Capítulo VII

Conforme los días y las semanas se desgranaban camino de la primavera, las primeras brisas templadas extraviadas trajeron un tímido deshielo a la tierra. En el robledal y en los jardines de la Colina, las gotas de nieve asomaban sus cabecitas encima del suelo mojado. En las calles de la ciudad, el barro gelatinoso se pegaba a las botas de los ricos, se infiltraba en los zapatos de los pobres, y se encostraba en los suelos de tabernas, comercios, cámaras del Consejo y viviendas. Se produjo un brote de fiebres intermitentes entre los matemáticos, y la barriguda hija de una mercera presentó una denuncia en las sesiones del Consejo contra un par de Astronomía que, según su declaración bajo juramento, había prometido casarse con ella. El Consejo de los Lores estaba muy preocupado por los disturbios del norte, y por cómo conseguir que el duque de Hartsholt entrara en razón y cumpliera con su deber sin sentar un precedente que algún día pudiera amenazar el poder de todos ellos.

Basil de Cloud no sabía qué tiempo hacía. Enfrascado en sus estudios como estaba, apenas sabía si era de día o de noche. Sus clases y Theron eran lo único que pautaba unos días consagrados a desenterrar los secretos del pasado de la montaña de papeles y libros que le traían sus alumnos.

Empezaba a creer que se había equivocado en su teoría sobre los reyes del norte. Cuanto más leía, más pruebas encontraba que sugerían que los monarcas más antiguos, los reyes del norte, habían estado efectivamente un poco locos. La forma en que los brujos se referían a ellos, sus proezas en el campo de batalla y en el amor; cómo sabían algunas cosas y cómo se sacrificaban sin dudarlo… éstas no eran las acciones cuerdas y razonables de sus sucesores que Basil tanto admiraba. Puesto que eran varias las fuentes que sugerían que eran los brujos quienes controlaban dicha locura, cabía pensar que la unión de los brujos y los reyes debía de ser fundamental para la prosperidad de la tierra. Eso estaba claro. Lo que ya no estaba tan claro era por qué habían estado locos los reyes del norte, para empezar. ¿Acaso los brujos sólo habían elegido orates como pequeños reyes? ¿O habrían empujado deliberadamente a la locura a unos hombres cuerdos? Las pruebas apuntaban en esa dirección: un Pequeño Rey estaba bajo la tutela exclusiva de un solo brujo desde el momento de su elección hasta que terminaba el periodo de prueba. Pero ¿por qué? Ninguna de las fuentes al alcance de Basil tenía la respuesta.

Y luego los reyes se trasladaron al sur. Si los brujos manejaban a los reyes a su antojo escogiendo orates o volviéndolos locos, era lógico pensar que una vez los reyes empezaban a casarse y a engendrar herederos no elegidos por los brujos, la familia regente comenzaría a recuperar la cordura por fin. Fijémonos en Laurent, en Peregrine, y por supuesto en Anselmo el Sabio, el más grande de todos, quien oficialmente redujera el poder de los brujos sobre el trono y sus tejemanejes. Pero, según este razonamiento, los herederos de Anselmo tendrían que haber seguido volviéndose, si no más sabios y cuerdos, por lo menos no más locos que sus padres. Lo cual, a la vista estaba, no era el caso.

Después de Anselmo, el papel que desempeñaban los brujos dentro de la corte se volvió más difuso. Los brujos entraban y salían de las dependencias reales de los herederos de Anselmo en calidad de consejeros, guías espirituales, guardias sobrenaturales, espías e inquisidores; en calidad de todo, la verdad sea dicha, salvo de tutores de los hijos del rey o mentores del heredero real, como ocurriera antaño.

Eso era algo, pero ¿bastaba para explicar el enorme declive que se produjo a lo largo de los cien años que mediaban entre Anselmo el Sabio y su brujo Querenel, y Tybald el Férreo y su hueste de sádicos consejeros brujos? Debía de haber algo más. ¿Tendría algo que ver con el libro de hechizos y la lengua perdida, o con el traslado de norte a sur del colegio de brujos? ¿Se habrían dispersado demasiado los brujos al ocuparse de dos territorios a la vez, cuando las raíces de su magia estaban en el norte? ¿O se daría acaso la circunstancia de que, con Anselmo, se había truncado el lazo que los unía a la figura del rey al negarse éste a que su hijo tomara un brujo por amante?

Era frustrante para Basil no disponer de los documentos necesarios para responder a estas preguntas, pero sabía lo suficiente como para formular algunas teorías, y el instinto le decía que éstas no andaban muy lejos de la verdad. Tanto si a los reyes les gustaba como si no, su suerte estaba imbricada con la de los brujos. Cuando los reyes se zafaron del control de los brujos, empezaron a perder el control de sí mismos; cuando los brujos perdieron su función tradicional, asimismo comenzaron a perder sabiduría y habilidades. Al final, los últimos reyes. —Tybald el Férreo, Hilary el Venado, y por último Gerard— recurrieron nuevamente a los brujos para que los fortalecieran, los sanaran, los protegieran de un reino que había aprendido a odiarlos. Pero ya era demasiado tarde. El libro de Guidiy había sobrevivido, pero la clave para desentrañar sus conocimientos se había perdido irrevocablemente. Así que los reyes volvían a estar locos, los brujos no podían hacer nada… Los nobles tenían razón: no quedaba nada por hacer salvo eliminar su lacra, acabar con reyes y brujos por igual, y volver a empezar de cero.

Tenía todo el sentido del mundo. Con que lograra encontrar pruebas concretas suficientes, incluso los gobernadores tendrían que aceptar su razonamiento. De modo que Basil se aplicaba con afán al minucioso tamizado de las arenas de la historia antigua. Pero estudiar historia antigua implicaba estudiar a los reyes

Antiguos y su poder, implicaba estudiar el Libro del brujo del rey, implicaba estudiar a Theron. Implicaba inmovilizar a Theron en su cama, implicaba tocar el libro a la vez que acariciaba su piel, acariciar su piel a la vez que tocaba el libro. Últimamente le resultaba casi imposible deshilar las hebras que los unían. Todas las pistas parecían estar conduciéndolo a una conclusión extraordinaria, un conocimiento final que no sólo derrotaría a Crabbe sino que cambiaría además la historia tal y como se había estudiado hasta la fecha. Dedicar el tiempo a otra cosa era casi insoportable. Cada instante que pasaba lejos de sus libros o su amante era una excursión a un páramo que no conducía a ningún sitio.

Podía contar con la fidelidad de sus libros, pero Theron estaba cada vez más ocupado con las clases, con reuniones familiares, con distintos compromisos de cualidad imprecisa, demasiado aburridos como para molestar a su amante con ellos. No era inusitado que acudiera a sus citas una o dos horas después de lo acordado, contrito, afectuoso y ávido.

Motivo por el cual Basil estaba sentado en el Nido del Pájaro Negro una tarde de niebla cuando debería estar trabajando. Tras darle un beso de despedida aquella mañana, Theron le había dicho que se acercaría al Nido a mediodía para almorzar y charlar antes de la clase de retórica del doctor Tipton. «Te invitaré a una cerveza», había dicho. «Nos sentaremos y hablaremos. Hace siglos que no tenemos una conversación en condiciones».

El mediodía vino y se fue. Basil había recogido un fajo de apuntes de Blake y Godwin y apenas reparó en el paso del tiempo hasta que los muchachos partieron en pos de sus clases vespertinas, momento en el cual cayó en la cuenta de que Theron aún no había llegado. Estuvo a punto de marcharse él también, para que Theron aprendiera que su amante tenía cosas mejores que hacer que estar de plantón esperando a que un mocoso desconsiderado se acordara de él. Pero los archivos eran húmedos y olían a polvo y moho, mientras que en el Nido había luz y calor, y la cerveza especiada que estaba tomando desprendía un suculento aroma a lúpulo y clavo. Se pidió otra, y todavía estaba esperándola cuando se presentó Theron, sin aliento, cuando repicaba la campana de la Universidad. Llegaba dos horas tarde.

Theron se desplomó en el banco más próximo.

—¡Lo siento! ¿Cerveza? No, espera; ya son las dos… No voy a llegar a la clase de retórica de Tipton…

—Theron, ¿qué llevas puesto?

La túnica negra del joven noble se abría para revelar un par de ceñidas calzas amarillas a rayas y un chaleco con bordados. Contempló su esplendor con una mueca de contrición.

—Perdona; esta mañana he tenido que ir a ver al abogado, no me ha dado tiempo a cambiarme…

Basil se carcajeó.

—Bueno, pues tápate, no sea que alguien se ría de ti. Abogado, ¿eh? Ningún problema, espero.

—Eh, no. Creo que todo saldrá bien. Gracias, Basil, me voy…

—Espera. —El torbellino negro se quedó paralizado—. Dime si vendrás a la calle Minchin esta noche. —Había en su voz una nota de mando que puso una sonrisa especulativa en los labios de Theron.

—¿Estarás tú allí?

—¿Vendrás? —insistió Basil.

—Hay una fiesta —empezó a disculparse Theron.

—Ya ha habido otras. Me quedaré levantado hasta tarde.

Theron miró a su amante a los ojos y asintió con la cabeza.

—Sí —dijo—. Allí estaré.

Theron se dijo que no estaba nervioso. Lo más difícil ya estaba hecho: los contratos, los abogados con su incesante perorata sobre derechos y propiedades, deberes y dotes. Marcus y sus ayudantes habían lidiado con la peor parte, pero la familia (en este caso Sophia, Katherine y Marcus, formando un frente común) había convenido que a Theron le vendría bien asistir en persona a algunas de las negociaciones, para que comprendiera realmente lo que estaba en juego. Prestar atención le había costado un triunfo. No lograba interesarse por los pormenores de los réditos de unas tierras a las que nunca les había puesto la vista encima, ni por qué piezas de la colección de joyas de la familia de su esposa tendría derecho a lucir. Sus pensamientos no dejaban de derivar hacia Basil, ardiente en la cama y frío ante su escritorio, levantándose esa mañana de los papeles que estaba examinando mientras Theron se vestía para besarlo una y otra vez como si quisiera dejar su impronta sobre él hasta la próxima vez que se vieran. Los abogados y sus interminables discusiones le habían hecho llegar tarde, pero se había escapado a tiempo de ver a Basil en el Nido antes de la clase de Tipton. Después de todo, Theron estaba allí para observar, no para negociar; confiaba plenamente en que su gente impidiera que los Randall se quedaran con un solo cuarto de cobre más de lo que les correspondía.

Pero esta noche era diferente. Estaba noche debía enfrentarse solo a un asunto del que únicamente él podía ocuparse. Se vistió del verde del color de sus ojos, con lino blanco almidonado en los puños y el cuello; se puso anillos en los dedos, un

Diamante en la garganta; y se fue al baile donde todos habían convenido que debería preguntarle a Genevieve Randall si quería casarse con él.

La encontrada sentada con un grupo de amigas, entre ellas la prometida de Charlie Talbert, lady Elizabeth Horn. Desde que se hiciera público el noviazgo entre Genevieve y Theron, los primos Talbert y su círculo se habían propuesto ganarse la amistad de la guapa niña de los Randall a toda costa. Supuso que cuando estuviera casado todos se dejarían caer por la casa. Genevieve sabría recibirlos; parecía contenta en su compañía. Al ver a Theron, lady Elizabeth le dio un codazo a Genevieve, que levantó la cabeza, iluminando su rostro con una sonrisa. Las demás chicas se recogieron las faldas vaporosas para dejar que Theron se acercara a ella y tendiera la mano entre el mar de volantes. Lo maravilló, como siempre, lo ligeros y diminutos que eran sus huesos. Esta noche, su mano estaba helada.

—¿Quieres bailar? —le preguntó, percatándose del momento que tardó en consentir. Luego la sacó de la atestada pista de baile, dejando a las muchachas susurrando entusiasmadas.

—¡Oh! —Genevieve volvió la mirada a la estancia brillantemente iluminada mientras Theron la guiaba hasta las sombras de un pasillo tranquilo. Nunca había estado a solas con ella; nunca había estado permitido. Pero nadie vino detrás de ella. Él se giró, como si estuvieran bailando, con ella de cara a él, de espaldas a la pared. Theron, que no le había soltado la mano, sintió cómo aumentaba la temperatura entre sus dedos.

—Estás preciosa —dijo—. Lo mismo pensé la primera vez que te vi.

Genevieve sonrió.

—Lo recuerdo. Fue en el baile de los Lassiter. Yo llevaba puesto mi vestido de seda con estampados de color crema, y temía que me hiciera parecer superficial.

—No. Llevabas el pelo muy alto aquella noche. —Con sumo cuidado, alargó una mano, tocó un mechón de cabello que colgaba sobre su oreja y lo levantó—. Llevabas las orejas al descubierto, exactamente así, y me entraron ganas de besarlas.

—¿Besarme las orejas?

Theron le hizo una demostración práctica. Genevieve se crispó al sentir sus labios, se rió, y se reclinó en sus brazos. Tenía las orejas perforadas, adornadas con enormes perlas redondas. Theron se metió una en la boca, paladeándola y oliéndola a la vez. Un ruidito brotó del fondo de su garganta, y los diminutos dedos de Genevieve se engarfiaron en la tela de su chaqueta. Theron paseó la lengua por el lóbulo, sintiendo repicar la perla contra sus dientes. Genevieve se apretó aún más contra él.

Era la primera vez que besaba a una noble. Olía a talco y perfume, hilo de oro y seda, y a su propio sudor, penetrante y dulce. Las cimas de sus pechos resplandecían como lunas gemelas que pugnaran por escapar de su vestido, retenidas en eterna tentación por su corsé. Theron le besó los labios entreabiertos, y se separó.

—Creo —dijo— que si estuviéramos casados, podríamos… —hizo una pausa para coger aliento—… podríamos gozar el uno del otro.

Genevieve frunció delicadamente los labios.

—¿Te comerías todas mis joyas?

—Tal vez. ¿Quieres casarte conmigo?

—Todo el mundo quiere que lo haga.

—Yo también.

—Bueno, en ese caso, lo haré. Sí.

—¿Sí? —Theron la miró a los ojos, donde su madre le había dicho que reside la verdad. Genevieve le devolvió la mirada, brillante, limpia y joven. Theron asintió con la cabeza. Se quitó un anillo de rubí de un dedo—. Esto es mío —dijo—, y de mi familia. —Lo deslizó en el índice de la muchacha, donde aún era demasiado grande—. Quédatelo. Llévalo por mí.

Con timidez, Genevieve le besó el dedo donde había lucido el anillo.

—Me gustará estar casada contigo —dijo, sin apartar la vista de sus manos.

—Eso espero.

—Dicen que eres un salvaje —le confesó Genevieve a sus dedos—, pero yo no lo creo.

—Es cierto. Lo soy, o lo era.

—Oh —dijo la joven, levantando fugazmente la mirada, de soslayo—. No me importa. Es… Parece que has tenido una vida emocionante.

Theron le acarició los dedos con el pulgar.

—Intentaré hacerte feliz —se oyó decir, como si fuera el protagonista de un mal romance.

Ella lo miró a los ojos, radiante.

—Cuando estemos casados… —dijo, y Theron:

—¿Sí?

—Cuando estemos casados, hay una cosa que me gustaría.

—¿De qué se trata?

—Estaba pensando… —Genevieve agachó la cabeza y se ruborizó. Theron aguardó—. Me preguntaba si, quizá, podría verte con el pelo suelto.

Theron se apresuró a levantar una mano y abrir el pasador. Su larga melena rodó por sus hombros hasta su espalda, como una catarata vaporosa. Genevieve, como una niña incapaz de resistirse a un dulce, estiró un brazo y enredó los dedos en la sedosidad de su cabellera.

—Ay —exclamó—, ¡cómo me gustaría cepillarlo!

Theron estuvo a punto de soltar la risa. En vez de eso, dijo:

—Bueno, ayúdame a recogerlo de nuevo, o empezaré a comportarme como si ya estuviéramos casados, y tengo entendido que se han roto enlaces por menos de eso.

Era agradable, la forma en que le pasaba las manos por el pelo, alisándolo, arreglándoselo; sus dedos se pelearon un momento con el pasador en la oscuridad antes de cerrarlo.

—No pierdas el anillo. Tus padres tienen que ver que lo has aceptado de mí, y luego podrán anunciar nuestro compromiso.

—Lo sé. Será la semana que viene. Mamá había pensado en el banquete de los Montague, porque allí estará todo el mundo.

—¿La semana que viene? ¿Por qué no esta noche?

—No es decoroso. Siempre hay que esperar unos días antes del anuncio formal, por si… en fin, para que la gente tenga tiempo de hacerse a la idea.

—¿O por si quieres cambiar de opinión?

—O por si quieres cambiar tú.

—Jamás se me pasaría por la cabeza. Mis abogados me matarían.

Para su sorpresa, Genevieve pareció alarmarse.

—¿Hay algún problema? ¿Con mi dote?

—Si lo hubiera —respondió con delicadeza Theron—, yo no estaría aquí ahora, da igual lo bonitas que sean tus orejas.

Pero todo el mundo debía de saberlo ya, el anuncio sería una mera formalidad, puesto que el heredero de Tremontaine bailó con la hija de los Randall tres veces esa noche, y luego tres veces más. Las demás chicas coquetearon ferozmente con él, ahora que estaba atado y bien atado, mientras sus prometidos y hermanos le daban la bienvenida por fin como uno de ellos, y brindaban con él tantas veces que Theron se olvidó por completo de cierta promesa que le había hecho a un vecino de la calle Minchin.

Basil se despertó cuando el amanecer pintaba de plata la ciudad. Estaba encorvado encima de la mesa, anquilosado, aterido y cansado. Sintió una rabia sorda que ardía en su interior como un fuego contenido, y recordó el desagradable hecho de que tenía una clase que dar. Reunió sus apuntes, se caló un sombrero y paró en el Nido a tomar algo caliente camino de LeClerc.

Su clase de esa mañana, que giraba en torno al legendario brujo Guidry, fue más prolija de lo habitual. Un bosque de fábulas y cuentos se elevaba alrededor de aquel nombre, ocultándolo todo salvo el hecho innegable de que un brujo llamado Guidry había servido a todos los reyes del norte, desde Simón el Atronador a Alexander Pelocorvo, durante un periodo de tiempo que abarcaba alrededor de doscientos años.

—Los historiadores han asumido a la postre —dijo De Cloud— que el Guidry original, el Guidiy de Simón, fundó una dinastía de brujos que compartían tanto el nombre de su maestro como sus dotes para el gobierno y su preeminencia mágica. Pero existe una fuente anterior. Recordaréis que Hollis menciona una Crónica fehaciente de los brujos y sus obras, escrita antes de la Unión por un tal Martindale. La Crónica fehaciente gozó de gran popularidad durante los primeros años de la Unión y fue uno de los primeros libros en salir de una imprenta. Hollis y Plácido citan algunas líneas, pero Fleming afirma que absolutamente ningún ejemplar sobrevivió a la Caída. Yo he encontrado uno, y bien interesante que es.

Arracimados en sus bancos, los integrantes del círculo interno de De Cloud se miraron unos a otros, boquiabiertos. ¿Quién había conseguido desenterrar ese tesoro? ¿Y por qué no había anunciado nadie su hallazgo? Pero tanto Blake como Vandeleur, Fremont, Godwin y Lindley parecían igual de asombrados. Basil no creyó oportuno decirles que había sido un regalo de Theron Campion, un Theron penitente que quería hacer las paces con él tras la debacle de la Ribera.

«Lo encontré por casa», había dicho Theron, «calzando una mesa, ¿te lo puedes creer?». A Basil le parecía más probable que el muchacho lo hubiera sustraído de la biblioteca de la Ribera, pero estaba demasiado emocionado como para hacer nada salvo darle las gracias por el obsequio y comérselo a besos. Ahora que Theron había vuelto a defraudarlo, se preguntaba si podía esperar otro regalo igual, y si valdría la pena.

—Según Martindale —continuó Basil—, guidiy vivió doscientos años sin envejecer. La descripción es impresionante. —Consultó sus apuntes—. «Alto como un oso, grueso de cuello y muslos como los árboles del bosque, así era el brujo Guidry; el pelo y las hojas crecían pobladas en él, anciano en su sabiduría y su amor por la tierra. El poder impregnaba su simiente y la fuerza su mano, y cualesquier Pequeño Rey que elegía, superaba su prueba y sobrevivía para ser encadenado con oro y entregar su sangre y sus huesos a la tierra». —Basil levantó la cabeza—. El estilo de Martindale es florido, naturalmente. Hollis llamaba sin reparo a su predecesor «rufián de pico de oro», lo que Delgardie y los suyos entendieron como prueba de que Martindale, que había visto al menos a un brujo Guidry con sus propios ojos, era un mentiroso.

»Ahora bien. Como sabemos gracias a nuestro profuso trato con el caballero, la definición de mentiroso tal y como lo entendía Delgardie era simplemente alguien que no veía el mundo con los mismos ojos que él. Así pues, ¿qué debemos pensar cuando Martindale afirma que después de dos siglos de elegir y formar a los reyes

Del norte, Guidry no murió, sino que se ocultó en un bosque mágico donde dormiría hasta que la tierra lo necesitara?

De Cloud hizo una pausa llegado a este punto, como si esperara una respuesta, regocijándose en la atención de sus acólitos. Formaban un buen grupo, fuertes de corazón y entregados a la verdad, a la tierra y a él. Uno de los más prometedores, el joven Lindley, se puso de pie y dijo:

—Ése es un gran misterio, magister, y como todos los misterios, tan bello como veraz. Ojalá viviera para ver su regreso.

Las risas estallaron antes incluso de que finalizara su pintoresco discurso, rompiendo el hechizo que había empezado a formarse. Basil se rió de tan buena gana como el que más antes de decir:

—Es un misterio, Lindley, pero sospecho que Martindale utiliza una licencia poética en este extracto para dar a entender que la magia de Guidry vivirá eternamente, tal vez en el perdido Libro del brujo del rey. Lo que nos enseña algo sobre las licencias poéticas, y algo sobre la naturaleza efímera de los libros.

A grandes rasgos, fue una mañana exultante, pero agotadora, tras una noche larga e infructuosa. A su término, Basil hubo de debatirse entre volver con sus libros o acompañar a sus alumnos al Nido y dar rienda suelta a la embriagadora sensación de poder que lo embargaba. Todavía estaba intentando decidirse cuando salió de LeClerc, rodeado de su informal guardia: Blake, Vandeleur, Fremont, Lindley, Godwin. Un grupo abigarrado, se descubrió pensando; más chicos de la ciudad que del campo, pero apasionados, cada uno a su manera, y ambiciosos. En otro tiempo y lugar, hubieran sido buenos brujos.

—Cuidado ahí —saltó Vandeleur.

—¿Con qué tendría que tener cuidado? —ronroneó una voz lánguida—. ¿Con su señoría lord doctor de la erudición? No me haré a un lado por nadie menos, universitario.

Basil volvió en sí de golpe para ver a Vandeleur y Blake encarados con un grupito de jóvenes con el pelo muy corto y encaje en los cuellos: nobles de paseo por los barrios bajos.

—Tranquilízate, Perry —dijo uno de ellos—. No averiguaremos nada si no preguntamos educadamente.

El joven hizo un gesto de desdén y se apartó; De Cloud y su séquito avanzaron, tan sólo para que les cerrara el paso otro del grupo, un muchacho robusto, con la cara cuadrada y sonrojada encima de su espumoso encaje.

—Perdón —dijo—. Estoy buscando a un profesor, y pensé… en fin, ¿es usted el doctor De Cloud? Mi madre quiere… es decir, a mí también me interesan los… los reyes y todo eso. Me llamo Clarence Randall, por cierto. Lord Randall es mi padre. Es

Un título del norte, ¿sabe? —Alargó una mano cuajada de anillos, la trabó con la del magister y la sacudió vigorosamente.

De Cloud se limitó a quedarse mirándolo, a él y a sus manos unidas, que Randall seguía estrechando sin cesar. Randall, ajeno a todo, continuó diciendo:

—Llevo queriendo asistir a sus clases desde que supe del desafío. Venir a buscarlo me daba apuro, sin conocer las costumbres de la Universidad. Pero aquí está usted, caído del cielo. Así que, ¿puedo ir?

Varios pensamientos se agolparon en tropel en la cabeza de Basil. Detestaba a los estúpidos cachorros presuntuosos como Clarence Randall; su desafío estaba dándolo a conocer fuera de la Universidad, tal y como habían predicho Rugg, Cassius y Elton que ocurriría; no podía permitirse el lujo de despachar al joven Randall con cajas destempladas.

—Lord Clarence —dijo, tratando de ganar tiempo—, no sé si comprende usted que el trimestre ya casi ha terminado. Estaría saltando al vacío si comenzara ahora sus estudios. Sin embargo, si lee usted mi libro El origen de la paz, dispondrá de la información básica. Si desea saber algo más, está usted invitado a venir a verme el próximo otoño, cuando dará comienzo al nuevo año académico.

¿El origen de la paz, dice usted? —Randall se volvió hacia su amigo—. Acuérdate de eso, ¿quieres, Perry?

El aludido se rió.

—Acuérdate tú si quieres. ¿A qué viene este repentino interés por la historia antigua, Randall? Pensaba que lo tuyo eran las cartas y la bebida.

Randall se puso rojo como un tomate.

—Pues, ha sido idea de mi madre.

—Ah —dijo Perry—. Ya veo. En ese caso será mejor que le pidas a Campion que se acuerde por ti. A él también le interesa la historia, y ya es prácticamente de la familia, ¿verdad, Campion?

Sólo entonces se dio cuenta De Cloud de que Theron se había unido a la colorida cuadrilla, un cuervo entre pavos reales con túnica negra de estudiante. Mientras Perry hablaba, Basil cruzó la mirada con su amante por encima de la cabeza de Randall. Los ojos verdes de Theron rehuyeron los suyos, se escondieron tras sus pesados párpados ovalados. Rodeó con un brazo los anchos hombros de Randall.

—Recordaré todo lo que tú quieras, querido, siempre y cuando no tenga que hacerlo en mitad de la calle. —Dicho lo cual, se fue, llevándose con él al muchacho.

La pura perplejidad dejó a Basil paralizado en el sitio, seguida de cerca por la rabia. Alguien estaba repitiendo su nombre; Justis Blake. De Cloud se zafó de él con irritación y partió a largas zancadas en dirección a la calle Minchin. Una suave brisa seca le alborotaba el cabello. El invierno se había disfrazado de primavera hoy.

Caería otra helada —siempre caía— para untar las calles de hielo y arrasar el azafrán tempranero. Pero la auténtica primavera no estaba lejos, y traería con ella el final del trimestre, el Festival de la Sementera y su cita con Roger Crabbe en los escalones del paraninfo. Había estado malgastando su tiempo en escarceos mientras su honor pendía de un hilo. Pues bien, los escarceos se habían terminado.

Ya en la calle Minchin, Basil sacó punta a sus plumas, mezcló tinta fresca y se dispuso a poner en orden sus argumentos relacionados con los brujos y la autenticidad de su magia. Sabía exactamente lo que tenía que decir, y cómo, pero escribió y tachó una frase tras otra, escribió y arrugó una hoja tras otra, hasta encontrarse al final sentado en medio de una nevada de papeles desperdiciados, acosado por el recuerdo del rostro que Theron le había ocultado. Sabía que Theron estaba callándose algo importante. Si le preguntaba, sin duda mentiría al respecto, intentaría embaucarlo y abrirse paso a besos fuera del atolladero. Basil pensó que se merecía algo mejor que las falsas protestas de amor e inocencia de Theron.

¿Pero qué podía hacer? No era ningún noble, para exigir el vasallaje de Theron. No era ningún matón portuario, para arrancarle la verdad a puñetazos. Estaba impotente, no tenía nada…

Basil clavó la mirada en el revoltijo de papeles desperdigados por el escritorio que tenía delante. Sintió como si las palabras estuvieran burlándose de él, riéndose como colegiales mientras se escondían y se asomaban entre las arrugadas páginas de apuntes y transcripciones. La verdad, insinuaban, y brujos y hechizo y Quien quisiere y Quien osare…

Se dirigió a la cama, sacó de debajo la vapuleada caja de documentos y cogió el libro de los brujos. Buscó Un fechizo para descubrir verdades ocultas. Silabeó las extrañas palabras una vez, y después las repitió desde el principio en voz alta.

Ahora que había empezado, no podía parar, aunque las sílabas misteriosas entrechocaban y se escurrían por su lengua como guijarros de cantos irregulares. Su voz reverberaba de forma extraña en sus oídos, y el significado de lo que leía se agazapaba entrevisto al filo de su comprensión. Cuando se detuvo, estaba mareado, y el pulso martilleaba en sus sienes. MI campesino que habitaba en él medio esperaba ver cómo su vela se ennegrecía, cómo bullían las sombras informes en el rincón detrás de la chimenea. Pero su habitación presentaba el mismo aspecto de siempre: acogedora, atestada, desordenada, prosaica. Basil se frotó el rostro con manos temblorosas, que a continuación se secó en la toga antes de volver a tocar el libro. Lo había hecho mal, eso era todo. Quizá debería empezar de nuevo.

Se abrió la puerta a su espalda.

—Ha sido una noche de locos —anunció Theron—. Me la he pasado conversando con jóvenes debutantes en sociedad y viudas lisonjeras, y escuchando discursos sobre los impuestos de nobles obsesionados con la política. Consuélame, cariño, antes de que estalle de exceso de respetabilidad.

Iba vestido de gala de la cabeza a los pies. Tenía el cabello aceitado y recogido en una coleta lustrosa, sujeta por un pasador enjoyado. Llevaba las manos cargadas de anillos, y una perla colgaba del lóbulo de una de sus orejas. Se veía arrebolado y un tanto tambaleante. Le tendió una mano a Basil, que no le hizo caso.

—¿No te alegras de verme? —preguntó con voz plañidera Theron.

Basil dejó el libro encima de la mesa.

—No te esperaba esta noche. Estaba trabajando. Me has interrumpido.

—Antes no te importaba que te interrumpiera. —Theron cerró la puerta y entró en el cuarto, quitándose la capa y tirándola a una esquina sobre la marcha—. Y esta vez tampoco te importará. —Se acercó a Basil por la espalda y le rodeó el pecho con los brazos. Su olor era dulce y complicado, perfumado con aceite, vino y deseo. Se inclinó sobre el hombro de Basil y le restregó la cara como si fuera un gato enorme. La perla de su oreja rozó la mejilla de Basil, suave y dura como el cristal.

La perla abrasó la piel de Basil como una antorcha, fuego y hielo a la vez. Se sacudió a Theron de encima.

—Ese pendiente es un adorno de mujer —dijo, sabiendo mientras hablaba que era verdad—. Te lo ha dado esta noche, de su misma oreja, mientras tú se lo implorabas.

El rostro sonrosado palideció.

—Basil, qué tonterías dices.

—Tonterías, claro. ¿Crees que no te conozco?

—No. —Theron le devolvió la mirada con ojos resplandecientes—. No me conoces. No me conoces en absoluto.

Basil inspiró hondo. Era como si pudiera percibir cada emoción de Theron tan nítidamente como podía oler a la mujer con la que había estado.

—No es propio de vos, mi señor, mentir. A mí no.

Dos manchas de color, como picaduras de serpiente, se propagaron ahora por las mejillas de su amante.

—¿Porque soy noble? ¿O porque te gusta tanto la verdad?

—Las dos cosas —respondió con calma Basil—. Y más. Tú, con la sangre de los reyes, y yo con… lo que tengo. A ver, ven aquí. —Extendió la mano como si estuviera intentando amansar a una criatura de los bosques—. Ven aquí y háblame de tu última conquista.

Theron clavó la mirada en él con violencia, rebotando la perla en su mejilla.

—¡No! ¡Maldita sea, no! No tienes derecho…

—Theron, tengo todo el derecho del mundo —dijo Basil con el mismo tono de voz dulce y razonable—. Me perteneces. Tú mismo lo has dicho mil veces. ¿Creías que era un simple juego de cama?

El joven noble enderezó la espalda orgullosamente.

—Das mi amor por sentado.

—Sí —respondió Basil—. Así es. Se han pronunciado juramentos, y pactado promesas. Se han derramado simientes. Lo que está hecho no se puede deshacer.

Theron lo observaba fijamente con expresión horrorizada.

—Hablas como si realmente creyeras que te pertenezco.

—Eres mío, Theron. Y me has traicionado. Eso también lo sé. —Basil soltó una risotada desprovista de humor—. Una vez me dijiste que querías hacer un estudio de mí. Pero no eres investigador, ¿recuerdas? Soy yo, querido, el que ha hecho un estudio de ti. Y sé lo que sé.

—¿Qué es lo que sabes? —siseó Theron, con los puños apretados—. No tienes la menor idea de cómo funciona el mundo más allá de estas paredes. ¡Todo cuanto sabes del amor te lo he enseñado yo! ¿Estudiarme? —se burló—. ¿Cómo podrías, cuando lo único que ves cuando me miras es la máscara de uno de tus reyes muertos?

»No me has querido nunca: querías a Anselmo el Sabio, a Francis el Valiente, a Alexander Pelocorvo… pero éstos no son más que pilas de polvo en algún bosque, así que tuviste que conformarte con el primero que se presentó y se parecía a ellos. No me ves a mí en absoluto, ¿verdad? —Estaba gritando, pero sus brazos permanecían firmemente envueltos alrededor de su cuerpo—. ¡Ni me ves, ni me conoces, ni sabes quién soy en realidad! He intentado decírtelo una y otra vez, pero tú hacías oídos sordos a todo lo que no concordara con tus libros de historia. A quienquiera que quisieses, Basil, no era yo; fue una estupidez enamorarse de ti.

Basil lo escuchó en silencio. Las palabras tendrían que haberlo herido, pero no era así. En vez de eso entendía ahora cómo la desdicha de Theron era una forma de amor, cómo era él el que estaba rompiéndole el corazón al joven. El conocimiento de su poder actuaba en él como el deseo, potente y delicioso. Jamás había experimentado una dicha igual, tan feroz y siniestra que le indicaba dónde podía provocar el mayor dolor. No sabía que Theron pudiera sufrir de este modo.

—Te quiero —dijo Basil con inquebrantable franqueza—. Te quiero y te conozco. La tierra tendrá lo que desea, Theron. «Un hombre orgulloso, obstinado y arrogante. Cariñoso y apasionado, con el don de hacer que los hombres lo quieran, y también las mujeres». Sí, es Hollis hablando del rey Alexander… y es tu viva imagen. Siempre lo será. Pregúntale a cualquiera.

Theron había puesto ya la mano en el pomo de la puerta.

—Ahora huyes —dijo Basil—. También eso eres tú. Pero no huirás eternamente. Tarde o temprano plantarás cara y afrontarás tu prueba. —Todas las piezas encajaban; todas las pistas y atisbos contenidos en sus papeles y libros, teselas de un mosaico tan inevitable como irresistible—. Procura conocerte a ti mismo cuando llegue la hora —le advirtió al Peque— no Rey. —Aquél que no supere la prueba se pasará el resto de su vida huyendo, con la bestia aún en su corazón.

Theron no dijo nada. Abrió la puerta de par en par y la cerró de golpe a su espalda. Basil oyó sus pasos apresurados escaleras abajo.

Se había olvidado la capa en la esquina de la habitación. Basil la recodo y aspiró su fragancia. El poder era dulce, tanto como el conocimiento. Juntos, eran dominio y éxito. El doctor Basil de Cloud levantó el Libro del brujo del rey de la mesa donde se había pasado todo el rato y dobló escrupulosamente la capa a su alrededor, antes dejarlo envuelto en el elegante atuendo de su amante. Guardó los dos objetos debajo de su almohada, se tumbó y se dispuso a soñar.