Daling no fue el primero de los invitados de lady Jessica en llegar. Incluso aquéllos poco interesados en la familia Campion o el arte moderno sentían curiosidad por ver qué había hecho de la Torre de lady Caroline en tres días.
Lo que no había hecho, sin duda, era amueblarla, para lo que hubiera necesitado todo un almacén de mesas inmensas y gabinetes. Se había conformado con unos cuantos artículos imprescindibles: una elegante alfombra en la entrada y un sofá cómodo y un espejo alargado en la pequeña habitación auxiliar donde las damas dejaban sus capas. Había repartido velas encendidas en abundancia por todas las cavernosas estancias, donde resaltaban lo mejor de los frescos y grabados con que lady Caroline había adornado sus paredes. El efecto favorecía la pintura resquebrajada y la madera combada. La opinión generalizada de los invitados de mayor edad era que la casa no ofrecía un aspecto tan impresionante desde su inauguración.
La anfitriona estaba al pie de las escaleras, saludando a todo el mundo conforme entraban en su recibidor. También ella ofrecía un aspecto impresionante. Su vestido púrpura debería haber contrastado con el rosa brillante de su pelo teñido, pero en vez de eso parecían prestarse fuego mutuamente. Sus enaguas eran de seda turquesa, tejida con un curioso diseño extranjero; su ribete de encaje era dorado, y también oro colgaba de sus orejas y le ceñía el cuello.
—Ostentoso —murmuró lady Nevilleson, y:
—Magnífico —exhaló su marido.
Dentro del salón, acicatearon los paladares de sus invitados cerezas confitadas, hígados de oca a la brasa y un vino cárdeno que sabía a luz de sol de ultramar. Como le diría más tarde Cecily Halliday a su marido, cuando pensaba en todo aquello en su conjunto, había sido una velada cuyos componentes individuales hubiera sido una lástima perderse.
Los presentes no pudieron evitar comentar quiénes habían sido invitados y quiénes no. Ningún mercader de la ciudad, ningún banquero, ni siquiera coleccionistas de arte; sólo la nobleza, al parecer, y de ellos, casi exclusivamente hombres que se sentaban en el Consejo de los Lores y sus señoras. Era lo bastante temprano como para que todos estuvieran de camino a otros compromisos, a los
Primeros bailes de la temporada, o al teatro y cenas. No se veía por ninguna parte a la pintora Ysaud, ni tampoco a los demás miembros del clan Tremontaine: ni la duquesa Katherine, ni la viuda del duque, Sophia, ni su hijo, lord Theron… ni siquiera los distintos primos y sobrinos Talbert.
—Quizá hayan recibido una audiencia privada —musitó lord Condell para Davy Tyrone—. Espero que Ysaud aparezca en esta encantadora muestra, es mejor que un malabarista de cuchillos.
—Creo —repuso su amigo— que lady Jessica te parecerá entretenimiento suficiente. Cuentan que le robó al marqués de Carabas el anillo de diamantes de su abuelo, y se lo vendió como su fuera un amuleto amoroso al emperador de Tierce… ¡un amuleto amoroso, nada menos!
—Ay, cielos. Será mejor que vigile mi bolsa —dijo Condell—. ¿Eso es dulce de membrillo? Pásame un poco, por favor. Mira, ahí está Galing: sé que a él también le gustan.
La Torre de lady Caroline venía completa con una biblioteca revestida de paneles de madera, y allí era donde Theron estaba sentado entre los volúmenes diseminados, esperando lo que se avecinaba. Jessica le había dicho: «Lo único que tienes que hacer es quedarte aquí mismo; no salgas hasta que yo te lo diga, pase lo que pase. Si Galing quiere verte, lo mandaré adentro».
Contempló fijamente la fuente de fruta que había encima de la mesa: uvas de invernadero, y algunas manzanas. Habían omitido dejarle un cuchillo; o quizá Jessica no quería que tuviera uno. También había una jarra de vino aguado.
Podía oír música, y voces. Estaba reuniéndose, su gente, en la casa. Su hermana los había invocado. Pero no conocían su escondrijo. El cazador no podría encontrarlo, no podría olerlo, no podría verlo donde descansaba entre las hojas de todos los libros.
Se aovilló en la silla mullida junto a la mesa de la biblioteca, y se sumió en un sueño intranquilo. Allí el hombreoso encontró a Theron, cuyo cabello estaba recogido en veintidós trenzas, sujetas con joyas y trocitos de hueso pulido.
—Mi señor. —El hombre-oso no lo tocó, pero Theron podía sentir su aliento, abrasador como el sol sobre la tierra—. ¿Por qué os escondéis de vuestra gente? Salid, y dejad que os rindan la debida pleitesía.
Theron sacudió la cabeza coronada de astas.
—No le rendirán pleitesía a esto.
—Cierto. Lleváis demasiado tiempo corriendo en esta forma. Uno se pregunta si seréis rey al final. No se han observado los ritos debidos. Encabezasteis la cacería en vuestra propia forma, y ahora no sabéis conduciros en ésta. Me temo que el tiempo
De la prueba toca a su fin. —De la piel de su abrigo, sacó un cuchillo de piedra que refulgía apagadamente, cuyo filo semejaba el colmillo de un animal—. Levantaos, Pequeño Rey, y arrodillaos ante mí; mostradme la garganta y devolved vuestro poder a la tierra.
—¡No! —Theron intentó levantar las manos, pero se quedó temblando en forma de ciervo; sus manos eran pezuñas, plantadas en el suelo ante él.
El oso entrecerró los ojos amarillos.
—Entonces, ¿huiréis?
—Ya he huido —dijo Theron—. He sido cazador y cazado. Poseo cuernos de venado y corazón de hombre. Y tengo la sangre de reyes.
—Sí —gruñó el oso—. Ése es el comienzo.
—¿Adonde debo correr, entonces?
—Adonde si no, al bosque —dijo el brujo, entregándole el cuchillo de piedra. Lo sintió frío como la muerte en su mano—. Corred a la arboleda sagrada, donde el roble y el acebo rodean el estanque; donde sabréis si viviréis para ocupar el trono, o moriréis para alimentar a la tierra. —Le pegó una palmada al ciervo en el anca—. ¡Corred!
Theron se despertó con el corazón desbocado y la respiración veloz y entrecortada. La habitación estaba exprimiéndole la vida. Se precipitó a la ventana, abrió los postigos y aspiró el aire fresco y helado. En lo alto, las estrellas punteaban dibujos rutilantes en el cielo. Los tejados de la ciudad resplandecían a su luz. No había asidero para él en la pizarra de los tejados: su única escapatoria era aquella puerta ominosa.
Todos la llamaban «lady». Jessica porque así era como se había presentado en la invitación; quienes le hubieran negado el título de cortesía también habrían rehusado asistir. Pero los mayores entre los presentes recordaban a Jessica Campion de chica. Las mujeres, en particular, se acordaban de sus visitas a la mansión Tremontaine, y de una niña de semblante vulpino que siempre se dejaba seducir con la promesa de golosinas para sentarse en sus regazos.
La anciana y entrañable lady Godwin le plantó dos besos en las mejillas.
—Jessica, cariño. Cómo me recuerdas a tu madre, ahí de pie. Tienes su misma estatura, la forma en que dominaba el escenario. ¿Alguna vez haces teatro, querida?
—Siempre que puedo, lady Godwin. Cómo me alegra que haya venido.
Lord Philip Montague se inclinó hondamente sobre su mano.
—Enhorabuena, lady Jessica. —Era coleccionista, y había cancelado otra cita para acudir a esta muestra—. Un año de trabajo de Ysaud, o eso dicen, e inédito aún para todos. Es muy generoso por su parte compartirlo con nosotros antes de que vaya todo a… ¿adónde ha dicho que iba a parar?
Jessica lo miró a los ojos.
—A manos de un monarca extranjero, milord.
—Eso. No sabía que trabajara usted con lienzos; pensaba que su especialidad eran los bibelots y las joyas.
—Son más fáciles de transportar, sin duda. Pero detesto decepcionar a mis clientes.
—Oh, naturalmente. Y lo sabemos apreciar, como usted sabe. Esa talla de jade que me envió usted ocupa un lugar de honor en mi residencia de verano. El trabajo de Ysaud, sin embargo, es una de mis debilidades. Si viera algún cuadro esta noche sin el que no pudiera vivir, espero que su monarca no se sienta desilusionado cuando su lote pese algunas libras menos.
—De veras que no puedo hablar por él, señor.
—Estoy dispuesto a ser generoso. —Ladeó la cabeza rubia, como un pájaro, aguardando confiadamente su respuesta.
—Por supuesto que sí —dijo con afabilidad Jessica—. Bueno, vayamos a verlos, en ese caso. Pero no se deje distraer por la comida; cruce directamente la puerta de doble hoja hasta el salón de baile octogonal. —Se volvió hacia la siguiente invitada—. Lady Herriot, ¿es posible? Esto no es un disfraz, pero juraría que está haciéndose pasar usted por su hija.
Tras atiborrarse de membrillo hasta decir basta, lord Condell se había adosado con Tyrone a lord Nicholas Galing.
—¿Y adonde, querido Nicholas, irás después de esto? —preguntó Condell.
—Bueno, si tienes que saberlo, y supongo que sí —ronroneó Galing—, porque es imposible ocultarte ningún secreto, Condell; ¡seria como intentar disimular un trocito de dulce de membrillo encajado entre los incisivos! —Obtuvo el placer de ver cómo su amigo intentaba averiguar disimuladamente si ése era su caso—. Esta noche tengo un pequeño «encargo», no muy lejos de aquí.
—Eso —intervino Tyrone— explica el paquetito con cintas que llevas encima.
Galing abrazó fugazmente el envoltorio liso que sujetaba debajo del brazo.
—Precisamente. No me gustaría que se extraviara. Por eso me entenderéis si echo un vistazo rápido y desaparezco.
—A la perfección —sonrió Condell—. Así pues, acerquémonos a la sala donde están colgados. Cuadros históricos, ¿verdad? Muy edificantes, sin duda. Personalmente, siempre he creído… ¡Dios santo!
A su lado, Tyrone murmuró:
—¿Quién hubiera pensado que la historia podía ser tan estimulante?
Estaban contemplando las impactantes imágenes de un hombre desnudo, con el cuerpo teñido de azul a la luz de la luna, jaspeado por las hojas de mediodía y las sombras, o acariciado por el resplandor de las llamas.
Era el reverso de todas las imágenes ordinarias que encontraba uno en tallas antiguas y cristaleras tintadas: el ciervo de rodillas, el rey astado, el hombre con cabeza de venado; todos habían visto las representaciones oficiales mil veces. Los cuadros de Ysaud eran un sueño de esas cosas, crudos y vividos como una pesadilla, o como un recuerdo de la infancia.
Las imágenes estaban por todas partes, cubriendo de arriba abajo las paredes del salón, en lienzos tan grandes como los mismos muros y pequeños como las páginas de un libro.
Tras quedarse mirando fijamente un momento, Tyrone observó:
—Son todos del mismo hombre.
—¿Sí? —preguntó Condell, embelesado.
—Sin duda. Fíjate en los brazos, la forma de las piernas. Y el cuello… cuando no está recubierto de pelo. ¿Qué tiene en el pecho?
—Hojas, me parece. —Condell se acercó más—. No, están pintadas; impresas directamente en la piel, quiero decir; mira cómo se arrugan ahí, ¿y las sombras? Qué diseño más bonito. A lo mejor debería hacerme lo mismo.
—A lo mejor. —Tyrone retrocedió un paso—. Esto es el trabajo de todo un año, sí que lo es. Durante un año entero ha estado pintando a la misma persona…
—Desde luego —dijo con voz pastosa Condell—, y hasta no hace mucho. Y ya sé a quién. ¿Tú qué opinas, Galing?
—Opino —respondió Nicholas— que si yo fuera ese hombre, me desagradaría profundamente la muestra de esta noche. ¿Estaba invitada lady Randall, sabéis?
—No. Pero creo que alguien debería comentárselo. ¿Sois particularmente íntimos, Galing?
—Todavía no —dijo Nicholas.
Oyeron un curioso sonido detrás de ellos: una suerte de suspiro colectivo procedente del grupo de personas que acababa de entrar, perplejas todas ellas, todas ellas contemplando la visión que las rodeaba.
—Tengo entendido —murmuró Condell— que nuestra anfitriona ha discutido con su familia. La noticia ya es vieja… aunque revigorizada ahora, como una rodaja de manzana seca empapada en vino fuerte. Yo elevaría ahora la «discusión» a la categoría de declaración de guerra.
A su alrededor, un bisbiseo ensordecedor empezaba a apoderarse de la sala. Condell añadió:
—Cómo me alegro de que nos hayamos animado a venir.
Jessica esperó hasta que el clamor fuera lo bastante alto como para indicar que las especulaciones habían llegado a su apogeo, momento en el que le indicó a un criado que pidiera silencio. Se encontraba de pie justo delante de las puertas. Púrpura, turquesa, carmesí y oro, era una obra de arte por méritos propios, y quienes fueran aficionados a la historia podrían haberse acordado de las antiguas reinas del sur que dirigían ejércitos en carrozas reales envueltas en seda.
—Damas y caballeros. —Levantó la voz para que llegara melodiosamente a las ocho esquinas de la estancia—. Mis nobles amigos. Me honráis todos con vuestra presencia esta noche. He pasado muchos años ausente de mi ciudad natal. En ese tiempo, habéis conservado el bienestar de nuestra tierra. La habéis nutrido con vuestros hijos, con vuestras lágrimas y vuestra risa, con vuestros esfuerzos y vuestro atento cuidado. Os doy las gracias, humildemente, con la exhibición de estos cuadros, esta obra de genio completa que plasma el antiguo espíritu de nuestro país a la vista de todos. Después de esta noche, desaparecerán, por lo que os ruego que miréis hasta saciaros y aceptéis la ofrenda a modo de agradecimiento, como es su intención.
Hubo una ronda de aplausos dispersos. Jessica sonrió.
—Hace un momento, os he llamado «amigos». Y es con la franqueza de una amiga que pretendo hablaros ahora. El trabajo que veis a vuestro alrededor conmemora el pasado de nuestro país con el trabajo del presente, y creo que evocará nuestro honor hasta bien entrados en el futuro. —Murmullos, ahora, de aprobación—. El pasado —continuó— puede ser una fuente de gloria. Y también de vergüenza, pero sólo si se lo permitimos. Pues, ¿qué sería de nosotros, amigos, si no pudiéramos reescribir el pasado creando una gloria presente capaz de eclipsarlo y alumbrar el camino hacia un futuro aún más noble todavía?
—¡Exacto! —exclamó alguien. No fue Galing. Éste estaba observando mudo de fascinación mientras Jessica extendía la mano y cogía un pesado pliego de papel que le ofreció un criado, señalado con un sello que podría ser el de Tremontaine. Lord Theron no estaba allí. La mujer era evidentemente venenosa, todo su afán era destruir a su hermano, o al menos humillarlo. ¿Sería ese papel su informe, la
Confesión de su traición? ¿E iba a leerlo en voz alta, aquí y ahora, delante de todos los nobles reunidos de la ciudad, en presencia de los cuadros que lo exponían a las murmuraciones y el ridículo? Galing cerró los ojos un momento. Que él supiera, Jessica no trabajaba al servicio del Canciller de la Serpiente. Pero claro, ¿qué sabía él de los complots y los juegos de Arlen?
Jessica habló de nuevo.
—¿Qué es el pasado? Para mí, ha sido un motivo de vergüenza. Conocéis a mi padre, David Alexander Tielman Campion, el duque de Tremontaine. Sabéis cómo nací fruto de sus escarceos con una actriz venerada en los teatros de esta ciudad como la Rosa Negra. Éste es el pasado, ésta es mi vergüenza, aunque habéis tenido la amabilidad de pasarlo por alto, de ignorarlo como si no fuera nada.
Unas pocas mujeres emitieron murmullos de comprensión.
—Me pregunto —prosiguió Jessica— qué opinaréis cuando os muestre esto.
Levantó el papel y lo sostuvo en alto. En verdad parecía una reina en una obra de teatro.
—Espero que lo recibáis, y a mí, tan calurosamente como siempre habéis hecho.
Galing tenía los párpados entornados, esperando la señal que le indicara que había llegado el momento de salir a escena. Jessica sabía que él estaba allí; le había dado la bienvenida cordialmente, y le había susurrado que no se marchara hasta haberse ocupado de sus asuntos. Lo que él había interpretado como hasta que apareciera Theron. Ahora le pareció entender que Jessica había querido decir que él debía enseñar sus bocetos y rematar la faena de la noche.
—No podemos cambiar el pasado —prosiguió Jessica—, pero sí podemos reinventarlo. Redescubrirlo, darles a las antiguas acciones un nuevo significado, y desvelar verdades ocultas. Y forjar así un nuevo futuro, libre de vergüenzas. Es por eso que me enorgullece y me alegra informaros, amigos, damas y caballeros de este noble reino, de que sostengo en mi mano los votos matrimoniales secretos pronunciados entre mi padre, el duque de Tremontaine, y su amor, la Rosa Negra; sellados con su propio lacre, y fechados seis meses antes de mi nacimiento.
El caos.
Nicholas se descubrió estrujando el canto del portafolio. Zorra traidora. Ni por un segundo pensó que esos «votos matrimoniales» pudieran ser auténticos, pero daba igual, ¿no? Podía mantener a los Tremontaine paralizados en los tribunales durante años con este ardid, si se proponía llevar la farsa adelante y la familia se oponía. ¿De qué les valía ahora su novio a los Randall? Su herencia en el aire, su última amante —no, la penúltima, mejor dicho— un escándalo resucitado… Y así, ¿qué poder le quedaba a Galing sobre el loco, traidor, conspirador y lascivo joven noble?
—Milord. —Galing no levantó la cabeza. Había demasiados lores allí. Pero el criado le tocó la manga ligeramente—. Milord Galing. Por favor, acompáñeme.
Jessica estaba en medio de una multitud de simpatizantes.
—Lo siento —dijo Galing—. Tengo otro compromiso. Pero si fueras tan amable de darle esto a la señora… —Intentó dejar el paquete en manos del criado, pero éste respondió:
—Si no le importa, señor. Milady dijo que debía usted acompañarme.
Galing lo siguió, pensando furiosamente.
Theron miró fijamente la puerta, la madera sólida encofrada en metal. Se le antojaba tan peligrosa como otrora el bosque de noche. Pero ahora era la barrera que debía trasponer, la demarcación entre él y el bosque sagrado donde habría de afrontar su prueba. Podía oír, tenues, las voces de la cacería al otro lado: gente que gritaba y se reía, componiendo con sus voces una melodía que resonaba preñada de peligro para él.
Se abrió la puerta. Lord Nicholas Galing apareció en el umbral, vestido de carmesí. Sostenía en sus manos un envoltorio liso y marrón.
—Lord Theron —dijo—. Os entrego esto. Ya no lo necesito. —Hizo una reverencia—. Buenas noches.
Se fue antes de que Theron pudiera moverse. El paquete yacía encima de la mesa. Despacio, Theron se acercó a él, como si fuera una bestia que pudiera abalanzarse y cargar sobre él. Olfateó las cintas antes de desatarlas; olían ligeramente a moho y madera de sándalo.
Los bocetos, sin embargo, olían a Ysaud: sus tizas, sus lápices, sus manos. Theron enterró el rostro en el papel. Sintió un escalofrío que se propagaba por la parra grabada en su piel, un hormigueo feroz como el fantasma de la hoja que lo había causado. Se desprendió de la chaqueta y el chaleco, después la camisa, para exponerla al aire. Le dio la vuelta a la hoja de papel y vio su propia cara, cerrados los ojos mientras dormía. Estaba contemplando a un joven al que no conocía en realidad, de labios dulces y cejas como alas, capturado en apenas un puñado de líneas; una cara libre de todas las preocupaciones por las postrimerías del placer… dibujada por la misma mano que le había proporcionado ese placer.
—Ysaud —susurró Theron. Siempre le había gustado la forma en que lo miraba, como si todo en él la deleitara y no se saciara nunca. Basil también lo miraba de esa manera. La mano de Theron no temblaba apenas cuando pasó la página. Otro boceto para uno de los cuadros de Ysaud; recordaba la pose, el modo en que se había arqueado su espalda al inclinarse sobre el espejo de plata que ella había depositado en el suelo para que él se mirara, medio en cuchillas, medio de pie, con los brazos apoyados en el suelo. Lo había torturado con la colocación de las velas, moviéndolas de un lado para otro hasta conseguir el reflejo perfecto. El boceto, sin embargo, no
Mostraba nada de eso, tan sólo su espalda, los muslos pugnando por escapar y su cuerpo ribeteado por lo que descubría el estanque: la sombra de unos cuernos en su frente.
La puerta se abrió de nuevo. Una ráfaga de aire cálido irrumpió en la habitación, y la brisa de la ventana abierta agitó los bocetos encima de la mesa.
—Ah —dijo Jessica—, bien, los has conseguido. Mis invitados se han ido. ¿Quieres ver los cuadros?
Desnudo hasta la cintura, Theron Campion entró en la habitación que contenía el año de su vida que le había entregado a Ysaud para él poder amarla y ella poder pintarlo en numinosas escenas resplandecientes de la historia dorada y la leyenda negra de su nación.
Los lienzos cubrían las paredes del salón octogonal. Eran todo luces y sombras: las llamas de un amarillo ácido chocaban con el rosa apagado de la piel iluminada medio eclipsada por un tronco negro y verde o una roca moteada. Las estrellas azules danzaban en el agua negra. Bajo un sol de mediodía, las espinosas hojas verdes del acebo perforaban los grises delicadamente chispeantes y los pardos de un roble anciano. Un estanque plateado y sedente enmarcaba la sombra de una cornamenta.
Theron caminó hasta el centro de la arboleda. A su alrededor rebullían los robles y los acebos. Se situó bajo el sol, la luna y las estrellas. El agua del estanque sagrado rutilaba, cegándolo casi. Se inclinó y, arrodillándose ante él, se asomó a las aguas. Su rostro se reflejaba en la superficie. Reconoció los ojos delicuescentes y el suave hocico del venado. Era el ciervo cazado, el ciervo del rey, el animal que debía sacrificar.
Rebosante de poder, sin habla, y aun así se reconocía. Si hubiera podido articular palabra, habría dicho su nombre.
En vez de eso, sacó el cuchillo de piedra de su cinturón, el cuchillo que le había dado el brujo, y lo levantó en alto.
Olió al hombre que se acercaba, olió su piel, su sudor y su miedo. Vio el mismo temor en sus propios ojos, y el mismo orgullo. Uno de ellos debía morir. Si mataba al ciervo, gobernaría como rey; si dejaba que el venado escapara en libertad, el hombre que había dentro de él no tardaría en desaparecer.
Pensó en los bosques, en la dulzura de la hierba nueva y en la dicha feroz de las cópulas otoñales, los breves combates y el lento letargo sin pérdida. Y pensó en el pétreo laberinto de las calles de la ciudad, en las salvajes carreras en medio del humo y la oscuridad, la tensión de los tendones y el triunfo de la sangre. ¡Podría ahora retirar el cuchillo que empuñaba aquella mano humana y huir a cuatro patas adonde los cazadores no lo encontrarían jamás!
Nadie lo encontraría jamás. Renunciaría a todas las promesas que había hecho, a los deberes que le atribuía su sangre. Se liberaría de su pasado. Se liberaría de la carga de su lengua, de la carga de sus sueños… y también del amor y la bondad. Lo olvidaría todo…
Pero no quería. Al asomarse al fondo de sus ojos, reconoció que había nacido para este momento, que llevaba toda su vida preparándose para él. A lo largo del año pasado, se había embebido de amor, poder, conocimientos y música. Acordándose de eso, no podía desterrar su nombre, su cara, su humanidad. Levantó el cuchillo. El venado abrió la boca y bramó por la pérdida de sus pezuñas seguras y sus astas horcadas, los muelles de sus ancas y la agudeza de su olfato, y también por la verde agitación de una mañana de primavera cuando el cuchillo le traspasó el corazón.
A continuación yació inerte, un hombre semidesnudo tendido en un suelo de mármol, rodeado de obras de arte; el techo sobre su cabeza representaba las constelaciones en sus distintas estaciones.
Theron sintió como si el mundo se precipitara a sus pies. Luego oyó una voz, la voz de alguien, que decía:
—Theron, Theron.
Sintió manos encima, urgiéndolo a hablar, a mirar. Debían de ser sin duda las de Basil, aquellas manos amables y firmes que invadían la oscuridad; Basil, surgido del bosque por fin para acudir a su encuentro, para amarlo y recompensarlo por haber superado la prueba, para devolverlo a la vida.
Pero cuando abrió los ojos, era Jessica, su hermana, espectacularmente vestida y genuflexa a su lado, sosteniendo una copa de vino y diciendo:
—Theron. ¿Quieres beber?
Así lo hizo, con avidez, y volvió en sí lo suficiente como para darse cuenta de dónde estaba: en el salón de Jessica, rodeado por los cuadros de Ysaud. Empezó a estremecerse.
—Por un momento pensé que estabas muerto. Estabas monstruosamente pálido. —Jessica se desabotonó el faldón y lo arropó con él—. Deberías acostarte.
—No. Ahora no. Esto… —Indicó el bosque de lienzos que lo rodeaba—… esto es asombroso. Tú también… Más incluso de lo que me imaginaba, quiero decir. Cuéntamelo todo.
—Por lo menos levántate del suelo.
Eso podía hacerlo, con su ayuda. Jessica lo instaló junto al fuego de la biblioteca, en una silla con mantas. Después encargó vino y comida para los dos. Theron descubrió que le apetecía todo lo que había en la bandeja: queso, fruta, ganso ahumado, pescado y carne. Mientras comía y bebía, le pareció sentir que todo su ser se volvía más sólido. Sus manos eran suyas, no algo sacado de un cuadro, no algo
Como un sueño en un sendero forestal. La carne olía bien. Las mantas eran acogedoramente ásperas y cálidas. Mientras rebañaba un hueso frío, Jessica bebió vino tinto y respondió a sus preguntas.
—¿De dónde diablos has sacado esas pinturas?
—Milagro —farfulló Jessica con la boca llena de pan y queso—. Dios, estoy muerta de hambre. No me atreví a probar bocado hasta que terminó todo. Y me he pasado todo el rato completamente sobria. Toma un poco de vino, te tranquilizará. Si llego a saber que iban a afectarte de este modo, te hubiera mantenido apartado de los cuadros.
—No —repuso Theron—, está bien. De veras. Me siento bien, como hacía días que no me sentía.
—Me preguntaba si los habrías visto antes alguna vez. Si no, la conmoción podría matarte. Se me tendría que haber ocurrido. Quiero decir… Te los enseñó, ¿no? Esa mujer es capaz de todo.
Sonaba engreída y consternada al mismo tiempo. Theron la miró atentamente, y decidió no preguntar nada.
—¿Qué les han parecido a tus invitados?
—Se quedaron impresionados.
—¿A la vista de mi culo desnudo?
—Bueno, bueno. —Jessica lo apuntó con un muslo de pollo—. No saben que ese culo es el tuyo.
—No seas ingenua, por supuesto que lo saben.
—Nah. —Jessica pegó un buen trago de vino—. Es posible que lo supongan. Es posible incluso que sus suposiciones sean acertadas. Pero la única forma que tienen de saberlo a ciencia cierta es ver los bocetos… que ahora obran en nuestro poder. Los rumores son como las pepitas de jengibre: deliciosas, a cobre la decena, y sin ningún valor frías. Puesto que dentro de una semana o así partiré para vender estos cuadros en el extranjero, a los pocos días todo esto habrá caído en el olvido, y tu… cuerpo seguirá siendo de tu propiedad, para disponer de él a tu antojo.
Theron se quitó una manta de encima con irritabilidad.
—A menos que Galing decida contárselo a alguien.
—Pero no lo hará. Por el mismo motivo que tú no vas a casarte.
—¿Por qué no?
—Porque he refutado tu derecho a heredar Tremontaine.
Theron se puso de pie. Ahora estaba acalorado.
—¡Jess! ¿Lo dices en serio?
—Sólo temporalmente. Mi madre era actriz, ¿recuerdas? Me queda más o menos una semana para tomármelo totalmente en serio, luego me iré y tú podrás olvidarte de todo este asunto.
—Mi madre es cirujana y yo no voy por ahí todo el rato intentando abrir a la gente. ¿Cómo vas a refutar mi derecho?
—Fingiendo que legítimamente me pertenece. Le pedí a uno de mis antiguos contactos que me falsificara unos documentos: la firma de Alee no es difícil de imitar, y Rose casi no sabía escribir.
Theron percibió un frágil pesar tras sus palabras.
—Jess —dijo con ternura—. Sabes que si quieres realmente el ducado…
Ahora le tocó a ella levantarse de un salto, enarbolando su copa de vino como un estandarte.
—¡No! ¡No quiero el ducado! Aunque fuera la legítima heredera. Me he pasado toda la vida evitando el ducado y lo que conlleva… ¿Es que no te entra en la cabeza? Sólo es una distracción… para convencer a los Randall de que no eres tan buen partido después de todo.
—¡Los Randall! ¿Han estado aquí?
—No soy tan basta. Oirán lo que tienen que oír. Pero los cuadros no son la cuestión. Si crees que no sabían ya lo tuyo con Ysaud, es que subestimas a tu pronto ex futura familia política. ¿Qué son unos pocos rumores sobre un hombre que ya sabían que era incapaz de mantener los pantalones abrochados, si al final su hija termina siendo la duquesa de Tremontaine? No, querido; lo que espantará a los Randall es la posibilidad de que su niña se quede atrapada contigo, sin el título.
—Katherine no volverá a dirigirte la palabra —dijo Theron, admirado.
—Sí que lo hará. Se lo advertí, y conseguí que financiara la colaboración de Ysaud. La mejor inversión de su vida. Me lo agradecerá. Todos lo harán. Este matrimonio no le hacía gracia a nadie más que a ti, Theron. A Katherine le gustaba la idea de verte casado, pero los Randall no son ningún chollo. Puedes conseguir algo mejor. En cuanto a Sophia, por no mencionar a Marcus y Susan… Creo que sabrán disculpar mis métodos. —Se produjo una pausa mientras rellenaba su copa—. Por cierto, te has perdido algo.
—¿Qué? —El vino y la carne se combinaban placenteramente en su estómago. Se sentía cómodo, liberado, suave como la cera caliente.
—¡A Galing! Con esto también nos hemos ocupado de él. A punto estuvo de darme los bocetos directamente, ahora que cree que pretendo desbancarte, algo de lo que en teoría es partidario. Pero también es precavido, y un animal de costumbres políticas. Podría perder fácilmente, y si ocurre, no quiere arriesgarse a quedar a las malas con Katherine. No subestimes nunca la baza de unos parientes poderosos.
—Eso mismo me dice siempre Katherine. —Jessica le hizo una mueca—. Una última pregunta, nada más —dijo Theron, toqueteando las migas de encima de la mesa.
—¿Sí?
—¿Cómo supiste que en realidad no quería casarme?
—Oh, de muchas maneras. Para empezar, no hablabas nunca de la chica. —Omitió mencionar la pelea en los aledaños del Albaricoque—. Cuando Galing te amenazó con los bocetos, ni siquiera te preocupó cómo podría sentirse tu prometida. Eso fue sumamente revelador. Pero sobre todo… Sobre todo, me dijiste que era Katherine la que te había convencido de ello. Enseguida supe que no había sido buena idea.
Theron sonrió a su hermanastra.
—Qué bien nos conoces a todos. —Se retrepó en su asiento—. Sabes, no es que no sean unas estupendas personas, Katherine y Marcus. Pero ¿no te parece que también son un poco estrechos de miras?
Jessica cortó morosamente una uva en pedacitos con su cuchillo.
—¿Consejo e impuestos, quieres decir?
—Impuestos y Tremontaine. Tremontaine y la ciudad. En realidad no tienen talento para la tierra —dijo, con renovada confianza—. Para la tierra en general, quiero decir. Todo está ahí, si lo buscas. Metafóricamente hablando, desde luego: nadie puede verlo todo con los ojos abiertos. Pero si los cierras, así… Puedo ver cómo crece el trigo en Morpeth, y los gusanos que roen sus raíces. Los peces en el río, los salmones que remontan Buckhaven, y cómo cae la lluvia para hacer crecer las aguas. Comparado con eso, ¿qué es Tremontaine?
Querida Sophia,
Theron y yo nos lo estamos pasando tan bien recuperando el tiempo perdido que le he pedido que se quede aquí conmigo unos días más. Katherine y tú sabréis pronto de los Randall, no me cabe duda, y también de algunas personas más. Fingid estar enfadadas conmigo, y si alguien os pregunta, por favor, decidle que Theron está encerrado con vosotras en la casa de la Ribera, hirviendo de rabia y planeando su venganza. Os manda todo su cariño, al igual que yo.
Jessica