Dos días después de su visita a lord Theron Campion en la Ribera, lord Nicholas Galing se hallaba preso de las dudas. Tras una mañana infructuosa deambulando por su estudio, rememorando lo que le había dicho a lord Theron y lo que éste había respondido, Nicholas se puso un abrigo de color verde hoja y se dirigió al hogar de lord Filisand.
Pese al tiempo radiante y apacible, en las atestadas habitaciones de lord Filisand no faltaba la compañía. La primavera traía a la ciudad no sólo hojas desplegadas y flores en los jardines de la Colina, sino también las sesiones de primavera y las reuniones conjuntas del Consejo de los Lores y los magistrados de la Ciudad. Mientras Nicholas sorteaba los corrillos que poblaban el salón más espacioso, oyó retazos de discusiones sobre impuestos, sobre el monopolio del cuero, sobre las objeciones de los comerciantes fluviales a las nuevas tarifas de almacenamiento; temas pueriles para quien surcaba las olas de la traición y la intriga.
—Ahí estás, Galing. —Era lord Condell, ágil y grácil como un gato, con horquillas de zafiro en el sedoso cabello rubio. Le dio un golpecito en la muñeca a Nicholas con el abanico—. ¿Te has enterado de lo último? La bastarda de Tremontaine ha vuelto a la ciudad: Jessica, la dama pirata.
A Nicholas le hubiera encantado dejarlo sin habla anunciando que acababa de hablar con la señora, pero se impuso la discreción.
—¡No! —exclamó, todo educada incredulidad—. ¿Dónde se queda? No será en la mansión Tremontaine, me imagino.
—Ahí está la cosa —dijo Condell—. Ha alquilado una casa… una casona respetable… en la calle Alban, en la Colina Baja.
—¿No será la Torre de lady Caroline?
—La misma. Salón de baile, conservatorio, establos y todo. ¿Qué opinas de eso, eh?
Nicholas le hizo una señal a un lacayo que portaba una bandeja, eligió un canutillo de hoja verde y le dio un mordisco. Se tramaba algo. Hacía dos días, Jessica parecía sentirse como en casa en la Ribera. ¿Habría discutido con lady Sophia?
—Todo el mundo sabe que la duquesa Katherine y ella no se pueden ni ver —estaba diciendo Condell—. Hazme caso, seguro que esto es una treta para martirizar a la pobre mujer.
Nicholas tragó.
—O puede que sencillamente haya decidido regresar a casa y sentar la cabeza —repuso Nicholas con un ronroneo aburrido—. Me imagino que la piratería, si es eso a lo que se dedica, es cosa de hombres… er, mujeres… más jóvenes.
Condell abrió su abanico de golpe.
—¿Están buenos?
—¿Qué? Ah, los rollitos de lechuga. —Nicholas cogió otro y se lo ofreció—. Tiernos y frescos… la encarnación de la primavera, de hecho. Prueba uno.
Condell escudriñó con suspicacia el crujiente tubo verde.
—Prefiero la comida cocinada —dijo—. Comercia con obras de arte: figuritas de Elysia y tapices de Ardith… cosas así. Tiene un barco, navega por todas partes, con una tripulación de mujeres, dicen. Una auténtica virago. No me la imagino sentando la cabeza.
—En fin —dijo Nicholas, asqueado ya de tanto Campion—, el tiempo lo dirá. Mientras tanto, ¿qué opinas del nuevo protegido de Filisand? ¿Crees que lo está preparando para trabajar en el equipo de la Creciente?
Esa misma semana, lord Nicholas Galing regresó a casa después de ver a su sastre para encontrarse un gran sobre cuadrado, dirigido a él con elaborada caligrafía secretarial, que lo aguardaba en cremoso esplendor encima de la mesa de su vestíbulo. Al abrirlo, encontró una invitación de lady Jessica Campion, solicitando el placer de su compañía en una velada a celebrarse la noche siguiente. La ocasión era una muestra de pinturas de la artista Ysaud, que lady Jessica deseaba exhibir en su ciudad natal antes de llevárselas para que agraciaran la corte de un (anónimo) monarca extranjero.
Nicholas le dio la vuelta a la invitación. Al dorso se habían anotado las siguientes palabras: Te invito ante la insistencia de mi hermano, que me pide que te diga que tiene algo que darte. J. C.
Esperar a que llegue el momento de la prueba para el Pequeño Rey es uno de los mayores desafíos a los que debe hacer frente un brujo. En cierto modo, es una prueba tanto para el brujo como para el Pequeño Rey, donde se evalúa su habilidad a la hora
De interpretar las exigencias del tiempo, las aptitudes de su candidato y las necesidades de la tierra. Pues al final, la tierra elige al rey que necesita a su servicio.
Basil de Cloud pasó este tiempo de espera igual que lo habían pasado sus predecesores antes que él: estudiando. Era, se temía, un brujo débil, y estaba espantosamente mal preparado. No había tenido maestros que le enseñaran, colegas con los que disputar y discutir la teoría de las transformaciones, las señales proféticas, los misterios del bosque y el estanque. Lo único que tenía eran las voces del pasado, las voces de los muertos que le hablaban por medio de documentos, las leyendas e historias entre las que llevaba semanas viviendo. Éstas, y sus sueños, le daban una pista sobre lo que debía hacer para reanimar a la tierra.
Entre todas sus preguntas, algunos hechos estaban claros. La Caída había purgado la tierra de falsos reyes, de magia falsa. Los sueños de Basil eran de una época anterior: del bosque y el cuchillo, de la piel de oso y la copa, del venado y la cacería. El libro le hablaba cada vez con más nitidez, diciéndole qué hacer. Era el heredero de lo que había perdido la tierra. Si Theron estaba loco, todo estaba en orden. Todos los reyes de verdad estaban locos. Si Basil se aplicaba a sus estudios, podría obtener el conocimiento final para controlar a este Pequeño Rey. Juntos, completarían el círculo y renovarían la antigua promesa.
Entre tanto tenía un libro que escribir, un debate en el que participar, un desafío que mantener. No temía a Roger Crabbe; Crabbe era como los magos falsos que él mismo se imaginaba: implacable, ambicioso y carente de toda verdad. Crabbe era un charlatán. Basil tenía todas las pruebas de magia real que necesitaba, en su poder y en el Libro del brujo del rey. Pero el libro era demasiado valioso como para exhibirlo ante una turba de escépticos boquiabiertos. Les ocultaría a sus compañeros aquello en lo que se había convertido mientras le fuera posible; presentaría la verdad en un idioma que pudieran entender, el idioma de la lógica y la erudición. Cuando lo cubrieran de halagos, cuando le otorgaran los honores… entonces podría sentarse en lugar seguro e imprimir lo que sabía en el tejido de la realidad. Quizá ni siquiera supieran lo que estaba haciendo. Pero él sí, y también la tierra. Y Theron, su falso amante verdadero, Theron lo sabría sin lugar a dudas.
De modo que estaba sentado en los archivos a altas horas de la madrugada, mucho después de que el bibliotecario, que era anciano y confiado, lo hubiera dejado a solas con instrucciones de cerrar al salir cuando hubiera acabado y dejar la llave encima de la puerta. El libro yacía abierto ante él. Lo había traído por un motivo, y lo abrió por segunda vez en Un fechizo para descubrir verdades ocultas. Al pronunciarlo, Basil sintió lo débil y vacilante que había sido su primer intento. Seguía sin comprender las palabras, pero al pronunciarlas, reverberaban en sus huesos y resonaban en su corazón, una parte de él íntima y querida.
Cuando hubo acabado, se levantó y recorrió uno de los estrechos pasillos que dividían las largas hileras de estanterías. Alargó la mano y encontró una sencilla caja de madera, sujeta con cinta negra y muy sucia. Dentro de la caja amarilleaban unos
Documentos apilados y atados. Databan de la época del último rey, cartas a un bibliotecario de la Universidad, un tal Carrington. La mayoría de ellas versaban sobre asuntos de sumo interés para un estudioso de la historia de la Universidad durante los últimos años de la monarquía, pero a Basil no le servían de nada. Salvo uno.
Lo supo nada más ponerle la mano encima, antes de desdoblar sus quebradizas páginas amarillentas y escudriñar la letra picuda y arcaica. Miro la firma de soslayo, la leyó entera, con el corazón galopando cada vez más aprisa conforme sus ojos volaban sobre aquel texto glorioso, irrefutable. Ésta era la prueba que necesitaba. Lo único que tenía que hacer era presentarse ante los gobernadores y los doctores, los pares y estudiosos de la Universidad, y mostrarles esta carta; Crabbe sería terminante y categóricamente silenciado antes incluso de que pudiera abrir la boca.
Basil de Cloud suspiró y volvió a doblar la carta. Hacer eso determinaría el resultado del debate de inmediato, pero haría muy poco por demostrar la superioridad de los métodos de De Cloud sobre los de Crabbe. También debía pensar en eso: no era sólo un brujo en ciernes, era un doctor universitario cuyas habilidades deberían bastar por sí solas. Ansiaba poner a prueba la muralla de erudición que había erigido a lo largo de las últimas semanas contra las rocas académicas que Crabbe se disponía a arrojarle. Quería ganar; pero quería hacerlo gracias a sus dotes de persuasión y oratoria.
Bruscamente, se guardó la carta en la manga de su túnica y volvió a dejar los demás papeles con cuidado en su cofre de madera. Un debate que termina antes de empezar no es debate. Presentaría sus argumentos tal y como los había diseñado. Si Crabbe hallaba la manera de refutarlos, lo derrotaría con esa carta y ganaría el debate y la cátedra de Horn de un solo movimiento definitivo.
Cuando Basil estiró el brazo para depositar la llave de la biblioteca encima del marco de la puerta, el libro, grávido en su manga, le golpeó el pecho. ¿Qué más daba la cátedra de Horn? ¿Qué importancia tenía el debate, salvo como preludio de la vinculación del rey y el despertar de la tierra? Pero Basil había sido estudioso antes que brujo, y para el erudito que habitaba en su interior, el debate era importante. Tenía razón, siempre la había tenido, y les debía a los hombres que lo seguían, a los hombres que esperaban de él que los condujera por nuevos caminos en la escrupulosa búsqueda de la verdad, demostrarles que estaba en lo cierto. El libro no cambiaba eso. Y así la tierra despertaría a un mundo de hombres que veían las cosas con claridad, que confiaban en su propia inteligencia, sus habilidades de razonamiento y observación. Sería un mundo nuevo.