Capítulo II

Algo iba mal, pensó Theron; adondequiera que iba, siempre había algo que salía mal. Todas las cosas que quería eran erróneas, y las quería con una ferocidad visceral. Quería a Genevieve por el solaz de su cuerpo, y porque pensaba que ella significaba que él no tendría que renunciar a nada; en vez de eso, había perdido lo que más valoraba. A Basil.

Guardaba un recuerdo borroso de alguna clase de discusión… Basil quería que fuera rey, eso era. Y él se había enfadado porque pensaba que Basil no entendía quién era realmente. Theron se recordaba como alguien independiente, erudito, pensador, poeta incluso: un hombre de gustos refinados. Pero ahora no era nada de eso. Basil tenía razón después de todo. Basil le había dicho a Theron la verdad sobre él una y otra vez: era su sangre, su sangre, y nada más que su sangre. Y Theron se había reído, discutido, ignorado sus palabras.

Pese al miedo que le inspiraba la Universidad, volvería con Basil, le daría la razón en todo y acabaría con este suplicio. Sería lo que Basil quisiera que fuese. Juntos copularían como venados en otoño; encontraría consuelo y alivio, aceptación y comprensión. La suya era sangre de reyes… Reyes locos, susurró una voz en su interior. ¿Estás listo, pequeño príncipe, para hacer lo que ellos tuvieron que hacer?

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó en voz alta, y el sonido de sus propias palabras lo sobresaltó.

Terence llamó a la puerta y entró:

—¿Sí, milord?

Hubo de recurrir a toda su fuerza de voluntad para no tirarle algo a su criado.

—No pases —dijo con aspereza— a menos que yo te dé permiso.

—Me pareció oír que me decía algo, señor —dijo pacientemente Terence.

—He dicho algo, pero no para ti. Vete.

—Con el debido respeto, señor…

—¿Cómo puedes respetarme? —preguntó Theron—. Lavas mi ropa sucia… mi cuerpo sucio… ¿Qué es lo que respetas de mí?

El criado tomó aliento antes de replicar:

—Milord Theron. El estado de sus nervios es precario. Cruzaría la ciudad para conseguirle el remedio, pero no sé dónde podría encontrarlo.

—No —dijo Theron— entre los medicamentos de mi madre.

Terence se quedó allí, con las diestras manos colgando vacías a los costados. Al ver que su señor no decía nada más, preguntó:

—¿Son los sueños, señor?

—¿Sueños? ¿Qué sueños?

Terence agachó la cabeza.

—Como milord bien dice, conozco sus costumbres mejor que la mayoría.

Theron no le había contado nada acerca de los sueños. De pronto sintió deseos de revelárselo todo a esta figura serena y familiar. Terence no se escandalizaba nunca. Terence era competente. Encontraría una manera, alguna forma de aliviarlo de su carga, como siempre encontraba la manera de eliminar las manchas de grasa de sus chaquetas. Dijo:

—Terence, necesito a un brujo.

Su criado sonrió ante la broma. Al ver que Theron no le devolvía la sonrisa, dijo:

—¿Un brujo, señor?

—Sí.

—¿Qué… clase de brujo, señor?

Theron se lo quedó mirando.

—¡Largo de aquí! —exclamó.

El lacayo parecía estar a punto de decir algo; pero luego, sin pronunciar palabra, hizo una reverencia y cerró la puerta al salir. Febril de rabia y desesperación, Theron sacó ropa de un baúl, se vistió y abandonó la casa.

Día tras día, Basil se sumergía cada vez más en su trabajo. La historia de los brujos de Martindale, las memorias de Karleigh, los diarios de Arioso, las largas listas de brujos y los pedigríes de los reyes, las baladas, las leyendas y los festivales, las notas y los fragmentos que sus alumnos habían encontrado para él en los archivos: éste era todo su mundo. Y el libro, siempre el libro, tentándolo con pequeños hechizos de búsqueda y persuasión para ayudarlo en su tarea. No existía nada más. Enemigos, amigos, falsos amantes, todo era como la cera que se encharcaba y solidificaba en la base de su palmatoria: el residuo de llamas ya apagadas y frías. Sólo comía lo que el pilluelo del portal, sin que se lo pidiera, le traía del bodegón una vez al día, y sólo

Dormía cuando la pluma se escurría entre sus dedos agarrotados y sus ojos pesados tiraban de su cabeza hasta depositarla encima de los papeles que tenía delante.

Detestaba dormir. Dormir era una pérdida de tiempo. Dormir le traía sueños tan vividos y brillantes como las cristaleras del paraninfo, sueños en los que corría por las calles de la Universidad, llegando tarde a una clase, apartándose las largas guedejas de la cara, alisándose la túnica a manotazos, humillando la cabeza al recibir el saludo de su magister, aprendiendo a sacar fuego de una piedra.

—Guidiy fue el último en hablar la antigua lengua —dijo su magister, con los ojos pesarosos clavados en la llama verde que lamía un pedazo de turquesa—. No quería que nadie supiera todo lo que él sabía. Y ahora sabemos tan poco, cada año se pierde un poco más. Me pregunto si él lo sabe, Guidry el Inmortal, dondequiera que esté durmiendo. Me pregunto si le importa.

A mí me importa, oyó Basil que susurraba una voz al despertar de ese sueño, e inmediatamente fue a ahogar el recuerdo en agua limpia. Pero la palangana estaba vacía, el bacín lleno, la chimenea apagada, y el aire helado a causa de la llovizna primaveral. Maldiciendo, Basil se arrebujó en un abrigo y una bata, desenterró un puñado de monedas de diversos escondrijos, y salió de su habitación por primera vez en días.

Un resquicio de sentido común le dijo que estaba desaseado, famélico y aterido, que los gobernadores votarían en su contra sin escucharlo si lo vieran en este estado. De modo que acudió a los baños, y luego a una taberna tranquila que no había visitado nunca, donde resultó que servían un asado de cordero y una ensalada tierna más que decente. Camino de casa, hizo un alto en la leñera y encargó que le llevaran un cesto a la calle Minchin. Sintiéndose más dueño de sí mismo que nunca desde la noche de su pelea con Theron, pensó mientras cruzaba la Vía del Rey en dirección a Minchin: Pues claro que no era un hechizo. Si alguna vez existió la magia, ya no, y además, no tengo ninguna formación. Se ha aburrido de mí, eso es lodo, y estaré mejor sin él.

En la puerta de la calle, Basil sonrió al pilluelo, que le devolvió el gesto nervioso y le dijo que lo sentía, pero el caballero no había entendido que el señor no recibía visitas, y si el doctor De Cloud quería, iría a llamar a la guardia, pues no creía que pudiera disuadirlo de ningún otro modo. Justis, pensó con irritación De Cloud; le dio al muchacho una moneda de cobre y le agradeció sus muchos desvelos. El rapaz se sonrojó y sonrió, cogió el dinero y respondió que no era nada. Basil le alborotó el pelo grasiento y subió las escaleras a paso ligero, dispuesto a tomarle el pelo a Justis por estar siempre haciendo de niñera.

Pero no era Justis el que estaba sentado delante de su puerta. Era Theron, con las rodillas pegadas al pecho, cabizbajo; su cabello, como un delicado chal de seda, lo cubría todo.

Verlo fue como un mazazo para Basil. Jadeó sin aliento y se agarró a la barandilla para no caerse, para no echar a correr y abrazar a Theron o abofetear el rostro, imposiblemente hermoso, que levantó de sus rodillas.

Theron estaba más delgado, chupadas las mejillas, inmensos y delicuescentes los ojos bajo los párpados amoratados. Estaba vestido de marrón y pardo claro, con una gota de oro en la oreja y un camafeo trenzado en el pelo, y parecía acosado, acorralado, hambriento como un venado antes de que la nieve libere los pastos en primavera. Su olor almizcleño saturaba el aire.

Basil movió los labios, intentando encontrar algo que decir.

—Levántate —consiguió articular finalmente—. Estás en medio.

Obediente, Theron se puso de pie, vacilando con las manos contra el suelo como si no estuviera seguro de ser capaz de ponerse derecho. A Basil le pareció ver unos cuernos que brotaban de las depresiones de sus sienes, donde otrora tantos besos depositara De Cloud. Theron se enderezó y se hizo educadamente a un lado, dejando que Basil subiera los últimos escalones, introdujera la llave en la cerradura y abriera la puerta.

—Ya que estás aquí, puedes pasar —espetó Basil—. No tengo ganas de discutir contigo en un rellano.

Theron agachó la cabeza, cruzó delicadamente el umbral y se detuvo, ensanchadas las ventanas de la nariz mientras venteaba el aire. Resopló y retrocedió un paso.

Basil gruñó de impaciencia.

—¡Entra, maldita sea! Y cierra la puerta. No soy tu criado.

El círculo blanco que rodeaba las verdes pupilas no cesaba de ensancharse, y el frágil cuerpo se estremecía en sus elegantes ropas, pero Theron cerró la puerta como le habían pedido. Avanzó en medio de las pelotas de papel, las plumas rotas y los libros, se arrodilló a los pies de Basil y apoyó la cabeza en su pierna.

Llegados a este punto, Basil temblaba tan violentamente como Theron. El triunfo, los celos, el deseo y la rabia lo sacudían como sacudiría un oso a un perro entre sus fauces. Se sintió turgente en respuesta a la perentoriedad que abultaba los ceñidos pantalones pardos de Theron. Apoyó una mano con delicadeza en la coronilla de Theron, hundió los dedos en la cabellera sedosa, y echó la cabeza hacia atrás para clavar la mirada en el semblante sobresaltado.

—Os equivocáis de lugar, milord. Esto no es la Colina, ni yo soy una noble doncella. No os reportaré dote alguna, ni tierras, ni hijos. —Con cuidado, dio unos suaves golpecitos a Theron en la entrepierna con la punta de la bota—. Esto llevádselo a ella, milord. No es para mí.

Theron gimió y alargó los brazos para acariciar los muslos de Basil, que inmovilizó las manos implorantes y lo empujó de espaldas sin miramientos. Una parte de él no

Cabía en sí de gozo a la vista del éxito de su hechizo. Theron se había transformado, sin duda. En el pasado, en el norte, el cambio hubiera sido completo: huesos, tendones y piel.

—Yo no yazgo con bestias —dijo Basil—. Aléjate de mí hasta que haya llegado tu hora y hayas conquistado tu corona. Debes volver en ti antes de venir a mí. —Basil se irguió, afianzó el peso de su cuerpo sobre los pies, firmemente anclados en el suelo de madera, levantó los brazos, atrapó un puñado de viento con las manos y, de un soplido, envió al Pequeño Rey volando hacia la espesura, donde debería correr hasta haber domado a la bestia que habitaba en su interior.

Cuando volvió a recuperar la noción del tiempo, Theron se encontró en el terraplén que se alzaba sobre el río. La Universidad quedaba a su espalda, al igual que los antiguos edificios del Consejo. El olor del río era vesánico. Las aguas marrones y verdosas se precipitaban a sus pies, camino de la boca del puerto, donde soltaba los detritos de la ciudad y sus últimos recuerdos de las magníficas tierras del interior. Por un momento pensó en saltar a la corriente; no tanto lo pensó como sintió el cuerpo presto a volar, a sumarse al esplendor de aquel apasionado caudal anónimo. Pero lo que deseaba era algo más terrenal, menos sublime.

Theron se acordó de un lugar que conocía, donde se podía conseguir un hombre por el precio de un trago, y encaminó sus pasos río abajo hacia el Albaricoque.

El Albaricoque tenía su puerta baja y estrecha frente a una calle de sastres y arregladores de cuero, donde la gente trabajaba tan sólo hasta que empezaba a irse la luz. En el creciente ocaso, después de que se fueran a sus casas, la taberna comenzaba a reunir su clientela. Theron se detuvo en el zaguán, crispados aún los dedos en la sólida madera del marco. El olor de todos los hombres arracimados en el interior, su calor, hacía que le diera vueltas la cabeza. Estaban esperándolo. Pero el ruido, el incesante movimiento en el espacio cerrado, significaba peligro. Inspiró hondo, llenándose la cabeza de aquel olor, y entró.

Tan deprisa como pudo, Theron se abrió paso hasta el largo mostrador donde se dispensaban las bebidas. Apuró un vasito del feroz brandy incoloro de albaricoque por el que era célebre el establecimiento, y después otro. A su alrededor, los hombres se tomaban la medida unos a otros. El almizcle de su deseo flotaba pesado en el aire, elevándose con los vapores del licor: brandy, sexo, sudor y fruta madura al sol.

Sintió una mano en la pierna. Un hombre casi igual de alto que él, con una sedosa barba rojiza, clavo y albaricoque su aliento cuando dijo:

—¿Otro trago, estudiante?

Theron le dio la vuelta, inmovilizándole el brazo a la espalda.

—Tranquilo, querido —jadeó el hombre—. Entiendes para qué estamos aquí, ¿no? ¿Sabes qué es este sitio?

Theron no dijo nada. Acarició el rostro del hombre, le obligó a ponerse de rodillas, sin dejar de empujar, hasta pegarle la cara al suelo. Plantó un pie encima del cuerpo del hombre. Después, se dio la vuelta.

—Eres una mala bestia —dijo un hombre vestido de rojo—. Creía que los estudiantes eran más dóciles. ¿Qué es lo que estudias, guapo? ¿Carnicería?

Se acercó demasiado; Theron lo empujó hacia atrás, pero el hombre volvió a acortar las distancias, intentando llevar su calor corporal, el olor de su piel y su pelo dentro de los límites de Theron. Era intolerable. Theron le propinó un empujón más fuerte. El hombre salió disparado de espaldas y rebotó contra otro grupo de clientes, que se giraron entre gruñidos de irritación.

Uno de ellos agarró al hombre por el brazo:

—¿Qué sucede, Fred? ¿Te está dando problemas este mocoso?

Fred se encogió de hombros.

—Me parece que no le gusto.

—¿Quieres que el Gran Lou lo eche a patadas?

Pero el Gran Lou ya había encontrado a Theron por su cuenta. Lou se movía despacio, como si su corpachón le obligara a surcar el aire como si estuviera sumergido en el agua. Pero no era su tamaño lo que lo retenía; estaba acechando, aproximándose al joven estudiante con cuidado, para no sobresaltarlo. El Albaricoque le había proporcionado a Lou amplia experiencia con hombres que no eran todo lo estables que cabría desear.

Lou alargó una mano. Era tan grande como un jamón y estaba vacía.

—Buenas noches —dijo—. ¿Está todo a tu gusto?

—Todo —repitió Theron.

—Me pregunto —continuó Lou— si no estarás buscando a esos otros muchachos de pelo largo, los que llevan hojas de roble en los sombreros.

—¿Hojas de roble?

—Porque los eché de aquí hará cosa de una hora. No nos gusta escuchar palabras sediciosas… Aunque comprendo que el brandy puede empujar a un hombre al extremo.

—No he venido a hablar. —Theron le dio una moneda de plata: la paga de una semana para muchas personas.

Lou la sopesó y se la guardó.

—¿Le apetece otro brandy, caballero?

Theron sintió cómo la bebida se propagaba abrasadora por sus brazos, sus piernas, hasta las yemas de sus dedos.

Un hombre se situó a su lado, alto y tambaleante.

—Dame un beso —dijo, y Theron lo tiró al suelo; fue una buena pelea, músculo contra músculo, tendón contra tendón, suficiente para enardecerlo, pero no para satisfacerlo. Podía sentir el interés de los demás hombres, su respiración, su furia y su admiración; les haría frente a todos ellos, haría que lo reconocieran como su señor y le rindieran pleitesía.

Se había formado un corro, como un claro en el bosque, con Theron en su centro. Un hombre, muy borracho, cargó contra él con la cabeza por delante. Theron resistió el impulso de agachar la testa a su vez y trabar la cornamenta con él; en vez de eso bajó el hombro y encajó el golpe con él, lanzando al borracho dando traspiés fuera del círculo. Otro hombre irrumpió bailando como un gato, rondando sinuosamente la periferia del espacio de Theron, acercándose cada vez más. Theron movió las manos hasta acariciar el cuerpo del hombre, un pas de deux prolongado y meticuloso, íntimo y estimulante, provocador e inaccesible, que concluyó con el hombre aovillado a sus pies. Theron no lo rechazó, sino que permitió que se tendiera, y se giró para encararse con el siguiente contrincante.

Había apuestas en marcha, y besos y caricias en los rincones donde los hombres iban a abrazarse y presenciar la pelea. Theron derrotó a un hombre tras otro, y los desterró. Su deseo aumentaba, y sentía el corazón tan ligero como hacía semanas que no le ocurría.

Cuando llegó su verdadero rival, Theron estaba preparado. Sus manos se cerraron en torno a unos músculos firmes, una fuerza sólida que podía medirse con la suya. Forcejearon en perfecto equilibrio, y Theron tembló con el esfuerzo. El hombre estaba jadeando, sudando de deseo… y eso fue lo que lo perdió. De un solo aliento se debilitó, y en ese mismo aliento Theron lo derribó, forzó al hombre a hincar la rodilla, y lo retuvo allí para que todos lo vieran.

Oyó vítores mientras disfrutaba de su trofeo.

Theron se despertó en un colchón mugriento con marcas de mordiscos en los hombros y el monedero vacío, en una casa que no volvería a encontrar jamás. Salió en busca de la luz de la mañana y su hogar de la Ribera, donde dejó la ropa arrugada junto a la cama y durmió hasta la tarde.

Luego llamó a Terence para que lo bañara y lo afeitara, y le trajera chocolate, pan, mantequilla, confituras, bollos, una tortilla, fruta y más chocolate. Se disculpó con dulzura por su mal genio del día anterior, y dijo que ya se encontraba mucho mejor. Era verdad. Se sentía liviano, con la cabeza despejada, libre incluso su cuerpo del

Tremendo lastre del deseo. Se vistió de terciopelo leonado y fue a visitar a su prometida.

Los Randall se alegraron de verlo. Genevieve dijo que estaba pálido, y se ruborizó ante su desfachatez. Lady Randall sugirió que los jóvenes salieran a pasear juntos por los jardines. Genevieve pareció alarmarse ligeramente, pero Theron la alentó con una sonrisa y se hizo a un lado para cederle el paso sin cogerla de la mano.

En el jardín, sin embargo, cuando se detuvieron junto a un cerezo en flor, Genevieve lo miró y le dijo que la cadena de oro que le había enviado era el regalo más prodigioso que había recibido nunca, e iban a modificar su vestido de novia para que pudiera lucirla. Theron se asomó al mundo de sus ojos rutilantes, el rosado arrebol de sus labios entreabiertos, y supo que quería que la besara. Pero tenía miedo de truncar la frágil paz que se había ganado la noche anterior.

Estiró el brazo por encima de su cabeza para arrancar un racimo de llores rosas y dárselo, diciendo que ni las flores ni el oro estaban a la altura de la tarea de engalanar su adorable cuello como se merecía. Genevieve acunó el ramito contra su busto y lo precedió de regreso al edificio.

Cuando Theron volvió a casa, asomó la cabeza en el estudio de Sophia. Su madre parecía cansada. La había visto poco en los últimos días: algún escándalo relacionado con las mujeres de la Universidad, y un brote de enfermedad que asolaba la ciudad. Cuando Sophia reparó en su abrigo de terciopelo, jadeó y estrujó sus papeles:

—¡Oh, no! ¿Tenemos cena esta noche y se me había olvidado?

Theron se acercó a la luz de la lámpara.

—No, madre. He ido a visitar a los Randall, eso es todo.

—Ah. —Sophia dejó los papeles encima de la mesa—. ¿Está bien, tu muchacha?

—Estupendamente.

—¿Y tú? —Sophia se enfrascó en la tarea de alisar sus papeles como si Theron se hubiera ido ya. Impulsivamente, su hijo se postró de hinojos a sus pies y apoyó la cabeza en su regazo. Cerró los ojos y aspiró la penetrante fragancia de las hierbas con que Sophia guardaba su ropa—. ¿Y tú, Theron? —preguntó de nuevo Sophia, en susurros.

—No lo sé —fue la respuesta—. De un día para otro, la verdad es que no lo sé.

Su madre le atusó los cabellos.

—Está bien, cariño. Siempre ha sido difícil para ti, con estos cambios tan repentinos que haces en tu vida. Y los haces. Tan pronto quieres ser espadachín como estudiante. Tan pronto eres el mayor astrónomo del mundo como retórico. —Theron se rió, incómodo—. Así que puede que todo esto sea para bien: te casas, tienes una esposa que amar y mantener… Algo que sea siempre real, siempre sólido, que no cambie; algo que construir a lo largo de los años, pase lo que pase, ¿no?

—Tal vez.

Sophia no pasó por alto la incertidumbre que impregnaba sus palabras.

—Si cambias de parecer, Theron, sobre este matrimonio…

—No —suspiró él.

—Eso está bien. Sé cómo son tus cambios de humor. Puedes ser complicado —bromeó Sophia, retorciéndole un mechón de cabello—. ¿Lo sabías? Tan encantador, hasta que te aburres… como un niño atiborrado de dulces. Y luego te pones melancólico, no dices ni mu. Todo el mundo piensa: «¿Qué ocurre? ¿Qué problema tiene, va todo bien?». Pero siempre te recuperas sin ayuda de nadie. He pensado en decírselo a tu dulce novia, pero ya lo descubrirá por su cuenta. Y te querrá de todos modos, como hacemos los demás.

Hacía mucho tiempo que no sonaba tan cariñosa y tranquila. Theron le apartó la mano del pelo y se la besó.

—Gracias, mamá. Estoy seguro de que será feliz.

—Oh, no. —Sophia le tomó la barbilla y lo miró con ternura—. No estás seguro en absoluto. Pero puede que así sea mejor.

Theron se inclinó sobre su mano y murmuró:

—Mamá. Tengo pesadillas.

—Todos las tenemos, hijo mío —dijo con tristeza Sophia—. ¿Quieres que te prepare una tisana que te ayude a dormir?

—Sí, por favor.

La bebida caliente lo durmió, pero sólo estaba cerrando la puerta a un mundo de exigencias incomprensibles para abrir otra. El mundo de sus sueños estaba poblado de árboles y antorchas. Un hombre que sabía que era Basil, y que parecía un oso, lo rodeó con sus brazos cubiertos de pelo y dijo:

—Serás rey. Yo te he elegido, y correrás por mí, y realizarás la prueba.

—¿Qué es la prueba? —susurró Theron, con la mejilla contra el cálido pelaje del hombre.

El oso le pegó un dedo a los labios.

—Ay, Pequeño Rey, ese conocimiento es secreto. Nadie lo sabe salvo los brujos, y el rey que no fracasa su prueba. Y cuando la hayas superado, desearás que nadie sepa lo que has tenido que hacer.

—¿Sabes en qué consiste?

—¿Yo? Por supuesto que sí.

—¿Cómo sabes que puedo superarla?

—Mi trabajo consiste en elegir sabiamente. Te he elegido a ti para realizar la prueba, entre todos los pequeños reyes que ha criado la tierra. Mi elegido triunfa siempre.

—¿Pero cómo voy a triunfar si no sé lo que tengo que hacer? —preguntó plañideramente Theron. El corazón martilleaba en su pecho. Le quedaban meros instantes para hacer las preguntas adecuadas. Podía sentir ya el cosquilleo en las piernas, la forma en que sus músculos se abultaban y reagrupaban en poderosas patas diseñadas para brincar. Extendió las manos para suplicar más tiempo, y oyó la risa del brujo.

—Presta atención a tu lección, Pequeño Rey, y todo saldrá bien. Conócete, siempre. Más de un pequeño rey ha fracasado por no saber quién era.

Theron se despertó, encendió una luz y contempló su reflejo en la palangana. Vio en ella la cabeza de ciervo que había pintado Ysaud: los ojos líquidos, el hocico orgulloso, las astas ramificadas.

Lanzó un grito y se despertó de verdad, y se levantó de la cama dando tumbos. Se echó por encima la misma camisa blanca que había llevado puesta antes, impregnada del almizcle de su deseo por Genevieve, y una túnica negra de estudiante, y se calzó unas suaves botas de cuero que le ceñían las piernas como una segunda piel. Así ataviado, salió a la noche.

Aún era temprano en la Ribera. El programa nocturno no había hecho más que empezar. Theron podría haber encontrado un hombre o una mujer en la calle y poseerlos por un puñado de monedas. Unos pocos pasos más lo habrían llevado al burdel más conocido de la ciudad, donde a crédito de su apellido podría haber representado todas y cada una de las extrañas escenas que plagaban sus sueños. Pero lord Theron Campion pasó de largo frente al local de Glinley y continuó puente a través, camino del Albaricoque.

Los hombres se pusieron en situación de alerta cuando entró.

—Es él —les oyó decir, mientras le abrían paso con miedo o diversión, con repugnancia o cautela. No sabía qué y tampoco le importaba. Éste era ahora su coto, y agradeció la llama verde de su licor peleón cuando le lamió las venas. Se puso de pie encima de una mesa y sintió cómo estallaba el vagido comprimido en sus pulmones.

En la taberna se hizo el silencio.

—Bueno, bueno —dijo un hombre—. ¿Qué, has venido a ponernos en nuestro sitio otra vez?

El hombre no era agraciado, pero sí grácil, con cuerpo de bailarín y la cabeza ensortijada de rizos morenos, los labios rojos y la piel atezada. Theron lo quería. Asintió pesadamente con la cabeza astada. Sí, he venido.

—Bien —dijo el moreno—, eso está bien. Pero nada de presas de mariquita esta vez. Eso es para las nenas. —Unos pocos hombres se rieron, otros se ruborizaron—. ¿Sabes pelear como un hombre? —Levantó un brazo por encima de la cabeza. De su mano, como una garra, surgió frío acero afilado.

La taberna entró en erupción. El Gran Lou se abrió paso entre la multitud, gritando:

—¡Nada de eso!

El moreno fue echado a la calle, y Theron lo siguió, en medio de un corro de hombres sedientos de lucha. Alguien había cogido una antorcha de la entrada, por lo que sus sombras se entrecruzaban y guerreaban unas con otras en la calle.

—¡Campion! —Oyó la palabra una y otra vez, hasta que comprendió que iba dirigida a él; se giró y vio varios hombres de pelo tan largo como el suyo, recogido en decenas de trenzas diminutas. Habían estado entre aquéllos que lo habían perseguido hasta el bosque a finales de año. Uno de ellos era más bajo que los demás, su cabello reflejaba la llama de la luz de la antorcha. Theron lo conocía: uno de los acólitos de Basil.

—¿Lindley…?

El estudiante se abrió paso a empujones entre el vociferante y violento gentío hasta situarse al lado de Theron.

—¿Tienes cuchillo? —le preguntó sin aliento.

—No.

—Coge el mío.

La empuñadura era de asta, el cuchillo era afilado. Lindley estaba empujándolo con el resto de la muchedumbre alrededor de la esquina hacia el oscuro patio de una curtiduría abandonada. Theron podía oler los residuos de la muerte y el orín. Lo volvía salvaje. Dentro del círculo de hombres, saltó sobre su oponente. La sensación del cuchillo en su mano era agradable; de chico, para demostrar que no era un simple crio enfermizo que leía libros, había hecho que uno de los matones de la Ribera lo aceptara en su banda. Sophia había puesto fin a aquello, pero no antes de que él aprendiera muchas cosas.

El hombre moreno retrocedió de un salto, asombrado por su ferocidad. Theron enseñó los dientes. Con el cuchillo en su mano era cazador además de cazado; hombre además de bestia. El poder de la tierra se propagaba por todo su cuerpo desde los pies. Sabía adónde iría el arma de su rival antes incluso de que se moviera. Oía la respiración del moreno tan clara como si fueran palabras, revelándole los

Pensamientos de su cuerpo. Olía el miedo del hombre. Quería sangre, quería dominio. Fintó, se agachó y atacó, cerniéndose sobre su blanco.

—¡Sangre! —gritaron los hombres—. ¡Sangre! ¡Sangre!

Si hubiera sido un duelo a espada, habría terminado allí mismo, o continuado hasta la muerte. Pero esta pelea ocupaba un terreno intermedio entre el ritual oficial y el honor mortal.

El moreno respiraba pesada y entrecortadamente. Se apretaba la muñeca del cuchillo, allí donde había recibido el corte, y miraba con los ojos en blanco al Rey Ciervo, presto a esquivar su cuerno resplandeciente.

Theron no cerró el espacio que los separaba. En vez de eso proyectó su cuchillo hacia arriba en el aire una vez, dos, y una tercera, azul su hoja a la luz de la luna, negra allí donde la tenía el hombre conquistado, que cayó de rodillas, como si rezara. Theron se irguió sobre él, con la respiración entrecortada, llenos los pulmones de aire nocturno. Bajó el cuchillo y lo extendió a su lado.

Lindley cogió el arma de su mano.

—Milord —dijo—, la pelea ha sido justa. Los compañeros son testigos.

Theron no lo oyó. Tenía la mirada fija en el hombre postrado, su antiguo rival. El hombre tenía la cabeza morena agachada, cerca del suelo. Theron se abrió la túnica y se levantó la camisa hasta la cintura. Dijo:

—Sí, sé luchar como un hombre. Ahora enséñales a todos cómo lo aprecias.

Su placer era feroz y exaltado. Toda la creación giraba alrededor de su dominio y su placer.

Cuando volvió en sí, no había el menor color en el mundo, tan sólo luz de luna y sombra. El hombre del cuchillo había desaparecido, igual que la mayoría de los espectadores, aunque todavía quedaban algunos remoloneando en las proximidades o copulando en las sombras. Lindley y otra persona a la que no conocía lo sostenían en pie.

—Te traeré agua —dijo Lindley.

—No —respondió con voz áspera Theron. Se zafó de los brazos que lo sujetaban y se quedó solo, estremeciéndose ante el viento helado que la acariciaba la piel cubierta de sudor.

Lindley, de nuevo:

—¿Quieres que te lleve a casa? ¿A la mansión Tremontaine?

—No.

—Chis, idiota. —Era la otra persona que había estado aguantándolo, tan alta como él mismo, con una capa pesada y un enorme sombrero de fieltro—. Nada de

Nombres, mejor, y nada de direcciones. Yo puedo llevar a lugar seguro a nuestro joven amigo.

Lindley se acercó a Theron, preguntando:

—¿Quién eres? No perteneces a los compañeros.

—No, cierto. Soy de la sangre.

—La sangre —repitió en susurros Lindley, sin comprender del todo.

—Sí —fue la sedosa respuesta—, la sangre de reyes. Corre por mis venas tanto como por las suyas. —Theron sentía el brazo apresado en una tenaza tan firme que ni siquiera se le pasó por la cabeza intentar huir—. Ven, mi joven señor. Sophia estará preocupada por ti… y si no lo está, debería.

El camino de regreso a la Ribera pareció durar una eternidad. Estaba muerto de cansancio; a ratos, incluso pensó que estaba andando dormido. La voz de su acompañante entretejía hebras de significado en su agotamiento:

—¡Qué noche más prodigiosa! No le diré a nadie dónde te he encontrado, si tú no les dices que estaba deambulando por allí… ¡Vamos, muchacho, que sólo es un gato! —cuando respingó al oír un ruidito demasiado cerca de ellos—… Creo que a Katherine no le parecerá mal que me quede en la Ribera después de todo… Éste es el Puente, Theron, ya casi estamos en casa… Ponte derecho, chico; vamos a entrar por la puerta principal.

A continuación, el olor familiar de su vestíbulo, luz en los ojos, y su acompañante, diciendo:

—Lo siento. Le pedí que se escabullera y se reuniera conmigo en los muelles antes de hacer mi aparición oficial; una chiquillada, lo sé.

Las manos y la voz de Sophia no apuntaban hacia él, sino hacia la otra persona; las lágrimas le empañaban la voz cuando dijo:

—Ay, cielos… Tienes los mismos ojos que tu padre, los mismos ojos que recuerdo tan bien… Las arruguitas justo ahí… y ahí. Jessica, bienvenida a casa.