Capítulo III

Cuando lord Nicholas Galing fue a visitar a lord Theron Campion, se vistió como si fuera a coquetear con él, de lana de color amatista muy ceñida a su figura, con un chaleco bordado con nenúfares y una cornalina engarzada en los discretos fruncidos de su garganta. Imitando el severo estilo académico, se había apartado los aceitados rizos oscuros del rostro con horquillas de oro y se había puesto una capa parecida a una toga en vez de su acostumbrado abrigo. Metió dos de los dibujos de Ysaud en una carpeta de cuero, buscó una silla y pagó a los porteadores la exorbitante suma que pedían por llevarlo al otro lado del Puente, a la casa de la Ribera.

Se sentía agradablemente excitado, como un sabueso a la vista de su presa. Manipularía a lord Theron, le mostraría los dibujos de Ysaud si hacía falta, definiría las líneas difusas que lo rodeaban. Nada de grandes escándalos: tan sólo dos hombres en una habitación, dejando las cosas claras. El chico era listo, pero no sutil. Para alguien que estaba acostumbrado a vérselas con Arlen, debería resultar tan sencillo como una partida de damas.

El primer obstáculo para el admirable plan de Galing fue el mayordomo de lady Campion, quien le informó de que lord Theron no recibía visitas en esos momentos.

—¿Ha salido? —preguntó agradablemente Galing—. En tal caso, podría esperar.

—Oh, no, está en casa. Es sólo que no recibe visitas.

—¿Tal vez podrías preguntar? Soy lord Nicholas Galing.

El mayordomo lo miró entornando los ojos. Puesto que la gran cicatriz que le cruzaba la cara desde la sien hasta la barbilla pasaba por su párpado izquierdo, su gesto resultaba en verdad temible, pero Nicholas no se dejó amilanar. Su obstinación pareció impresionar al sirviente, que dijo:

—Bueno, no sé. Acompáñeme a ver a su señoría, y veamos qué dice ella al respecto.

Nicholas dejó su capa encima de una silla, encajó la funda de cuero bajo su brazo, y siguió al mayordomo por una serie de corredores que abarcaba toda una gama de estilos arquitectónicos y ornamentales. Era la primera vez que pisaba la casa de la Ribera, aunque había oído las historias. Al verla ahora, costaba creer en los legendarios bailes de máscaras, las orgiásticas fiestas de juegos y las salvajes travesuras de la época del antiguo duque. Estas habitaciones parecían respetables y

Cómodas, acogedoras incluso, con sus elegantes alfombras oscuras y sus tapices con motivos florales, sus mullidos sofás y sus mesas cubiertas de objetos bonitos. Nicholas se preguntó si la duquesa no lo habría redecorado todo.

—Se ha fijado usted en mi cara —comentó el mayordomo mientras abría el camino subiendo por una escalera empinada hasta un estrecho rellano con una puerta a cada lado.

Nicholas murmuró sus disculpas.

—Es digno de atención. Su señoría hizo un bonito trabajo. Beau Dartwell casi me saca el ojo, pero ella volvió a coserlo, como el botón de una camisa, como nuevo. Y me contrató como mayordomo cuando el viejo Leverre se fue a criar malvas. Haría lo que fuera por su señoría, eso es un hecho. —Le lanzó una mirada de advertencia a Nicholas y llamó a una de las puertas, la abrió, y dijo—: Lord no sé quién, milady, que ha venido a ver a lord Theron. Me quedaré cerca por si desea echarlo a la calle.

Galing cruzó el umbral con la mejor de sus sonrisas sociales pintada en los labios a tiempo de oír una voz femenina que decía:

—Davy, me siento insultada. ¿No me crees capaz de defender a lady Sophia de un señorito de ciudad?

La voz pertenecía a una de las dos mujeres que ocupaban la agradable estancia bañada por el sol, la que estaba repantigada en el sofá, tan fuera de lugar como un loro en un jardín de finas hierbas. Llevaba el cabello teñido de un rojo llameante, tenía el rostro huesudo y tostado por el sol, sus ropas eran moradas, escarlatas y turquesas, de estilo o género irreconocible. Sonreía a Galing con franca curiosidad.

Consciente de haberse quedado mirándola fijamente a su vez, Galing asintió sucintamente y se volvió hacia lady Sophia, que estaba sentada delante de un gran escritorio atestado junto a la ventana salediza.

—Qué mala —dijo, con afectuosa compostura, y presentó a la colorida mujer como lady Jessica Campion—. ¿Y usted es, caballero?

Galing hizo una honda reverencia.

—Lord Nicholas Galing, para serviros en todo, lady Sophia, lady Jessica.

La pintoresca mujer se rió con un resoplido.

—Qué bonito —dijo—. Me muero de ganas por ver qué dice a continuación.

Tras su sonrisa, Nicholas estaba enviando esta extravagante familia al completo al fondo del séptimo infierno, matones y marimachos incluidos.

Lady Sophia pareció reparar en su incomodidad.

—Chis, Jessie, cariño; estás violentando a nuestro huésped. Davy, puedes irte. Tocaré la campana si te necesito.

El escarificado mayordomo encogió sus hombros como rocas.

—Es su funeral, milady —dijo lúgubremente, y cerró la puerta a su espalda de un manotazo ostentoso.

—Ahora, lord Nicholas, pase, siéntese y dígame qué lo trae a ver a mi hijo.

Nicholas no estaba acostumbrado a tanta franqueza, y menos proveniente de una mujer. Se tomó un momento para buscar una silla, miró a lady Jessica fugazmente de reojo, y dijo:

—Es un asunto privado, sólo para sus oídos.

—Porque —prosiguió lady Sophia, como si Galing no hubiera dicho nada— si se trata de negocios, o de dinero que le debe, deberá hablar conmigo o con Marcus Ffoliot. Mi hijo todavía es menor de edad.

—No se trata de negocios. Tuve el placer de conocer a lord Theron en casa de los Randall el día de su compromiso. Descubrimos que teníamos algunos intereses en común. De hecho, iba a asistir al teatro en mi fiesta. Pero oí que había estado enfermo. —Nicholas alargó la carpeta de cuero—. Le he traído un obsequio que pensé que podría distraerlo.

—Oh, ¿en serio? —Lady Jessica alargó un brazo desde el sofá—. ¿Arte? Se podría decir que soy una experta. A verlo.

Nicholas se abrazó con fuerza a la carpeta.

—Con su permiso… Dudo que sea del agrado de una dama.

—Ay, cielos —suspiró Sophia.

—Obscenidades —dijo Jessica—. Bueno, ¿por qué no? Aunque dudo que usted y él tengan tantas cosas en común como piensa. ¿Qué obra, por cierto?

—La emperatriz. ¿La conoce?

—Cómo no. Mi madre creó el papel.

—Tierra santa —exclamó de manera poco elegante Nicholas—. La Rosa Negra.

Y ésta era su hija: el retoño bastardo del antiguo duque y su amante la actriz. «Lady». Jessica únicamente por cortesía. Los habituales de lord Filisand se sentirían fascinados cuando supieran que estaba en la ciudad.

—Precisamente —dijo Jessica, divertida—. Me sorprende que haya oído hablar de ella.

Nicholas sonrió.

—Fue la actriz más grande de su época, con un corazón digno de su genio.

—Bonito rescate —dijo Jessica—. Pero no ha venido usted hasta aquí para hablar de mi madre.

Nicholas lamentó el hecho de que ya no se considerara aceptable desafiar a duelo a una mujer. El rictus de los alargados labios de Jessica sugería que sabía

Precisamente lo que estaba pensando. Se obligó a sonreír a su vez y se volvió hacia su anfitriona.

—¿Tengo su permiso para ver a lord Theron? Sólo un momento, naturalmente: no deseo fatigarlo.

Lady Sophia no respondió de inmediato, sino que estudió a Nicholas. Era parecido a los intentos de lord Arlen por ponerlo nervioso, sólo que curiosamente impersonal, como si Nicholas fuera un problema a resolver. Soportó su escrutinio con paciencia, aprovechando la ocasión para estudiar a la madre de Theron Campion a su vez. Era atractiva a su manera morena y extranjera, sencillo pero bien cortado su vestido negro, con la tupida cabellera trenzada sin florituras alrededor de la cabeza. Su única joya era el gigantesco rubí que le cubría la primera falange del índice como un ascua al rojo. Sus ojos negros eran directos y serenos.

—Muy bien —dijo, al cabo—. Quizá agradezca la compañía. Pero está extenuado. ¿Lo entiende usted?

Nicholas asintió con la cabeza.

—Será sólo un momento. Su preocupación por él la honra.

—Bah —dijo Sophia, y sonrió de repente, aumentando el parecido con su hijo—. Soy su madre, y médico, y dicen que me preocupo demasiado. Pero no tanto como Davy el Taimado, quien opina que se nos debe proteger del mundo. —Levantó la voz—: ¡Davy! Ya puedes pasar. —La puerta se abrió con sospechosa rapidez—. Davy, ten la amabilidad de llevar a este caballero a uno de los salones y dile a lord Theron que vaya a verlo. Y, por favor, no te quedes escuchando en la puerta. A mí me da igual, pero lord Theron tiene derecho a su intimidad.

Lady Jessica se desovilló del sofá y se sacudió el vestido para alisarlo. Llevaba puesto un chaleco vaporoso sobre una camisa larga y pantalones holgados… Nicholas no había visto nunca nada parecido, en hombre o mujer.

—Bonito, ¿verdad? —dijo jovialmente Jessica—. Diseño propio. Apartaré la tentación del camino de Davy, e iré a buscar a Theron personalmente. —Sonrió al mayordomo—. Deja a su señoría en el Gabinete Falso, ¿quieres, Davy? Y luego ver a hacerle arrumacos a Helen. Esta mañana he visto cómo le guiñaba un ojo el carnicero. —Cuando Davy soltó un gruñido, Jessica se rió y cruzó la puerta a paso vivo.

Nicholas se levantó y se inclinó puntillosamente sobre la mano de su anfitriona. Era fuerte, cuadrada y áspera; la mano de una granjera, salvo por el rubí. Se dio cuenta de que le caía bien. Esta casa está llena de sorpresas, pensó Nicholas, y giró sobre los talones para seguir a Davy.

Era fácil perderse en el edificio. En cualquier otra ocasión, Nicholas se hubiera sentido fascinado por su complejidad, pero esta mañana estaba sencillamente impaciente por comenzar lo que prometía ser una entrevista interesante. Davy lo condujo finalmente a una pequeña habitación y le recomendó con amabilidad que se

Pusiera cómodo, pues no había forma de saber dónde podría haberse metido su señoría.

Lord Nicholas asintió y se sirvió una manzana de una gran fuente de fruta. Cuando resultó ser de cera, intentó coger un libro de las estanterías contiguas a la chimenea. Los lomos falsos ocultaban un gabinete, supuso, con un pestillo oculto. Intrigado, toqueteó y manoseó, pero pronto perdió la paciencia. Un ramo de violetas estaba hecho de esmalte, igual que la taza de porcelana que lo sostenía. La caja de malaquita que había encima de la repisa de la chimenea era madera pintada, y la piel de leopardo echada sobre el respaldo de una silla era terciopelo estampado sin esquilar. Acababa de apartar unas cortinas impresas para parecer de muaré para revelar un cuadro tan grande como una ventana de un jardín en pleno verano cuando se abrió la puerta y lord Theron Campion entró en la sala.

Parecía nervioso. Hacía bien, pensó Nicholas mientras ensayaba una reverencia y silabeaba los cumplidos iniciales de rigor. Campion no participó en la pavana verbal, sino que se limitó a saludar con un cabeceo nervioso. Tampoco pasó directamente a la habitación, sino que se quedó aferrado al pomo de la puerta, listo para salir corriendo.

—Qué cuarto tan extraordinario —dijo Galing tras un silencio incómodo—. En él nada es lo que parece.

Campion relajó el gesto.

—No. No lo es, ¿verdad? En tal caso, puedo pasar. —Soltó la manilla—. Mi hermana me ha dicho que he sido un grosero. —Esbozó una sonrisa encantadora—. Otra vez. Me olvidé de tu fiesta teatral. Perdóname.

Galing señaló la puerta abierta.

—¿No podríamos cerrar la puerta y discutirlo?

Los alargados ojos de Campion se abrieron como platos.

—No creo…

Una cabeza teñida apareció por encima del hombro del joven noble.

—Le diré a Davy que traiga vino o fruta si queréis —dijo con jovialidad lady Jessica—. Aquí todo es de cera y mármol.

Su voz sobresaltó a Campion, que se apartó de ella de un respingo y se quedó agarrado al respaldo de una silla, con la mirada desorbitada. Galing, que hubiera dado cualquier cosa por un vaso de vino, recordó la costumbre que tenía Davy de escuchar detrás de las puertas y dijo:

—No. Gracias.

—Bueno —dijo Jessica—. Que os divirtáis, chicos. —Y se fue, cerrando la puerta a su paso. Al oír la caída del pestillo, Campion se puso nervioso y alargó la mano para volver a abrirla.

—Déjala cerrada —espetó bruscamente Galing.

Campion giró en redondo, con los ojos como platos, boquiabierto, visiblemente presa del pánico. Extenuado, y tanto que sí, pensó Galing. Medio loco sería una descripción más exacta. ¿De culpa, tal vez?

—Te he traído algo. —Galing usó un tono calmo y pausado, la voz adecuada para tranquilizar a los caballos—. Un regalo. Aunque puede que no te guste. Es de naturaleza muy personal.

—Estoy prometido —respondió sin aliento Theron—. No estoy en disposición de aceptar un regalo de esas características.

—Os equivocáis conmigo, lord Theron. Es… ¿cómo decirlo? Una ofrenda. A vuestra juventud, vuestra belleza… y vuestra indiscreción.

—Mi…

El joven tenía la cabeza levantada, ensanchadas las ventanas de la nariz, la viva imagen del hombre con cabeza de ciervo de los cuadros de Ysaud. La imagen era tan potente que, sin querer, Galing dijo en voz alta: ¡Ah, ahora lo veo! Si que se las diste, después de todo.

—¿Qué? —preguntó desesperadamente Campion—. ¿Qué es lo que he dado, y a quién? El collar está pagado. No he hecho nada…

Era la abertura que Nicholas estaba buscando, si bien un poco pronto en la partida. Empero, aprovechó la ocasión y movió ficha.

—Ah, sí que habéis hecho algo, señor. Habéis hecho muchas cosas este invierno, con quién sabe qué más por venir.

Theron estaba arrinconado contra la pared. Intentó adoptar un aire altanero, consiguiendo tan sólo parecer despavorido.

—Me confundís con otro, señor, u os equivocáis en cualquier caso.

—¿Sí? Escuchadme, señor, y decidme hasta qué punto me equivoco. —Era potente, el miedo del joven; podía olerlo en el aire, y supo que se había tropezado con algo crucial, algo oculto, un secreto que Campion creía que nadie más debía conocer. El terror que le inspiraba su posible descubrimiento era palpable; puede que, como la mayoría de los criminales, se sintiera aliviado al librarse de él.

—Ya sé muchas cosas —dijo en tono razonable Nicholas—. Desde mediados de invierno, han estado produciéndose una serie de incidentes en la ciudad: una cacería, un escándalo, un desafío. Y creo que tú eres el meollo de la cuestión.

Ante la palabra «cacería», Campion echó la cabeza hacia atrás y se quedó muy quieto.

—Sé lo de los compañeros del rey. Sé lo de tu amante en la Universidad. Sé lo de sus incautas clases, y lo del peculiar entusiasmo de quienes caen bajo su hechizo. ¿Es

Ésa vuestra excusa, milord? ¿Son sus insidiosas enseñanzas las que os han apartado del buen camino?

El muchacho entornó los párpados.

—Largo. Sal de esta casa.

—Oh, nada de eso; todavía no. No sin darte mi regalito.

Galing desató los cordones de la carpeta de cuero y sacó dos de los dibujos de Ysaud. En uno de ellos se veía a Campion tendido de espaldas con un brazo doblado sobre la cabeza y el otro atravesado sobre la parra tatuada en su pecho, imitando la curva relajada de sus piernas y su sexo. En el otro, estaba sentado, rampante y hambriento, alargando los brazos hacia el espectador en actitud implorante.

Campion observó transfigurado estas imágenes vivas de su obsesión por Ysaud, con la sangre aflorando a sus mejillas chupadas.

—No me acuerdo de esto. Yo no he posado para estos dibujos.

—Pero lo cierto es que sí lo hicisteis, milord… Durante meses, según tengo entendido. La dama tiene un ojo muy rápido.

—Son privados. Estudios para los cuadros.

—Sí, la serie del ciervo. Un trabajo magnífico. Los admiré profundamente. He oído que se dispone a exhibirlos muy pronto —añadió en aras del dramatismo.

—Me prometió que nadie sabría jamás de quién eran.

Y así es, nadie lo sabrá… a menos que hayan visto los bocetos.

Veloz como el pensamiento, Theron los arrebató de manos de Nicholas, los rompió en dos y tiró los pedazos al fuego.

Pero tampoco las llamas eran reales. Las caderas y el semblante anhelante de Campion yacían obscenamente contorsionados en las brillantes ascuas pintadas.

—Tampoco serviría de nada —dijo Galing—. Tengo más.

Los labios de Campion se separaron en un No mudo.

—Veo que este hecho te incomoda. Es comprensible. Al fin y al cabo, ¿qué me impide ofrecerle algunos a lady Genevieve como regalo de bodas?

Campion clavó la mirada brillante, desorbitada, en el rostro de Nicholas.

—¿Por qué? —susurró.

—¿Por qué? —Nicholas se encogió de hombros—. Lo haría para impedir la alianza de una noble con un traidor que pretende destruir todo lo que nos es querido.

—Yo no soy un traidor.

—¿Entonces qué eres? ¿Un pendenciero y un puto? ¿Un hombre que siempre se las apaña para estar justo donde un nido de traidores habla de reyes y antiguos

Derechos? Y si triunfan, ¿quién será rey entonces, milord? ¿El hijo de un campesino norteño, un escribano desgarbado con los dedos azules y manchas de tinta? ¿O el descendiente del último rey, el noble heredero de Tremontaine?

Galing se enjugó la frente. Era el discurso que todavía soñaba con pronunciar delante de Arlen, la verdadera visión que tenía de cómo encajaban las piezas. Era una bendición poder decírselo a alguien, alguien que conocía la verdad igual que él.

—Estás loco —dijo Theron.

—Ésa —repuso Galing— sí que es buena, viniendo de ti. Tiemblas de tal modo que apenas te tienes en pie. Dime qué es lo que sabes.

Con ostentación, se sentó en una silla que parecía de piedra, indicándole a Campion que ocupara su compañera. En vez de eso, Theron se acercó a la estantería de libros falsos y tiró de un lomo titulado Vinos del sur. Los estantes se abrieron a una colección de botellas. Se sirvió un whisky, sin ofrecerle nada a Nicholas. Pero éste vio que tampoco se bebía su vaso.

—Mira —dijo en tono conciliador Galing—, eres joven. La juventud tiene sus placeres. Y sus entusiasmos. No quiero arruinar tu matrimonio. Ni tu futuro. De hecho, pretendo facilitar una resolución feliz para ambos. Si me confiesas el complot, me encargaré de que nadie relacione nunca tu nombre con él. Te doy mi palabra.

—No hay ningún complot.

—Lo hay. Lo sé. Si fueras un hombre corriente, haría que te metieran en el Tajo y te torturaran hasta que confesases. Así las cosas… —Nicholas le dio unos golpecitos al portafolio—. Lo más probable es que te arranque los colmillos y te deje desdentado, sin novia y en ridículo delante de toda la ciudad. Luego podrás buscar tu trono donde encuentres a alguien que no se tronche de risa con tus cuernos, tus pezuñas y tus considerablemente extensas decoraciones corporales.

Campion empujó la silla hacia atrás con las dos manos, se frotó las sienes como si le dolieran y agachó la cabeza, moviéndola de uno a otro lado. El efecto era perturbador.

—¿Qué debo hacer? ¿Cómo demostrarte que digo la verdad?

—Escribe —dijo Galing—. Quiero que lo confieses todo: tus tratos con los compañeros del rey, tu relación con De Cloud, quiénes son tus aliados y qué esperan de ti. Proporcióname un informe detallado, sin omitir tu papel en todo esto. Cuando lo tenga en mi poder, los bocetos pasarán al tuyo. No antes.

—Ysaud —dijo con desconsuelo el muchacho—. ¿Te los dio ella?

Galing casi sentía pena por él. Era una criatura patética, después de todo, indigna de cargar con las esperanzas de ninguna rebelión.

—Sólo por capricho —dijo con desdén—. No te jugará la misma mala pasada dos veces, no temas. Yo soy el único que lo sabe; y, si demuestras ser un buen amigo de la

Ciudad, seguiré siéndolo. Podrás casarte con tu amor, y heredar tu ducado. Te sentarás incluso en el Consejo y disfrutarás de reuniones sociales y de los veranos en tus haciendas del campo. La mayoría de la gente no le pondría pegas a semejante destino.

—Márchate, por favor —dijo el muchacho—. No soporto tu olor.

—Gracias —respondió Galing—. Ha sido un placer.

Por mera diversión, Jessica Campion estaba tasando los tapices de la habitación de su padre. No había vuelto a entrar en ella desde que lo asistiera en su lecho de muerte, y quería ver si eran tan buenos como los recordaba, o si la ocasión había propiciado que los sobrestimara.

Recordaba haber contemplado fijamente las imágenes tejidas mientras el viejo duque y ella jugaban al ajedrez; a veces él se quedaba dormido, y ella permanecía pacientemente sentada, haciendo inventario en silencio, poniendo a prueba sus incipientes conocimientos sobre las mercancías del mundo: los cuadros y las finas telas, las tallas y la plata que amueblaban el cuarto. Sí, sin lugar a dudas —inspeccionó el dorso— los tapices eran obra de Ardith, de uno de los grandes estudios. Tenía un cliente que seguramente los querría, si Sophia accedía a vender. Jessica soltó un bufido. De ninguna de las maneras. Aquella habitación era un altar dedicado al difunto duque. Sophia probablemente vendería su último vestido y se vestiría con los tapices antes de separarse de uno solo de ellos.

La casa de la Ribera le ponía los pelos de punta, no porque su padre hubiera fallecido allí, sino porque se había criado en ella. Naturalmente, el duque no vivía en ella entonces. Se había ido poco después de su nacimiento, refugiado en la isla de Kyros con uno de sus famosos amantes. Los recordaba a los dos juntos, en la casa blanca sobre el mar azul, el verano que había ido de visita. Tenía ocho años. El duque quería ver a su hija. La duquesa Katherine la había enviado con su niñera, que había hecho muy buenas migas con los marineros. Jessica se había encaramado a las jarcias, y los hombres decían que había nacido para ello. Fue en aquel preciso momento cuando decidió que algún día poseería su propio barco. Así se lo dijo a Marcus al regresar, y así se lo recordó cuando cumplió los dieciséis años y llegó la hora de hablar de dotes.

—No quiero un marido —dijo—, y nunca lo querré. Katherine no tiene ninguno; ¿por qué debería tenerlo yo?

Característicamente franca, Katherine respondió:

—Porque la ciudad no va a tolerar que te beneficies a sus hijas durante los próximos cincuenta años. Te ofrecemos sentar la cabeza ahora, antes de que

Provoques un escándalo tal que ni siquiera el dinero pueda abrirte las puertas de una familia decente.

A Jessica no le gustaba recordar exactamente lo que había dicho luego; había sido grosera, en absoluto refinada. Desde entonces había aprendido mucho sobre cómo conseguir que la gente hiciera lo que quería. Pero el resultado fue que abandonó la ciudad en el barco de otra persona, con inversiones en la mercancía y un puñado de baratijas que vender en el extranjero; baratijas que esperaba que Katherine no echara nunca de menos. Siempre había pensado que algún día recalaría en Kyros, para ver cómo le iban las cosas al viejo. Pero nunca había logrado poner rumbo en esa dirección. Lo cierto era que la isla ofrecía poco más aparte de miel, ruinas, cabras y aceitunas.

Volvería a ver a su padre en su hogar de la Ribera, en cualquier caso, postrado en su habitación, transparente por culpa de la enfermedad, fácilmente aburrido, con la lengua igual de afilada, no obstante, el terror de sus médicos. Ella tenía veinte años, la edad actual de Theron, casi. Se preguntó qué habría pensado el antiguo duque de su hijo. Era extraño que no se hubieran visto nunca, ni siquiera una vez. Pero así eran los hombres; los hombres y la muerte, reflexionó, para ser justos.

Allí estaba el espadachín de marfil que le había traído a su padre, todavía encima del baúl junto a la cama. Lo cogió, y en ese momento entró Theron.

Bueno, no entró, exactamente. Irrumpió. Arrolló.

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

Jessica se limitó a quedarse mirándolo. Solía dar resultado.

—¡Te he estado buscando por toda la casa! Davy me dijo que no habías salido.

—Y así es. ¿O es que esta habitación está en la calle?

Con una de sus peculiares cambios de humor, Theron se fijó en el marfil que Jessica tenía en la mano y dijo jovialmente:

—¡Ah! ¿Aumentando tu botín?

—Theron, siéntate. O dejar de pasearte de un lado para otro, por lo menos. Tienes mi permiso para contar la plata cuando me vaya, pero hazme el favor de esperar hasta entonces, ¿de acuerdo?

Theron se detuvo en seco y dijo, desconcertado:

—¿Qué?

Jessica no acertaba a entenderlo. Sophia decía que eran los nervios típicos previos a la boda, que era muy excitable. Sophia, evidentemente, no sabía nada del incidente con los cuchillos en el patio de la curtiduría. Jessica estaba reservando esa información por si resultaba serle útil más adelante. Conociendo a Theron, probablemente había más de donde veía ésa. Después de todo, era un Campion.

—Da igual —dijo—. Sólo dime qué… ¡Oh! —Pensó cuidadosamente. Empezó a dibujarse una pauta—. Ha sido ese hombre, ¿verdad? Qué estúpida he sido. El que se acaba de ir… Galing, ¿no? Te ha dicho algo, ha hecho algo para ponerte nervioso… Los dibujos, ¿verdad? ¿Los guarros? Te enseñó… No, espera, no me necesitarías para eso. De modo que debían de ser… Oh, no. Oh, Theron, no.

—¿No, qué?

—No, dime que no has posado para unos cuadros guarros que ahora Galing tiene en su poder e intenta chantajearte con ellos.

Con los ojos abiertos como platos, como un niño, Theron asintió.

—Pero no… no exactamente. Quiero decir, no ha sido así exactamente. —Le habló de Ysaud. A mitad de la historia, Jessica se empezó a reír. Furioso, Theron se abrió el cuello de golpe y le enseñó las hojas tatuadas en su piel. Allí, en esa habitación, eso hizo que se volviera más seria.

—No deberías haber permitido que nadie te marcara de esa manera —dijo—. A ti no, Theron.

—¿No te parece bonito? —preguntó él, desafiante—. Es una gran artista.

—Así se marca a los esclavos —dijo lúgubremente su hermana—. He estado en lugares donde se marca a los esclavos con imágenes grabadas en la piel, como propiedad de otras personas. —Theron levantó la cabeza, la sacudió como si quisiera quitarse una brida de encima—. Está bien, es la estupidez de la juventud; gracias al cielo que ninguna de las mías me dejó marcas visibles. Comprendo lo de la artista. Ahora, ¿qué quiere Galing?

Theron se arrebujó en su chaqueta.

—Quiere que confiese que soy un traidor.

Jessica suspiró.

—Has estado ocupado. Con el niño tan bueno que eras.

—¡Pero es que es mentira! —exclamó el niño bueno—. Se ha presentado aquí con una disparatada historia de conspiraciones, la Universidad, la monarquía… Ay, Jess. —Por primera vez desde que entrara en el cuarto, Theron la miró con los ojos claros, directamente, como si la reconociera por fin—. No sé qué hacer.

—Eso de la traición parece serio, Theron. Habla con Katherine.

—¡No! —Sacudió la cabeza violentamente y arañó incluso el suelo con un pie—. No, no debe enterarse. Seguramente lo creería a él, no a mí. Ya ha estado mareándome, dirigiéndome de un lado para otro… Todo es culpa suya, la verdad. ¡Tenía que casarme para quitármela de encima! No creo que le importe con quién me case, siempre y cuando me haga parecer inofensivo y me saque de la ciudad durante una temporada. Así de mal están las cosas.

Su hermana asintió, comprensiva.

—Bueno, en tal caso, pensemos. Este tal Galing… ¿qué gana? ¿Dinero?

—No creo. No me ha pedido dinero. Quiero una confesión completa; un «informe», lo llamó.

—¿Por qué no te inventas cualquier cosa?

De nuevo, el violento cabeceo.

—No puedo: hay otros implicados. Personas de la Universidad a las que quiere que acuse.

—Un tipo adorable. Y si no haces lo que él dice, ¿enviará tus dibujos a los Randall?

—Eso ha dicho.

—Pues que lo haga.

—¿Cómo?

—Que lo haga. ¿A quién le importa?

—¡Imagínate el escándalo! Además, no soy ningún traidor, Jess. Esos hombres a los que quiere que acuse no han hecho nada. ¡No puedo permitir que este monstruo me imponga su voluntad! —Theron expulsó el aire por las ventanas de la nariz dilatadas, cabeceando otra vez de esa manera tan intranquilizadora—. Pensar que me tiene en sus manos… Pensar en él… oh, dios… mirándome, esos dibujos…

—Ahhh. —Jessica estudió a su hermano, el heredero de Tremontaine. Revelaba sus sentimientos más de lo que se imaginaba; siempre lo había hecho. Pero, claro, siempre había habido alguien cerca para arroparlo en mantas calentitas al menor indicio de frió. Incluso ahora que había sido traicionado por su amante y por un noble, no parecía reconocer que la traición fuera una condición humana. Seguramente tampoco era tan inocente como proclamaba. Algo debía de haber hecho para provocar tanto a Katherine como a Galing. Si lo ayudaba, estaría contribuyendo a perpetuar su ilusión: que se podían rectificar los errores; que la gente era bondadosa; que siempre lo querrían.

Y estaría en deuda con ella. Bueno, ése era su problema. En cuanto a ella, Jessica estaba empezando a divisar un negocio sumamente suculento, divertido, tal vez ventajoso incluso. Dijo:

—¿Qué quieres que haga?

—Recuperar los bocetos de Galing, naturalmente.

—Pero has dicho que no quiere dinero.

Theron parecía confuso, tal y como ella se proponía. Delicadamente, insistió:

—Te has forjado una reputación a la hora de encontrar y adquirir obras de arte… mediante tus propias estratagemas.

—¿Robarlas? ¿A lord no sé quién Galing? —Se hizo la ofendida antes de claudicar—: Venga ya, Theron. Iría a pedirle más a Ysaud y ya está.

—Hay que encontrarlos todos, encontrarlos y quemarlos.

—Oh, no. Nada de eso. Compro arte, no lo destruyo. Se me ocurre algo mucho mejor. —Pero no dijo qué, tan sólo—: Será divertido. Y todo el mundo tendrá lo que quiere… menos Galing, por supuesto. Y… tal vez, los Randall. No puedo garantizarte a los Randall.

Cuando Theron no dijo nada, Jessica le cogió la barbilla y le volvió el rostro hacia ella.

—Theron. ¿Comprendes lo que te digo? Me has pedido ayuda, y te la voy a dar. Pero quizá te proporcione una ayuda que no sabes que necesitas. —Se lo quedó mirando largo rato. Sus ojos eran del mismo verde que los de él, como los de su padre en el retrato—. Di que sí, Theron. Di que lo entiendes y que aceptas mi ayuda… o de lo contrario las cosas se torcerán mucho entre nosotros.

—Lo entiendo —susurró el muchacho—. Pero no me avergüences, hermana.

—Te preocupas demasiado —dijo Jessica— por la vergüenza. Ésta es una ciudad muy, muy antigua, y la nuestra es una familia muy, muy vieja. Es como una gota de sangre en el océano, tu vergüenza: rápidamente absorbida y olvidada. Pero no te avergonzaré, si tú intentas no avergonzarte a ti mismo.

Jessica se vistió con esmero, escogiendo para ello colores vivos que resaltaban su piel leonada. Se trenzó una hebra de ojo de tigre en los rizos llameantes, se perfiló los ojos con polvillo negro y se adornó las orejas con oro. A continuación alquiló una silla que la llevara al hogar de la artista, Ysaud.

—Lady Jessica Campion de Tremontaine —se anunció ante el criado que abrió la puerta, e Ysaud no le hizo esperar mucho tiempo.

La pintora era menuda y perfecta, con rasgos proporcionados y ojos claros de pestañas oscuras. A Jessica se le hizo la boca agua.

—Hay tantos Tremontaine —dijo Ysaud—. ¿De qué agujero te has escapado tú?

—De uno muy especial. —Jessica sonrió—. Como descubrirás. He oído que tienes algunos cuadros de mi hermano Theron.

La artista hubo de echar la cabeza hacia atrás para ver la cara de Jessica.

—Te pareces a él. Un poco. Acércate a la luz. Eres mucho mayor. ¿Seguro que no eres su madre?

Jessica esbozó una sonrisa taimada.

—Seguro, segurísimo. —Sus rostros se rozaban casi. Los ojos de Ysaud repararon hasta en la última de las arrugas que había grabado el sol en la piel de Jessica, incluso la que le adornaba el fondo del labio superior.

—Dibujaría tu cara como un paisaje, me parece, todo picos, valles suaves y crestas inesperadas —dijo.

—He visto ese sitio, en algún lugar más allá del estrecho de Ardith. El viento era horroroso, pero es una tierra que bien merece la pena visitar.

—¿Sí? Estoy muy ocupada aquí.

—Dibujando gente. Lo sé. Déjame ver tus manos —dijo Jessica, e Ysaud le dio una—. Lo que pensaba. No cuidas de ellas como es debido. —Le acarició los dedos, uno por uno, desde la base hasta la yema, suavemente, con los suyos—. Una vez conocí a una mujer, una escultora… no hacía nada más que trabajar, con barro, polvo y mármol… y su piel, se secaba, y se agrietaba… justo aquí… —Marcó el punto con la lengua—. Apenas si podía sujetar su cincel. —Trazó la ruta hasta la muñeca—. Era muy triste.

La mano libre de Ysaud acarició la hebra de ojo de tigre, siguiéndola entre los rizos de Jessica.

—Evidentemente, deberías habérselo advertido antes.

—Es un error que me propongo corregir. —Jessica cogió la mano que estaba sosteniendo y la condujo al cuello alto de su blusa de seda, sujeta con cintas de bronce—. Tira —dijo.

—¿Qué saldrá de ahí?

—No mucho. Todavía faltan los botones.

Ysaud se rió, y tiró… y tiró un poco más, acercando los finos labios burlones a los suyos y pintándolos de carmesí con sus besos, tiñéndolos de bermellón oscuro a mordiscos.

—Llévame a tu estudio —la urgió Jessica.

—¿Por qué? —repuso la artista, divertida—. ¿Quieres ver mis cuadros?

—En absoluto —murmuró Jessica—. Quiero verte desnuda, donde trabajas.

—Yo quiero verte desnuda, en mi cama.

—Eso también podemos hacerlo. ¿Por qué no? Tenemos toda la noche por delante. A lo mejor también en una bonita mesa de cocina…

Jessica despertó entre sábanas de satén rosadas y el olor de cera quemada. Las velas rodeaban toda la cama. Ysaud estaba trazando sus sombras sobre su piel con la punta de un dedo, al que Jessica le pegó un bocado.

—Quieres los cuadros de Theron, ¿verdad? —dijo Ysaud.

—¿A ciegas? —se burló Jessica—. Sé que eres buena, pero es una inversión considerable.

—¿Verdad? —insistió la pintora.

—Por supuesto. Pero sólo por una noche.

—Eso es porque no tienes mucha resistencia.

—Oh, ¿de veras?

Cuando reanudaron la conversación, Jessica dijo con voz soñolienta:

—Theron no me mencionó nunca, ¿verdad? Claro que no. No sabías que tenía una hermana. Debes entender quién soy. La bastarda de la actriz. Tremontaine me odiaba. La duquesa se vio obligada a acogerme cuando era un bebé, para evitar el escándalo. Cuando empecé a causar demasiados problemas de jovencita, me mandó al extranjero, donde me las he apañado por mi cuenta lo mejor que he sabido. En veinte años, no me ha ido mal.

—Entonces, ¿qué haces aquí ahora?

—La boda. —Jessica esbozó una fina sonrisa—. Es su gran triunfo, verás. Su querido Theron, casado con la hija de un gran noble, padre de toda una nueva prole de legítimos herederos. Quieren que sea testigo.

—¿Y has acudido? Qué… dócil por tu parte.

—La boda —dijo Jessica, jugueteando con el ombligo de Ysaud— no será hasta dentro de unos meses.

—Lo que te deja tiempo de sobra para celebrar la futura felicidad de tu hermano… No, no pares.

—Lo que me deja tiempo de sobra para asegurarme la mía. Y aunque esto —besó un pezón sonrosado— me hace muy feliz, sin duda, el proyecto a largo plazo requiere un poco más de esfuerzo.

—Y mis cuadros.

—Entre otras cosas.

—¿Por venganza?

—Entre otras cosas.

Ysaud se rió por lo bajo, jadeó debido a las sensaciones que cabalgaban por todo su cuerpo, y se volvió a reír.

—En los cuadros —dijo— no se reconoce inmediatamente a lord Theron. No, en cualquier caso, con la ropa puesta.

—En tal caso tendré que convencerlo para que pose desnudo junto a tu preferido, ¿no te parece?

Ysaud volvió a estremecerse deliciosamente.

—No será necesario. Tengo bocetos de las pinturas que son inconfundibles.

—Ah, ésos me gustaría comprarlos. Conozco clientes en el extranjero que son coleccionistas.

—¿De obscenidades?

—Señora mía, de tu trabajo. ¿No te he dicho acaso cuánto lo admiro, cuán profundamente me honra estar en tu… presencia?

—Lo cierto es que no.

—Profunda… Profundamente…

La luz gris del amanecer se filtraba por las nueve ventanas altas del estudio de Ysaud.

—Son magníficos —dijo Jessica, contemplando los lienzos—. Podría venderlos con facilidad en Tabor o Elysia…

—Ojalá lo hicieras. —Ysaud apartó otra cubierta de tela—. Aquí no puedo venderlos; son demasiado incendiarios. Ya he recibido la visita de un espía del Consejo. Se puso todo excitado; tuve que comprarlo con unos pocos de éstos. —Hojeó el fajo de bocetos—. Te propongo un trato, Jessica: dame setenta y cinco reales por el lote, cuadros y todo, y podrás hacer lo que quieras con ellos.

—Que sean cincuenta.

Ysaud la miró.

—Necesito el dinero. Tú lo duplicarás sin problemas. No, llévatelos, véndelos en el extranjero, saca tajada, y yo me veré libre de todo este episodio, con dinero en la bolsa. Aunque los Campion seáis encantadores, también sois condenadamente conflictivos.

—Supongo que eso significa que ya puedo irme por hoy.

—Oh, y por el resto del año, creo. Eres un poco demasiado fuerte para mi sangre. Y ya tienes lo que viniste a buscar.

—Ha sido un placer —dijo Jessica Campion.

Salió silbando a la calle —un vicio deplorable, sin duda— y se dirigió a una taberna de la Ribera, el único lugar donde la hija del viejo duque de Tremontaine podía estar segura de disfrutar de un buen desayuno consistente sin que la molestaran, aunque luciera una ristra de ojos de tigre en la muñeca.

Jessica seguía teniendo miedo de Katherine, no obstante. Por eso consideró prudencial enviarle una carta:

Querida prima,

Una vez me pediste que volcara todo mi talento al servicio de la familia, y me negué. No me he arrepentido de mi decisión. Y te estoy agradecida por haberme proporcionado los medios necesarios para empezar una nueva vida. A lo largo de las próximas semanas pienso expresarte mi gratitud provocando un escándalo de considerables proporciones, que te producirá una vergüenza enorme. Pero todo será para bien al final. Te lo cuento ahora porque no quiero que sufras ni pienses que sería capaz realmente de haceros daño a ti, a Sophia ni a Theron. Parecerá que si lo soy, sin embargo, de modo que yo en tu lugar me iría al campo y no volvería hasta que todo haya pasado. Y, por cierto, necesito mucho dinero, 150 reales o así por ahora. Si fueras un cliente te pediría mucho más, pero esto lo hago por la familia y no obtendré beneficios inmediatos; es todo para cubrir gastos.

Mordisqueó la punta de la pluma, y por último escribió: Tu amante hija. Lo tachó. Katherine había sido como una madre para ella durante todo un día, antes de dejarla en manos de una serie de niñeras. Tu abnegada prima, Jessica.