Capítulo VIII

Para cuando lord Arlen envió a llamarlo por fin, Galing se hallaba inmerso ya en un trance de frustración extrema. Sus criados habían sufrido la peor parte de su mal genio, hasta tal punto que su jefe de servicio hubiera presentado su renuncia de no estar seguro de que lord Nicholas volvería a mirar en razón tarde o temprano, como ocurría siempre.

La irascibilidad de Galing no tenía nada de extraño. Se le había metido en la cabeza la idea de que el heredero de Tremontaine estaba implicado en una conspiración de algún tipo. Los informes de Henry, los cuadros de Ysaud, las conversaciones que él mismo había tenido con Campion, todo apuntaba a un hombre de arrogancia exorbitada e ideas románticas, un hombre al que fácilmente se le podría convencer con halagos para que aceptara una corona. Lo único que necesitaba Nicholas era el respaldo de la autoridad de la Serpiente y pronto averiguaría quién planeaba otorgarle dicha corona. Había escrito a Arlen para contarle que tenía que informar de algo importante; le había enviado incluso una nota a Edward. Y Arlen llevaba semanas dándole plantón. Cuando por fin recibió su llamada, hubo de recurrir a toda su fuerza de voluntad para no estamparle el mensaje en la cara al emisario.

Acostumbrado como estaba ya a las manías de Arlen, Galing capeó como pudo el intercambio de cumplidos inicial de rigor, respondiendo con lodo el saber estar del que era capaz a preguntas sobre el estado de salud de su madre y a qué espadachín pensaba apoyar en los duelos de exhibición. Arlen no iba nunca directo al grano. Pues bien, Galing tampoco lo haría; pero cuanto más se eternizaba el tema de los espadachines, más se consumía su paciencia. Tal vez Arlen pretendiera cederle el movimiento de apertura. En cualquier caso, no podía esperar más.

—He estado viendo a Theron Campion últimamente —dijo con picardía. Un joven de lo más original.

—¿Si? —ronroneó Arlen—. A mí me parece ordinariamente grosero. Amantes indebidos, intereses pueriles, jaranas… ¿Qué tiene eso de original?

Era ahora, pensó Galing, o nunca.

—Estaba pensando más bien en traiciones.

—¿Sí?

El fuego crepitó. Lord Arlen sorbió su vino y paseó la mirada por las llamas, ofreciéndole a Galing una oportunidad inmejorable de analizar su perfil aquilino. Nicholas se sentía desconcertado. ¿Quería Arlen su informe o no? Todo es una prueba, le había recordado Edward el otoño pasado al empezar todo esto. ¿Una prueba de qué? ¿De paciencia? ¿De persistencia? ¿Debía demostrar acaso que era capaz de mantener dos conversaciones a la vez?

—Te ruego que me disculpes —dijo con voz crispada—. Pensé que me habías llamado para hablar sobre un posible complot realista en la ciudad. Si prefieres chismorrear sobre espadachines y chalecos, estoy, naturalmente, a tu disposición.

—La traición es una grave acusación, Galing —dijo Arlen—. Supongo que dispondrás de pruebas sólidas para hacerla.

Nicholas desembaló sus notas y dejó todo cuanto sabía y había deducido ante el Canciller de la Serpiente. Arlen lo escuchó con expresión seria, consultó los papeles que le entregó Galing, hizo una o dos preguntas y, cuando hubo terminado, dijo:

—Debo felicitarte, Galing. Tienes madera de espía, únicamente te falta poner rienda a tu afán por razonar más allá de lo que arroja tu información. Todo esto —dio unos golpecitos al fajo de papeles que tenía en la rodilla— es muy interesante, muy útil. Te lo agradezco. No es preciso que hagas nada más.

Galing era demasiado buen jugador de cartas como para dejar traslucir su sorpresa, pero tardó un instante en refrenar su temperamento. Cuando le pareció que podía volver a hablar con garantías de no decir nada que pudiera poner en peligro su futuro profesional, observó:

—Me alegra oír que el tema de la rebelión norteña se haya zanjado tan deprisa.

—Zanjado precisamente, no; confinado al norte, tan sólo. Mis agentes están investigando las actividades de esa sociedad que se hace llamar, en un alarde de imprudencia, los Compañeros del Rey. Gracias a ti, los cabecillas del brazo universitario, maese Greenleaf y maese Smith, están a buen recaudo lejos de todo peligro. En cuanto a la rama del norte… en fin, mi agente la describe como una asociación de jóvenes solteros que se reúnen de vez en cuando en el bosque para celebrar estrafalarios rituales que mezclan por igual el folclore local y el gusto de la juventud por el misticismo y la cópula indiscriminada. Los tenemos estrechamente vigilados.

—¿Y los problemas en el norte?

Arlen se encogió de hombros.

—Como creo que te dije ya el otoño pasado, los granjeros del norte siempre están descontentos. Ahora están más descontentos que de costumbre, pero se están tomando medidas para apaciguarlos. No te preocupes por lo que oigas sobre ellos.

—¿Qué hay de Campion? —Cuesta más controlar la voz que las emociones. Nicholas sintió cómo se infiltraba una nota plañidera en su tono y apretó el puño de rabia.

Arlen no pareció darse cuenta.

—Campion va a casarse con la hija de lord Randall en otoño, y viajará con su esposa al archipiélago kyrilio en calidad de embajador diplomático ante el parlamento.

—Pero los cuadros de Ysaud…

—No significan nada. Madame Ysaud es una excéntrica reconocida, con el mismo interés por la política que mi gato. Querido Galing, no tienes nada. Aparte del incidente de la Última Noche, no existe ninguna relación entre Theron Campion y los compañeros del rey o, ya puestos, ninguna otra facción, política o no. Eso nos deja con una causa sin motivo o un motivo sin causa; en pocas palabras, con nada. —Cabeceó afablemente en dirección a Galing, que estaba ciego de rabia—. Tu interés te honra, Galing, pero te lo aseguro, no hay de qué preocuparse.

—No me lo creo —dijo Galing.

Los párpados de lord Arlen descendieron en un pestañeo lánguido: empezaba a irritarse.

—Caso cerrado —dijo—. No hay pruebas.

—Hay pruebas de sobra —insistió Galing—. Está la Caza, y el hecho de que Campion la condujera al bosque de robles; está su relación con De Cloud, que parece empeñado en demostrar por todos los medios que los brujos no eran unos farsantes.

—Esos incidentes no demuestran nada —dijo con voz glacial Arlen—. Se trata de simples coincidencias magnificadas para indicar algo por pura ambición. ¿Dónde está el ejército del joven Campion? ¿Dónde están sus aliados? ¿Cuándo habría planeado todo esto? ¿Y con quién? Si no he entendido mal, lo que sugieres es que Theron Campion está destinado de alguna manera a restaurar la monarquía. Dadas las circunstancias, para creer en semejante eventualidad uno tendría que creer en la magia. —Arlen hizo una pausa—. ¿Ha encontrado algo en el transcurso de sus investigaciones, lord Nicholas, que lo convenza de la existencia real de la magia?

—Por supuesto que no —se apresuró a responder Galing. Hubiera sido una temeridad contestar cualquier otra cosa a la pregunta de Arlen, aunque para sus adentros había empezado a preguntarse si no podría haberse practicado alguna vez algo muy parecido a la magia en las cortes de los antiguos reyes. Sus reflexiones privadas, sin embargo, no eran de la incumbencia de Arlen. Como tampoco lo eran ninguna de las preguntas que se le ocurriera hacer o las amistades que pudiera elegir a fin de hacer averiguaciones por su cuenta. Entre sus objetivos inmediatos se contaba el poner freno definitivamente a lo que fuera que Theron Campion se traía entre manos—. Tiene usted toda la razón, lord Arlen —continuó, obsequioso—. Le

Ruego que me disculpe. Es… en fin, decepcionante dedicar tanto tiempo a algo y ver que no ha servido de nada.

—De cada veinte pistas que investiga un espía, sólo una o dos conducirán a un destino claro —dijo con amabilidad Arlen—. Tienes que reponerte y pasar al siguiente proyecto.

Galing lo miró con expectación.

—Así lo haré, señor. Gustoso. ¿Y cuál es ese próximo proyecto?

—Todo a su tiempo —dijo Arlen, sonriendo—. Ahora mismo no tengo nada a mano que requiera tus talentos especiales. Vete a casa, ocúpate de tus asuntos, olvídate de toda esta tediosa historia antigua. Y deja en paz a Theron Campion, ¿eh? Ocupa un puesto demasiado elevado como para hostigarlo sin razón.

—Por supuesto —murmuró Nicholas, falsamente sumiso—. ¿Y De Cloud?

—Dejemos que De Cloud se cave su tumba con sus propias palabras. —Arlen se inclinó hacia delante y capturó los ojos de Galing con su firme mirada de depredador—. Déjalo correr, Nicholas. Y si no puedes, ándate con pies de plomo. Me daría rabia perder un aliado tan prometedor.

Galing asintió con la cabeza, se puso de pie, se despidió y salió de la casa de lord Arlen. No tenía la menor intención de dejarlo correr. Como tampoco pensaba andarse con pies de plomo. La mejor manera de cruzar una capa de hielo resquebrajadiza no consiste en avanzar tanteando el terreno, sino en correr ligero al otro lado. Perseguir al muchacho no sería propio; esperaría a ver si Campion se presentaba en su fiesta teatral. Y si no, en fin, su ausencia le proporcionaría a Nicholas una buena excusa para ir a visitarlo. La cacería había dado comienzo y su presa había echado a correr. Dentro de poco, la acorralaría.

Dos días después de su pelea con Theron, Basil se hallaba en un estado de nervios deplorable. Había lanzado un hechizo del libro prohibido y le había revelado verdades que, en retrospectiva, preferiría no haber descubierto. O puede que fuera el sentido común lo que se las había revelado, y la propia conducta de Theron, que últimamente era muy extraña, y no se tratara de magia en absoluto, sino de simple imaginación y coincidencia. También estaban los sueños, tan vividos, que no lograba recordar cuando despertaba, salvo imágenes inconexas de hombres con pieles y delicadas pezuñas, de sus manos convertidas en zarpas recubiertas de pelaje pardo, de un radiante estanque de agua, robles, acebos y un cuchillo con empuñadura de hueso. Se sentía nervioso, incómodo, descolocado, como si su piel no le perteneciera. No podía trabajar.

Todo esto tenía dos posibles explicaciones. O bien estaba volviéndose igual de loco que los reyes, o bien estaba convirtiéndose en un brujo cabal. La impresión de que

Sus pensamientos y palabras no le pertenecían por entero era un claro indicativo de demencia, sin duda. Pero era todo verdad, lo que se habían dicho Theron y él, ¿no? Theron no había llegado a admitir que su perla era de una mujer; pero tampoco lo había negado.

¿Brujo u orate? Basil no estaba seguro de qué explicación lo asustaba más. Y no tenía forma de saber cuál era la más probable sin ver a Theron de nuevo. Su encuentro había sido tan raro, impregnado de celos y teñido de rabia, que parecía más un cuadro o una obra que hubiera presenciado que una conversación en la que hubiera participado. Hablar con Theron liaría por lo menos que pareciera algo concreto, palpable, susceptible de ser discutido. Estaba dispuesto incluso a disculparse, si era necesario.

Pero ¿hablaría Theron con él? ¿O estaría demasiado enfadado? ¿Se habría malogrado el cariñoso placer de todo un invierno en una sola noche?

Si se tratara de una simple rencilla, Basil podría haber hecho esperar a Theron un poco más. Pero estaba el libro, y sus sueños, y Basil necesitaba saber, definitivamente, si se había vuelto loco o no. De modo que salió en busca de su amante, empezando por los lugares que solían frecuentar los retóricos.

Nadie había visto a Theron en el Tintero, la Parra Agostada ni el Zarzal. Basil bajó a la Perdiz Dorada, donde los estudiantes nobles gustaban de beber clarete carísimo.

La Perdiz Dorada era un establecimiento espacioso de ventanas altas sito encima de una librería; se trataba de un antiguo salón de actos, quizá, o un tribunal menor, con el techo poblado de tallas que representaban bestias extrañas y criaturas semihumanas que sostenían la repisa de la inmensa chimenea. Siempre era un lugar bullicioso, pero hoy el ruido era ensordecedor: al fondo de la sala, los nobles alumnos brindaban y apuraban sus bebidas de un solo trago, encaramándose a las mesas de un salto entre medias. Basil miró a su alrededor. No vio a Theron, pero Cassius, precisamente, estaba sentado junto a la puerta con un vaso de vino tinto delante.

Basil se abalanzó sobre él.

—¿Qué haces tú aquí, Cassius? Pensaba que detestabas este sitio.

—Me han invitado a tomar algo —fue la sucinta respuesta—. ¿Cuál es tu excusa? ¡Deberías estar en casa, trabajando en ese desafío!

—Estoy buscando a lord Theron Campion —dijo con brusquedad Basil—. ¿Está aquí?

—Ya no. Se fue a… es decir, seguramente estará en el Nido. Si te das prisa, tal vez consigas alcanzarlo…

Una voz se impuso al clamor general:

—¡Tengo uno, tengo uno! Por Campion: cazado por fin… ¡Por que a todos se nos dispense de tan triste destino!

—¡Bien dicho, Perry! Ese hombre se merece algo mejor. ¿Qué tal éste? Por Campion: ¡por que romper la virginidad de su prometida le proporcione tanto placer como romperle el culo a su amante!

Se produjo un instante de silencio consternado.

—Hemmynge, qué bruto —dijo alguien.

Basil paseó la mirada por la concurrencia: rostros vueltos hacia él o fijos en sus copas y jarras, rubicundos, pálidos, redondos, demacrados, aguardando todos su reacción.

—Idiotas —masculló Cassius, mientras cogía a Basil del brazo—. Da igual, viejo amigo, vamos…

—Es tradición —dijo Basil, alzando la voz hasta alcanzar el timbre que utilizaba en sus clases— brindar por un hombre con ocasión de sus desposorios. —Le arrebató a Cassius la copa de la mano laxa y la levantó para toda la sala—. Por lord Alexander Theron Campion de Tremontaine. Porque su dedicación a su nombre y su linaje sea digna y justa. —Se acercó la copa a los labios y apuró el excelente vino tinto hasta las heces.

Su brindis fue recibido con un silencio estupefacto que se desmigó en murmuraciones cuando giró sobre los talones, bajó los escalones a paso vivo y salió a la tarde fría y brillante. Basil no sentía rabia mientras recorría las estrechas callejuelas, tan sólo una lenta hemorragia mental y espiritual que únicamente se contendría cuando viera a Theron Campion humillado de rodillas ante él.

Si no estuviera tan atareado con los detalles de la boda, pensó Theron, enloquecería. ¡Lo que fuera con tal de no pensar en lo que había ocurrido entre Basil y él! No se podía creer lo que se había oído decir. Las palabras habían salido de sus labios sin pensar, sin premeditación, como si estuviera leyendo unas líneas recién escritas, húmeda aún la tinta.

Lo peor era que sabía que eran verdad. Basil y él se habían querido, sí, pero igual que se quieren las sombras, apuntando cada una hacia una figura proyectada por algo real, sin ver nunca sin embargo más allá de la forma de la sombra. El año que había pasado estudiando metafísica había leído algo por el estilo. Todos sus estudios, no obstante, todas sus lecturas, meditaciones y discusiones… todos estos años de trabajo, ¿adónde lo habían llevado? Seguía siendo el mismo idiota que sería si los hubiera dedicado a aprender cirugía, o a la cría de perros, o a distinguir entre el tafetán color verde caca de oca y el verde vaina de guisante. No había aprendido nada que le sirviera de algo. Se había enamorado, había entregado su corazón y se había sentido a salvo, para luego descubrir que estaba equivocado de medio a medio. Más aún, todos cuantos lo rodeaban habían sabido desde el principio que se

Equivocaba y esperaban solamente a decírselo. Aunque todavía seguía sin saber muy bien qué había hecho mal esta vez. Basil era todo cuanto podría desear nadie en un amante: bello, brillante, entregado…

Por suerte, reflexionó Theron, esta vez sería la última. Se casaría con lady Genevieve, y quizá le fuera fiel después de todo. Sabe dios cuánto la deseaba ahora mismo. Su inexperiencia significaba tan sólo que podían dedicarle todo el tiempo del mundo a los rudimentos. Le parecía que era de las que aprendían rápido. Cuando le hubiera cogido el tranquillo a las cosas, se imaginaba que tardarían en aburrirse el uno del otro. El hecho de que no estuviera enamorado de ella seguramente jugaba a su favor. Probablemente sólo podría llevar una vida decente con alguien de quien no fuera tan estúpido como para enamorarse desde el principio.

El enlace se había anunciado oficialmente en el baile donde Genevieve le había dado su pendiente. La fecha de la boda se había fijado para el otoño; era demasiado tarde para organizar una ceremonia en primavera, y todo el mundo estaría en el campo en verano. Seguramente él también iría al campo. La ciudad siempre se infestaba de fiebres en verano, y no sería decoroso morir antes de sus nupcias. Pensó que acudiría a alguna de las haciendas de los Tremontaine, tal vez con las gemelas y sus bebés. Di e Is podían dedicar los meses de calor a darle consejos sobre la vida de casado; eso les gustaría. De ninguna manera iría a Highcombe, aunque allí todas las personas que lo habían conocido desde que era un niño enfermizo querrían felicitarlo por sus desposorios. No pensaba arriesgarse a encontrarse con el tremebundo padre de Basil, el gallo del gallinero de Highcombe.

Theron era ahora un huésped siempre bien recibido en casa de los Randall; de hecho, se esperaba de él que fuera a visitarlos casi a diario, so pena de que se dispararan los rumores. Ojalá pudiera irse al campo ahora mismo; la cantidad de cosas que se esperaban de él estaba resultando ser una carga demasiado pesada. Sus primos los Talbert iban a celebrar una cena para la pareja recién prometida, y Katherine le había pedido que repasara una lista de invitaciones a parientes lejanos. Pensaba mandar aviso incluso a Jessica, dondequiera que estuviese metida, con la esperanza de que llegara a casa en otoño. Se preguntó qué diablos opinaría Ysaud de todo aquello; sin duda se habría enterado ya.

¿Y Basil? ¿Lo sabía Basil? Alguien debía de habérselo dicho, a estas alturas. Ojalá hubiera podido darle la noticia personalmente. Habría sido difícil, pero por lo menos le habría podido explicar que no era porque ya no lo quisiera, sino más bien, a su extraña manera, por todo lo contrario. Tal vez debería escribirle. Tal vez no. Todavía tenía clases a las que asistir. Pero evitaría el Nido del Pájaro Negro. Tony Lindley y su panda se subirían por las paredes.

También los sueños habían regresado; sabía que eran los mismos, aunque esta vez él no fuera el mismo en absoluto. Era como si los sueños hubieran dejado de tomarse la molestia de atraerlo hacia ellos para, en vez de eso, abrirle una puerta que él cruzaba por voluntad propia. Era un hombre de cabellos trenzados y adornados con

Cuentas y cascabeles. Otros hombres, sus hermanos, lo observaban desde las sombras de la arboleda mientras se encaminaba hacia el mismo condenado claro de siempre. Estaba muerto de miedo, pero era crucial que nadie se percatara de ello. Quería lo que había allí, pese a no saber lo que era. Era como un picor en la espalda, inalcanzable. Era como intentar recordar la única cosa que podría salvarle a uno la vida.

Basil estaba sentado en sus aposentos de la calle Minchin. Había cerrado la puerta con llave y su mesa de trabajo se hallaba despojada de todo salvo un grueso libro solitario con tapas de cuero. Basil apoyó una mano en la hoja de roble estampada en la cubierta. Había llegado el momento.

Se sentía completamente tranquilo. Theron lo había traicionado. Eso carecía de importancia: los amantes se traicionaban unos a otros. Los reyes habían traicionado incluso a sus brujos; a menudo, si es que sus investigaciones no lo engañaban. Alexander Pelocorvo había traicionado al gran brujo Guidry al enamorarse de Rosamund de Brightwater y desear casarse con ella. Pero los brujos siempre conseguían meter en vereda a sus reyes en última instancia, aun cuando dicho final, como en el caso de Alexander, fuera la muerte.

El problema, evidentemente, era que Theron aún no era rey. Basil había encajado todas las piezas a lo largo de las interminables noches de invierno, una frase suelta por aquí y una pista por allá, con el comentario sobre los hechizos para ayudar a ponerlo todo en su contexto. Había empezado algo la noche del solsticio mientras yacía con Theron al regresar éste de la cacería, y ahora había llegado la hora de dar el siguiente paso. Prisionero en la ciudad, perdido en un laberinto de piedra, mortero y seca madera muerta, carecía del contacto con la tierra viva del que habían disfrutado los brujos norteños antes que él. Pero contaba con sus sueños y sus conocimientos, y con la capacidad de analizar la información y razonar conclusiones partiendo de sus premisas. Había meditado largo y tendido, y había llegado a la conclusión de que Theron y él se habían conocido porque algo los había unido: el destino, la magia, la tierra que anhelaba, tras tantos siglos, un brujo y un rey a los que servir.

Las lágrimas le empañaron la vista de repente. Era demasiado. Era indigno, no estaba preparado, le faltaba la formación necesaria. Jamás lograría comprender las palabras de los hechizos que lanzaba, jamás dominaría el poder realmente como había hecho Guidry, cuya propia mano había inscrito las palabras que él estudiaba, ni siquiera como Pretorius o Ranulph, aunque el sur había mermado sus fuerzas. Pero su estudio, su devoción, le había enseñado qué significaban los hechizos y por qué, en el fondo de sus huesos y su sangre donde las meras palabras carecían de significado. Mediante algún proceso que escapaba a su entendimiento, Basil se había convertido en un brujo, y digno o no, era su deber, su obligación sacrosanta, someter al joven rey a su prueba y vincularlo por fin a la tierra.

El fechizo de la prueba suma era largo y complicado. Basil lo releyó una y otra vez, vaciando su mente de pensamientos y emociones, llenándola de imágenes de hojas verdes y aguas cantarinas, de un joven de larga melena negra y un venado que saltaba como una ola al romper entre las ramas del bosque.

A la tercera, lo leyó en voz alta.

Theron se encontraba en la Colina, en la dorada sala de estar de los Randall. Le había traído a Genevieve un libro con impresiones de flores a color, puesto que ella le había dicho que le gustaban los jardines. También un libro de poemas, puesto que le había preguntado por algunos que él le había citado en una carta. Había hecho que le amoldaran al dedo el anillo que él le había regalado. Era uno de los rubís de Tremontaine, y le quedaba algo chillón porque sus huesos eran tan pequeños y el rojo en realidad no le sentaba bien. Pero lo importante era que lo luciera mientras durara el noviazgo. Tal vez Theron podría haber elegido con más cuidado, pero había crecido escuchando historias sobre los rubís de las familias ducales y significaban algo para él.

Lady Randall había mandado a Genevieve a buscar un cojín con bordados que, estaba casi segura, exhibía la misma flor que una de las del libro (aunque Theron ya conocía a Genevieve lo suficientemente bien como para darse cuenta de que la joven, pese a su dócil aquiescencia, estaba segura de que no era así); mientras tanto, lady Randall enumeraba las ventajas para la salud que tenía el beber vinagre, algo que era una simple fantasía de los ricos sobrealimentados, según Theron le había oído decir a su madre no pocas veces. Estaba mostrándose encantador y solícito con ella, puesto que había descubierto que no tenía otra opción; y además, ¿qué más daba? Casi era divertido. Genevieve trajo el cojín, pero las flores no se parecían en nada, de modo que su madre la mandó a la otra punta de la sala a seguir buscando.

En ese momento Theron olió hojas verdes y agua corriente, aunque las ventanas estaban cerradas y la casa de los Randall, lejos del río. El olor era tan fuerte que levantó la cabeza y soltó un gritito.

Antes de darse cuenta, había caído de rodillas.

—Querido, ¿qué ocurre? —Lady Randall se erguía sobre él, intentando soslayar el obstáculo de su corsé para ayudarle a ponerse de pie. Theron sentía el cuerpo grávido; su sexo era un lastre entre sus piernas. Por una vez, no supo qué responder. Lady Genevieve llegó corriendo a su lado envuelta en un remolino de faldas.

—¡No! —exclamó con voz ronca Theron, levantando un brazo para repelerla—. No…

La fragancia de la muchacha le llenó la nariz. Intentó incorporarse, pero sus manos se negaban a abandonar la seguridad del suelo. Las borrosas enaguas de Genevieve

Lo asaltaban con sus estridentes frufrúes, como si algo se dispusiera a embestirlo cargando entre la maleza. El olor a mujer lo abrumaba. El instinto lo impelía a correr hacia ese olor, pero también a alejarse de los sonidos.

Echó la cabeza de golpe hacia atrás y recuperó el equilibrio.

—Tengo que irme —jadeó—. Por favor, debo irme…

Estaban diciendo algo, pero no acertaba a entenderlas. Corrió, apartando a puntapiés los regalos que le había traído, para llegar a la ventana, al aire fresco. Lidió con el pestillo, consiguió abrirlo e inspiró hondo. Era la salida. La tomó: saltó por encima de la repisa a trompicones y cruzó el jardín despavorido, con la cabeza enhiesta, abiertas las aletas de la nariz para detectar el olor del peligro, siempre a la carrera.

Theron no recordaba cómo había encontrado el camino hasta su hogar en la Ribera. Había tardado mucho; se había deslizado furtivamente de una sombra a otra, temeroso de dejarse ver. Había avanzado guiándose con el olfato, lejos de los jardines y el perfume, dejando atrás las tiendas traicioneras, las casas jabonosas y las pungentes curtidurías bañadas de sangre, hasta captar el rastro limpio del río y las piedras que lo encauzaban, y había cruzado el agua hasta las calles que sus pies conocían en la oscuridad. Se había hecho de noche. Los ribereños deambulaban por las calles camino de sus arcanos asuntos en la ciudad: ladrones y cortabolsas, prostitutas y picaros de todo tipo. Pasaban junto a su forma inmóvil sin verlo, sin oír su respiración siquiera. Se había detenido ante la pequeña puerta privada de su casa, acariciando la madera, aspirando su grano de roble y el hierro que lo afianzaba. Se había quitado la ropa mientras subía las escaleras. Le había asaltado el olfato su propio olor a miedo y extenuación; se había quedado dormido envuelto en la fragancia y el calor de su propio cuerpo.

Theron se despertó justo al amanecer, alerta al trino de los pájaros. El cielo era frío y gris. La sed que lo poseía era tan feroz que vertió agua helada en su palangana y bebió de ella. Se echó por encima una bata holgada y buscó papel y pluma.

«Querida lady Randall», escribió. «Mi conducta de ayer fue inexcusable para cualquiera, pero doblemente para alguien a quien tanto estimo. Así y todo espero que sepa excusarme con más elegancia que la mía, y aun que encuentre en su interior la voluntad de agradecerme que abandonara con tanta presteza su grata compañía, puesto que me había asaltado un mal que, de haberme quedado, hubiera supuesto una inconveniencia para todos». Sonrió; no en vano era retórico. Al releer la carta vio que apenas reconocía la caligrafía. Las letras se veían raras, mal formadas. Con el ceño fruncido, Theron llamó a Terence. Estaba muerto de hambre; no había cenado nada la noche anterior.

—El desayuno —ordenó Theron—. Lo que haya, pero deprisa.

Volvió a concentrarse en su carta, una nueva hoja de papel, formando las letras meticulosamente como si de un calígrafo ejercitándose se tratara: ganchos, cuencas, curvas y rizos… y descubrió que lo que había hecho era una serie de espirales, como un laberinto. La tiró a las ascuas; llameaba brillantemente cuando llegó Terence con una bandeja.

—Salchichas, milord. —Su olor inundó la estancia de sangre y muerte. Theron sufrió una arcada y llegó a su palangana a tiempo de vomitar violentamente dentro de ella.

Dictó su nota de disculpa al secretario de su madre; a cambio, los Randall le enviaron una cesta de uvas de invernadero, que comió agradecido. Su madre le tomó el pulso y le auscultó la lengua y debajo de los párpados. Su pulso, dijo, era tumultuoso. Por lo general no creía en las sangrías, pero Theron estaba tan nervioso que pensó que podría hacerle bien y ayudarle a recuperar el apetito. Theron quiso decirle que daría cuenta de toda la fruta y las ensaladas que tuvieran a bien ponerle delante, sólo la carne y el queso lo repugnaban; pero se sentía agitado y distraído al mismo tiempo, remiso a hablar. Sophia mandó a buscar su bacín y su lanceta; llegaron en una bandeja cubierta con una servilleta blanca.

—Extiende el brazo, cariño —dijo Sophia, y Theron obedeció. El acero se elevó, resplandeciendo cegador y afilado, y profirió un alarido desgarrador que se oyó por toda la casa. Sophia se quedó inmóvil—. Theron —susurró. El joven estaba pegado a la pared más alejada, medio envuelto en una cortina.

—No —imploró—, no, no me cortes, no…

Sophia lo apaciguó hasta que volvió en sí, le preparó un fuerte ponche de huevo y lo observó mientras él se lo bebía todo y se quedaba dormido. En sus sueños, corría, corría sin cesar… y se despertó con agujetas en músculos que ni siquiera sabía que tenía.

Basil de Cloud pronunció las últimas de las pesadas palabras de cantos afilados del antiguo hechizo y se quedó callado. El aire resonaba a su alrededor, como si acabara de caer un rayo en las proximidades, y ante sus ojos danzaban chispas arco iris conforme el eco de su sortilegio se infiltraba en las viejas paredes.

Vio que estaba en el centro de la habitación, con el libro en las manos. No recordaba haberse levantado de su escritorio. Un temblor se apoderó de sus piernas y manos, y se apresuró a desplomarse en la cama. Ahora no estaba completamente seguro de lo que había hecho, ni si de habría sido exactamente él quien lo había hecho. El poder que había surgido en su interior, ¿era suyo, del libro, o incluso de Guidry, dormido en aquellas páginas extrañamente flexibles hasta que su deseo lo

Despertara? No podía pensar en ello ahora, con la cabeza en llamas. Despacio, cerró el libro. Y se quedó dormido.

El amanecer del día siguiente encontró a Basil de Cloud tendido cuan largo era, completamente vestido, en su cama sin hacer. Se despertó con una sed abrasadora y la sensación de que el suelo había desaparecido bajo sus pies de la noche a la mañana. Recordaba que Theron lo había traicionado. Y recordaba haber tenido que echarle otro hechizo.

El libro yacía junto a su mano. Lo abrió por El fechizo de la prueba real. Por el cual se pudiere conocer al verdadero rey, o se perdiere éste en el bosque. No recordaba, ahora, exactamente por qué había elegido ese hechizo, ni qué efecto se podía esperar que surtiera. Lanzarlo había sido una locura. ¿Y qué le había reportado? Las piernas débiles como trapos mojados y un dolor de cabeza como el retemblor de carretas, sin ninguna prueba de que el hechizo hubiera funcionado, o aun la posibilidad de semejante prueba. A menos que Theron muriera, pensó horrorizado. O demostrara de alguna manera ser el rey.

Fuera lo que fuera lo que hubiese hecho o dejado de hacer su sortilegio, tanto si estaba loco como si estaba cuerdo, algunas cosas no habían cambiado. Theron lo había abandonado por la comodidad de un matrimonio noble con alguien de su propia clase. Tenía que pensar en Roger Crabbe, a quien debería enfrentarse en el plazo de un mes, y en todos los gobernadores y doctores de la Universidad, a los que debía persuadir de que la magia era real o lo había sido. Tenía clases que dar y alumnos a los que adiestrar en la búsqueda de la verdad.

Despacio, como un anciano, Basil de Cloud se levantó, cepilló su ropa, se enjuagó la boca con el agua herrumbrosa de la bomba del patio y salió a desayunar.

Genevieve Randall escribía a lord Theron todos los días, pequeños boletines acerca de su nuevo periquito, o de la fiesta de descubrimiento de esculturas que se había perdido, o de los planes para su vestido de novia y sus madrinas. El mundo que habitaba parecía pequeño y sereno; un lugar bonito y seguro. Cuando Theron por fin se sintió lo suficientemente repuesto como para aventurarse a salir, se arregló con esmero y partió con rumbo a la Colina.

La Ribera era un hervidero de danzarines rayos de sol y vigorizantes ráfagas de aire fresco. Cada haz de luz lo deslumbraba y provocaba que diera un respingo: el sol en una cristalera, el adorno en el sombrero de alguien, hasta una mota de mica incrustada en una piedra bastaba para sobresaltarlo mientras caminaba. Pero estaba decidido a seguir adelante. Cuando llegó al fin a los establos de Tremontaine al otro lado del Puente, se hundió en los recovecos de su carruaje con alivio y dejó las cortinas de cuero corridas hasta que hubieron llegado a la Colina.

Lady Randall y su hija estaban en casa, como tenían por costumbre a esa hora. Lady Randall, espléndida en su vestido de satén de color topo, le tendió una mano rolliza. Olía a algo pesado y floral con trazas de algalia. Con los dientes apretados para contener la náusea, Theron se acercó su mano a los labios y se volvió hacia Genevieve. Ésta presentaba una ligera arruga entre los ojos azules; sus labios rosados se mostraban solemnes. Dio un gritito al reparar en su palidez, y le preguntó si en verdad estaba recuperado.

Al escuchar las voces suaves y atipladas, Theron se sintió como si hubiera viajado a otro mundo: los colores de su sala de estar eran tan brillantes, tan puros; la fragancia de las rosas secas y la cera de abeja era tan distinta del humo de madera y las especias de la casa de la Ribera. Le ofrecieron chocolate a la taza, pero lo único que le apetecía era agua.

—Qué joven tan templado —bromeó con aprobación lady Randall—. ¿O quizá, milord, preferiría usted algo más fuerte?

Theron bebió su agua a sorbitos agradecidos. Sabía a metal, muy distinta del pozo de piedra de su hogar.

—No, gracias. Así está bien.

Lady Randall se puso de pie, jovial y seria a un tiempo.

—Si está todo a su gusto —dijo—, pensaba tener unas palabras con la ama de llaves. Estoy segura de que Genevieve lo entretendrá encantada.

Theron le había traído un pequeño obsequio a su prometida: una paloma esculpida en turmalina. Encajaba en la palma de su mano; la sacó de su pechera y se la tendió a Genevieve, para enseñarle con qué suavidad reposaba en ella. La joven soltó un gorgorito, se levantó de un salto en medio de un remolino de tafetán y se agachó sobre su mano para observarla más de cerca. Theron sintió su aliento en los dedos vueltos hacia arriba. Un mechón de su cabello oscuro y sedoso le acarició la muñeca. Theron jadeó y cerró los dedos sobre el ave. Genevieve se rió y tiró de ellos con sus yemas como alas de mariposa. Theron podía sentir su olor en la lengua, inundándole la boca. Su aliento se convirtió en una serie de jadeos atragantados, su cuerpo hormigueaba de sudor, y empezó a temblar con la fuerza de su deseo. Sabía que aún no había llegado el momento de tocarla, pero se le había olvidado exactamente por qué.

—Enséñame el pajarito —se rió Genevieve—. ¡Theron, dámelo!

—Te lo enseñaré —dijo con voz ronca Theron—. Dame la mano… —La guió abajo hasta su deseo y cerró los ojos. Genevieve retorció el brazo en su presa, sollozando.

La puerta se abrió, y se separaron de un brinco.

Lady Randall reparó en la expresión que lucían sus rostros y preguntó:

—¿Se encuentra usted bien, lord Theron? Parece sofocado. Por favor, siéntese. ¿Más agua? —Theron oyó el tono de su voz, como azúcar acaramelado en ebullición, más que entendió sus palabras. Metió la nariz en el vaso de agua, aspirando hondamente para embriagarse de serenidad y quietud, y bebió.

—Lord Theron me ha traído un pajarito, mamá —dijo Genevieve, quizá con excesivo entusiasmo.

—Qué detalle por su parte. ¡Vivo no, espero!

—No —dijo Theron—. Es de piedra. —Abrió la mano despacio. La talla estaba bañada de sudor. La limpió con su pañuelo y la dejó encima de la mesa.

—Qué caballero más considerado —dijo lady Randall—, mira que presentarse aquí tan pronto después de su enfermedad, y con un regalo tan bonito. Ya lo dijo el poeta, ¿no? «Dos pájaros en el mismo nido, más no pido». —Theron se obligó a desviar la mirada de las palomas gemelas que eran sus senos rollizos, encumbrados sobre su apretado corpiño marrón—. Pero creo que es importante que no se fatigue. Genevieve, ¿le has dado las gracias a lord Theron por su regalo?

Genevieve le lanzó una mirada de soslayo, un centelleo azul, como un ave que plegara las alas.

—Gracias —susurró—. Lo atesoraré.

Llamaron a la carroza de Theron, y una vez más corrió las cortinas de cuero a fin de gozar de intimidad para satisfacer sus necesidades. Mientras las ruedas traqueteaban por los adoquines de la ciudad, se sumió en un neblinoso ensueño de claros boscosos, aves de pecho terso y delicioso placer inmortal.

Cuando se hubo cerrado la puerta detrás de lord Theron, lady Randall se volvió hacia su hija, que tenía una mirada se diría que de odio clavada en la palomita. Lady Randall se llenó los pulmones de aire y empezó:

—Cariño. Ahora que estás prometida…

Genevieve empezó a llorar a la angustiada y sincopada manera que su madre desaprobaba especialmente. Lady Randall levó los ojos al cielo.

—¡Genevieve! Para ya. Está muy bien que seas sensible y delicada, pero no si te vas a tomar cualquier beso como si fueras una criada.

—No me ha besado —hipó Genevieve—. Yo quería que me besara.

—Bien. —Lady Randall sacó un pañuelo de encaje de su manga ceñida, se lo dijo a su hija y maldijo en silencio a los jóvenes fogosos que no podían esperar a que el banquete nupcial hubiera terminado antes de meter la cuchara en el tazón de la novia. Contaba con no tener esta discusión hasta dentro de varias semanas. Cuando

Genevieve hubo llegado a la fase de sorber por la nariz y sonarse, su madre dijo: —No te voy a preguntar qué es lo que ha hecho; estás perfectamente, al fin y al cabo, y estás prometida. Si te ha asustado, la culpa es enteramente mía por no haberte explicado… ciertas cosas antes.

Dicho lo cual, la madre de Genevieve se enfrascó en una somera descripción de las bondades del lecho matrimonial, haciendo especial hincapié en lo agradable que podía ser para la novia, sobre todo si el novio tenía experiencia.

—Por lo menos sabemos que lord Theron la tiene —observó Genevieve, en un alarde de aspereza impropio de ella.

—¡Cariño! —Lady Randall se llevó una mano consternada a la garganta—. Espero que no hayas estado escuchando chismes de la servidumbre.

—Él mismo me lo dijo, cuando me pidió la mano. Le dije que no me importaba. Y no me importa. No es eso. —Se le encendieron los colores—. Eso me gusta.

—Ah —dijo su madre, dubitativa—. ¿Qué ha ocurrido entonces, para trastornarte de esta manera?

Genevieve bajó la mirada al pañuelo empapado, hecho una pelota en sus manos.

—Bueno. Se comportó… de forma extraña, mamá. En absoluto igual que antes de prometernos.

Lady Randall se encogió de hombros.

—Cariño, todos los hombres se comportan de forma extraña entre la pedida de mano y la boda. Y ha estado enfermo, ¿recuerdas? No debes darle más vueltas.

—No, mamá. Pero cuando nos dejó tan de repente la vez que se puso malo, actuó de una manera tan rara. Y sus cartas… —Tironeó del pañuelo.

Lady Randall estudió el rostro de su hija, seco ya y recuperando aprisa su habitual color arrebatador.

—Si te soy sincera —dijo—, su familia tiene fama de… excéntrica. La vida de su padre fue muy irregular, y su abuelo vivía casi apartado del mundo. Por suerte, los hombres de Tremontaine siempre han hecho gala de sensatez a la hora de buscar esposa. Caray, pero si la última duquesa… la tía abuela de la actual duquesa… sólo era Tremontaine de matrimonio. La… indisposición… de su marido le otorgó toda la tutela de sus tierras y su fortuna.

Aguardó esperanzada mientras Genevieve asimilaba esta información, con todas sus implicaciones. Los expresivos rasgos pasaron de la perplejidad a la comprensión, pasando por la desolación.

—¡Mamá! —Los ojos azules se pusieron como platos—. ¡No quiero casarme con un loco!

Lady Randall comprendió que había cometido un error táctico.

—Yo no he mencionado nada acerca de locuras —repuso con severidad—. Lo único que digo es que podría ser algo excéntrico. Pero su exceso de celo no es ninguna excentricidad: es un tributo a tu belleza, cariño. Beberías sentirte halagada. Caray, pero si hay mujeres casadas que recurren a amantes para disfrutar de esa clase de pasión. Piensa en lo afortunada que eres por conseguir rango y placer con un solo hombre. —Palmeó tajantemente las nerviosas manos de su hija—. ¿Mejor? Bien. La costurera llegará enseguida con tu traje de novia. Ahora ve corriendo a tu cuarto y báñate esos ojos. Están un poquito hinchados.

Como buena hija que era, Genevieve obedeció, dejando el pañuelo hecho una pelota en el sofá detrás de ella. Cuando lady Randall lo abrió, se cayó hecho pedazos. Sacudió la cabeza. Los típicos nervios previos a la boda, pensó. Seguramente le habrá puesto la mano en el busto. Estos Campion son tristemente volubles. Esperemos que no la haga demasiado desgraciada.