Capítulo VII

Tras una semana de lluvia y viento incesantes, el primer día del Festival de Primavera amaneció cálido y despejado. La brisa no podría haber soplado más dulce, ni el cielo brillado más azul, ni el sol sonreído más generosamente sobre la tierra agradecida. Era el día perfecto para bailar en la hierba y yacer con tu amante en el musgo mullido… o por lo menos, para salir de las murallas de la ciudad y pasear a orillas del río.

Oficialmente, era una jornada de asistencia a las misas en honor del Dios Verde de la fertilidad y la abundancia. En estos días seculares, los únicos celebrantes que había en la catedral eran caballeros granjeros haciendo apuestas compensatorias, el Canciller de la Creciente y su equipo, y un puñado de ancianos educados para honrar a los dioses. Quienes hacían oídos sordos a las campanas de la catedral se entregaban a otras actividades tradicionales: ajustes de cuentas, anuncios de bodas, arreglos de jardín y resolución de desafíos.

Cuando la campana de la Universidad dio las seis, maese Leonard Rugg se encontraba en la calle Minchin, aporreando un tatuaje de astillas en la puerta de la vivienda de Basil. Lo acompañaban Benedict Vandeleur, Peter Godwin y Henry Fremont, todos ellos tan limpios como habían podido dejarlos el agua y el jabón, y vestidos con sus mejores galas festivas. Del círculo interno de seguidores de De Cloud, había dos ausentes: Anthony Lindley, que estaba con sus amigos norteños, y Justis Blake, presumiblemente absorto con su amada.

El pilluelo del portal los dejó pasar con un bostezo y la noticia de que hacía días que no le veía el pelo al doctor De Cloud. Vandeleur y Godwin intercambiaron sendas miradas de preocupación; Fremont sintió cómo se le hundía el corazón hasta las remendadas suelas de sus botas escarlatas.

—No os preocupéis —les dijo Rugg—. Hace dos días gozaba de salud suficiente para decirme que fuera a remojarme la cabeza y lo dejara en paz. Ni siquiera me invitó a entrar, pero lo oí claramente desde el otro lado de la puerta.

Subieron las escaleras. Al acordarse de su visita a De Cloud con Justis Blake, de la forma tan extraña en que se había comportado el magister, de su aspecto tan demacrado y nervioso, Henry se preguntó qué estaría esperándolos.

—¿De Cloud? —Rugg aporreó la puerta—. Somos Rugg y tus alumnos. Déjanos pasar. Venimos a llevarte a cazar a Crabbe.

Una voz perfectamente cabal les pidió que entraran. Quizá todo fuera a salir bien, al fin y al cabo. Y, al principio, parecía que así era. Las cortinas estaban descorridas para admitir la claridad del sol; el marco estaba levantado para permitir que corriera el aire. La habitación olía a cera de velas y tinta. El hombre que los recibió de pie junto a la chimenea estaba respetablemente vestido de marrón, con lino blanco asomando en los puños y el cuello. Henry tardó un momento en darse cuenta de que De Cloud se había dejado crecer el vello incipiente hasta lucir una barba poblada. Y se había trasquilado el pelo hasta las orejas, donde se rizaba vigorosamente.

—¡Dios santo, Basil, pareces un carretero! —Rugg parecía más enfadado que preocupado—. Se reirán de ti en la Universidad antes incluso de que abras la boca. ¿Te has vuelto loco?

Era una pregunta real, planteada no sin cierta fuerza. El doctor De Cloud dedicó unos instantes a considerarla antes de sonreír y decir:

—No, Leonard. Es sólo que he estado ocupado. La última vez que me afeité fue hace tanto tiempo, que sencillamente se me ha olvidado. —Se pasó una mano por la barba, lustrosa y tupida como el pelaje de un animal—. Ya me he acostumbrado a ella.

—Bueno, pues ya te puedes ir desacostumbrando —espetó el doctor Rugg—. ¿Y para el pelo qué excusa tienes?

De Cloud se encogió de hombros.

—Estaba siempre en medio, y una noche ni siquiera pude encontrar un trocito de hilo con el que sujetármelo. De modo que me lo corté. —Sonrió con picardía a los preocupados ojos de Rugg—. Fue una estupidez, Leonard, y me arrepentí enseguida. Pero no soy el único magister de la Universidad que decide que el pelo largo es una afectación sin la que se puede vivir perfectamente.

—Cierto. El pelo es el menor de nuestros problemas —respondió Rugg—, pero esa barba tiene que desaparecer. Iba a invitarte a desayunar al local de Bet, pero en vez de eso visitaremos los baños, donde te asearán como es debido. ¿Lo tienes todo? ¿Dónde está tu toga?

De Cloud levantó su túnica negra del respaldo de una silla y se la puso. Las largas mangas verdes colgaban pesadamente, cargadas con su bolsa, tal vez, o libros. Se fijó en sus estudiantes, incómodamente arracimados junto a la puerta.

—Vandeleur, Fremont, Godwin, gracias por venir. Mi orgullo os ha costado caro a todos, y os agradezco vuestra paciencia y lealtad. Cuando todo esto acabe, os recompensaré con toda la atención y conocimientos a mi disposición.

Era el antiguo De Cloud quien hablaba, encantador, seguro de sí mismo y razonable. Pero Henry no pudo evitar susurrarle a Vandeleur, mientras salían a la calle Minchin tras los pasos de su magister:

—¿A quién te recuerda?

—A alguien que ha trabajado hasta el borde del agotamiento —saltó Vandeleur—. ¿A quién debería recordarme?

—La vidriera del paraninfo —dijo Henry—. El barbudo. El brujo.

Peter Godwin, que oyó esto último de refilón, frenó en seco en el rellano y miró fijamente a Fremont.

—¡Es verdad! —exclamó—. Que me aspen. ¿Se dará cuenta?

—Me pregunto lo mismo —dijo lúgubremente Henry—. Y ésa no es la única pregunta que me hago.

—El debate es hoy —anunció Rugg desde abajo—. No la semana que viene.

—¡Vamos! —gritó Vandeleur, y agarró a Henry del brazo—. Te lo juro, Fremont, como te escuche decir otra palabra sobre tus brujos, será la última palabra que pronuncies en tu vida. ¿Me explico?

Nicholas Galing se vistió para el debate de los historiadores con su escrupulosidad habitual. Optó por el verde, por ser primavera, con un chaleco bordado con junquillos. En deferencia a la solemnidad de la ocasión, el verde era oscuro, y había prescindido de los encajes. Lucía el sello azabache que le regalara su padre al cumplir la mayoría de edad, así como un alfiler también de azabache en el pañuelo del cuello; tras pensárselo, había cogido la daga que portaba en sus ocasionales visitas a los muelles.

Se detuvo en la Perdiz Dorada para degustar un rollito de carne y una jarra de cerveza negra a fin de reunir fuerzas para los rigores de la jornada, y encaminó sus pasos hacia la Gran Plaza. Las calles estrechas estaban repletas de eruditos, pares y doctores que conversaban animadamente, saludaban a sus amigos, masticaban un último bocado de desayuno o compraban bollos humeantes y trozos de tarta de tomate en los puestos que los previsores taberneros habían colocado en las ventanas de sus establecimientos.

Al aproximarse Nicholas a la Gran Plaza, la presión fue aumentando hasta que apenas fue capaz de seguir abriéndose paso a empujones. Su larga experiencia en las atestadas fiestas de la Colina acudió en su ayuda; deslizándose y escurriéndose entre los grupitos errantes, encontró por fin un callejón que lo dejó en la esquina de la Gran Plaza, justo al pie de los escalones del paraninfo.

La escalera ocupaba toda la fachada del edificio, amplia y de escalones bajos en proporción, creando así una suerte de escenario natural por encima de la plaza. En aquellos momentos, los escaños estaban poblados de doctores, gobernadores y otros

Administradores de la Universidad, cuyas brillantes mangas ondeaban como banderas mientras se disputaban las plazas a empujones.

—¿Tú aquí, Galing? —Era lord Halliday, aficionado a la filosofía que no se perdía ninguna clase pública sobre los temas que le interesaban. Se hallaba de pie en el último escalón, como si hubiera echado raíces allí, cogido del brazo de lord Edmond Godwin—. Un tipo vestido de rojo nos ha dicho que nos quedemos aquí, y estamos defendiendo nuestra posición contra viento y marea. ¿Te unes a nosotros?

Nicholas así lo hizo, y se mostró distraídamente encantador mientras el caos que los rodeaba se asentaba paulatinamente en un remedo de orden. Lo estudió y se colocó con cuidado, un escaño por debajo de la hilera inferior de gobernadores, en la cara interior del corrillo de nobles. Además de lord Halliday, había pocos lo suficientemente interesados en los asuntos de la Universidad como para abandonar sus entretenimientos vacacionales para escuchar un debate entre historiadores. Lord Edmond Godwin estaba allí porque le preocupaba su hijo pequeño, Peter. Otros habían acudido en calidad de gobernadores de la Universidad… como la duquesa de Tremontaine, por ejemplo.

Galing lanzó una mirada a hurtadillas a la duquesa, situada dos escaños por encima de él, hablando con su vecino. Se veía pequeña, rechoncha, abrumada casi por el esplendor escarlata de su manto de gobernadora. Le pareció que estaba tensa. Katherine lo sorprendió espiándola y le devolvió la mirada sin disimulo, preguntándose obviamente de qué lo conocía. Sin amedrentarse, Nicholas Galing le dedicó una sonrisa y una reverencia. Desconcertada aún, la duquesa le devolvió el saludo.

Nicholas se giró para contemplar la Gran Plaza, tan repleta de cuerpos como lo permitía su aforo; un mar de túnicas académicas negras, salpicado aquí y allá de pequeños islotes brillantes formados por grupos de civiles. La mirada de Galing recayó en un rostro familiar no muy lejos de los escalones: Henry Fremont, taciturno como una muía. Y los hombres que lo rodeaban debían de ser los alumnos de De Cloud.

Edmond Godwin dijo:

—¡Ah, ahí está mi chico! ¡Ahí está Peter! —y saludó con la mano. El muchacho que estaba de pie junto a Fremont esbozó una sonrisa azorada y le devolvió el gesto. Galing vio cómo Fremont miraba de soslayo hacia él, se sobresaltaba y palidecía. Galing asintió con la cabeza hacia su antiguo espía de manera amistosa, y vio cómo se sonrojaba y se encogía de hombros cuando el joven que tenía al lado le preguntaba algo.

Pasara lo que pasase, esto prometía ser divertido.

Antes de que David, duque de Tremontaine, matara a Gerard el Último Rey, el Festival de Primavera había sido la más chillona y licenciosa de las cuatro celebraciones de temporada. Un gran venado hecho de juncos y ondeantes cintas verdes era transportado a hombros por las calles al son de flautas y tambores. Lo rodeaban multitudes de mujeres que saltaban y agarraban las cintas. La que lograba soltar una y agarrarse a ella tenía asegurado un marido o un hijo —lo que le faltara— antes de que terminara el año. Las mozas se anudaban sus cintas alrededor del cuello, o adornaban sus vestidos con ellas a modo de señal para los muchachos. Las esposas jóvenes se ataban las suyas en un lugar más íntimo, para indicarles a sus esposos dónde estaba su deber. Hacía tiempo, la corte acampaba en las praderas del otro lado de la muralla de la ciudad, y el rey y sus compañeros yacían con todas las mujeres que deseaban, desnudos como raposos en la tierra recién arada.

Con el transcurso de las generaciones, el Gran Venado se había descompuesto en una decena de ciervos más pequeños —cabezas astadas en lo alto de pértigas, bailarines con cornamentas, un cómico cervatillo balancín con un enorme miembro relleno bajo la cola— y las cintas verdes se arrojaban a la multitud o se daban, con un beso, a las chicas que se escondían, entre grititos, bajo los amplios faldones del icono. Todo el que lograba hacerse con una cinta la exhibía, abuelas, escolares y sonrientes bebés desdentados por igual. Justis Blake lucía una alrededor de su coleta rubia anaranjada, anudada en un lazo garboso. Igual que la bella Marianne, que había insistido en presenciar el debate que tan en vilo tenía a su Justy.

No se veían muchas cintas verdes en la Gran Plaza; los balancines y los hombres astados no entraban en la Universidad. Sí que había verdor en abundancia, no obstante. Las estatuas de la Razón y la Imaginación que flanqueaban los escalones estaban disolutamente engalanadas de hiedra. Un grupo de hombres congregados encima y debajo del pedestal de la Imaginación esgrimía ramas cubiertas de yemas nuevas. Justis reconoció automáticamente las ramas como de roble, puesto que el roble verdea más tarde que la mayoría de los árboles, y se fijó luego en que los hombres eran norteños, con trenzas y togas, solemnes de necesidad. La muchedumbre se movió, y Justis distinguió la llameante cabellera de Lindley entre ellos, antes de que desapareciera de nuevo.

De modo que no era el único que había desertado de la cuadrilla de De Cloud. Tampoco era una deserción real, se recordó: todavía estaba de acuerdo en principio con la filosofía y los métodos de enseñanza de su magister. Era sólo que la irresponsable actitud de De Cloud lo preocupaba, y Marianne lo necesitaba, y era agradable ganar algo de dinero sin tener que defender siempre cada palabra que decía con ejemplos y citas. Empero, debía haber ido con los demás esa mañana a echar una mano para que De Cloud llegara a tiempo a la casa del gobernador principal.

Marianne le apretó la mano.

—¿A qué viene esa cara, mi amor?

—La ocasión es seria. No verás muchas sonrisas hasta que todo esto haya acabado. —Justis bajó la mirada a su preciosa y suave carita—. No debería haberte traído. Durará horas. Te vas a aburrir como una ostra.

—Estaré contigo —dijo Marianne—. Tú me explicarás qué es lo que pasa, y así yo no me aburriré ni un poquito. ¡Huy, mira ahí, en los escaños! ¡No será una mujer!

Justis guiñó los ojos. Los laterales de la escalera estaban atestados de dignatarios, un mar dividido de negro y escarlata. Al fondo, en el escaño superior, vio que se habían instalado asientos de madera para los maestros de mayor edad o importancia. El catedrático de Horn saliente, el viejo Tortua, renqueaba hacia uno de ellos, sostenido por una figura alta y grácil tocada con una diadema de cabello moreno.

—Ésa es lady Sophia Campion —dijo Justis—. Ocupa una cátedra de cirugía. Ya la había visto una vez. Es de armas tomar, que diría mi madre.

—Tendrá que serlo, para salir adelante rodeada de tantos viejos. Y tampoco es fea, teniendo en cuenta que no volverá a ver los cuarenta. Entonces, ¿cuándo empieza la fiesta?

Por encima del murmullo oceánico de la multitud, Justis oyó un tenue trompeteo melódico y el latido acompasado de un tambor.

—Enseguida —dijo—. Escucha. Ahí están.

—¿Dónde? —preguntó Marianne, poniéndose en vano de puntillas—. No veo nada.

Entre todos los presentes para el debate, Jessica Campion gozaba indiscutiblemente de la mejor vista de los acontecimientos. Se encontraba sola en una atalaya excelente, en la galería de piedra labrada que discurría por el exterior del paraninfo sobre el friso de los reyes, justo debajo de la cristalera con el brujo y el ciervo. No la asustaban las alturas y no le gustaba que la zarandearan. Había sido sorprendentemente fácil colarse en el paraninfo y subir por la sinuosa escalera hasta la galería. Ahora estaba apoyada a la sombra de un arco con los codos en la balaustrada, viendo cómo la muchedumbre a sus pies fluctuaba y se asentaba como un calidoscopio.

A Jessica le gustaba la exhibición ceremonial, y la procesión que en esos momentos cruzaba zigzagueando despacio la Gran Plaza era tan espectacular como cualquiera de los desayunos públicos del príncipe de Cham. Puede que la Universidad no hubiera tenido últimamente demasiada experiencia en lo que a desafíos académicos se refería, pero no había escatimado esfuerzos para demostrarle a todo el mundo que ésta era una ocasión solemne e importante.

Los primeros en entrar en la plaza fueron dos trompeteros y un tambor, con la melena recogida en sendas coletas, ribeteadas sus mangas negras con el verde que los denotaba pares de Ciencias Humanas. Los siguieron cuatro banderas —una por cada una de las cuatro facultades de la Universidad: Ciencias Humanas, Ciencias de la Naturaleza, Derecho y Medicina— portadas por los tesoreros de la Universidad, ataviado cada uno de ellos del color pertinente. Tras ellos aparecieron los dos historiadores en lid, acompañados de sus padrinos, que esgrimían varas decoradas con flores y cintas. Incluso a la Universidad había llegado el Festival de Primavera.

Jessica disfrutaba del espectáculo. Theron había estado contándole muchas cosas acerca de la Universidad y sus moradores en el transcurso de la última semana; no veía el momento de ponerle los ojos encima al famoso Basil de Cloud. Era una pena que Theron no estuviera allí para verlo, pero permitirle salir antes del debate sería inadmisible. Cuando acabara, Jessica esperaba que se le pasaran sus fantasías, o Sophia tendría que cuidar de él hasta el fin de sus días. Le había hecho a Jessica algunas promesas sumamente interesantes, sin duda, pero dudaba que fuera capaz de cumplirlas.

El Festival de Primavera era una ocasión inmejorable de desembarazarse de los límites de la rutina diaria, aun para los jóvenes más meticulosamente educados. Los tutores y gobernantas tenían vacaciones, y los padres estaban ocupados con sus propios entretenimientos. Así se explicaba que, en la Colina, hubiera dos jovencitas apostadas en una calle donde no pintaban nada, a la sombra de una casa que supuestamente no debían conocer.

—¡Frannie! ¡Date prisa!

Al levantar la vista hacia el ruinoso muro que demarcaba la Torre de lady Caroline, lady Francesca experimentó un momento de pánico. Se preguntó si no sería demasiado tarde para irse a casa y regresar al saloncito donde se suponía que lady Agatha Perry y ella debían estar entretejiendo cintas en coronas de festival. Pero, se recordó severamente, en los libros nadie tiene nunca miedo de las aventuras; sólo a la postre, cuando descubren los regueros de sangre que les caen por la espalda, o el jirón de camisa arrancado de un bocado por los perros, sienten la demorada caricia del miedo. Al otro lado de la pared no se oía ningún perro. De modo que imitó a su amiga, se encaramó al muro y aterrizó trastabillando junto a ella.

Las dos muchachas se quedaron juntas sobre la hierba con la pared a su espalda, contemplando fijamente las almenas y las torres que se elevaban más allá del césped desaliñado que tenían ante ellas, cogidas fuertemente de la mano. Tenían las palmas sudorosas a causa de la emoción y sucias por culpa de la tierra del muro que acababan de escalar.

—¿Lo ves? —susurró Agatha—. Aquí no vive nadie. Desde hace años. Todos tienen miedo de ella.

—¿Ella? —Frannie se estremeció. Esto era posiblemente lo más trepidante que le había pasado en la vida.

—Lady Caroline. La que construyó la casa. Y después murió aquí. En la habitación de arriba. Ésa.

Frannie tragó saliva para ahogar un grito. Había visto cómo se movía una cortina, justo donde su amiga estaba señalando con el dedo.

—Aggie —dijo, obligando a las palabras a pasar por el nudo que tenía en la garganta—, vámonos. ¿Y si después de todo resulta que aquí vive alguien? Mira, ves, han rastrillado la grava.

—Los jardineros —respondió con voz sepulcral Aggie—. Pero no se quedan aquí por la noche. Por los fantasmas. Igual que en tu historia, sólo que de verdad. Y nosotras vamos a ver uno. A menos que realmente quieras irte a casa ahora, claro.

—No. —Francesca volvió a tragar saliva con dificultad. Su prima era la única amiga que tenía en la ciudad hasta la fecha—. Estoy preparada.

Se acercaron a hurtadillas hasta los establos, donde Aggie encontró una vieja escalera de mano. Medio cargaron con ella, medio la arrastraron por la hierba, intentando evitar las astillas y que las descubrieran; aunque, naturalmente, allí no había nadie. Aggie apoyó una mano en la pared de la casa; las heladas y el musgo habían resquebrajado la piedra.

—Siento un frío espeluznante.

—Pues claro. —Ahora que estaban allí, era avanzar o morir. Colocaron la escalerilla bajo la ventana de la habitación de lady Caroline. Llegó hasta el alféizar, encajando en la piedra de forma reconfortante.

—Sujeta la escalera —dijo Aggie—. Voy a subir. Si veo un fantasma, ulularé como una lechuza.

—De eso nada, soltarás un chillido. Quiero ser la primera.

—Si ves un fantasma, te desmayarás.

—Yo nunca, jamás, me desmayo —repuso con dignidad Frannie.

Ahora no era el momento de mencionar su miedo a las alturas. Imagínate que es una torre, se dijo, una torre con una princesa en lo alto a la que hay que rescatar. Puso los pies en el primer peldaño. Parecía tranquilizadoramente firme. Buscó el siguiente. Llevaba la falda enfundada en un par de pantalones de lienzo de jardinería que Aggie había sustraído previsoramente para su aventura. Podría ser un vigía encaramándose a las jarcias de un barco. No había fantasmas, no durante el día. La cortina no se había movido.

La ventana estaba encima de ella, el alféizar de piedra al alcance de sus manos. Se puso de puntillas en la escalera y se asomó al interior.

Al principio lo tomó por una estatua, recostado como estaba contra el elaborado poste de la cama, pálido y hermoso, con hiedra imbricada en su pecho. Pero las estatuas no tienen pelo largo y oscuro que les acaricie los hombros desnudos, ni más vello negro en ese lugar cuyos detalles suele ocultar algún paño. Frannie se lo quedó mirando. Se le ocurrió que esta estatua le resultaba familiar. A decir verdad, una vez le había dado medio pastel de queso, y le había contado una excelente historia de fantasmas de su propia cosecha.

Tamborileó con suavidad en el cristal. La estatua se volvió entonces, con el cabello restallando a su espalda, y la vio. Corrió a la ventana, la abrió de golpe y la metió en el cuarto de un tirón.

—¡Silencio! —dijo—. Tenemos poco tiempo.

—¡Oh, sí! —exhaló la muchacha, atrapada en la historia, fuera la que fuese—. Lo sé. ¿En qué te puedo ayudar? ¿Qué le ha pasado a tu ropa?

—Se la llevó mi hermana. Me ha encerrado aquí, y necesito salir.

—Mi hermana me hizo eso mismo una vez. Se arrepentirá cuando se entere vuestra mamá.

—Lo dudo. Pero da igual. Dame tus pantalones.

La joven se desembarazó de los pantalones de lona. A la estatua le llegaban sólo hasta las pantorrillas y colgaban bajos en su cintura, por lo que la hiedra desaparecía alrededor de su espalda y se precipitaba dentro de ellos por detrás.

—¡Espera! —La muchacha corrió hasta la ventana y llegó a tiempo de ver a Agatha que, gruesa vara en ristre, acudía ya en su rescate—. ¡Aggie, baja! Es un amigo, tiene que escapar. ¡Sujeta la escalerilla abajo!

La estatua apoyó las manos en los hombros de Frannie y la miró a los ojos.

—Eres una verdadera amiga de la tierra —dijo—. Como recompensa por ayudarme a recuperar mi trono, serás la primera de mis compañeras. Mi hermana ha perdido ese derecho.

Había salido por la ventana antes de que ella pudiera preguntarle qué había querido decir. En verdad parecía una obra de arte, especialmente su pecho.

Mientras la procesión desfilaba por la plaza, la multitud se reposicionaba a su paso. Justis se colocó detrás de un hombre bajito, y rodeó a Marianne con el brazo.

—¿Cuál es el tuyo? —preguntó la joven mientras los historiadores seguían a sus padrinos escaleras arriba—. Espero que no sea el greñudo.

Aunque Justis no tenía a Roger Crabbe en la más alta de las estimas, no le gustaba que la gente de fuera emitiera juicios de valor gratuitos.

—El doctor Crabbe es el más bajo de los dos —dijo austeramente.

Marianne soltó un bufido.

—Debería seguir el consejo de tu candidato y cortarse el pelo. No hay nada más triste que un hombre con los doce cabellos mal contados recogidos en una coleta más fina que la tira que la sujeta.

Justis estaba pensando que De Cloud parecía distinto, pero no supo por qué hasta que Marianne lo dijo. La familiar cabellera negra y poblada había desaparecido. Con el pelo rizado en las orejas, parecía tener las mejillas más llenas, ser mayor.

—Otra cosa igual no, pero es un bombón —observó Marianne.

—Lástima que no todos los gobernadores sean tan influibles como tú —dijo Justis—. Va a necesitar toda la buena voluntad que sea capaz de conseguir. —Incluso a esa distancia, se dio cuenta de que el saludo oficial del gobernador principal fue visiblemente más caluroso para Crabbe que para De Cloud, y que varios doctores fruncieron el ceño cuando De Cloud hizo una reverencia ante ellos.

El gobernador principal subió al púlpito de los oradores y abrió los brazos. Las trompetas lanzaron un último vagido de advertencia, antes de enmudecer.

—Camaradas estudiosos y amantes de la verdad —comenzó el gobernador principal—. Os doy la bienvenida aquí como testigos de este debate entre dos hombres de la cultura.

Mientras el gobernador principal peroraba acerca del procedimiento y la naturaleza del debate, Justis pensó en la historia y la ética, y en cómo el estudio de la primera había demostrado la complejidad de la segunda como no sería capaz de hacerlo ni el mejor de los profesores. ¿Estaba mal infringir una ley cuando ésta obligaba a creer en una mentira? ¿Qué más daba si un brujo, fallecido dos siglos atrás, había sido un charlatán o el corrupto sacerdote de una religión moribunda? Por último, ¿qué importaba si la magia era real o no?

Un tirón en la manga le hizo volver en sí. Marianne empezaba a ponerse nerviosa.

—Le encanta oírse hablar, ¿no? —reprochó—. Lástima que sea el único.

Por fin el gobernador principal puso fin a su discurso, concluyó y bajó de la tarima. El doctor De Cloud subió al estrado sin más preámbulos que si estuviera ocupando el atril en su aula plagada por las corrientes de aire, entrelazó las manos ante él, y habló con voz alta y clara:

—Desafío al doctor Roger Crabbe. Desafío sus hechos, su razonamiento y sus conclusiones. Los brujos eran brujos reales, y su poder, magia real.

Tras su sorprendente declaración inicial, De Cloud se expresó con moderación y precisión. Nicholas Galing lo escuchaba con un interés acicateado por meses de apuntes de clase de Henry mientras el magister remontaba a su público quinientos años en el pasado y más, hasta el antiguo reino del norte. Todos los presentes lo conocían, naturalmente; el territorio que comprendía era una tercera parte de su propia nación. Pero pocos de ellos sabían nada de su historia: un reino en las montañas, rico y aislado, protegido por reyes guerreros y gobernado por brujos.

—No era una sociedad en la que la palabra escrita tuviera demasiado peso —explicó De Cloud—. No hay historias oficiales, salvo la de Martindale, que es muy posterior, y ni siquiera mucha poesía escrita u otra literatura de aquellos días pasados ha sobrevivido hasta los nuestros. Lo que ha sobrevivido son listas: de los reyes y sus batallas, de los brujos y sus acciones, de las aldeas visitadas por los monarcas en sus viajes, de los vástagos de sangre real. Los documentos, al estudiarse en conjunción con ciertas leyendas, son sumamente esclarecedores sobre el papel que desempeñaban los brujos en el gobierno del norte.

Una por una, De Cloud fue desgranando las pepitas de sus pruebas: citó cuentos populares, leyendas, baladas, la crónica de un príncipe extranjero que se había enamorado del rey Martin el Maestro Espadachín y se puso a malas con su brujo. Añadió pruebas más sólidas —los listados, extractos de la Crónica de los brujos y sus gestas de Martindale— y las entretejió en un tapiz bien argumentado que retrataba, con colores vivos, a unos brujos que tenían el poder de gobernar las tormentas y a los hombres. Habló de mujeres yermas que habían recuperado la fertilidad, de ríos que ningún soldado extranjero podía vadear, de cacerías por bosques y montes en pos de ciervos que hablaban la lengua de los hombres. Habló de reyes venerados por su virilidad, y de nobles que se disputaban el honor de que sus hijas los sirvieran.

—Tal vez os preguntéis —dijo por último— por qué insisto tanto en la historia antigua cuando los hechos a debate son mucho más recientes. Mi respuesta es la siguiente: nuestro reino, nuestro pequeño mundo compuesto por la ciudad, la Universidad, el río, los cultivos y las mesetas, las montañas y las quebradas, no apareció todo a la vez, tan perfecto y completo como lo vemos hoy. Creció, igual que crece una manzana, a partir de una semilla que se transformó en un arbolito cuyas ramas, podadas y mimadas hasta conformar un árbol más robusto, echan flores y dan sus frutos con cada estación. Nuestro reino es el reino del sur, antaño gobernado equitativamente por un monarca y un Consejo de Nobles. Pero también es el reino del norte. Y, como he demostrado, lo que daba forma al reino del norte era la magia.

Un bisbiseo nervioso se propagó por las hileras de doctores y gobernadores y se contagió a la multitud de espectadores. Nicholas, que había estado escuchando el razonamiento de De Cloud con creciente interés, sintió cómo le hervía la sangre de gozo. Hasta este momento todo habían sido florituras de erudito, como los

Movimientos formales con que comienza un espadachín sus ejercicios de exhibición. Ahora comenzaba el verdadero combate.

—Sugiero —prosiguió el doctor De Cloud, igual de firme y tranquilo que antes— que es ilógico pensar que los brujos dejaron su magia tras ellos cuando bajaron al sur. De hecho, hay multitud de evidencias de que continuaron lanzando hechizos después de la Unión. La nobleza a menudo recurría a ellos para purificar sus pozos y bendecir sus sembrados, sin dejar por ello de solicitar a los reyes que redujeran su influencia política. Durante generaciones imperó una tregua frágil, bajo la cual el reino ascendió a una cumbre de esplendor como no se ha vuelto a conocer: el reinado del rey Anselmo, apodado el Sabio.

»Anselmo fue un innovador, patrón de las artes. Y también fue un reformador. Influido por su reina y por el duque de Hartsholt, separó a los brujos del resto de la corte, mermando así drásticamente su poder político. Los instó a trasladar sus conocimientos y habilidades a la Universidad… y limitó su papel en la formación y la educación de la descendencia real. Después de Anselmo, fue como si la magia de los brujos se debilitara, aunque retuvieron el poder suficiente para defender a sus monarcas, cada vez más erráticos e impopulares, hasta que David, duque de Tremontaine, encontró la manera de maniatarlos antes de matar al último rey.

»La forma en que los inmovilizó es reveladora: «Los encerró, el duque David de Tremontaine, tras una puerta de roble tres veces tres encadenada: con candados de hierro, de oro y de plomo forjados tres veces tres, con tres grandes palabras sobre ellos». Son palabras sacadas de un cuento popular, citado por Vespas en su Libro de los reyes. Maese Vespas presenta el pasaje como una pintoresca metáfora sobre la minuciosidad, igual que un granjero podría decir que ha uncido a su buey con cuero y madera, con yugo y argolla para la nariz.

Esperó las risas y las obtuvo, pero Galing notó que estaban teñidas de nerviosismo; la gente no sabía muy bien si le gustaba el cariz que estaba tomando aquel discurso.

—Yo os presento —dijo De Cloud— otra interpretación. Creo que David, el duque de Tremontaine, encerró a los brujos en aquel salón con un hechizo que podría haber aprendido en esta misma Universidad, donde antaño era posible asistir a clases de Artes Mágicas.

Primera sangre, pensó Nicholas. El grupo de norteños cubiertos de trenzas congregado en el pedestal de la Imaginación elevó vítores y ramas con hojas. Frente a ellos, otro grupo lanzó abucheos y provocaciones hasta que el gobernador principal se puso en pie pesadamente y levantó la mano pidiendo silencio. Tardó un rato en llegar, pero De Cloud, impasible, levantó la voz por encima del clamor.

—El doctor Crabbe enseña que el poder de los brujos posteriores a la Unión se sostenía exclusivamente gracias a la corrupción y los embustes. Más aún, asume en cada clase que imparte que sus antepasados norteños eran igualmente unos

Charlatanes. Al ignorar las pruebas de los registros históricos, dibuja una imagen distorsionada de nuestros antecesores y degrada el ingenio y el valor de David, duque de Tremontaine, que sin ayuda de nadie logró liberar nuestra tierra de la tiranía de Gerard el Último Rey. Según este razonamiento declaro ante ustedes, mis señorías, doctos gobernadores, admirados doctores de esta Universidad, que la erudición del doctor Crabbe es indigna de ese nombre.

De Cloud ocupó su asiento en medio de aplausos y abucheos entremezclados, y Nicholas reflexionó que un desafío académico no era ningún duelo a espada, donde el toma y daca de estocadas se sucede más deprisa que la vista. Ahora que De Cloud había dejado de hablar, Nicholas podía ver que apenas había nombrado una sola autoridad reconocida que avalara su hipótesis. Si esto era lo único con que contaba, Nicholas podía estar tranquilo. No había peligro de que nadie lo creyera. Y Theron Campion seguía sin dar señales de vida.

En la Gran Plaza, Justis notó cómo Marianne se colgaba de su brazo, y miró abajo. Tenía las mejillas encendidas, los ojos abiertos al máximo, y los labios carnosos curvados en una sonrisa de deleite. Al sentir la mirada de su amante sobre ella, ladeó la cabeza con coquetería.

—¿Por qué dijiste que me iba a aburrir? —preguntó—. Es mejor que el teatro. ¡Las cosas que dice! No tenía ni idea de que la historia pudiera ser tan apasionante. ¡Y qué ojos! Son como ascuas que la abrasan a una.

Justis pensó que había dado en el clavo. De Cloud estaba en su elemento, impartiendo clase ante un aula compuesta de cientos de alumnos. Y estaba contando la verdad por fin, triunfal, desafiante y absolutamente, sin guardarse ni ocultar nada.

—Deduzco que ahora le toca al enano —continuó Marianne—. Mira qué cara de resabiado… como un gato delante de una ratonera. Se cree que los abucheos significan que no les ha gustado nuestro hombre, pero se equivoca, ¿verdad, Justy? Sólo significa que tienen miedo de él. Ya veremos.

Mientras Crabbe ocupaba su lugar en la tarima de los oradores, Justis se preguntó a qué obedecía la confianza del menudo magister. ¿Acaso no había estado escuchando? ¿No se daba cuenta, al contrario que sus partidarios ciegamente leales, de que ya estaba derrotado? ¿Sería ambición o simple prejuicio lo que le permitía erguirse delante de todos ellos sacando el pecho escuchimizado, sonriendo como quien sabe que los dados están cargados?

—Os han dicho —empezó Crabbe— que mi erudición no es nada, que se cimienta en pruebas refutables; en mentiras, de hecho. Ahora bien, es fácil acusar a alguien de mentiroso, tanto como para el acusado lanzar la mentira contra los dientes del primero. Los patios de las escuelas están llenos de niños cuya idea de la

Argumentación no va más allá de esto. Pero yo no soy ningún niño. Soy doctor en Historia, cualificado para enseñar la historia de nuestro noble reino con permiso de los ilustres gobernadores de esta egregia Universidad. Ese simple hecho debería escudarme de semejante afrenta a mi erudición y mi honor.

Pronto se hizo evidente que Crabbe había decidido asumir la postura de que el desafío de De Cloud no era realmente digno de merecer respuesta. Comenzó repasando la muerte de Gerard y el encierro de los brujos tal y como lo relatara Vespas, que había sido testigo de ello, y Trevor, y «nuestro augusto maese Tortua, actual catedrático de Horn», quien había tamizado todas las fuentes disponibles para su posterior análisis en Orgullo desmesurado.

—Despojada del elaborado lenguaje figurativo que tan prominentemente caracterizara la prosa de finales de la monarquía, la historia es bien simple. Los miembros del Consejo de los Nobles desafiaron a Gerard. Pelearon con sus compañeros, que intentaron protegerlo, y David, duque de Tremontaine, obtuvo la victoria al asestar el golpe mortal. Los brujos no estaban presentes, pues el duque David los había invitado aquella noche a un gran banquete en un pabellón cerca del robledal para conmemorar la proximidad del solsticio de primavera.

»Ahora bien —dijo Crabbe, empalagosamente razonable—, uno debe tener en cuenta que ésta era una época de grandes supersticiones y temor generalizado. Gerard estaba loco de remate, y su locura se manifestaba de forma particularmente violenta y cruel. Todo aquél que lo contrariaba en lo más mínimo se podía encontrar perdiendo los dedos de la mano uno a uno bajo el hacha del Primer Compañero. Si el enfado de Gerard era más serio, serían los dedos de los pies, la nariz, los genitales, ah, y también sus tierras y propiedades. Cinco años antes de la Caída, siete nobles habían conspirado para poner freno a su tiranía, y habían terminado de la peor manera posible. La rebelión fracasó, dejando a su paso pruebas decepcionantemente escasas. Nuestra única fuente es Vespas, que de forma bastante poética nos dice que «los brujos segaron sus vidas como se siega el trigo en época de cosecha, y durante doce meses y un día no habría de volver a crecer brizna de hierba alguna en sus tierras». La interpretación exacta de esta frase ha dado pie a grandes controversias entre los estudiosos posteriores. Trevor opinaba que…

Marianne tiró de la manga de su amante.

—¿Justy?

—¿Hmm?

—¿Por qué tendrían que discutir los eruditos sobre el significado de algo que está más claro que el agua?

Justis, familiarizado a estas alturas con todas las hipótesis que estaba citando Crabbe, tomó aliento para hablarle a Marianne de textos abstrusos, de interpretaciones y documentaciones, y cerró la boca de golpe. Pensó en lo que había dicho De Cloud, en lo que estaba diciendo Crabbe, en todos los libros que él mismo

Había leído durante el invierno y las discusiones que había tenido a cuenta de su contenido, y respondió:

—No estoy seguro, tesoro.

—Pensaba que sería por oírse hablar, pero debe de haber alguna razón de más peso —insistió la joven.

—Debe de haberla —convino Justis—. Tendré que reflexionar al respecto.

Y eso hizo, mientras Crabbe proseguía con sus eruditas reflexiones. Cuando volvió a prestarle atención, el menudo magister había vuelto a David y los brujos.

—El duque David era lo bastante astuto como para saber que los demás nobles jamás se rebelarían sin algo que les garantizara que los brujos no interferirían. De modo que construyó el famoso Pabellón de Primavera, e invitó a los brujos a un banquete para consagrarlo. Una vez estaban todos dentro, los encerró, concienzudamente por cierto, y prendió fuego al lugar. Luego se reunió con sus camaradas conspiradores en la Gran Plaza, donde todos nos encontramos ahora, y los condujo al palacio, donde mataron al rey como ya he relatado. No hubo nada de místico en ello.

»En cuanto a la fuerza y el poder de los brujos de Gerard, en fin, es tan cuento de hadas como las leyendas sobre bestias parlantes y aguas vivas con las que nos entretenía el doctor De Cloud hace unos instantes. —Crabbe continuó citando el caso del brujo Noris, arrojado desde lo alto de la torre del reloj a comienzos del reinado de Gerard el Último Rey, y del brujo Durant, cosido a puñaladas en un callejón dos años después—. Y el doctor De Cloud pretende hacernos creer que unos hombres así, que habían demostrado ser unos incompetentes incluso a la hora de salvar su propia vida, eran dueños de un poder capaz de descubrir lo que anidaba en los corazones de los hombres y conseguir que brotara el cereal en la tierra estéril. Antes de que nos demos cuenta, el doctor De Cloud estará pidiéndonos que creamos que los brujos obraban de buena fe, y luego, que los reyes tampoco eran tan malos después de todo. Si era éste el caso, ¿por qué fueron derrocados? Este razonamiento, seguido de su conclusión lógica, nos conduce, y al doctor De Cloud, inevitablemente a la traición.

El caos. Justis se descubrió gritando:

—¡No! ¡No! ¡Fuera Crabbe! —con toda la considerable potencia de sus pulmones, mientras detrás de él un grupo de hombres entonaba:

—¡Crabbe! ¡Crabbe! ¡Crabbe! —en un frenesí de entusiasmo. Marianne se reía como loca y daba palmas al ritmo del clamor que estallaba a su alrededor.

El gobernador principal hizo un nuevo llamamiento al orden, que tardó en restaurarse aún más que antes. Atronaron trompetas, la gente gritaba. Crabbe se erguía firme en medio de todo aquello, sonriendo ligeramente con la cabeza ladeada, la viva imagen del engreimiento triunfal.

—No tendría sentido, naturalmente, acusar al doctor De Cloud de ser un traidor —dijo cuando tuvo oportunidad de hacerse escuchar—. Todos sus colegas conocen su naturaleza nada materialista y alejada de la política. No dudo que esté investigando, a su manera, la verdad; desearía señalar tan sólo que su búsqueda lo ha llevado a lóbregos y peligrosos parajes. Nuestros estimados gobernadores —se giró hacia la derecha e inclinó la cabeza—, en su infinita sabiduría, han decretado qué planes de estudios deben cursar los alumnos para aguzar sus mentes y formarse en las artes de la erudición. Han decretado asimismo qué textos son obligatorios, y cómo han de estudiarse. Mi mayor discrepancia con el doctor De Cloud en este asunto no es que impugne mi cultura y mis métodos, sino que al hacerlo, impugne igualmente los métodos de aprendizaje estipulados por la tradición y la experiencia como la mejor… la única… manera de alcanzar la verdad, y ofrezca en su lugar cuentos de viejas y baladas.

—Caray, hay qué ver lo pagado de sí mismo que está —exclamó Marianne mientras el menudo magister bajaba del estrado y De Cloud ocupaba su lugar—. Mira cómo critica al pobre doctor De Cloud por cada palabra que dice, mientras jura y perjura que no lo hace con mala intención. Si me llamara guapa, echaría mano al bolso.

Justis le dedicó una sonrisa de agradecimiento, pero teñida de preocupación. De Cloud iba a tener problemas para defenderse de las palabras de Crabbe de una forma que aprobasen los gobernadores.

En su atalaya al lado mismo de dichos gobernadores, los pensamientos de Nicholas Galing vagaban por derroteros parecidos. Durante el discurso de Crabbe, había oído varios murmullos de aprobación. Crabbe estaba diciéndoles lo que querían oír, haciendo que se sintieran cómodos, justificados y complacidos con ellos mismos. De Cloud había hecho que se tambalearan, había puesto en tela de juicio los mismos cimientos sobre los que se sostenían sus decisiones y la Universidad, y le guardaban rencor por ello. El magister haría bien en abandonar el desafío aquí y ahora y escabullirse al ignominioso exilio que era su único futuro posible.

Fue sorprendente ver cómo De Cloud subía a la plataforma tan tranquilo y seguro como si Crabbe no acabara de hacer añicos toda su argumentación.

—Esperaba —dijo el magister— ser capaz de exponer mi caso haciendo referencia exclusivamente a mi propio periodo de estudio, sin menospreciar el campo de mi colega hasta el punto de tener que enseñarle su propia asignatura. No podía creerme que fuera a fracasar tan estrepitosamente en su deber como erudito y profesor hasta el punto de presentar a Vespas como autoridad definitiva en los hechos que condujeron a la purga de los Brujos y la muerte del tirano. Vespas no fue testigo presencial de estos acontecimientos, sino que elaboró su versión, a petición del

Consejo, a partir de un documento redactado por el Canciller de la Creciente, antecesor del actual lord Condell, quien tampoco los vio con sus propios ojos.

Crabbe se puso de pie.

—Eso es ridículo —gritó—. Condell entrevistó a Tremontaine, Perry y Wellingbrook, todos los cuales estuvieron indiscutiblemente allí. ¿No estará insinuando que Condell falseó los hechos, o que los libertadores le mintieron?

Basil se volvió hacia él con dignidad contenida.

—Doctor Crabbe. Puede rebatir mis hechos, mi erudición y mi razonamiento… ése es, a fin de cuentas, el objetivo de este debate… pero por favor, aguarde su turno, como he hecho yo.

Nicholas, que gozaba de una vista razonablemente buena de Crabbe, se fijó en los insistentes tirones que le estaba dando su padrino en la manga. El menudo magister fulminó a su amigo con la mirada, con los ojos entornados, antes de elevar las manos al cielo y sentarse con gesto de profunda contrariedad.

—Gracias —dijo apaciblemente De Cloud—. El doctor Crabbe tiene razón. Lord Condell elaboró su versión de la muerte de Gerard con la ayuda de los magnicidas supervivientes. Sin embargo, estoy en condiciones de demostrar que ese documento no representa la versión más fidedigna de los hechos. En los archivos de esta misma Universidad se conserva una carta del duque David en persona, dirigida al bibliotecario de la institución, un tal Carrington. —Con parsimonia, sacó una hoja amarillenta de un pequeño portafolio y se la entregó a Leonard Rugg—. Quizá los estimados gobernadores deseen tomarse la molestia de comprobar su autenticidad. —Rugg la abrió y se la quedó mirando fijamente; sin hacer ningún comentario, se la pasó a la hilera de hombres sentados detrás de él—. Describiré su contenido, para quienes no pueden verla —prosiguió Basil—. En ella, el libertador le da las gracias a Carrington por haber buscado el Fechizo para contener a un renegado, y por haber descubierto las circunstancias en que podía ponerse en práctica.

De Cloud hizo una pausa para dejar que todos pudieran asimilar las implicaciones. Cuando comenzaron los murmullos, habló imponiendo su voz, citando los puntos sobresalientes de la carta del duque David, incluido un párrafo en el que el duque advertía a su amigo de que encontraría la versión oficial de la purga de los Brujos un poco distinta de lo que se esperaba. «Al demostrar ser la magia norteña una fuerza feroz y volátil», escribía el duque, «hemos decidido purgarla junto con sus desventurados acólitos de nuestra excelsa tierra, para que no vuelva a alzarse ningún brujo que pueda practicarla con nosotros».

Crabbe se puso en pie antes de que terminara la frase.

—Doctor De Cloud, ¿qué clase de escarnio intenta hacer de este debate?

De Cloud se volvió hacia su rival.

—Pero, doctor Crabbe, si sólo estoy exponiendo pruebas y autoridades, como usted quería.

—¿Pruebas? —graznó Crabbe—. ¿Autoridades? Necesitaré muchas más pruebas, doctor De Cloud, antes de aceptar la autoridad de semejante documento, tan oportuno como poco convincente. Más aún, no entiendo cómo esta carta, aunque fuera realmente lo que usted afirma que es, podría alterar de ninguna manera los hechos del caso. En las palabras del duque David no hay nada que respalde la interpretación que usted hace de ellas.

De Cloud intentó responder, pero Crabbe se le anticipó a voces.

—Este debate obedece a su desafío, De Cloud, no al mío… pero lo reto de nuevo: ¡lo acuso de mentiroso, de no sentir más respeto por la historia que un bardo de tres al cuarto!

—¿Eso cree? —respondió con tranquilidad De Cloud.

—Lo sé —siseó Crabbe—. Lo único que ha expuesto ante nosotros es un montón de escoria desenterrada de la montaña de desperdicios del pasado, una pila putrefacta de papeles viejos y documentos mohosos que usted pretende dignificar con el título de históricos. ¿No querrá también que estudiemos las listas de la colada de los Condell de los últimos cien años? ¿O las cartas de algún rey a su ramera? Afirma usted, porque estas cosas existen, porque son incluso verdaderas en cierto modo, se atreve a afirmar usted que semejantes trivialidades, semejante escoria, compone nuestra historia sagrada. Bonito truco de magia, sin duda, De Cloud, convertir las heces de una mente perturbada en el oro de la auténtica erudición.

De Cloud había estado escuchando esta diatriba con las manos guardadas en las largas mangas verdes de su túnica. Desde el público, probablemente parecía igual de sereno que durante todo el debate, pero Nicholas podía ver los temblores que sacudían los pesados pliegues que caían desde sus hombros. El gobernador principal estaba de pie, farfullando que Crabbe estaba hablando fuera de turno, que debía respetarse el decoro, pero nadie le hacía el menor caso. Por un momento, los dos hombres estuvieron frente a frente, Crabbe jadeando con los ojos entrecerrados de pasión, De Cloud furiosamente contenido. En ese momento, De Cloud se sacó de la manga un librito grueso y oscuro. Lo abrió, pasó dos o tres páginas, recorrió el texto con un dedo, encontró lo que buscaba y levantó la voz una vez más.

—Si es historia lo que quieres, Roger Crabbe, yo te daré historia, pura y ajena a comentarios o al paso de los años. Éste es el Libro del brujo del rey. Y ahora vas a saber lo que es la magia de verdad: Del despertar de la bestia en cualquier ome, cada cual según su naturaleza. Escucha, Crabbe, y aprende.

Se ha vuelto loco, pensó automáticamente Nicholas, y luego, con un torrente de emoción: ¡Lo sabía! Después dejó de pensar, paralizado en el sitio por las extrañas palabras, reverberantes y ensordecedoras como el trueno, que brotaron de los labios de De Cloud. Como una marea creciente, fluían y se extendían, ganando ímpetu y

Consistencia, derramándose sobre Crabbe y su padrino, sobre los doctores, los gobernadores y el propio Nicholas, sobre los espectadores, los norteños, los estudiosos, los pares, y sobre todos los comerciantes y lacayos cuyo mundo era la Universidad.

Crabbe empezó a rezongar y a gruñir. La voz continuó brotando; Crabbe se agazapó y se abalanzó sobre De Cloud. Desdeñoso, el magister lo apartó de una patada, y Crabbe gañó y se retiró a una distancia segura, desde donde se puso a ladrar desafiante. El gobernador principal cabeceó pesadamente de un lado a otro y profirió un prolongado vagido luctuoso.

Nicholas se quedó trasfigurado por los olores que le asaltaron el olfato de repente: olía a presa… a aves, a perros, a caballos, a conejitos asustados, a ratones y, en algún lugar, a lo lejos y acercándose cada vez más, a regio venado. Se le hizo la boca agua, pero la presencia de otros depredadores lo paralizaba y desconcertaba. Su hedor se enconaba en su nariz: halcones, grandes felinos y ágiles zorros. Una yegua parda se erguía a su espalda, observándolo solemnemente con ojos sabios y oscuros. Supo entonces que la yegua era Katherine, duquesa de Tremontaine, y que él no era ningún lobo, sino lord Nicholas Galing, quien, fuera cual fuese su apariencia, poseía el corazón y el apetito de un lobo.

En el patio, Justis afianzó los pies obstinadamente junto a su pareja y emitió un gruñido gutural. Era desconcertante que su pareja oliera como un petirrojo, pero era su deber protegerla, y lo haría hasta su último aliento. La comadreja que había a su lado retrocedió y se convirtió en un par con bandas amarillas en las mangas y el semblante demudado de terror. Justis sacudió la cabeza, medio esperando sentir el tirón y el balanceo de sus papadas contra el hocico robusto, y se frotó la cara.

Unos deditos temblorosos le tiraron de la manga.

—¿Justy? —gorjeó una vocecita—. ¿Qué ha sido eso, Justy?

Rodeó con los brazos a su petirrojo, su dulce amada, y sintió cómo se estremecía con la fuerza de sus latidos.

—No estoy seguro, cariño —dijo—. Pero bien pudiera haber sido magia.

Henry Fremont se estremeció convulsivamente de pies a cabeza y se miró las manos. ¿Sería cierto que hacía tan solo un momento eran cascos, y que había estado a punto de aplastarle la cabeza a coces al perro de caza con pedigrí que temblaba y gañía junto a él? Flexionó los dedos y miró de reojo a Godwin, que hipaba como si todavía le durara el ataque.

La voz de Vandeleur sonó trémula y ronca en su oído.

—Pensé… Da igual lo que pensara. ¿Estás bien, Fremont?

—No —respondió con sinceridad Henry—. Pero estoy mejor que Godwin.

—Cuida de él, ¿quieres? —dijo Vandeleur—. Eres el que más amistad tiene con él. Por la tierra, cómo echo de menos a Justis.

Jessica Campion se estremecía con la emoción de ser capaz de volar, volar con la gracia y la seguridad de un halcón sobre la plaza a sus pies, cabalgando las corrientes ascendentes del temor reverencial y la furia de la gente. Sus nudillos se aferraron a la barandilla. Había estado a punto de arrojarse desde la galería del paraninfo. Pero desde allí, con sus ojos de halcón, vio lo que nadie más podía ver: un hombre solo que entraba en la plaza, un hombre desnudo hasta la cintura, con el pecho cubierto de roble y hiedra, volando libre sus cabellos a su alrededor. No saltó, pero se apresuró a bajar corriendo por el camino más convencional.

Desde su posición en los escalones, también Galing gozaba de una buena vista de la plaza. Vio cómo se abría la multitud, separándose como la hierba al viento para permitir que el hombre caminara entre ellos. Algunas personas se burlaban y reían; otras gritaban advertencias. Unas pocas ignoraban por completo al hombre, abrazándose a sí mismas como si temieran hacerse añicos con sus tiritones, con el rostro conmocionado o surcado de lágrimas. Gracias a esto, Nicholas supo que lo que él acababa de sentir, otros también lo habían sentido.

El hombre, naturalmente, era Theron Campion. Al final no se había refugiado en el campo. Aunque tampoco parecía ser consciente de dónde se encontraba exactamente. Atravesaba el gentío ahora como si de verdad fuera un campo de hierba, vestido tan sólo con unos pantalones, su pecho decorado expuesto a la vista de todos. Nicholas sonrió con siniestra fascinación.

El torso de lord Theron se agitaba; había estado corriendo. Pero ahora se acercaba a los escalones como si flotara, con parsimonia, alta la cabeza, clavados los ojos en su amante, Basil de Cloud.

Hacía un año, Nicholas hubiera anticipado alguna escena sacada de un melodrama barato: una disputa entre amantes transformada en escándalo público, con uno de los participantes loco de amor, o los dos. Pero Nicholas había perdido la tranquilizadora certeza de saber cómo funcionaba el mundo. Hacía un instante, De Cloud había sacado el libro de un brujo, había leído unas líneas, y algo había ocurrido. Nicholas no sabía nada del libro. Pero el resto —que De Cloud creía ser un

Brujo y Theron su rey sagrado —lo había deducido gracias a las pruebas recabadas para Arlen. Arlen, que no estaba presente en el debate. Lord Arlen, el Canciller de la Serpiente. Otros puestos del Consejo cambiaban de una persona a otra, pero la Serpiente siempre era Arlen.

Junto a la estatua de la Imaginación, los norteños habían entonado una suerte de cántico. No podía discernir las palabras, pero se apostaría lo que fuera a que tenía algo que ver con los reyes. Los seguidores de Crabbe clamaban juego sucio; en una esquina de la plaza se había desatado una pelea. Oyó una voz de mujer que gritaba: «¡Theron!», y vio cómo las filas de doctores se revolvían mientras lady Sophia se abría paso entre ellas hacia su hijo.

Ignorándolo todo, Theron vio al hombre que lo esperaba en los escalones. Su amante era el hombre de sus sueños, el hombre del bosque, el hombre del cuchillo y la piel de oso. Su amante era su maestro y su magister, quien lo había colmado durante todo el invierno con su magia, y ahora esperaba que superara su prueba y asumiera su nueva responsabilidad. Theron subió los escalones, se arrodilló ante él y lo miró a la cara.

Basil sonrió, un gesto íntimo y cariñoso, como si los dos estuvieran solos en el mundo.

—Es apropiado que os arrodilléis, majestad. Pues es la época de la Sementera. El momento de la prueba ha pasado, y ahora la tierra puede regocijarse con vos.

Del interior de su túnica extrajo una cadena, la misma cadena de oro que Theron le había dado por amor. Levantó la cadena con ambas manos hasta que el sol recorrió sus pesados eslabones como llamaradas.

—Y ahora —dijo— vinculaos a la tierra: sangre y hueso, bestia y hombre, hasta el día de vuestra muerte y para siempre jamás.

El cuadro vivo se sostuvo un momento, inmóvil y radiante como la ventana de cristal tintado del paraninfo sobre sus cabezas, gesto por gesto y pose por pose: el brujo ataviado de negro sosteniendo en alto la cegadora cadena de oro, el joven rey postrado de rodillas ante él para recibir su peso.

La imagen no pasó desapercibida para la multitud que atestaba la plaza. «¡Mirad!», oyó Nicholas que gritaba el gentío, y vio lo que más temía: una leyenda surgida de las sombras a la luz del mundo.

Ya no le quedaba más tiempo que perder. Ésta era la razón de que se encontrara allí. Las últimas palabras que le dirigiera Arlen resonaron nítidas y precisas en su cabeza: «¿Has descubierto algo durante el transcurso de tu investigación que te convenza de que existe la magia?».

Arlen no había dicho: «No creo en la magia». Le había hecho una pregunta, y Nicholas había respondido con una mentira diplomática. Ahora había llegado el momento de dar una respuesta veraz. Si se equivocaba, afrontaría la humillación, el

Destierro, la muerte. Pero si estaba en lo cierto, se convertiría en un libertador tan importante como el gran duque David… aunque sólo una persona conociera la verdad.

Cuchillo en ristre, Nicholas Galing se abalanzó hacia delante dispuesto a asesinar al rey.

Había estado practicando con el cuchillo, por supuesto; todo el que portaba uno sin saber usarlo era un peligro mortal para sí mismo. Pero nunca lo había empleado realmente con nadie. Galing tuvo tiempo de sorprenderse por lo fácil que era apuñalar la carne viva una y otra vez antes de que dos maestros horrorizados lo apresaran e inmovilizaran. Tenía las manos pegajosas de sangre, salpicadas de ella la cara y las mangas del abrigo. Sudaba y jadeaba como si hubiera estado corriendo. Oyó personas que sollozaban y se lamentaban, y gritaban pidiendo orden o ayuda. Roger Crabbe estaba chillando:

—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado? ¡Tenemos que terminar el debate! ¿Dónde está De Cloud?

Basil de Cloud no podía responder. Yacía en la escalinata sin oírlo, rodeado de doctores en Medicina. Pero ni siquiera la inmensa suma de sus conocimientos era rival para las heridas que había recibido. Todo había ocurrido demasiado rápido. Ya no le quedaba aliento, ni pensamiento, ni vida. Su corazón y su mente se habían detenido a la vez.

Y Theron Campion yacía cubierto de sangre en el regazo de su madre. Sophia musitaba en voz baja y aprisa, un torrente de palabras en un idioma que nadie entendía, retorciendo la tela de su toga y sus enaguas alrededor de los cortes de su cuerpo, mientras la sangre no cesaba de saturarla. Nicholas Galing había conseguido infligir un daño enorme con su puñal en el instante transcurrido desde que Basil se interpusiera delante de Theron hasta que los eruditos más próximos se dieron cuenta de lo que ocurría y lo separaron de los dos.

—Sophia.

Sophia no levantó la cabeza.

—Jessica. Necesito más vendas.

Jessica se agachó y le dio una faja.

—Sophia. Están llevándose a Galing. Dime una palabra, y acabaré con él ahora mismo.

Sophia sacudió la cabeza, retorciendo la faja.

—Pon la mano aquí… justo aquí, y aprieta con fuerza.

Jessica estaba acostumbrada a la sangre.

—Lo sé.

Leonard Rugg se hallaba junto al cadáver de Basil, girando como una peonza, buscando algo, a alguien que pudiera hacer algo. No sabía a quién, y no sabía qué, pero debía de haber algo. Cassius y Elton le agarraban los hombros, pronunciaban su nombre y el de Basil, y entonces vio lo que buscaba: los hombres, los jóvenes, las flores de la erudición, los frutos del jardín de Basil, estaban allí, abriéndose paso hacia él a través del remolino de gente, y los llamó:

—¡Hombres! ¡Hombres! ¡No consintáis que esto sea en vano!

Lord Edmond Godwin vio a su hijo, Peter, sin la menor sombra de niñez en su semblante. Sujetó al chico del brazo, diciendo:

—Tenemos que irnos; esto se va a poner peor.

Pero Peter negó con la cabeza.

—Vete tú —dijo con los labios hinchados por el llanto—. Cuéntales lo que ha sucedido aquí. Tú lo has visto. Díselo, padre. Díselo.

Lord Edmond miró al otro lado de la plaza.

—Ya llega la guardia, justo a tiempo. Peter…

Y a continuación profirió un alarido, porque uno de los amigos de Peter, un chico desgarbado como un espantapájaros, se había abalanzado en dirección a lord Nicholas Galing.

—¡Idiotas! —gritó lord Edmond a los captores de Galing—. ¡Sacadlo de aquí ahora mismo! ¿Es que no veis lo que podría pasar? ¡Ahora mismo, os digo!

Un estudiante fornido inmovilizó al larguirucho con ayuda de Peter, y Edmond volcó toda su atención en despejar un camino y dar órdenes para trasladar y encerrar a Galing dentro del paraninfo, donde podrían esperar mientras se restauraba el orden y amainaba el tumulto que se fraguaba en la calle.

Pero, a excepción hecha de los principales implicados en el drama, los testigos del debate tenían poco estómago para tumultos. Al irrumpir la guardia de la ciudad en la plaza, los espectadores se dispersaron, dejando el camino libre hasta los escalones. Y los guardias abrieron paso a su vez a un jinete cubierto de sudor que lucía la librea del Consejo y le entregó su mensaje a lord Edmond como persona al mando: lord Nicholas Galing debía ser conducido de inmediato a la mansión Arlen, donde respondería ante la Serpiente en persona.

El gran doctor Tortua, catedrático de Horn, doctor en Historia, autor de Orgullo desmesurado y la caída de los reyes, observó el bisbiseante hormiguero de doctores y gobernadores, de guardias y nobles, de estudiantes y mercaderes, el cadáver y el moribundo. De todos los presentes, Basil de Cloud era el único al que había estado cerca de conocer. Ya no recordaba quién era De Cloud, pero reconocía lo que acababa

De presenciar como una página de su adorada historia antigua, arrancada de los archivos y representada en los brillantes escalones de la plaza como una obra de colegio.

Esperó largo rato, hasta que comprendió que ya no habría más ceremonias, más discursos, más desafíos ni sacrificios, y que la bella dama que le había sostenido el brazo tampoco iba a volver. El doctor Tortua se dio la vuelta, desolado.

—Se equivocan —dijo el anciano erudito, decepcionado—. Se equivocan en todo.