Capítulo VI

Lord Nicholas Galing había jugado su mayor baza y la reina pirata lo había desbaratado todo. Descubrió que no podía encajar este hecho con filosofía. Su convencimiento de que Campion era una amenaza para la paz de la ciudad aún no había muerto, aunque su razón insistía en que la acción de lady Jessica lo había desarmado limpiamente. ¿Qué podría hacer el muchacho, expuesto ante todos sus pares como el modelo y el juguete de una artista? Nadie recordaría cuán bellas eran las pinturas, cuán elegantes las composiciones, cuán vividos e intensos los tintes. Lo único que recordarían los nobles era la vergüenza de Campion. Aunque lo proclamaran rey veinte veces seguidas, seguirían riéndose de él.

Inmediatamente después de devolverle los dibujos a Campion, Nicholas había abandonado la Torre de lady Caroline y salido a la noche a paso vivo, haciendo caso omiso de los porteadores y los antorcheros que voceaban sus servicios. Para cuando hubo llegado a su calle, tenía los pies magullados de caminar tanto y tan deprisa con sus finos zapatos, y el corazón no menos dolorido de pensar en su fracaso a la hora de meter en vereda a Campion. Salvar la ciudad era loable, pero Galing era demasiado franco, por lo menos consigo mismo, como para no reconocer que quería ser él quien la salvara… y no una bastarda engreída de pelo teñido y pintoresco atuendo extranjero. Mientras esperaba a que su criado le abriera la puerta, decidió quemar todos los papeles que atestaban su estudio: los apuntes de Edward, los ambiguos mensajes de Arlen, las transcripciones de los interrogatorios de Finn y Lindley a mediados de invierno. Todas las cartas de Henry Fremont. A continuación se tomaría una o dos copitas de brandy, se acostaría y borraría todo aquel desastre de su memoria. Al fin y al cabo, era lo que Arlen le había pedido que hiciera.

Pero cuando Nicholas se quitó el abrigo de terciopelo y cogió un puñado de hojas con la intención de echarlas a las llamas de la chimenea de su estudio, su mirada reparó en las palabras escritas encima: «Desde los primeros días de la Unión, los nobles odiaban a los brujos y conspiraron para debilitarlos».

Palabras de Basil de Cloud, transcritas por Henry Fremont tal y como las había pronunciado. Palabras imprudentes, se mirara por donde se mirase. Palabras sediciosas, si las escuchaban y se las tomaban al pie de la letra quienes odiaban a los nobles. Palabras peligrosas, si las decía alguien que creía que la magia era real. ¿Y no

Se había ofrecido el magister a defender esa misma teoría ante la Universidad en pleno esta primavera?

¿Creía realmente Basil de Cloud en la magia? ¿Cómo podría, cuando los brujos habían sido desacreditados por los principales historiadores de los últimos doscientos años, empezando por Vespas en El libro de los reyes, y pasando por Fleming, Trevor y White hasta el anciano doctor Tortua en Orgullo desmesurado y la caída de los reyes? Caray, pero si las clases de ese hombre estaban pobladas de citas de todos ellos; ¿cómo se proponía desacreditar a los desacreditadores? Nicholas rechinó los dientes. A lo mejor había algo en los apuntes de clase de Henry que se le había pasado por alto.

Impaciente, Nicholas empezó a remover el revoltijo de papeles. Su criado llegó con el brandy y cara de sacerdote a mediados de invierno, preguntando si le apetecía comer algo. Nicholas rechazó el licor con repugnancia. Si quería sacar algo en claro de todo esto y demostrar que Arlen se equivocaba, para variar, tendría que pasarse toda la noche trabajando. Y si se iba a pasar toda la noche trabajando, necesitaría chocolate, no brandy.

Encargó el chocolate y volvió a concentrarse en los papeles. Había dejado que se descolocaran, apilando unos encima de otros sin respetar cronologías ni temas. En fin, tendría que ordenarlos y ver qué salía.

Era un proceso tedioso. Tenía que leer al menos un poco de cada hoja antes de consignarla a una pila, y muchos de los informes de Fremont trataban de varios temas a la vez: los norteños, la rivalidad entre De Cloud y el doctor Roger Crabbe, las clases de historia antigua de De Cloud. Persistió, infatigable.

Llegó el chocolate. Se lo bebió, y dio cuenta de los embutidos que lo acompañaban. A la postre, con la cabeza más despejada, el trabajo avanzó más deprisa. La medianoche llegó y pasó de largo, y lord Nicholas seguía leyendo y archivando con creciente entusiasmo. La pauta que le había perfilado a Arlen estaba más clara que nunca, pero ahora veía que la figura que ocupaba su centro, la figura sobre la que confluían todos los caminos, no era Theron Campion, sino su amante, Basil de Cloud. El mismo Basil de Cloud que creía que el poder de los brujos no sólo era auténtica magia sino don benévolo para la tierra y su pueblo.

Ahí estaba, a la vista de todos, de cualquiera que se tomara la molestia de buscarlo, trascrito de las clases de De Cloud: «Los antiguos brujos eran ante todo siervos de la tierra, y después siervos de la verdad. Cuando llegaron al sur con el rey Alcuin el Diplomático, aprendieron a servir también al oportunismo político. Eso debilitó su magia y sus mentes». Y aquí: «Los nobles desconfiaron de los brujos desde el principio y aprobaron una ley tras otra para limitar su influencia y la práctica de la magia».

Basil de Cloud era un hombre concienzudo, meticuloso y erudito. Seguro que no habría propuesto el desafío si no estuviera convencido de disponer de las pruebas necesarias para ganarlo.

Era lo único que tenía sentido de todo aquello. Galing no alcanzaba a imaginarse qué podría haber descubierto De Cloud, pero tendría que ser algo espectacular, algo irrefutable. Tendría que ser algo, pensó a regañadientes, que demostrara verazmente la potencia de la magia. No una carta, ni un documento. Algo real: un talismán, tal vez, o el manual de algún brujo. Fuera lo que fuese, lo utilizaría para ganar el debate en los escaños del paraninfo. ¿Y después qué? ¿Ocupar la cátedra de Horn y regresar mansamente a sus escritos y sus clases? Nicholas se rió ante aquella idea. No. La cátedra de Horn no podía ser de ninguna manera el objetivo de este ridículo desafío. Si Basil de Cloud había averiguado cómo despertar la magia dormida del pasado, despertarla a la vida y a su servicio, ¿qué haría, qué haría cualquiera con ella, sino aprovecharla para conseguirlo todo? Supongamos que De Cloud había encontrado la manera de transformarse en un brujo moderno. Sin duda su ambición sería gobernar la tierra tal y como la habían gobernado los brujos en la antigüedad.

Galing había leído los apuntes de clase de Henry. Según explicaba el propio De Cloud, un brujo necesitaba un rey que le ayudara a culminar su poder, un rey que fuera su amante. ¡Qué suerte había tenido el buen doctor de encontrarse con semejante amante al alcance de la mano!

Nicholas pasó una página titulada Notas sobre el festival de primavera, y leyó: «Los reyes del norte se consagraban a la tierra todos los años en el Festival de la Sementera. Para el nuevo rey, la consagración representaba su inducción oficial como siervo de la tierra; su coronación, por así decirlo. Aunque los reyes del norte no llevaban corona». Que Nicholas supiera, Theron Campion tenía todas las papeletas para ser nombrado rey en el debate, tanto si había conspirado para ello como si no.

Llegado a este punto en sus elucubraciones, Nicholas llamó a su lacayo. Hubo de tocar la campanilla tres veces, y cuando por fin apareció el hombre, su camisón asomaba por debajo de la librea sin abotonar.

—¿Qué hora es? —preguntó Galing.

—Las cinco, señor, o por ahí. Todavía no ha amanecido.

—Maldición. —Galing se frotó los ojos—. Ve y tráeme algo de comer, ¿quieres? Estoy famélico.

Cuando el criado regresó con tostadas y jamón, su señor se había quedado dormido en la silla, con la cabeza rizada incómodamente torcida y las piernas estiradas ante él. El lacayo contempló a su amo dormido un momento, le echó una estera por encima, añadió otro tronco al fuego, apagó la lámpara, y lo dejó como estaba.

La disolución del contrato matrimonial entre Alexander Theron Campion de Tremontaine y Genevieve Beatrice Halliday Randall fue rápida y sin complicaciones. La damisela, dijo su madre, había dado a entender que todavía no estaba preparada para los solemnes deberes del matrimonio. Puesto que sería grosero por parte de la familia de Theron aparentar indiferencia, los abogados de Tremontaine armaron un revuelo simbólico, lo que permitió a los de la familia Randall señalar cierta irregularidad en la previsión estipulada en el contrato sobre la devolución de la dote en caso de defunción sin descendencia, que previamente se les había pasado por alto. Éste, dijeron los portavoces de Tremontaine, era lamentablemente un punto que no admitía discusión. Y así, para satisfacción de todas las partes, el contrato fue declarado nulo y sin valor. Se firmaron corolarios, incluido el antiguo pacto estatutario de que todo se había resuelto con honor, por lo que no cabía implicar a ningún espadachín. El collar de Theron, sin embargo, no fue devuelto; estaba claro que los Randall lo consideraban justa recompensa por todos los problemas y el bochorno que habían tenido que soportar.

La familia de Theron consideró que el collar era un precio insignificante a pagar. Sophia, en particular, no sintió más que alivio. Y dispensó a la duquesa Katherine de tener que volcar su atención en la polvareda que estaba levantando el anuncio de Jessica. La duquesa le había escrito a Sophia:

Típico de ella: Jessica ha conseguido convertir todo este asunto en un baile de máscaras. Puesto que la gente no nos quita ojo de encima a ver en qué dirección sopla el viento, es de rigor que me visites en la mansión Tremontaine, para demostrar que continúo apoyando el derecho de Theron a la herencia de Tremontaine. No podré, sin embargo, ir a comprobar qué ha hecho J. con la Torre de lady Caroline, aunque las amistades que han estado allí me dicen que es digno de verse. Y, por supuesto, nadie puede ver a Jessica hablando con ninguna de nosotras; lo que significa, en este caso, que debería visitarme disfrazada, probablemente esta misma tarde.

Theron está escondido en la Torre (¡qué apropiado!); seguramente el mejor lugar para él. Espero que no te importe mucho, pero allí con su hermana es el último lugar donde irá nadie a buscarlo. Creo, por supuesto, que lo mejor para él sería quedarse en el campo hasta que pase la tormenta, pero en vista de su reciente enfermedad, Jessica dice que deberíamos esperar antes de someterlo a ese viaje. Considero aconsejable, no obstante, que parta pronto. La gente hablará durante una temporada, y ya sabes cómo le afectaron los rumores sobre Ysaud la primera vez. Ahora será mucho peor. Amainará cuando J. abandone la ciudad y la chica de los Randall encuentre otro prometido. Pero todos hemos estado preocupados por su salud. Este verano tiene pinta de ser sofocante. ¿Irás tú con él? Había pensado en Highcombe, que tanto bien le hizo cuando era niño. Y allí todos lo adoran. Podríais partir quizá poco después de este absurdo debate, al que tendré que asistir a insistencia de Arlen y los gobernadores de la Universidad. Supongo que tú también estarás allí, toda oficial con tu toga.

Sophia se había resignado ya a dejar que fuera Katherine quien juzgase qué gestos públicos favorecían más a la política de los Tremontaine. Pero la médico desearía haber recibido una carta de su hijo.

Lo cierto era que Theron había escrito a Sophia, pero su hermana no le había enviado la carta. No consideraba que su madre fuera a sentirse más tranquila al recibir una invitación para hacer de testigo en la ceremonia de su unión con su brujo y amante, en las escaleras del paraninfo, durante el Festival de la Sementera de primavera.

Tras haber decidido que debía, a cualquier precio, impedir que Theron Campion y Basil de Cloud se reunieran en los escaños del paraninfo, a Nicholas Galing no le complació tanto como esperaba enterarse de que Theron había sido exiliado al campo por su prima. Quizá fuera debido a que ese rumor sólo era uno más entre la media decena o así de especulaciones relacionadas con el escándalo de Tremontaine que campaban a sus anchas por los corrillos de la Colina.

—¿No fue delicioso, querido? —preguntó lord Condell, resplandeciente con sus brocados rosáceos y sus ópalos en la velada musical de lady Horn—. Se sospechaba que lo estaba pintando a él desde el principio, pero nadie lo sabía con seguridad. ¡Y qué poses! No sabía adónde mirar. —Su abanico, sus ojos pícaramente brillantes, indicaban que había sabido perfectamente adonde mirar, y cuánto había disfrutado del panorama—. He estado al borde del desafío con Tyrone, por no ponernos de acuerdo sobre si esas hojas estaban pintadas realmente sobre el cuerpo del joven Campion o si eran una imaginativa invención de la artista. ¿Tú qué opinas, querido?

—Que prefiero las hojas en los árboles, Condell, y una cabeza humana sobre los hombros de mi amante. No me extraña que se haya refugiado en el campo.

—Huy, no, querido —repuso Condell—. No está en el campo ni por asomo. De eso seguro. La temible viuda sin duda lo hubiera acompañado al campo, y en cambio está más presente que nunca, por lo que tengo entendido, enfrascada en sus caritativas labores como de costumbre. No, deben de tenerlo encerrado a cal y canto en alguna parte donde no pueda hacer daño.

El duque de Karleigh se acercó a ellos, queriendo saber si alguien podía encontrar otro tema de conversación que no fuera el escándalo de Tremontaine.

—¿Qué otro tema de conversación podría haber? —preguntó retóricamente lord Condell—. ¿El gran debate sobre los brujos en la Universidad?

—No sé a dónde iremos a parar —dijo Karleigh—. Como si los Tremontaine hubieran sido trigo limpio alguna vez. Tienen mala sangre, eso es lo que pienso. Y meter una extranjera en la familia no contribuyó a mejorar las cosas. Puede que nos

Fuera mejor con la mocosa bastarda, después de todo; por lo menos ella es de pura sangre nativa por ambas partes.

—¿Pura? —Lord Condell parecía divertido—. La Rosa Negra era una actriz, Karleigh.

—De la Ribera. No de una isla que nadie ha oído nombrar en la vida. No hay motivo por el que la bastarda no debiera heredar, si resulta ser legítima después de todo.

—A ver, Karleigh, no creerás en esos votos matrimoniales, ¿verdad? —preguntó Condell—. Imposible. Estaba riéndose a nuestra costa, la muy zorra. ¡Pero si no había más que ver cómo iba vestida!

La misma conversación, o el quid de la misma, se repetía en todos los salones, cenas y partidas de naipes. Theron Campion estaba enfermo; estaba loco. Estaba en el campo; estaba encerrado en la Ribera; estaba confinado en la mansión Tremontaine por intentar asesinar a Ysaud. Jessica Campion era una aspirante legítima a la herencia de Tremontaine; era una advenediza, o incluso una extranjera que había asesinado a la auténtica Jessica a bordo de su barco e intentaba reclamar su herencia. La duquesa Katherine admitiría su propuesta y renunciaría; la desafiaría a sangre y libraría el duelo personalmente. A menos que se le adelantara lord Theron. Después de todo, era de dominio público que de pequeño se había mezclado con los asesinos de la Ribera, en una de esas bandas cuya cuota de admisión eran tres cadáveres. Además, cabía enteramente dentro de lo posible que Jessica fuera la legítima heredera en más de un sentido; había habido rumores que apuntaban a que la joven Katherine Talbert estaba embarazada cuando llegó por primera vez al ducado, por obra y gracia de algún criado de la familia o de su propio tío. ¿Por qué si no se lo habría legado todo el viejo duque a una niña menor de edad, como no fuera para recompensarla? Las historias sobre las costumbres y las propensiones del Duque Loco se desempolvaban y se sacaban a la luz como si fueran nuevas.

Nicholas Galing lo escuchaba todo, exclamando, extrañándose, dudando caprichosamente que hubiera un ápice de verdad en todo aquello, fuera lo que fuese. Había cambiado su alfiler de zafiro para el cuello a cambio de información fidedigna sobre el paradero y la cordura de Theron, pero era como si el problemático joven noble se hubiera esfumado de la casa de su hermana sin dejar ni rastro. No le quedaba más remedio, decidió Galing, que asistir al debate y ver qué pasaba. Por lo menos, se dijo, podría entender las discusiones.

Jessica se presentó en el estudio de Katherine disfrazada de jardinera, con un sombrero de paja calado sobre el rostro. Cuando su prima la saludó, se quitó el sombrero, se soltó la melena y aceptó agradecida un trago. Mientras le daba un vaso de vino, la duquesa dijo:

—¿No vas a comprobar si está envenenado?

—Por desgracia —dijo Jessica—, me he dejado mi cuerno de unicornio de total confianza en el barco. Junto con mi piedra de sangre reforzada. Tendré que fiarme de ti.

—Lo mismo digo —repuso la duquesa—. Porque, a dios pongo por testigo, Jessica, como estés utilizando mi dinero y a mi familia para dar el mayor golpe de tu carrera, desearás que ese cuerno sea real.

Jessica quitó un bichito imaginario del borde de su vaso.

—No te pongas melodramática. ¿Acaso no he obrado milagros en apenas una semana para Theron y Sophia?

—¡Sophia! —exclamó Katherine—. Sophia no ha oído lo que dicen ahí fuera. Yo sí. Están aireando hasta el último escándalo que nos hemos esforzado por enterrar en los últimos veinte años. Es su peor pesadilla hecha realidad. Lo único que le importa es Theron…

—Y los enfermos. Y los pobres.

Katherine puso cara de impaciencia.

—Sí, ya lo sé, pero todo eso lo haría de todas formas.

—Porque le importa la gente —dijo Jessica, obstinada—. Reconócelo, Katherine: el que Tremontaine sea toda tu vida no significa que lo sea también para ella.

Katherine respiró hondo por las ventanas de la nariz contraídas. Detestaba la facilidad con que Jessica podía sacarla de sus casillas. Esta vez no lo conseguiría. Con voz ecuánime, dijo:

—Sophia renunció a muchas cosas para venir aquí.

—Ése es el mito, ¿verdad? —dijo fríamente Jess—. Pero ¿sabes qué? He estado en Kyros. No es nada, Katherine. Tan sólo una isla con un puñado de cabras, otro de rocas y otro de abejas melíferas. Sophia era una sanadora de pueblo, una comadrona. Aquí es duquesa y cirujana titulada. ¿Qué es exactamente todo eso a lo que tuvo que renunciar?

Katherine contempló con firmeza a su extravagante pariente.

—¿Ni siquiera Sophia te importa? Pensaba que era la única de nosotros a la que querías.

Ahora fue Jessica la que puso cara de impaciencia.

—Deja de intentar tocarme la fibra sensible, duquesa. No es así como hago negocios. Quieres mover los hilos etiquetados «amor» y «lealtad» para conseguir que haga tu voluntad, pero esos hilos no me atan. Lo único que quiero es decirte la verdad, pero tú preferirías no oírla. Pues bien, ahora te voy a contar una verdad importante, y será mejor que me escuches. —Se inclinó sobre el escritorio de

Katherine, con las manos cubiertas de cicatrices extendidas sobre la lustrosa madera. —Vas a tener que empezar a buscarte otro heredero. Porque Theron se ha vuelto loco.

La voz de Katherine se estremeció de furia.

—¿Qué le has hecho?

—¿Yo? —Jessica echó la cabeza hacia atrás y se carcajeó—. ¡Ésa sí que es buena! ¡Yo soy la única que no le ha hecho nada! Desde que llegué me di cuenta de que estaba como una cabra, seguramente ya lo estaba antes, y ni uno solo de vosotros, benditos, le ha hecho el menor caso. Ni tú, ni Marcus, ni siquiera Sophia. Ha estado librando duelos a cuchillo en los muelles. Ha estado teniendo visiones. La mitad del tiempo ni siquiera sabe dónde tiene la cabeza. Y ahora se le ha metido entre ceja y ceja que su amante universitario va a coronarlo rey.

—¿Qué? —Consternada, Katherine se acordó de las visitas de Arlen—. Eso no es locura, es traición.

—Ahora me estás prestando atención. La traición siempre ha interesado a Tremontaine.

—¡Cállate! —chilló Katherine, irremediablemente fuera de sus casillas—. ¿Quieres que deje tus sentimientos al margen? Pues deja tú los míos, Jessica, y deja también de pincharme. Tienes tu barco, tu gente; supongo que cuidas de ellos, de lo contrario no seguirías teniéndolos. Yo tengo el ducado. Si no vas a ayudarme a cuidar de él, sal de mi casa.

—Tengo a Theron —musitó Jessica.

—Cierto —espetó Katherine—. Pero si está loco, yo ya no lo quiero.

Jessica se quedó observándola atentamente durante todo un minuto.

—Es un farol.

Katherine asintió despacio con la cabeza.

—Lo es. Qué perspicaz por tu parte. Claro que lo quiero. Y ahora, ¿quieres hacer negocios o vas a seguir amenazándome?

Jessica Campion apartó las manos de la mesa y se dirigió a la ventana.

—Ni lo uno ni lo otro. —Habló para la vista de la calle, los vastos céspedes verdes de su niñez—. Te estoy diciendo que conmigo está a salvo en la Torre. Está encerrado, y está enfadado, pero no va a ir a ninguna parte. Si logro apartarlo del debate esta semana, quizá se tranquilice. Y si se tranquiliza, quizá pueda volver a casa. De lo contrario, será todo tuyo. —Aún de espaldas a su prima, preguntó—: ¿Entiendes lo que te digo?

—Creo que sí —respondió la duquesa. Se produjo un silencio prolongado e incómodo—. ¿Dejarás que envíe a un médico?

Jessica se apartó de la ventana, con gesto serio.

—Sólo si hay alguien de confianza que no vaya a contárselo todo a la ciudad ni a Sophia.

—¿Marcus, entonces?

—Mejor no. Es difícil predecir cuál sería la reacción de Theron. Te propongo una cosa: le pediré a Theron que te escriba una carta, así podrás juzgar por ti misma. Si crees sinceramente que lo mejor para él es estar encerrado en el ático de la mansión Tremontaine, como su bisabuelo, Marcus podrá ir a buscarlo, y yo me lavaré las manos de todo este asunto.

Katherine miró a su problemática pariente, pensativa.

—De acuerdo —dijo, al cabo—. Creo que intentas ayudar. Pero quiero ver esa carta. Aquí hay en juego muchas cosas que no comprendes.

Jessica cogió el inapropiado sombrero y se recogió el pelo.

—Eso no te lo discuto —convino, y dejó a la duquesa a solas con sus pensamientos.

Los compañeros del rey se reunieron en un cuarto interior del Hombre Verde y pidieron sidra y caldo de venado. Había seis hombres en la pequeña habitación, todos ellos adornados con trenzas y hojas de roble talladas en madera: los cinco primeros de los compañeros del rey, más otro, menos veterano. Eran todos hombres altos salvo el más joven de ellos, un muchacho menudo como una avecilla con el pelo de color cobre brillante. Estaban callados en esos momentos, sumidos en el silencio pesado que cae sobre un grupo de personas cuya discusión se encuentra temporalmente en un punto muerto.

—Mirad —dijo Lindley—. No hace falta que comprendamos todos los detalles. Es un misterio. Tan sólo debemos tener fe y estar preparados para cualquier cosa.

El más alto y torvo de los norteños sostuvo la mirada de Lindley por un momento interminable. Se llamaba Robert Coppice, y antes del arresto de Greenleaf y Smith había sido Tercer Compañero. Ahora era Primer Compañero, Señor de la Caza y Guardián de los Misterios, y acusaba la pesada carga de las responsabilidades que recaían sobre sus hombros. Tras la cacería de mediados de invierno, Greenleaf y Smith habían hablado de un nuevo rey que aparecería para liderarlos. Los compañeros debían aguardar listos para su llegada, después de la cual todo quedaría claro.

Estas profecías preocupaban a Coppice. Como todas las profecías, planteaban más interrogantes que respuestas. Y Greenleaf, que guardaba los misterios muy celosamente, se los había llevado con él al Tajo, dejando a Coppice en la incómoda e

Irritante posición de depender del estudiante sureño Lindley para completar sus conocimientos sobre las costumbres y los rituales del antiguo norte.

La detención de Greenleaf y Smith era una espinita que Coppice tenía clavada por numerosos motivos, entre ellos el temor de que les hubieran revelado todo cuanto sabían a los torturadores del Canciller de la Serpiente. Aun después de tantas semanas, Coppice salía a la calle con un hormigueo en la nuca, esperando que de un momento a otro el pesado brazo de la guardia cayera sobre él y una voz sureña anunciara que quedaba arrestado por traidor. El que sus compañeros y él siguieran caminando libremente era algo a tener en cuenta.

—Es un misterio —dijo con voz ronca—. En eso estamos de acuerdo, al menos.

El Tercer Compañero, Farwell, apoyó una mano reconfortante en el brazo de su amigo.

—Estamos de acuerdo en muchas más cosas.

—¿De veras? —dijo con cansancio Coppice—. Greenleaf sólo nos dijo que el nuevo rey se consagraría en primavera, y que debíamos ser sus testigos. Seguimos sin saber dónde o cuándo ha de tener lugar la consagración, ni quién va a realizarla.

—Un brujo —dijo Farwell, con el tono de voz de quien debe explicar algo obvio.

Hob, científico natural de cuello de toro, hizo una mueca.

—Todos los brujos están muertos, Farwell, a no ser que por casualidad tengas uno escondido debajo de la cama.

—Guidiy —dijo pacientemente Lindley—. Ya os lo he explicado. Guidry regresará y vinculará el nuevo rey a la tierra. Lo dice Martindale. —Cerró los ojos y recitó—: «Retiróse así Guidiy a la Arboleda Interior para dormir y morar en un lugar ajeno al conocimiento del hombre hasta que llegue la hora en que la gran necesidad de la tierra lo despierte para vincular y dedicar un nuevo rey a su servicio».

—¿Y eso qué significa, por los siete infiernos? —estalló Hob—. Las otras doce veces que lo has recitado no entendí nada, y sigo sin entenderlo ahora. ¿Cómo vamos a saber si este debate es el momento adecuado?

Las largas manos de Coppice se contrajeron en puños.

—Lo dijo Greenleaf, ¿recuerdas? Y ha habido otras señales.

Lindley las enumeró, displicente:

—Un temblor de tierra; una estrella cuya melena flamígera surca los cielos; hambruna.

Hob sacudió la cabeza.

—Bobadas. La tierra tiembla a menudo en el norte, y el hambre es más o menos una constante hoy en día. Estas cosas son ciencia natural, no un mensaje de la tierra viva.

Esta opinión inspiró a Farwell, como siempre hacía, para preguntar si Hob creía siquiera en la tierra viva, y si no, por qué era compañero del rey. Lo que a su vez inspiró a Hob, como también ocurría siempre, para declarar que creía en el norte y en su poder, y que siempre había pensado que en eso consistía ser compañero del rey. El debate continuó, discurriendo por los mismos cauces estériles de costumbre. Lindley citó prolijamente a Martindale, sus apuntes de clase y cantares heroicos; se propusieron y rebatieron ideas. Se diseccionaron y analizaron abstrusas frases rituales.

—«De la semilla de los reyes surge la caída de los reyes y su nuevo levantamiento» —repitió Lindley—. Se trata de Campion. ¿De quién si no?

—De cualquier otro noble —repuso con truculencia Hob—. Todos tienen sangre real, si se remonta uno lo suficiente. Ya puestos, también nosotros. ¿Y por qué ahora?

—La estrella de melena flamígera —dijo pacientemente Lindley.

—Apareció justo al principio de la época de la Cosecha —les recordó Coppice.

—Y sabemos que Greenleaf vio la cornamenta de Campion en la Última Noche y bebió la magia de sus labios —intervino Farwell—. Yo también la vi. Es el rey, Hob, sureño o no. La tierra ha elegido, y no nos corresponde a nosotros cuestionar su decisión.

Se produjo un silencio teñido de depresión, que truncó Burl, el Segundo Compañero, al preguntar:

—¿Qué hay del brujo? Me parece perfecto decir que Guidry va a volver, pero ¿dónde, y cómo? ¿Lo sabía Greenleaf?

Coppice se encogió de hombros.

—Si lo sabía, no me lo dijo. Lindley sostiene la teoría de que su magister, el doctor De Cloud, lo invocará de dondequiera que esté…

—La Arboleda Interior, un lugar ajeno al conocimiento del hombre —lo interrumpió con avidez Lindley.

—… la Arboleda Interior, en algún momento durante el transcurso del debate al que ha desafiado a Crabbe. No, Hob, antes de que preguntes, no sabemos cómo piensa hacerlo. Esto es magia, hombre, no una demostración de química.

—Pues bien —dijo Hob, con cierta satisfacción—, tu querido magister tendrá que conjurar un rey además de un brujo. Hace días que nadie le ve el pelo a Campion. Se ha producido algún tipo de escándalo entre la nobleza: se rumorea que lo han enviado al campo y encerrado hasta que pase la tormenta.

Lindley le dedicó una sonrisa vulpina.

—Si tanto lo detestas todo, Hob… a mí, a Campion, la magia, a Guidry… no vengas al debate. Quédate en casa y estudia lo que sea que estudies en ciencias naturales, y

Deja que tus compañeros apoyen a su rey en los primeros instantes de su triunfo. Te lo perderás todo, claro, pero no creo que eso te importe.

Hob se levantó, derribando con estrépito su taburete.

—Has dado en el clavo, chico de ciudad. No me importará no volver a ver tu cabeza de zanahoria, ni escuchar tus condenados rebuznos sureños sobre la magia y los brujos. Los misterios del bosque son una cosa —dijo, apelando a Coppice—. Son la fuerza del norte y el vínculo de nuestra hermandad. Pero que me aspen si espero a que un brujo salga de las nieblas del tiempo para aparecer en los escalones del paraninfo porque lo diga un mocoso del sur que no ha corrido nunca por las montañas norteñas ni bebido sangre de ciervo a la luz del crepúsculo en invierno.

Cuando se hubo marchado, Coppice inspiró hondo y dijo:

—Vale. ¿Alguien más piensa igual que Hob?

—Todos —dijo sin rodeos Burl—. Pero respetamos nuestro juramento. Y algunos de nosotros hemos experimentado cosas en las montañas y en los ritos que hacen que estemos menos seguros que Hob sobre la desaparición de la magia de la faz de la tierra.

—Entonces, ¿iréis al debate? —preguntó Lindley.

—Iremos —anunció Burl—. Y les pediremos a los demás compañeros que vengan con nosotros. Pero si resulta que este debate empieza y acaba sin más resultado que la predilección de un doctor de historia sureño por encima de otro, tendrás que rendirnos cuentas, Lindley, y tú también, Coppice.

Coppice lanzó una mirada de ansiedad a Lindley, buscando algún indicio que lo tranquilizara. Pero los ojos del joven pelirrojo estaban fijos en la llama de la vela y su mano en la hoja de roble que colgaba de su cuello, y la expresión de su rostro era la de quien ha oído ya todo cuanto necesitaba.