La primavera llegó a la ciudad. Los días comenzaban a alargarse. La nieve se había derretido ya salvo en los rincones más lóbregos y obstinados. El azafrán brotaba en las grietas rellenas de barro y, en los jardines traseros, las hojas tiernas comenzaban a desenrollarse tímidamente. Los exámenes para conseguir el título de par acechaban a la vuelta de la esquina, volcando toda la atención de los universitarios en sus estudios. Basil de Cloud redujo su número de clases de cuatro a dos a la semana, y liberó a sus alumnos del encargo de hurgar en los archivos.
—Todo esto es prodigiosamente útil —les dijo, ojeando el último fajo de ofrendas—. No tengo palabras para agradecéroslo.
—No hay necesidad de agradecernos nada —repuso Lindley—. Es nuestro deber.
—Además, hemos aprendido mucho —dijo Blake.
—Y estornudado un montón —añadió Vandeleur.
—Y profanada el hogar ancestral de incontables arañas —continuó Fremont.
—Y ratones —concluyó Godwin, para no ser menos.
De Cloud se rió.
—Bueno, ya podéis dejarlos en paz. He llegado a un punto en el que necesito bajar ahí personalmente. No penséis que desconfío de vuestras habilidades, amigos: hay salas a las que los estudiantes no pueden acceder, ni siquiera con el permiso de un magister. Lo habéis hecho bien.
Vandeleur, que no había disfrutado de sus incursiones en los archivos, insistió en celebrar su rescate de arañas y polvo con una fiesta por todo lo alto en la Vaca Pinta.
—Imagináoslo —dijo—. Lejos de la Universidad, costureras a puñados, y la mejor música de la ciudad. Venga. Que es primavera.
Lindley, como cabía prever, declinó la oferta. Y a Godwin lo esperaban en casa. De modo que fueron sólo Vandeleur, Blake y Fremont, y rematadamente bien que se lo pasaron, gastándose los últimos cobres en salmón, patatas asadas y buen vino como sibaritas, y bailando con las chicas más guapas. Vandeleur y Fremont bailaron, al menos. Justis se pasó casi toda la noche conversando animadamente con una aprendiz de sombrerera de cabellos castaños. Se había criado en el campo, era rolliza
Como una perdiz donde tenía que serlo, tenía los ojos brillantes como un arroyo de aguas claras y una risa suave y dulce. Antes de que hubiera acabado la velada, la joven se lo había contado todo sobre su parsimoniosa maestra, la cual obligaba a sus aprendices a pagar la madera de su bolsillo o a sentarse a coser a la intemperie, y sobre la madre que había dejado en Swinton, y sobre sus hermanos y hermanas, que se habían quedado trabajando en casa para sacar la granja adelante. Danzaron en dos ocasiones, y cuando se despidieron, la muchacha lo besó dulcemente en la boca. Justis se había enamorado.
Después de aquella noche, el círculo interno de seguidores de De Cloud comenzó a desintegrarse, y Henry Fremont se encontró sin saber muy bien qué hacer. Asistía a clase y frecuentaba el Nido, donde hacía todo lo posible por mantener vivo el Rincón del Historiador con Godwin y otro puñado de estudiantes que se las daban de radicales académicos. Pero aun así disponía de tiempo libre de sobra para preocuparse.
La visita del norteño había atemorizado enormemente a Henry. Durante las solitarias altas horas de la madrugada, rememoraba antiguos pecados: suyos y de los norteños, reales y posibles. ¿Y si los compañeros del rey estaban conspirando de veras para restaurar la monarquía? ¿Y si Lindley, pese a su juramento, les había hablado de la reunión en el claro? ¿Y si Finn no se había suicidado, después de todo, sino que había sido ejecutado como ofrenda de sangre para su preciosa tierra? ¿Y si, por algún casual, descubrían el papel que había desempeñado Henry en esta serie de encarcelamientos y traiciones?
Henry se acordaba de Finn tendido en la nieve, una estatua de mármol inexplicablemente derribada y salpicada de pintura escarlata, y la sospecha de que él era responsable lo reconcomía como una rata. Al final decidió ir en busca de Justis Blake y contárselo todo.
Justis no se alegró especialmente de que lo encontrara. Hombre práctico como era, enseguida había comprendido que no podía mantener a su amada y a él proveídos de leña y comida con las pocas platas que le asignaba su padre cada trimestre. De modo que había llegado a un acuerdo con un papelero del pasaje de Lassiter para montar una mesa en su tienda a cambio de cinco monedas de cobre a la semana y convertirse en redactor público de cartas.
Allí fue donde lo halló Henry, escribiendo solemnemente al dictado de una señora mayor con un chal de franela rojo, que quería decirle a su hijo que no podría asistir al nacimiento de su tercer nieto.
La anciana describía el dolor en la espalda y las piernas que le impedía cubrir a pie las veinte leguas que distaban de Endersby, y la pobreza que le impedía comprar un billete para la diligencia; Justis anotaba y sugería omisiones y correcciones. Henry deambulaba nervioso entre los montones de papel y cartón. Al cabo, la carta quedó al gusto de la mujer y sellada con cera, se contaron tres cobres en la mano manchada de tinta de Justis, y la anciana partió renqueando en pos de un correo.
Henry plegó su desgarbada figura en la silla de los clientes. Justis frunció el ceño.
—Lárgate, Fremont. Estoy trabajando.
Henry paseó la mirada por la tienda vacía, el joven aburrido que la regentaba y el escaparate, mal iluminado por el ocaso.
—Mentira. Aquí no hay nadie, pronto será de noche, y el chico ése se muere de ganas de poner los postigos e irse a cenar. Al doblar la esquina hay un acogedor rinconcito por cuya puerta escapa un olor agradable. Ven a charlar conmigo y te invito a lo que sea que lo produzca. Vamos, Justis. Si comes ligero, podrás llevarle las sobras a tu querida.
Justis vaciló y puso reparos, temiéndose que esta generosidad sin precedentes fuera a costarle cara, pero al final se fue con Fremont y escuchó su historia entre bocados de rosbif y puré de guisantes.
Tenía razón. Le había costado caro. La descripción de Fremont de su seducción por parte de Galing y Tielman le hizo rechinar los dientes, aunque no estaba seguro de qué integrante de ese trío de salvapatrias lo irritaba más. Fremont, pensó, había vendido su honor por un puñado de monedas de plata y la oportunidad de sentirse importante. Galing y Tielman tan sólo actuaban como correspondía a su posición. Fremont había elegido traicionar a sus amigos.
Así se lo dijo a Fremont, cuando éste acabó su relato. Fremont, quien opinaba que se debería alabar su sinceridad, comenzó a justificarse, y Blake dijo:
—No lo hagas, Henry. Por favor. Hiciste lo que hiciste por motivos que en aquel entonces te parecieron válidos. Si todavía te lo parecieran, dudo que estuvieras pidiéndome la absolución. Pues bien, no puedo dártela. Por supuesto que te consideras responsable de la muerte de Finn. Yo también.
Furioso, Fremont insultó a Blake y se ofreció a partirle la cara. Blake siguió comiendo tranquilamente, aguantando el chaparrón de improperios. Al final, Fremont picoteó su rosbif intacto, apuró su jarra de cerveza, suspiró pesadamente y dijo:
—Tienes razón. Soy un gusano, y me cago en los pantalones cada vez que pienso en lo que se les podría ocurrir hacerme a esos norteños chiflados. ¿Qué voy a hacer?
—Por la tierra, Henry, no lo sé. Depende de lo que quieras conseguir. Si tienes miedo de los compañeros, lo mejor sería que zarparas en un barco rumbo al sur y fueras a estudiar historia extranjera a la Universidad de Elysia. Personalmente, creo que se les da mejor ladrar que morder, pero claro, tampoco soy yo el que ha metido a tres de los suyos entre rejas. Sin embargo, puedes avisar al doctor De Cloud y decirle que el Consejo de los Lores no está tan interesado en la política de la Universidad como pensaba.
Fremont palideció más todavía.
—Sólo estaba intentando ayudarlo —dijo—. Intentaba demostrar que era inocente de cualquier posible conexión con los compañeros. Y creo que lo logré.
—En tal caso no te importará decírselo —rebatió con serenidad Blake.
—¿Qué pasa con Finn? Pensaba que estábamos de acuerdo en no preocupar al doctor De Cloud.
Blake adoptó una expresión torva.
—No hace falta que se entere de eso ahora mismo. Sólo de la parte del Consejo. —Se limpió los labios con la manga—. ¿Se lo vas a contar o no?
—No lo sé —se lamentó Fremont—. Necesito pensar.
—Yo no —dijo Blake, levantándose—. Se lo voy a decir ahora mismo. Puedes acompañarme o no, como prefieras.
Henry se limpió la boca y se incorporó con él. ¿Qué otra cosa podía hacer? No había forma de saber qué versión de su historia le contaría Blake a De Cloud. Y al fin y al cabo, uno debía disculparse en persona, era lo propio.
Justis sonrió como si hubiera estado asistiendo a la evolución de los pensamientos de Henry a través de una ventanita en su cabeza.
—Buen chico —dijo, y los dos estudiantes salieron al aire nocturno.
Las calles de la Ciudad Media siempre estaban llenas de gente a esa hora de la noche. Tenderas, aprendices y escribanos, mercaderes con capas ribeteadas de piel y prostitutas con trajes de terciopelo de segunda mano se apretujaban en las estrechas callejuelas, camino de sus hogares o en busca de cena. Las carretas chapoteaban en el barro; los carruajes y las sillas transportaban a los ricos a sus entretenimientos de la velada. Una litera con cortinas pasó junto a ellos, sostenida por cuatro hombres robustos vestidos de librea marrón: lady Randall se dirigía a la Ribera para cenar con su futura familia política.
Era noche cerrada, húmeda y fría pero sin el filo del invierno. En casa, pensó Justis, los sauces estarían dorándose, las flores de espino estarían terminando de brotar, y los primeros corderos estarían robándoles el sueño a los hombres de su padre. ¿Era la del labriego una vida mejor que la del universitario?, se preguntó. Más sencilla, sin duda, a efectos tanto prácticos como morales, y producía algo de indudable valor. Y no solía culminar en peleas, intrigas y cadáveres abandonados en el bosque. Tal vez debería casarse con Marianne, sacarla de esta ciudad infernal que ambos odiaban. A su madre le caería bien Marianne, estaba seguro.
Fremont no tenía cábalas tan placenteras con las que entretenerse para acortar el camino, sino que recorría las sendas de autorreproche que él mismo había impreso en su alma. Al llegar a la calle Minchin, casi estaba dispuesto a confesarse ante el doctor De Cloud y recibir o bien su perdón, o bien su justo castigo.
Ni los golpes con los nudillos de Blake ni sus voces recibieron respuesta, pero el pestillo se levantó cuando lo probó, y ningún grito recibió la apertura de la puerta ni su tímida entrada. La habitación estaba a oscuras, salvo por una vela que ardía en una mesa larga enterrada bajo una montaña de libros y papeles, y un fuego bajo que languidecía en la estrecha chimenea. Había un hombre sentado junto a ella, con las manos en vueltas alrededor de un libro que sostenía en su regazo. Al oír la puerta, se giró, miró a Blake y Fremont con semblante inexpresivo, y se volvió nuevamente hacia el fuego.
—¿Doctor De Cloud? —No era una pregunta retórica. El joven doctor tenía la cara cenicienta, sin afeitar, los ojos enrojecidos y cansados. El cuarto olía a humedad, a tinta y a libros viejos y mohosos.
—Marchaos —dijo—. Estoy trabajando.
Fremont emitió un ruidito ahogado que lo mismo podría haber sido una risita que un sollozo. Blake lo fulminó con la mirada, desafiándolo a huir. Fremont se la sostuvo.
—Soy Fremont, señor —dijo, sin dejar de mirar a Blake—. Fremont, con Blake. Tenemos que decirle una cosa.
—Deberá esperar hasta que haya concluido la prueba. —La voz del doctor De Cloud, al menos, era la misma de siempre, profunda, clara y razonable.
—Me temo que no puede esperar, señor —se disculpó Blake—. No hasta el debate, en cualquier caso.
Fremont decidió agarrar el toro por los cuernos.
—Se trata del debate, verá. Lord Nicholas Galing pensaba que usted estaba intentando restaurar la monarquía. Me…
De Cloud levantó una mano para acallarlo.
—No suelo recibir invitados —dijo en tono de disculpa—. Ésta es mi única silla. —Indicó la cama—. Por favor, sentaos. ¿Quién es lord Nicholas Galing, y cómo es que se ha interesado por mí?
Por segunda vez aquella noche, Fremont relató su historia. No le fue tan mal como la primera. Lógicamente, Blake destilaba desaprobación igual que destila hedor el patio de una curtiduría, pero el doctor De Cloud escuchó todas y cada una de sus palabras con intenso interés, asintiendo de vez en cuando, haciendo preguntas cuando Henry dudaba.
—Fascinante —dijo al final—. Estos nobles son una panda de suspicaces que se imaginan amenazas para su poder e influencia detrás de cada mata y debajo de cada toga. Han sido así desde que Alcuin bajó al sur, y seguramente ya lo eran antes. Los reyes les caían mal. Pero a los brujos los odiaban. —Bajó la mirada al grueso volumen con tapas de cuero que tenía en las manos.
El silencio se prolongó. Henry movió las posaderas en el duro colchón, pero el doctor De Cloud no dio muestras de haberlo oído. Era como si se hubiera olvidado de la existencia de sus dos invitados.
—Disculpe, señor —dijo con tirantez Justis Blake—. ¿Eso es todo?
El doctor De Cloud lo miró de soslayo.
—¿Qué es todo?
—Aquí Fremont le dice que ha estado espiándolo en nombre de un noble que busca pruebas de un complot monárquico, y usted sólo dice que la historia le parece fascinante. —Saltaba a la vista que Blake estaba esforzándose por mantener su tono debidamente respetuoso—. ¿No está preocupado? —continuó—. Estos hombres metieron a Finn y a Lindley en el Tajo, y también a un par de norteños. No se lo queríamos revelar, pero tiene que saberlo. Alaric Finn está muerto. Se suicidó cuando lo liberaron. Los norteños han desaparecido. Este asunto es serio, señor. Si yo estuviera en su lugar, me preocuparía.
El doctor De Cloud esbozó una ligera sonrisa.
—Justis Blake. Mi querido y responsable Justis Blake. Qué gran Creciente serías, de haber nacido noble. Esta noticia, pese a su gravedad, es el menor de los males que me acucian. Es un momento de prueba para todos nosotros: para vosotros y para mí, para lord Galing y su amo, para Theron Campion y su novia, para la cotorra de Crabbe y para esos imprudentes norteños que se hacen llamar a sí mismos compañeros del rey.
—Si he sido sometido a prueba —dijo Fremont—, habré fracasado estrepitosamente. Lo mismo podría suicidarme yo también, como el pobre Finn, y acabar de una vez.
—Sólo habrás fracasado si crees que la prueba ha terminado —dijo De Cloud—. El Festival de la Sementera se aproxima, pero aún no ha llegado. —Con inesperada energía, acercó su silla a la larga mesa y dejó el libro encima de los papeles—. Gracias por venir a avisarme, Blake, Fremont. Ha sido una cortesía y habéis obrado bien. Me recordáis que me queda mucho trabajo por delante. Creo que me veré obligado a suspender mis clases por completo hasta que se haya resuelto el desafío. Por favor, decídselo a los demás.
Lanzó una miradita alentadora a la puerta y vio cómo primero Fremont, y luego Blake a regañadientes, se levantaban de la cama y salían al hueco de la escalera. Fremont descendió sin detenerse, pero Blake se dio la vuelta en el umbral y preguntó:
—¿Qué piensa hacer, señor?
El doctor De Cloud se frotó el rostro con las dos manos.
—Trabajar, Blake. Tengo que trabajar. Ahora marchaos y dejadme a solas.
Blake, sintiéndose como si el mundo se hubiera vuelto loco y él fuera el único cuerdo que quedaba en él, cerró dando un portazo y bajó pisoteando los escalones. Necesitaba un trago; necesitaba perderse en el dulce cuerpo de Marianne. El doctor De Cloud y todo lo demás seguirían allí por la mañana, como solía decir su madre. Por esa noche, ya había tenido bastante.
Theron se atuvo a la seguridad de su adorada casa. No consideraba prudente ver de nuevo a Genevieve. Sus cartas, que le llegaban perfumadas con su piel, lo enviaban a la cama en busca de alivio. El mero hecho de pensar en su cabello negro levantado sobre su cuello le provocaba escalofríos. La boda era una buena idea. Dentro de pocos meses, podría satisfacerse con ella siempre que quisiera. Deseó que pudiera ser antes. Tal vez podrían adelantarla. De todas formas, ¿cuánto podía tardarse en organizar una boda?
Entre tanto, deambulaba por los peculiares y sinuosos pasillos de la casa de la Ribera, en busca de diversión. Necesitaba algo, pero no le interesaba nada. No podía leer. Probó con poesía, con ciencia, incluso con romances sensacionalistas, pero las palabras eran meras palabras, sonidos representados por estériles formas negras; no lograba cohesionarlas y encontrarles sentido. Sin embargo, sí que podía escuchar música. Eso le vendría bien. Pero Sophia no tenía ningún músico a su servicio. De modo que salió a las calles de la Ribera, en busca de alguno.
Hacia el final del día, la isla empezaba a despertar. Theron pasó por delante de puertas de tabernas, aguzando el oído por si escuchaba a alguien tocar. En la Gazuza de la Lechuza, un anciano arpista norteño ciego, que se dedicaba a la música cuando no estaba demasiado borracho y su arpa no estaba empeñada, había iniciado una melodía. El hedor a gente, cerveza y grasa en ebullición de la taberna era demasiado fuerte para Theron; pero se apoyó en uno de los postigos de fuera, disfrutando del aire fresco, escuchando. Sintió deseos de llorar de amor por la música y por las personas que también la escuchaban y la amaban con él. Un hombre salió del establecimiento y estuvo a punto de orinarle en las botas a la luz del crepúsculo. Al verlo, el hombre maldijo y sacó un cuchillo, pero Theron dijo:
—Chis, chis. —Y sacó plata de su monedero, y se la dio al hombre para que éste se la diera al arpista.
Aquella noche soñó con una feroz música de arpa, una melodía semejante a la del ciego pero más cargada de ornamentos, tocada por un hombre con las muñecas ceñidas de oro. Theron y sus compañeros bailaban con cuchillos, un son que no admitía pasos en falso. Al principio le costó, pero luego fue fácil. Sabían que estaban
Siendo observados, y levantaban la cabeza orgullosos, centellando sus cabellos trenzados a la luz de las antorchas, casi desnudo su cuerpo, ungida y resplandeciente su piel. Bajo un dosel, un grupo de hombres vestidos con pieles veían cómo danzaban. Sintió los ojos de uno de ellos sobre él, calentando el aceite que le cubría la piel.
Por la mañana estaba rendido. Se quedó en la cama casi hasta mediodía, luego decidió que debería visitar a los Randall, y luego decidió que no. En vez de eso le escribió a Genevieve una carta llena del anhelo que sentía por ella. Le pareció apropiada y romántica hasta que la repasó y descubrió que estaba plagada de obscenidades. Bajó a la biblioteca y, palabra por palabra, copió un poema de Aria. Había descubierto que si redactaba cada palabra sin mirar el texto, podía hacerlo con claridad. Al final del poema añadió la línea: Habla en mi nombre, y firmó.
Al día siguiente, Genevieve le escribió para responder que le había gustado el poema y preguntar si podría contarle algo más acerca del autor. Theron decidió que una discusión literaria podría venirle muy bien; para empezar, sería agradable que Genevieve supiera algo de poesía cuando estuvieran casados. Se dirigió a las librerías del pasaje de Lassiter para buscar algo apropiado. Encontró un Aria elegantemente encuadernado y encargó que lo entregaran a domicilio.
—¿Desea usted dedicarlo, señor? —preguntó el dependiente.
Theron cogió la pluma y no se le ocurrió nada que escribir salvo Para G con amor de TC. ¿Quién era TC?, se preguntó. ¿Lo representarían a él realmente esas líneas y curvas?
—¿La pluma, caballero?
Había estado escribiéndose en la mano TC, cubriéndose de letras.
—Oh —se rió, y el hombre se rió con él, y Theron se fue, ruborizado.
A fin de serenarse, entró en una joyería que conocía bien; Katherine lo había llevado allí para que eligiera un anillo al cumplir los dieciocho, un engarce para uno de los rubís de Tremontaine. El joyero reconoció a lord Theron. Estaba lo suficientemente al tanto de los rumores de la nobleza como para felicitarlo por sus desposorios.
—Y si busca usted un regalo para la afortunada dama, milord, le puedo enseñar algunas de nuestras bagatelas.
Theron examinó camafeos, sortijas y broches, pero nada le llamaba la atención. El joyero sonrió y bromeó respetuosamente a propósito de los jóvenes enamorados.
—En fin —concluyó—, en otra ocasión será. Pero mientras tanto me gustaría mostrarle a milord algo espléndido, una obra de las que no se encuentran todos los días. —Abrió un estuche de cuero cerrado con llave y lo sacó para que Theron lo inspeccionara—. Mi empleado se pasó semanas trabajando en esto. —Era un collar, una gargantilla, todo en oro bien forjado, cada pieza moldeada y labrada con una
Agradable armonía de curvas y rizos. Tenía la base cuajada de feldespatos como gotas de agua. O lágrimas, pensó Theron, o el semen que lubrica la punta del sexo de un hombre.
—Me lo quedo —dijo—. Para mi prometida. Un regalo nupcial. Es apropiado. Por favor, haga que lo envíen, y cárguelo a mi cuenta.
—¿Se refiere a la cuenta de la duquesa, milord, o prefiere abrir la suya propia ahora para su nueva casa?
¿Su nueva casa? Sí, había hablado de todo esto con Marcus, con Katherine, y con sus abogados. Al casarse, los ingresos de Theron aumentarían, se pondrían propiedades a su nombre; la familia de Genevieve, naturalmente, proporcionaría algunas de ellas. Su esposa querría comprar joyas para sí, y podría hacerlo aquí, a crédito.
—Mi propia cuenta —dijo—, por favor.
Se fue a casa y escribió a Marcus para explicarle que había sobrepasado su saldo actual. Sacó la factura de su bolsillo. El collar costaba lo mismo que una calesa, más de lo que la mayoría de la gente ganaba en un año. Vaya si sobrepasaba su saldo actual y, por favor, ¿no podría Marcus encargarse de que la factura se cubriera con un adelanto de sus rentas de Highcombe…? No. Tachó ese nombre con un grueso trazo negro, y luego derramó tinta por toda la página. No Highcombe. No iba a pedirle a la familia de Basil que le costearan el regalo para su novia. Apoyó la cabeza en los puños manchados de tinta y se frotó el lugar donde le dolía, las sienes que Ysaud pintara adornadas con astas. Quería a Basil. Basil no necesitaba oro, ni joyas; Basil era una colcha de piel en una cama de madera; Basil era un baúl lleno de libros raros; Basil era noches y días que se sucedían sin límite.
Señor de mi corazón, escribió, señor de la sangre que late en mis venas… Vivo para ofenderos y para redimir mi afrenta. Vivo por vos. Por cerrada que sea la espesura, os encontraré y me arrodillaré a vuestros pies, y vos haréis que vuelva en mí. Por favor, adelantadme los ingresos de lo que podáis encontrar y no sea ya de mi padre, algo que sea mío o que lo será cuando me haya vinculado a la tierra.
Cuando Marcus Ffoliot leyó la nota de Theron, emborronada de tachones y añadidos, partió de inmediato con rumbo a la Ribera. Era algo impropio de él; era como si se hubiera contagiado de la misma impetuosidad de Theron. Y, en efecto, después de que el paseo hubiera propiciado que se templara su ánimo, Marcus cambió de dirección y acudió a una casa mucho más próxima, el hogar de su primogénita, Diana.
La encontró en el cuarto infantil, lo cual les proporcionó el placer de adorar juntos al diminuto bebé.
—Habrás oído —empezó Marcus, limpiándose las babas del hombro— que lord Theron se casa.
—Me lo dijo madre. Qué raro; me parece tan joven.
Su padre sonrió.
—Es mayor que tú cuando te casaste con Martin.
Diana se encogió de hombros.
—Theron no es práctico. Siempre con la cabeza metida en sus libros, o perdidamente enamorado de alguien… iba a decir de alguien que no le conviene, pero está claro que esta chica no es inconveniente. ¿Quieres tu corderito? —Dirigido esto último al nervioso bebé, que estaba royéndole la manga—. Da, quieres el corderito, ¿a que sí? Está en el baúl.
—Intenta ser práctico. Pero, como tú dices, no le sale de forma natural. —Marcus le dio el cordero a su nieto.
—¡Ñam, ñam, mi chiquitín! ¿Cómo es su prometida? Espero que no pinte —añadió con acritud Diana.
Marcus soltó una risita.
—No lo sé. A lo mejor deberíais preguntárselo. Isabel y tú, quiero decir.
Su hija sonrió con picardía.
—¿Se trata de un «a lo mejor» de la duquesa o de un «a lo mejor» de Sophia?
—De un «a lo mejor» de Ffoliot. No quiero aburrirte con los detalles…
—Diana sonrió; era un antiguo código familiar que traducido quería decir «no es de tu incumbencia»… —pero creo que no sabe muy bien lo que quiere. Es como si estuviera intentando complacer e irritar a sus mayores al mismo tiempo. Somos apéndices sin valor, querida, válidos únicamente para firmar pagarés por valor de grandes sumas de dinero. Lo que admito que se me da muy bien. Pero tal vez… En fin, tenéis casi la misma edad. Y tú ya estás casada. Theron podría beneficiarse de tu experiencia.
—Y nos sabemos todos sus trucos. Si se trata de otro estúpido enamoramiento llevado demasiado lejos, se lo habremos sacado antes de la cena.
Theron se alegró de recibir la invitación a cenar con las gemelas. Le evitaba tener que pensar en ir a la Universidad. Era como si algunas partes de la ciudad se hubieran cerrado para él, marcadas PELIGRO tan claramente como si hubiera visto un mapa impreso con la señal. Quería ver a Basil desesperadamente; pero para él no era seguro ir adonde estaba Basil. En las calles de la Universidad, alguien repararía en él,
Y le haría preguntas que no podía responder; lo verían por lo que era, y por lo que no era, y los hombres armados con antorchas y cascabeles lo perseguirían por el bosque al caer la noche. En la Colina, estaba el peligro de Genevieve, y su prima la duquesa. Y entre la Colina y la Ribera había tiendas donde se podían comprar joyas a un precio que no podía pagar.
Isabel vivía en la Ciudad Media, al otro lado del río enfrente de la Universidad; debajo de la Colina, detrás de los muelles, en un distrito de pequeños comercios y artesanos. Su marido, Carlos, era músico; sus aposentos eran mucho menos espectaculares que la casita que había comprado el banquero de Diana, pero el hogar de Isabel estaba más cerca de la Ribera. Supuso que ésa era la razón por la que habían escogido reunirse con él allí.
Las chicas olían a calor y leche cuando las abrazó.
—¡Ooh! —Isabel enroscó un dedo en la trenza que lucía en el pelo—. ¿Un nudo de amor?
Sonrojándose, la deshizo con los dedos. No dejaba de encontrárselas; debía de hacérselas sin pensar, hilvanando trencitas mientras intentaba leer o escribir.
Diana preguntó:
—¿Te vas a cortar el pelo para la boda? Oh, ¿dónde están mis modales? —Le tendió una mano con gesto formal—. Por favor, acepta nuestros más sinceros y mejores deseos por vuestra futura felicidad. ¡Ahora cuéntanoslo todo!
Las habitaciones estaban bañadas por el sol, blancas las paredes, despojadas de todo mobiliario salvo lo más básico, aunque el que había estaba bien hecho. Theron reconoció la alfombra que les había enviado, en un puesto de honor ante la mesa del comedor. De lejos, el objeto más caro y hermoso de toda la casa era un elaborado teclado, el instrumento de Carlos.
—¿Está fuera? —preguntó Theron—. Me encantaría escuchar algo de música más tarde.
Isabel esbozó una sonrisa radiante.
—Debería tocarte sus nuevas variaciones, en ese caso. A mí me parecen absolutamente preciosas, pero él sigue empeñado en dejarlas perfectas para las fiestas de primavera de lady Montague.
Theron asintió con la cabeza.
—Háblanos de tu novia —exigieron—. ¿Es bonita?
—Mucho.
—Ojalá pudiéramos conocer antes a tu prometida. Papá ya la ha visto, pero no suelta prenda. Supongo que habréis estado celebrando unas cenas memorables en la mansión Tremontaine para su familia y todo eso.
—¡Si fuéramos más jóvenes —dijo Isabel, con expresión soñadora— nos podríamos disfrazar de criadas una noche a la hora de cenar y espiarlo todo!
—Qué mala, Is. Ya la veremos en la boda.
—Y después… Ay, Theron. —Isabel le cogió las manos—, ¿la llevarás a cenar con nosotras a casa de Katherine? A las cenas familiares, quiero decir.
Theron intentó imaginarse sin conseguirlo a la menuda y reservada lady Genevieve sentada a la misma mesa mientras Katherine, con una holgada bata con brocados, le tiraba migas de pan a Marcus, y las gemelas y Sophia discutían sobre dietas para bebés.
Sosteniéndole la mirada, los ojos de Isabel se cuajaron de lágrimas.
—Entonces, ¿eso es lo que significa esto? ¿Que te vas a volver todo señorito y adulto y abandonarás a la familia?
—¿Cómo podría hacer algo así? —susurró Theron—. Vosotras sois mi familia. —Le dio un beso en la mejilla. La cabeza de su hermana estaba en su hombro—. Seguiré viniendo a cenar, aunque a Genevieve no le guste —dijo. Miró a las dos mujeres, reflejo la una de la otra aun con sus vestidos de mamás, sus sobrios peinados y sus manos ensortijadas, de pie la una con el brazo alrededor del talle de la otra, como siempre habían hecho—. ¿Cómo podéis preguntarme algo así? Vosotras lo hicisteis primero: encontrasteis marido y nos dejasteis a todos.
Cruzaron la mirada, y sólo ellas entendieron lo que se querían decir.
Isabel dijo de repente:
—Hay fruta, queso y hordiate; me pareció que a nadie le apetecería chocolate a esta hora.
La comida estaba presentada en la mesa como una naturaleza muerta, con cuchillos de mango nacarado para la fruta y platos pintados. Justo cuando se estaban sentando, se oyó un gritito y un llanto en la habitación contigua. Las manos de Isabel subieron volando para cubrir la mancha que se propagaba por su corpiño.
Una niña llegó portando en brazos al lloriqueante bebé, casi la mitad de grande que ella. Isabel se desanudó el corpiño y acercó el bebé a su pecho.
Theron se quedó contemplando al lactante, sus deditos perfectos y los párpados rasgados cerrados de gozo mientras mamaba. La cosa más bonita del mundo, cálida, suave y viva, colmada de nuevas posibilidades. Sintió deseos de abrazar con fuerza al bebé, de protegerlo contra todo peligro. Sintió deseos de tener uno de su propia camada. Si hubiera empezado antes… Si se hubiera casado con Isabel, o con Diana, podría ser su hijo ahora el que la mujer sostenía contra su seno pleno y redondo. Pronto engendraría uno, con Genevieve; recordaría, cuando su vida latiera y pulsara por fin dentro de ella, que al estallar de placer, su propósito era hacer un hijo así, su hijo.
Se oyeron pasos pesados al otro lado de la puerta. Madre e hijo se quedaron muy quietos, indefensos, perdidos en su mundo de amamantamiento. Theron cerró los dedos alrededor de un cuchillo y esperó a que se abriera la puerta, a que se revelara el intruso. Acompasó la respiración, sin hacer ruido, listo para saltar.
La puerta se abrió despacio, muy despacio, y el hombre anunció su presencia ululando como un búho. Theron se tensó.
—¡Chiss! —susurró Isabel—. ¡Está casi dormida!
—¡Papá está en casa! —arrulló Carlos, y Theron soltó el cuchillo.
—¡Chiss! —sisearon las mujeres. El bebé hipó, se quedó callado. El corazón de Theron martilleaba en su pecho; su piel hormigueaba anticipando la lucha que no se había producido. No tenía nombre para lo que sentía: el amor y la necesidad de matar algo, ambas cosas a la vez, ambas volcadas en el niño que dormía, y en Isabel, su vieja amiga, transformada ahora bajo su protección.
Apoyó una mano en el hombro de Carlos.
—Cuida de ella —dijo, con la voz impregnada de esta nueva sensación.
Carlos no apartó la mirada de su mujer y la pequeña.
—Oh, es ella la que cuida de mí.
Los dedos de Theron se crisparon.
—Hablo en serio.
—Por supuesto.
Theron le dio un abrazo.
—Quiero oír tu música. Pero no ahora. Ven a la Ribera; haré que afinen la espineta. La música es muy buena. —Dirigiéndose a las mujeres, añadió—: Gracias por… por una velada encantadora.
Diana apartó la mirada de reojo de la cabecita.
—Oh, Theron… ¿no puedes quedarte? Tenemos tantas cosas que contarte.
—Lo siento. Debo irme. Ahora. —Sonó descortés, grosero casi, pero era mejor que quedarse y hacer no sabía qué.
—Por favor —dijo Carlos—, saluda cariñosamente a lady Sophia de nuestra parte.
—Lo haré. Le hablaré del bebé. —Sonrió con expresión de impotencia a su alrededor—. Adiós.
Cuando la puerta se hubo cerrado a su espalda, las hermanas cruzaron la mirada.
—Volveré a acostarla —dijo Is, a lo que Diana repuso:
—No, déjame a mí.
—Dejadme a mí —dijo Carlos; y, naturalmente, le dejaron.
Isabel contempló la mesa, aún pulcramente arreglada salvo por un cuchillo para la fruta, que ahora estaba en el suelo.
—No ha comido.
—Le pasa algo malo —dijo Diana.
—Peor que malo. A ésta no la quiere ni un poco.
—Es desdichado. Está tan nervioso que apenas puedo estar en la misma habitación que él. —Diana cogió el cuchillo y una manzana, y empezó a pelarla furiosamente—. ¡Ojalá pudiéramos plantarnos delante de esa mocosa de los Randall y decirle que lo deje en paz!
Isabel la abrazó.
—¿Qué deberíamos hacer?
—Probablemente deberíamos decírselo a lady Sophia.
—¿Qué? ¿Que no está enamorado de su prometida? Me imagino que ya lo sabe.
—Si lo hubiera dicho antes —se quejó Diana.
—¿Y por qué no lo ha dicho antes? ¿Por qué no anula el compromiso, por qué no dice que ha cambiado de opinión?
Su hermana la mujer del banquero le lanzó una mirada de paciente exasperación.
—Papá ha redactado ya los contratos. Ahora Theron no puede incumplirlos.
—¿Y Genevieve Randall sí?
Diana tamborileó con los dedos.
—Esa mujer está en su derecho. Pero que un lord rechace a su prometida… En fin, con todas las cosas que pueden hacernos los hombres con total impunidad, debería ser un consuelo saber que ésta no es una de ellas.
—Hmm. —Isabel jugueteó con sus encajes—. Yo digo que lo hagamos de todos modos. ¿Qué es lo peor que podría pasar?
—¿Para ella? Implicaría que él le ha encontrado alguna falta, que la ha juzgado y la declara indigna de alguna manera. Nadie más correría a pedirle la mano. Le arruinaría la vida. En cualquier caso, sería un insulto.
—Antaño, se habría requerido un espadachín con toda seguridad. Para desafiar a Theron, quizá incluso a muerte. ¿Tienen espadachín los Randall?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Podrían contratar a uno, eso seguro. Pero aunque no lo hicieran, Theron quedaría en mal lugar. La gente empezaría a cuchichear otra vez acerca del carácter problemático de los Campion, sacarían a relucir los viejos trapos sucios de Katherine, y… y de lady Sophia. Cuando Theron eligiera novia de nuevo, los contratos serían brutales.
—¡Esa chica tiene que anular la boda!
—¿Por qué debería hacer algo así? Theron es un buen partido.
—En realidad, a lo mejor es muy simpática.
—Me extrañaría —dijo lúgubremente Diana—. Theron siempre ha tenido un gusto pésimo para las mujeres.
—Di —susurró Isabel—. ¿Alguna vez has deseado que Theron y tú…?
Diana la miró con dureza.
—Por supuesto que no.
—Oh. Es sólo que, aquel verano, cuando teníamos dieciséis años, estabas encima de él todo el rato, y en casa no parabas de hablar de él.
—Bueno, ¿qué otro tema de conversación teníamos? —preguntó con ferocidad Diana—. ¿La tos de Andy? Theron llevaba una vida interesante; nosotras no. —Dejó la manzana en un plato, escrupulosamente troceada—. Conocer a Martin es lo mejor que me ha pasado nunca. Me encanta la banca.
Isabel consideró prudente cambiar de tema.
—A propósito —dijo—, madre me ha dicho que han invitado a Jessica a la boda.
—¡No! ¡No vendrá nunca!
—Pues claro que sí… Si la invitación llega hasta ella. A saber dónde está, en ese barco suyo. Si hay algo capaz de traerla a casa, creo que sería la oportunidad de ver cómo se casa su hermano.
En la habitación contigua, empezó la música.
—Cenemos —dijo Isabel.