureño —dijo.

Desesperado, Lindley se abrazó las rodillas y vio cómo los norteños se dirigían al centro del claro en solitario o en parejas. Allí era donde habían encontrado a Finn, y donde habían encendido la hoguera y bailado a mediados de invierno. Entonces lo había entendido, o así se lo había parecido. Su sangre sin duda lo había entendido, inflamando su piel hasta sentirse como una lámpara, una antorcha llameante de sabiduría, goce y amor. Era lo que le gustaba a Lindley de Alaric, la abrasadora intensidad de su fe en las antiguas costumbres; al poseerlo, Lindley poseía los secretos, la historia, la magia del antiguo norte, su verdadero legado.

Los norteños habían entrelazado los brazos y estaban moviéndose en círculos despacio, cabizbajos, con las trenzas cayéndoles sobre la cara. Transcurrido un

Momento, se detuvieron y sacaron los cuchillos de sus cinturones. Coppice salió al centro y sostuvo el filo del cuchillo sobre su brazo extendido.

—Es la época de la Sementera —dijo solemnemente—. Si queremos tener una buena cosecha, la tierra debe recibir su ofrenda de sangre para despertar. A falta de rey, el ritual recae sobre los compañeros como lleva haciéndolo ya tantos años. Esta primavera, esperábamos que nos dirigiera un rey de verdad, pero lo asesinaron antes incluso de que pudiéramos darle la bienvenida.

«Puede que ésta no sea una era de reyes. Pero mientras haya compañeros para realizar el ritual, lo realizaremos, y la tierra prosperará.

Apretó el filo del cuchillo contra su antebrazo y se practicó un corte poco profundo que empezó a sangrar libremente.

—Te damos nuestra sangre vital —dijo—. Bébela. Aprovéchala. Ámanos como nosotros te amamos.

Uno por uno, los norteños se cortaron los brazos, pronunciaron sus plegarias y derramaron su sangre en la nueva hierba brillante. En algún momento, Lindley se acercó al círculo, desenfundó su cuchillo y tocó el hombro de Burl, que como Segundo Compañero tenía derecho a aceptarlo o rechazarlo. Burl vaciló un momento interminable, antes de hacerse a un lado para dejarle sitio a Lindley. Y cuando llegó la hora, Lindley se cortó el brazo y pronunció el ritual con voz firme, y después yació con Burl, como dictaba la tradición, y besó en los labios a todos los hombres. Pues toda la magia que quedaba en el sur se encontraba allí, y deseaba formar parte de ella, como ella formaba ahora parte de él.

Pero cuando el ritual acabó y los norteños empezaron a hablar de cuestiones prácticas —si la guardia arrestaría a Coppice y su segundo, qué hacer con Greenleaf y Smith—. Anthony Lindley salió del robledal y regresó a la ciudad, a la Universidad que era su hogar.

Tres mujeres montaban guardia sobre Theron Campion mientras su frágil carne sostenía su alma entre los reinos de la vida y la muerte. Su respiración era débil pero acompasada, punteada de gemidos de dolor que no sabía que estuviera emitiendo. Su madre estaba sentada a su lado, tomándole el pulso y tocándole la frente, dándole de beber cuando aceptaba los líquidos. Si se producía una infección, quizá no pudiera salvarlo, pero había limpiado las heridas y las había vendado con lino fresco.

—El cuchillo estaba limpio —repitió Jessica—. ¿Para qué lo usaba Galing? ¿Para abrir cartas? No era ningún espadachín. En cualquier caso, lo tengo. Con su escudo de armas. Lo ahorcarán. Katherine, te encargarás tú de eso, espero.

—No lo sé. —La duquesa apenas era consciente de lo que decía; no apartaba la vista del muchacho postrado en la cama—. Necesito averiguar algo más. Arlen lo descubrirá.

Theron estaba tan pálido… Tan distinto, pensó Sophia, del color con que había nacido, todo feroz rojo y azul. Le cogió la mano y entonó una canción sobre un niño y una cabra en una ladera soleada. Mientras respirara, no le haría llorar.

—Kyros —dijo Jessica al oír su voz—. Lo recuerdo. Visité a mi padre y a Richard allí, y la cocinera me cantó esa misma canción. —Se arrodilló junto a la cama—. Sophia. ¿Quieres que te lleve a casa?

Sophia sacudió la cabeza y siguió cantando. Los ojos de Theron se movían tras los párpados finos.

—Vuelve —entonó, la canción del niño a su cabra—. Vuelve y comeremos pasteles de miel. —Vuelve, hijo mío, de la tierra que te ha poseído, la tierra que se ha bebido tu sangre. Vuelve de lo que fuese que estuvieras buscando, lo que fuese de lo que estuvieras huyendo. Vuelve con quienes te quieren de veras, que te besaremos y te dejaremos ir adonde desees.

—Debería irse a Kyros —dijo Katherine.

Sophia volvió a sacudir la cabeza.

—Quiero que yazca junto a su padre.

—Todavía no —repuso la duquesa—, todavía no ha llegado el momento. Me refiero a cuando se encuentre mejor. Cuando se marche Jessica. Os iréis con ella. Yo me ocuparé de las cosas aquí.

Jessica soltó una risita.

—Genial. Un barco lleno de cuadros mitológicos, y el modelo original de regalo.

—Kyros. —Sophia trinó la erre como una avecilla—. Allí lo engendramos, una noche de festival. Mi marido no quería un hijo, pero lo provoqué porque sabía que era el momento.

—Debería volver —repitió Katherine—. No para siempre, sino una temporada. Tengo entendido que el clima es apacible. —Sonrió—. Y la gente se olvidará, aquí.

—¿Sí? —preguntó Sophia, dubitativa—. Quizá estemos yendo al exilio, como ocurrió con su padre tras caer en desgracia.

Katherine se acercó por la espalda y apoyó la mejilla en el cabello de Sophia.

—Entonces yo era una niña —dijo—. No sabía qué hacer. He aprendido un par de cosas en este tiempo. Llévatelo y cúralo si puedes, y deja que yo me encargue del resto.

—Kyros —gorjeó suavemente Sophia, y en su lengua añadió—: Theron. Ven a casa conmigo.

Jessica estaba deambulando de un lado para otro; le resultaba difícil permanecer inactiva envuelta en las brumas del dolor y el amor. Salió al pasillo indicándole a Katherine que la siguiera con un ademán.

—¿Y bien? —dijo la duquesa—. Sé que quizá no es nuestro estilo…

—Pídemelo. —Jessica se quedó quieta, retorciéndose los dedos—. Tan sólo pídemelo.

Katherine inspiro hondo.

—¿Kyros te queda de camino?

—En realidad no.

—¿Los llevarás allí?

—A lo mejor.

—Jessica.

—Sólo esta vez, pídeme algo que pueda darte realmente.

—¿Te los llevarás a los dos? Por favor.

—Sí. —Jessica se dio la vuelta para ocultar el hecho de que estaba llorando—. Dios santo —dijo animadamente, y se aclaró la garganta—. ¿Qué es esto?

Era un paquete, alto y cuadrado, envuelto en tela y cordones. Completamente familiar.

—Llegó esta mañana —dijo la duquesa—. Lo había olvidado por completo. Alguien lo dejó aquí en el pasillo. No deberían haberlo hecho. Ordenaré que se lo lleven…

—Diablesa —musitó Jessica; cortó el cordón con su cuchillo y abrió el envoltorio.

Theron las miraba desde el lienzo, esplendoroso de azul pavo real. Estaba sentado a una mesa cubierta de frutas y libros; una de sus manos descansaba en una página abierta, la otra tocaba su garganta, donde una joya rutilaba entre los pliegues blancos bajo sus dedos bellamente articulados. Tras él, una ventana abierta mostraba los jardines de la mansión Tremontaine.

—Maldita descarada. —Katherine no podía apartar la vista del cuadro—. Es el retrato que le encargué.

—Bueno —dijo Jessica—. Espero que no se lo pagaras por adelantado.

Una vez más lord Nicholas Galing se hallaba en la mansión Arlen, en el salón con vistas al río donde había esperado a lord Arlen en más de una ocasión desde el otoño. Ahora lo acompañaba una pareja de guardias de la ciudad, y tenía las manos

Atadas a la espalda. Nadie tenía gran cosa que decir, Galing menos que nadie. Se sentía mareado con los posos de la violencia y la certeza de habérselo jugado todo a una última apuesta arriesgada, sin ser capaz de averiguar cómo habían caído los dados.

El mismo criado de pasos imperceptibles que había atendido a Galing en días más gratos entró furtivamente en la estancia y anunció:

—Lord Arlen verá a lord Nicholas ahora. Caballeros, no es preciso que esperen. Los hombres de lord Arlen se ocuparán de él a partir de ahora.

Los mismos pasillos umbrosos, la misma biblioteca con paneles de madera, suavemente bañada en la luz clara de una tarde de primavera perfecta. El lacayo guió a Galing hasta una silla y le ayudó a sentarse, consciente de la dificultad de un hombre maniatado para mantener el equilibrio. No se ofreció a quitar las ligaduras de Galing, ni le ofreció ningún refrigerio. Galing descubrió su corazón galopando desbocado con las primeras señales del pánico.

—Lord Nicholas —ronroneó una voz familiar—. Cómo me alegra volver a verlo. Montjoy, puedes retirarte. ¿Está mi espadachín en la puerta? Bien. Lo llamaré si lo necesito.

Lord Arlen rodeó su escritorio y se plantó delante de la silla donde estaba sentado Galing, tan cerca que Nicholas se vio obligado a torcer la cabeza incómodamente para ver aquellos ojos grises, divertidos.

—Tengo entendido que me ha hecho usted un regalo, lord Nicholas: el corazón de Basil de Cloud en bandeja.

Era complicado ver su cara desde ese ángulo, más aún interpretar su voz engolada. Las palabras destilaban cinismo, pero Arlen siempre había sido un cínico. Todo era una prueba. Nicholas se sentía muy fatigado.

—Lo hice por ti —dijo, lacónico—. Era la respuesta a la pregunta que me hiciste.

—Ah —dijo Arlen—. Ya veo. Desenmascaraste el último brujo, y lo asesinaste. Y lo hiciste por mí. Me siento halagado.

La voz suave se había vuelto más áspera, más ronca. ¿Afecto? ¿Rabia? Galing no lo sabía. Arlen alargó una mano cuidada y le acarició la mejilla.

—Tienes sangre en la cara, ¿lo sabías? En general, lo has hecho muy bien. No dejaste que los prejuicios se interpusieran en el camino de los hechos, y reconociste la verdad cuando la viste.

—Gracias —dijo envaradamente Nicholas—. ¿Vas a desatarme?

—El bueno de Montjoy. Qué hombre tan precavido. —Arlen cogió un cuchillo de su escritorio— un fino juguetito enjoyado —y se inclinó sobre el joven noble para cortar sus ligaduras. Galing sintió su aliento cálido en la nuca y sus dedos fríos en las muñecas, y luego Arlen apareció en la otra punta de la habitación, sirviendo un vaso

De vino mientras Galing se frotaba las magulladuras y recuperaba el control de su respiración.

—Tómate esto —dijo Arlen— y dime qué ha sucedido. Sólo he escuchado versiones embarulladas.

De modo que Nicholas entregó su informe y bebió su vino, y empezó a albergar la esperanza de que los dados hubieran caído bien, después de todo. Al terminar, se palpó el bolsillo y extrajo una pesada cadena de oro.

—De Cloud la soltó cuando lo apuñalé, y la cogí sin pensar. Deberías quedártela. —Tarde, vio que sus eslabones estaban oscurecidos y pegajosos a causa de la sangre—. Me temo que está un poco sucia.

—Repugnante —convino Arlen, pero su expresión no era de asco. Levantó la mirada de la cadena que colgaba de la mano ensangrentada de Galing; sus ojos eran pesados y aprobadores—. Por qué no vamos a limpiarla, y te daré las gracias como es debido.

La gratitud de lord Arlen era todo cuanto Nicholas Galing había soñado. Hubo momentos a lo largo de aquella noche larga y magnífica en que Nicholas creyó morir de placer. Cuando se tumbó al fin, saciado, con el brazo nervudo de Arlen cruzado sobre su pecho, supo que había ganado la partida.

—Mi encantador Nicholas —dijo Arlen—. Me servirás siempre, ¿verdad?

—Hasta mi último aliento —declaró Nicholas, completamente sincero.

—Bien. Te tomaré la palabra. —Arlen se sentó entre las almohadas y se desperezó—. Te aguardan muchos disgustos, y no quiero que pienses que todo es en vano.

El cálido y grávido estupor de la satisfacción sexual se mitigó ligeramente. Nicholas se giró para mirar al Canciller de la Serpiente.

—¿Disgustos?

—Tu juicio por el asesinato de Basil de Cloud, y posiblemente de lord Theron Campion, si sucumbe a sus heridas. ¿No creerías realmente, verdad, que podías abatir a dos hombres delante de toda la Universidad sin que nadie dijera nada?

Nicholas se sentó en medio de un remolino de sábanas.

—Ese hombre estaba hablando de traición… Diablos, estaba cometiendo traición. Los dos. Todos los presentes lo vieron, pero nadie hizo nada, sólo yo. ¡Maldita sea, soy un héroe!

—Sí que lo eres, querido. Sí que lo eres. Yo lo sé y tú lo sabes. Pero nadie más disponía de la información necesaria para comprender lo que estaba ocurriendo. Sólo

Vieron a un noble enloquecido, atacando a dos miembros indefensos de una augusta institución sin la cortesía siquiera de un desafío formal. Para que fueras un héroe, el Consejo de los Lores debería explicar qué tuvo de heroica tu acción. Eres un hombre inteligente. Comprenderás por qué no podemos hacer eso.

Nicholas lo comprendía perfectamente.

El día después del debate entre los historiadores, los abatidos restos de la clase de De Cloud fueron llegando de uno en uno, cabizbajos, al Nido del Pájaro Negro. Había más de ellos de lo que uno se podría esperar, reunidos alrededor de sus mesas de costumbre, conversando en voz baja. Brindaban por la memoria del magister con cerveza, y lanzaban respetuosas miradas de reojo al Rincón del Historiador, donde el círculo interno, o lo que quedaba de él, se sentaba en torva contemplación de sus vidas destrozadas.

—¿Dónde está Justis? —preguntó por décima vez Peter Godwin—. Justis debería estar aquí.

—Es esa condenada chica —comentó lúgubremente Henry, pero Vandeleur lo interrumpió.

—Que le den a la chica —dijo—. Que le den a Justis. Tomó su decisión cuando se escabulló sin quedarse a ver siquiera si el magister estaba vivo o muerto. No volvió a casa anoche, y espero que tenga la sensatez de quedarse lo más lejos posible durante el mayor tiempo posible, porque juro que como lo vea, le parto esa cabeza de chorlito que tiene.

—Y yo te ayudo —se ofreció Henry, pero sin demasiada convicción.

Se sumieron en un silencio deprimente, roto por Godwin.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—El magister ni siquiera está frío —dijo brutalmente Vandeleur—. No me apetece hacer nada.

—A mí tampoco, pero ésa no es la cuestión —dijo Godwin—. Tenía razón, ¿no os dais cuenta? Antes de que pasara lo que pasó, todo el mundo vio que tenía razón. Pero ahora que está muerto, intentarán silenciarlo y mentir al respecto, como el duque David y Condell. No podemos quedarnos aquí sentados, bebiendo y lamentándonos, y dejar que eso ocurra.

—Bien dicho, Godwin —convino alguien; los tres amigos dieron un respingo, y fruncieron el ceño al ver que el recién llegado era Anthony Lindley. Seguía llevando sus trenzas norteñas en el pelo, pero había perdido la crispación e intensidad que lo habían vuelto tan difícil semanas atrás.

—Vete al cuerno, Lindley —dijo Henry, que no era de naturaleza compasiva.

Lindley se mantuvo impertérrito.

—Entiendo que estéis enfadados conmigo. No os culpo. Pero tenemos que permanecer unidos. La verdad es importante, el doctor De Cloud nos lo enseñó, y harán falta todos nuestros esfuerzos para conseguir que no desaparezca.

Vandeleur lo miró sin mucha simpatía.

—¿Significa eso que vas a renunciar a tus amigos del norte? ¿Nada de hojas de roble? ¿Nada de cacerías por el bosque?

—No —dijo Vandeleur—, no voy a renunciar a nada de eso. Los norteños son mis amigos. Es más, creo, al igual que ellos, en la divinidad de la tierra. No tenéis derecho a pedirme que los abandone, como no lo tienen ellos a pedirme que os abandone a vosotros. No entiendo por qué ser un compañero del rey debería impedirme ser historiador. Más bien al contrario.

Se produjo una pausa tensa mientras todo el mundo reflexionaba sobre estas palabras; al final, Godwin se corrió a un lado en el banco y Lindley se sentó junto a él. Vandeleur pidió otra jarra, y la conversación se reanudó, con más brío que antes.

—Supongo que tendremos que intentar reproducir sus conocimientos —dijo dubitativamente Vandeleur.

—No podemos —objetó Henry—. Hay que pedir permiso para entrar en los archivos, y puedes estar seguro de que después de lo de ayer, los gobernadores van a empezar a aprobar todo tipo de normas con el único fin de impedir el acceso a aquellos historiadores cuyas ideas políticas no tengan garantías de ser respetables. Lo que nos excluye a todos.

—Se pueden averiguar muchas cosas sin poner un pie en los archivos —dijo Godwin.

—Pero no podremos dar clase si no somos doctores —prosiguió Henry—, y no seremos doctores si no tenemos un padrino, ¿y quién va a apadrinarnos? ¿Crabbe?

Vandeleur rechinó audiblemente los dientes.

—¿Por qué no vas y se lo preguntas, Fremont? Así podría entregarte a las autoridades y no tendremos que seguir soportando tus quejas más tiempo.

—Tan sólo intento imprimir una nota de sentido común a la discusión —protestó Henry.

—Lo único que consigues es hacernos sentir peor de lo que ya nos sentíamos —dijo Godwin—. ¿Por qué no te vas, si te parece que todo es en vano?

Henry miró a su alrededor a los rostros serios de sus tres amigos más íntimos y se le hizo un nudo de pena en la garganta, o quizá fuera de furia, sin saber si debía llorar o borrarles la expresión de asco de la cara a puñetazos. Se había levantado a medias de su asiento, indeciso sobre si abalanzarse sobre Vandeleur, al que tenía más

Cerca, o salir del establecimiento con dignidad, cuando una manaza familiar se cerró sobre su hombro y una voz profunda y conocida dijo:

—Cierra el pico, Henry, y siéntate. Tenemos muchas cosas de las que hablar.

Justis Blake había tenido unas veinticuatro horas difíciles. No había pegado ojo desde el asesinato de De Cloud, y por su aspecto se diría que se había pasado un día entero escalando muros y escondiéndose en sótanos, lo cual, la verdad sea dicha, era exactamente lo que había estado haciendo.

—Lo primero que pensé fue en recuperar sus libros y papeles —les explicó a los cuatro amigos—. Tarde o temprano, los gobernadores o alguien habrían ido y se los habrían llevado, probablemente para quemarlos, y no podía consentir que ocurriera eso. Hubiera sido como matarlo dos veces.

Se interrumpió y pestañeó para enjugarse las lágrimas que llevaban toda la noche aflorando a intervalos a sus ojos. Se había descubierto llorando en un callejón donde se había ocultado para eludir a la guardia, y de nuevo de pie en la habitación de De Cloud, al ver el tintero aún medio lleno, los cabellos aún en el peine, las notas aún en las páginas que quedaban encima de la mesa: ¿Comprobar? ¿Comparar con la versión de R? Era más inconveniente que vergonzoso, pues lo distraía de la tarea que lo ocupaba. La cual, en esos momentos, era convencer a cuatro hombres escépticos y abrumados por la pena de que, a pesar de las apariencias, estaba realmente de su parte.

—Como si De Cloud te importara un pimiento —gruñó Henry Fremont—. Hace semanas que no das señales de vida; ni siquiera te molestaste en venir con nosotros ayer por la mañana, o estar con nosotros, o…

—Sí, ya lo sé —lo interrumpió impacientemente Justis—. Estaba confuso. Pero eso no importa ahora. Lo que importa es que no puede ser todo en vano: el trabajo del doctor De Cloud, el debate y todo. Veréis, tengo todos sus libros y papeles…

Eso les hizo soltar exclamaciones de incredulidad, celosos porque no se les hubiera ocurrido a ellos antes, emocionados por las posibilidades, nerviosos por las consecuencias. Vandeleur quería escuchar cómo lo había hecho; Godwin quería saber dónde los había guardado; Fremont esperaba que la chica no tuviera nada que ver en todo aquello: las mujeres no sabían guardar un secreto. Lindley barrió la sala con una mirada suspicaz y dijo que sería mejor no hablar de ello en un lugar tan público.

—No —respondió Justis—. Un lugar público es precisamente donde debemos hablar de ello. Ya ha habido suficientes secretos y misterios. Cuanta más gente lo sepa, mejor. Estamos en el Nido del Pájaro Negro, hombre, repleto de historiadores y metafísicos. Les conviene apoyarnos, no volverse contra nosotros.

—Nosotros —dijo Henry—. ¿Quiénes somos nosotros? Pensaba que estabas harto de eruditos, de la Universidad y de todo lo que no fuera poner comida en la mesa.

—Yo también lo pensaba —dijo Justis—. Estaba equivocado. Voy a terminar mis estudios de Historia, usando los métodos de De Cloud, y voy a convertirme en par, primero, y después en doctor, y voy a enseñar historia antigua igual que la enseñaba el doctor De Cloud, sin mentiras.

Se produjo un silencio anonadado.

—Ya —dijo Godwin—. Y yo voy a ser Canciller del Dragón.

—No —dijo Lindley, despacio—, podría hacerlo. Con las fuentes que ha encontrado y sus apuntes… cogiste todos los apuntes, ¿verdad?… y si aquí, Godwin, es capaz de convencer a su padre para que hable con algunos gobernadores…

—Seguimos necesitando un padrino —señaló Fremont.

Vandeleur y Godwin respondieron al unísono:

—Rugg.

—Siempre ha defendido que la historia y la metafísica están estrechamente relacionadas —explicó Vandeleur.

—Y nos pidió que hiciéramos justicia —dijo Godwin—. Te acuerdas, Vandeleur, en la escalinata, cuando, cuando…

Todos se acordaban, naturalmente, aunque se les había olvidado por un instante con la emoción de las revelaciones de Justis Blake. El horror de la muerte de Basil de Cloud se abatió sobre ellos con energías renovadas ante las palabras de Godwin, y se quedaron sentados en silencio, luchando con su pena o rindiéndose a ella según sus distintas naturalezas. Justis sabía que no había querido a De Cloud tanto como el resto. En sus ocho meses de historiador, se había sentido deslumbrado, fascinado, inspirado y profundamente decepcionado por la romántica devoción al pasado del joven magister. Pero la antorcha que había enarbolado De Cloud ardía con la llama de la verdad, y su luz no debería desaparecer del mundo.

Justis se frotó los ojos y le hizo una seña al camarero.

—Sé que aquí tenéis vino del bueno —dijo—. Lo reserváis para los maestros. Se lo ofrecerías al doctor De Cloud, si él te lo pidiera. Nos gustaría tomar una botella en su memoria.

El muchacho parecía dubitativo.

—¿Podéis pagarla?

Justis echó mano a su bolsa para mirar, pero Godwin dijo con voz pastosa:

—Sí. Tú tráela. La mejor que tengáis.

Cuando el chico se hubo ido, Henry dijo:

—¿Qué pasa con los papeles? ¿Te los llevaste a tu cuarto?

—No. No pensé que Vandeleur fuera a dejarme pasar, y no me apetecía discutir.

Vandeleur le pegó un golpecito en el brazo.

—Cabeza de chorlito —dijo con afecto—. Primero te habría matado, y habríamos discutido después.

—Lo que tú digas, mostrenco. Además, quería sacarlos de la Universidad, por si se producía un registro.

—El libro —intervino con avidez Lindley—, el libro de hechizos… no estaría allí, ¿verdad?

—¿Cómo crees que podría haber llegado hasta allí, memo? —preguntó Henry—. ¿Por arte de magia?

Se produjo un silencio incómodo mientras todos recordaban que la magia ya no era cosa de broma, roto al decir Justis:

—Había algunos cuadernos, un montón de hojas sueltas… Nada parecido al libro que vimos Henry y yo hace un par de semanas.

Godwin se mostró indignado.

—¿Fuisteis a verlo? ¿Cuando nos había pedido expresamente que lo dejáramos en paz? ¿Sin avisarnos? ¿Por qué?

Justis captó la mirada fulminante de Henry y se la sostuvo con firmeza.

—Había oído algo que pensé que él debería saber. Ahora no importa. —Se giró deliberadamente hacia Godwin—. Tenía un libro en las manos, grueso y oscuro, el mismo libro que leyó en los escalones.

—Probablemente ahora sólo queden cenizas —dijo Henry—. Y por mí se puede quedar así.

—Bueno —insistió Godwin—, ¿adónde los llevaste?

Justis miró alrededor de la taberna, cada vez más bulliciosa ahora que las conversaciones comenzaban a desviarse del debate para tratar otros temas. Nadie estaba prestándole la menor atención al Rincón de los Historiadores. Se inclinó hacia delante.

—Marianne los tiene escondidos en su tienda, en el fondo de una caja llena de cintas.

Los estudiantes se quedaron sin habla. Al final, Vandeleur encontró su voz.

—¿Has escondido los papeles y los apuntes del doctor De Cloud en una caja de cintas?

—Los colores están pasados de moda —los tranquilizó Justis—. No es probable que nadie las toque, y estarán a salvo hasta que haya pasado la tormenta.

Fulminó con la mirada a Henry, desafiándolo a decir algo sobre las mujeres o las sombrereras, pero Henry, consciente de la conveniencia de mostrarse civilizado, repuso:

—Estoy seguro de que la señorita Marianne cuidará bien de ellos. ¿Qué opina, por cierto, de este plan tuyo de coger el toro de los estudios por los cuernos?

—Está encantada —dijo Justis—. Hablamos de ello anoche. Vamos a casarnos y establecer una tienda de su propiedad con mi parte de la dote, así podrá mantenernos hasta que empiece a recibir estudiantes.

—Qué detalle por su parte —dijo Henry, no sin cierta acritud. La enhorabuena de los demás no fue mucho más efusiva. Eran demasiadas cosas que encajar y asimilar. Habrían de pasar semanas y meses antes de que pudieran pensar en De Cloud, o incluso en la historia antigua, sin que los atormentara una sombra de horror y pesar.

Max en persona llegó con una botella de vino y seis vasos en una bandeja. Era un tinto de Deerfield, sumamente exclusivo. Mientras Godwin manipulaba los cordones de su bolsa, Max dijo:

—Invita la casa. El doctor traía buena clientela y siempre pagaba su cuenta. Lo echaremos de menos.

Cuando Max hubo servido el vino, con un vaso para él, los cinco historiadores levantaron sus vasos, con timidez, tristes, conscientes de que este momento señalaba un cambio en sus vidas cuyas repercusiones no podían imaginar. Expectantes, miraron a Vandeleur.

—Blake —dijo Vandeleur—. ¿Quieres proponer un brindis?

Justis se permitió un momento de asombro y consternación ante su repentino cambio de estatus. Así iba a ser la vida para él de ahora en adelante, y él solo se lo había buscado. Se puso de pie, alzó el vaso para la mesa y la voz para hacerse oír por encima del clamor de la taberna.

—Caballeros —dijo, e hizo una pausa mientras se apagaban las conversaciones a su alrededor—. El doctor Basil de Cloud era grande de mente y grande de corazón, un aventurero en el bosque de la verdad. Pereció en su viaje, pero nos ha dejado un camino a seguir; no sólo a los historiadores, sino a todos nosotros, humanistas, científicos naturales, hasta el último erudito y par de esta Universidad. El mayor monumento a su memoria que podemos erigir es caminar por la senda que él nos abrió. Caballeros, por Basil de Cloud, primer doctor en Estudios Empíricos.

Se acercó el líquido escarlata a los labios y probó un traguito respetuoso —hasta un chico de campo sabe que no bebe un tinto de Deerfield como si fuera agua— y el resto de la sala lo imitó. Todos se quedaron sentados un momento con la cabeza agachada sobre sus vasos, copas y jarras.

Al sentarse Justis, le pareció oír que Lindley añadía, en voz baja:

—… y último brujo de la tierra.

El rey despertó con la certeza de que algo espantoso había ocurrido. Había soñado con ello una y otra vez, que le arrancaban el corazón del cuerpo, tenso el músculo como un hilo que debe romperse al final. Lanzó un grito y se despertó; esta vez, no a más sueños de angustia con hombres de largas túnicas que realizaban luctuosos rituales en una lengua desconocida, sino a una habitación radiante y limpia que olía a sal y cera de abejas.

Le dolía todo el cuerpo, con pinchazos más fuertes en los brazos y las costillas. Tenía una sed tremenda y el sabor de algo dulce en la boca. El techo titilaba con un nervioso dibujo de luz ondulante, como los reflejos del río en una taberna de la Ribera. La habitación se mecía ligeramente. ¿Estaría en una barcaza?

Al esforzarse por incorporarse, descubrió lo débil que estaba; sus músculos parecían de agua, la cabeza le daba vueltas vertiginosas al menor movimiento. Pero su corazón tiraba de él hacia la ventana, más acuciante el dolor de su deseo que sus heridas vendadas. Con determinación, apartó la colcha, bajó los pies al suelo y se empujó, empapado en sudor, a dar dos pasos hacia la diminuta ventana para asomarse al exterior.

Oyeron su grito hasta en la cubierta principal.

¡La tierra! No había tierra a la vista.

Estaba aullando ahora, aferrándose a la ventana como un prisionero en su celda. Sophia apareció y lo apartó de ella, lo abrazó contra sí en el suelo del camarote mientras él lloraba y enterraba los nudillos en la lana de su falda.

—Theron, tranquilo, no pasa nada. No va a pasar nada…

—Estoy vinculado a la tierra —exclamó su hijo—. Me estáis matando; ¡llevadme de vuelta!

Sophia había deseado que despertara y tuviera fuerzas, pero esto se parecía más al delirio de la fiebre.

—Theron, por favor, cariño, pequeño… Mírame. Por favor. Te vas a hacer daño, tesoro, tienes que parar…

Fue su voz lo que lo apaciguó, más que sus palabras. Theron inspiró hondo, como ella le pidió, y el dolor se retiró a un lugar donde podía controlarlo. Dejó que Sophia le diera un jarabe que volvió a dormirlo. Cuando despertó de nuevo, estaba menos asustado, pero más triste. Su madre le dio miel para que comiera.

—Regresamos a Kyros —dijo Sophia con una sonrisa—, donde verás cómo la miel es aún más dulce que ésta. Allí te pondrás bien, hijo mío.

El barco entonaba con sus cuerdas y velas la canción que le enseñaba el viento. Oyó voces de hombre, y también de mujer, gritando órdenes, maldiciendo, bromeando y cantando. Su hermana Jessica entró en el camarote, bronceada y con pantalones. Theron se agarró a su mano encallecida.

—Llévame de vuelta, Jess. Tengo que volver.

—No, no tienes que volver —repuso bruscamente Jessica—. Estate quieto y escucha, y te contaré por qué.

—No sabes…

—Sé más de lo que te imaginas. Mucho más, de hecho. Me dijiste cosas en la Torre, y has dicho más mientras dormías. También he estado leyendo. Así que escúchame.

Theron volvió a echarse en las almohadas. Jessica se sentó en un taburete junto al catre y clavó en él sus ojos brillantes.

—Tienes que irte. Tienes que desaparecer sin dejar rastro. Algunas de las cosas que te ocurrieron permanecerán contigo, y ésa es la parte buena, la parte justa, la parte que debería permanecer. Algunas cosas no durarán: las olvidarás, y será mejor así; esa parte no es buena para ti. Perdiste mucha sangre. La dejaste en los escalones de la Universidad; se la bebió la tierra. La nueva que corre por tus venas es de tu cosecha. Esa sangre nueva te pertenece, para hacer con ella lo que quieras, ahora y siempre.

Sus palabras aquietaron el clamor del pánico en su cabeza. Había olvidado que su hermana era célebre por haberle vendido hielo al reino nevado de Arkenvelt. Pero ése era su don.

—Hay algunas cosas sobre las que debes reflexionar —continuó Jessica—. Sophia cuidará de ti todo el tiempo que la necesites. Pero yo en tu lugar intentaría ser útil. Intentaría recuperar mis fuerzas y mi destreza. Tómate tu tiempo —prosiguió en tono firme y tranquilizador—. Dentro de uno o dos días, haré que te suban a la cubierta. ¿Todavía sabes hacer un nudo de media vuelta de cabo? Te enseñaré otros. Y te enseñaré a guiarte por las estrellas, y cuando te sientas más recuperado, haremos un marinero de ti.

Theron se había quedado casi dormido, acunado por la promesa de algo nuevo que aprender. Le gustaba aprender cosas nuevas.

Sin hacer ruido, Jessica cerró la puerta del camarote. Sacó un librito de cuero marrón de su bolsillo, sonrió y se lo guardó bajo el brazo. Su hoja de roble dorada lucía la sanguinolenta huella de un pulgar, y no era la primera.

Querida Katherine, escribió Jessica aquella noche. El viaje ha empezado bien.