Capítulo VI

Itasil de Cloud se acostumbró a la constante compañía de su círculo interno de alumnos, «sus jóvenes guardaespaldas», como los llamaba Rugg, medio en broma. Los estudiantes de Basil cerraban filas a su alrededor siempre que aparecía en público. Paradójicamente, cuanto más tiempo pasaban con él, menos le pedían. Era como si, al haberse convertido en una causa, Basil se viera relevado de la mezquina necesidad de hablar o relacionarse realmente con nadie. Cuando ni él ni ellos estaban en los archivos, Basil se acostumbró a sentarse en el Nido del Pájaro Negro, escuchando a medias las bromas y las discusiones de sus pupilos. Sus voces se convertían en una música agradable mientras él pensaba en lo que fuera que lo preocupase en ese momento: dónde estaba Theron, o qué estaría leyendo Crabbe en esos instantes; si se podría establecer una conexión plausible entre el brujo Guidiy descrito por Hollis, y el «Guidiy» que mencionaba cierta estrofa heroica previa a la Unión; un comentario mordaz que había hecho Crabbe durante una cena de historiadores cinco años atrás. Pero sobre todo, pensaba peligrosamente en el libro.

Estaba progresando. Había volcado todo cuanto sabía de investigación al Libro del brujo del rey: las leyes de la retórica, la lógica, el análisis. Sus alumnos también habían descubierto cosas que le ayudaban más de lo que ellos se imaginaban. A veces, de madrugada, se imaginaba que estaba al tilo del hallazgo, de la comprensión, del dominio. Y de imaginarse esto no distaba más que un paso a imaginarse en pie delante de Roger Crabbe, lanzando un hechizo del libro, lanzándolo con éxito, y Crabbe poniéndose rojo como la grana al ver el logro de Basil. Por deliciosa que fuera esa imagen, ni siquiera debería pensar en ello. No era tan ingenuo como para intentar ninguno de los hechizos. Carecía de la formación necesaria para esas cosas. Lo mejor sería atenerse a lo que ya dominaba, y eso era el estudio.

La voz de Anthony Lindley lo sacó de su ensimismamiento.

—Pues claro que es importante, Godwin, idiota. Todo es importante, cuando falta tan poco. —Basil se fijó en el muchacho y sonrió. De un tiempo a esta parte era más norteño que los norteños, engalanado con sus trenzas y su hoja de roble, recitando costumbres del norte como si las conociera desde la cuna. Siempre había sido un alumno aplicado, pero su investigación estaba arrojando destellos de verdadera genialidad. Lástima que hubiera estado tan enfermo al comienzo del trimestre. Todavía parecía afectado… demasiado flaco y excitable. Basil sabía que había habido

Algo entre Lindley y el malencarado norteño que otrora se contase entre sus estudiantes más apasionados.

—¿Qué fue de Finn? —preguntó Basil para la mesa en general.

Paralizadas en plena conversación, cuatro caras sobresaltadas se volvieron hacia él.

—¿Finn? —repitió bobamente Peter Godwin.

—Sí —dijo Basil—. Alaric Finn, nuestro experto residente en costumbres y tradiciones norteñas. La última vez que lo vi fue justo antes de las vacaciones de mediados de invierno. No habrá cambiado de disciplina, ¿verdad?

—No. —Lindley exhibía una expresión extraña—. No ha cambiado de eso.

—Tampoco le echaría la culpa —se apresuró a aclarar Basil—. La historia antigua no es el mejor camino para llevar una vida decente; eso lo sabéis todos, ¿verdad? —Asintieron sin entusiasmo. Temeroso de haberlos ofendido o de parecer que estaba quejándose de lo que ganaba (gracias a ellos, a fin de cuentas), añadió rápidamente—: De veras pensaba que Finn tenía madera. Quizá haya tenido problemas con los pagos. Más de un joven prometedor se ha visto obligado a abandonar sus estudios por falta de fondos. —Basil se fijó en sus expresiones azoradas y bajó la mirada a la mesa estampada de anillos de cerveza—. Ya sabéis que no le negaría la enseñanza a nadie por culpa de unas pocas monedas. Acudiréis a mí si tenéis problemas, ¿verdad?

—¡Se fue a casa! —farfulló Henry Fremont. Incluso el paciente Justis Blake lo miró con gesto peculiar—. Finn, quiero decir. Con su familia, o algo.

—Ah. —Basil asintió con la cabeza—. A mí también me gustaría ir al norte, algún día. Resulta extraño haber leído tanto y no haber visto nunca los bosques de Redding ni el Pozo de Guidiy. Lo que supongo —dijo, levantándose— que me sirve de indicación para volver al trabajo, a fin de costearme el viaje hasta allí.

Nunca jamás se habían alegrado tanto sus alumnos de verlo partir.

Pero en la puerta de la calle Minchin, Basil se encontró con que Theron había ido a visitarlo… y cualquier idea que no estuviera relacionada con el presente quedó relegada a un rincón de su mente. Se perdieron en un trance de sensaciones y liberación que duró toda la tarde. Cuando Basil recuperó la noción del tiempo, la habitación estaba a oscuras, tenía la voz ronca de tanto gritar, y sentía el cuerpo grávido y acartonado a causa del sudor seco.

—Me da rabia decirlo —dijo Theron debajo de él—, pero tengo sed.

Basil gimió.

—Y frío —continuó Theron—. Y no puedo respirar.

Basil soltó un gruñido y se apartó rodando del cuerpo de su amante, gimiendo nuevamente cuando el aire helado le acarició el pecho apelmazado de sudor. El

Colchón protestó cuando Theron se levantó; otra ráfaga de aire frío le indicó que se había llevado la sábana con él. Un momento después se oyeron el roce y el siseo de un lucifer; la luz de la vela relegó las sombras a los rincones y reveló a Theron de rodillas junto a la chimenea, encendiendo un fuego. Estaba envuelto en la sábana, con el pelo en la cara. El corazón de Basil se encogió dolorosamente: aquella belleza, aquella pasión, aquel poder le pertenecían, sólo a él, para su uso y disfrute. Se aproximaba la hora de liberarlo en la tierra, para sembrar vida nueva en los bosques y campos.

Se levantó y apoyó las manos en los hombros de Theron.

—El momento está cerca —dijo.

—¿Te preocupa el debate? —preguntó Theron.

Basil acarició el cabello de su amante.

—¿El debate? —Tuvo que pensar un momento—. Ah. No, no estaba pensando en eso. —Echó la cabeza de Theron hacia atrás y le pasó la palma por la garganta.

Theron se zafó de él bruscamente.

—Ahora no, Basil. Mírate: medio deliras de hambre. Lo que te hace falta es comer. Y un trago. —Se puso de pie y empezó a buscar su ropa.

Basil se envolvió en la sábana abandonada por Theron.

—A lo mejor —dijo, dubitativo.

—Y luz. Y gente que te distraiga. Incluso iremos al Nido —le ofreció magnánimamente, pero Basil se tapó la cara con las manos.

—¡No! ¡Dios, no! Mis alumnos estarán allí.

—Está bien, está bien. —Theron apartó las manos de su amante—. Ven conmigo a la Ribera.

Todos los sueños de poder y pasión de Basil se disiparon frente a una ansiedad pueril, impropia de un estudioso como él.

—¿No me matarán? —preguntó, medio en broma.

Theron sonrió.

—Si estás conmigo, no. Soy el Príncipe de la Ribera.

—En ese caso… —Basil se rió.

Theron estaba poniéndose las calzas y la camisa de lino.

—Te llevaré a un sitio que conozco. —Dejó un montón de ropa en manos de Basil—. Ten, vístete. No, no te pongas la toga; déjala, coge sólo la chaqueta. ¡No hay académicos adónde vamos! Es un sitio pequeño y tranquilo, con un whisky excelente. Luego, cuando te hayas animado, podemos ir al baile que hay al doblar la esquina.

Alarmado, Basil repuso:

—Yo no bailo.

—No hace falta —repuso con indulgencia Theron—. Pero es divertido mirar. Las luces. La música. Es muy estimulante.

—Tú guías.

En los cerca de diez años que llevaba en la ciudad, Basil no había cruzado nunca el puente que conducía a la Ribera. ¿Para qué? El distrito no tenía nada que ofrecerle, salvo baúles viejos llenos de libros enterrados bajo las ruinas de sus derruidas casonas, y los cofres que le traía Foster el Trapero. Se sentía tremendamente osado, paseando del brazo de su amante, con los sombreros calados para resguardarse del viento helado y las miradas indiscretas. Recorrieron la margen del rio que discurría junto a la Universidad y pasaron junto al palacio del Consejo, donde todavía estaban encendidas las luces.

—Éste es el camino que andas todos los días —dijo Basil, inesperadamente conmovido.

—Más o menos. —Theron se apretó más contra él—. Ahí está el Puente. Es antiguo; de antes de la Unión, quizá. Nunca lo ampliaron para el tráfico de carros, sólo se puede pasar a pie y con carretillas. —Se detuvieron un momento para contemplar las piedras. Theron levantó luego su antorcha y el otro brazo, en gesto de invitación—: ¿Vamos?

Así, cruzaron las aguas hasta la isla.

Basil sintió cómo cambiaba Theron, o se lo pareció. Era como un agricultor que acabara de entrar en las tierras de su padre; lo cual, en cierto modo, era exacto. Caminaba con paso seguro, guiándolos por las calles y soslayando los socavones que Basil no veía por culpa de la oscuridad. Señalaba e indicaba los lugares donde había vivido experiencias con personas de sobrenombres peculiares, hasta que su historia hizo que a Basil le diera vueltas la cabeza.

Se agacharon al bajar una escalera angosta que desembocaba en una taberna sita en un sótano, umbroso y acogedor, que parecía extenderse sin límite bajo tierra.

—¡Qué tal, Liz! —saludó Theron a la propietaria.

Ésta se llevó una mano al busto.

—¡Pero si es él! ¡Regresado de entre los muertos! —Theron enarcó las cejas, y la mujer se explicó—: Tenía entendido que el amor te había traspasado el corazón con una saeta mientras posabas para tu retrato.

—Agua pasada —dijo Theron, huraño—, y rancia. Casi tanto como ese pastel que sirves aquí. Pero he venido con mi nuevo amigo, y le he dicho que tenéis cosas buenas. No me hagas quedar como un embustero, ¿eh?

—¿Quieres la barrica de roble?

—Por supuesto que quiero la barrica de roble.

El whisky envejecido en ella era exquisito y ardiente. Basil pestañeó para enjugarse las lágrimas. Su amante sonrió con malicia.

—¿Mejor? Es de lo mejorcito: aguardiente del norte, directamente de los arroyos de las montañas.

—¿Hay algo —preguntó el magister, asombrado— que te falte por probar?

—Nada de lo bueno. —Basil olió el alcohol en su aliento cuando Theron se inclinó hacia delante—, nada que no compartiría contigo. —Allí mismo, en la taberna, se besaron; Basil estuvo a punto de desvanecerse a causa del calor, los vapores etílicos, el orgullo, el apuro y la imposibilidad de creerse que aquello estuviera ocurriéndole realmente a él.

—¡Tremontaine! —susurró una voz en sus oídos.

La mano de Theron buscó su cuchillo. Pero cuando vio de quién se trataba, se limitó a decir:

—Louie, ¿qué ocurre? ¿No ves que estoy ocupado?

Un joven de rostro vulpino al que le faltaba una oreja respondió:

—Ya, pero… ¿cómo de ocupado es ocupado? Verás, me ha llegado otro cargamento. Te doy a elegir a ti primero.

—No me interesa.

—Pagarás el doble… o el triple… en el pasaje de Lassiter, hazme caso.

—Lo sé. —Theron esgrimió una sonrisa radiante—. Pero tengo un amigo nuevo —le propinó un achuchón cariñoso a Basil— y me estoy gastando en él toda la asignación. Le gustan los libros, sin embargo, no las esmeraldas; ¿verdad, querido?

Basil paseó la mirada del jovial príncipe al sombrío traficante.

—Si me quieres comprar una esmeralda robada, no seré yo quien te lo impida.

—Chis —dijo Theron, al tiempo que Louie protestaba:

—¿Robada? ¿Quién ha dicho robada? ¿Qué chusma traes aquí, T?

—Ay, Louie… —Theron se sacó unas cuantas monedas de la faja—. Tráenos otra ronda, ¿quieres? —Cuando se fue, le murmuró a Basil—: Mal hecho, cariño. Son más susceptibles que los escolares cuando se les mienta a la madre. Hay palabras que no se usan.

Louie regresó con las bebidas, y Basil tuvo que escuchar cómo los jóvenes rememoraban una serie de peleas que habían tenido de pequeños con los niños de otras calles. Se preguntó cómo habría encontrado tiempo Theron para tantas trastadas sin dejar de asistir a clase cuando era niño. Debía de haber sido antes de que renunciara a las peleas callejeras en favor de sus numerosos amantes, eso era.

Uno encontraba tiempo para toda clase de diversiones cuando su vida no dependía de los estudios… pero no, no quena pensar en Crabbe y el debate. Basil apuró su whisky y se concentró en la conversación.

—¿Ves mucho a Nora? —preguntó Theron.

—¿Nora, la de los tres críos y el marido estibador? —resopló Louie—. No si la veo yo antes que ella a mí. Deberías venir más a menudo, T, te estás perdiendo las novedades que hay por aquí. Te reservaré algo especial. ¿Todavía te gusta darle al humo de vez en cuando?

—Eh, no. —Theron hizo una mueca de indefensión hacia Basil—. Fumaba sólo porque…

—No digas más. ¡Bueno, dejaré que vuelvas con tus libros! —Dicho lo cual, Louie se fue con otro conocido al que, quizá, le interesaría hacer tratos.

—¡Vaya! —dijo alegremente Theron—. Ha sido entretenido.

—Por lo menos ahora entiendo una cosa que dijiste una vez. La primera noche que pasamos juntos. Dijiste que no eras realmente un hijo modelo. Siempre había pensado que lo eras, sin embargo, a pesar de todo. Pero ahora veo que es mi buena influencia… mi excelente influencia… lo que te mantiene alejado de todo tipo de problemas. ¿Cuándo me vas a presentar a tu madre?

—Cuando tengan que extirparte el bocio, no antes. Venga, en marcha.

—¿Al baile? No sé si estoy preparado para eso. Invítame a otro whisky.

—Hombre sensato. —Theron le dio un beso en la frente y le hizo una señal a la camarera—. Eres una influencia estupenda.

La música, que escapaba de un local tan radiantemente iluminado como en penumbra había estado el anterior, se oía desde la otra punta de la calle. El paso de Basil no era del todo firme, probablemente porque tenía a Theron colgado del cuello, llenándole la boca de vapores etílicos y besos. Basil empezó a preocuparse de que alguien lo viera en la calle, dando tumbos y riéndose con un guapo estudiante; recordó entonces que estaban en la Ribera, no en las calles de la Universidad, y que lo que aquí hiciera no era asunto de nadie. El volumen de la música arreció cuando abrieron la puerta y se toparon con un muro abrasador de gente sudorosa, pestilente cerveza derramada y cacofónicos violines, flautas y tambores.

Theron le tendió los brazos.

—¡Baila conmigo!

Basil conocía todos los pasos de las ferias de pueblo: sencillos giros, saltos y remolinos. Pero se le antojaba demasiado ridículo.

—Ah, no. Tomemos algo antes.

—No quiero beber. ¡Quiero bailar!

—Bueno, pues no puedes. Conmigo no.

—¿Con otra persona, entonces? —Theron ojeó la multitud con picardía—. ¿Qué te parece esa pelirroja de peras inmensas? ¿Crees que sería divertido abrazarla? O el chico de bigote incipiente… si es que es un chico; aquí nunca se sabe.

Basil le clavó los dedos en el brazo.

—Si vas a bailar, hazlo conmigo.

—¡Pero si no quieres! —protestó Theron. Dio saltitos de puntillas al ritmo de la música—. ¡Y yo ya tengo el ritmo en el cuerpo! Si tú no quieres, búscame a alguien que sí. Échales un vistazo a todos. ¡Vamos, Basil, juguemos al Juego de los Brujos! Elígeme a alguien que abrazar… una pareja para esta noche…

—¡Cómo te atreves! —Basil lo apartó de un empujón, milagrosamente sin golpear a ninguno de los asistentes que atestaban la sala.

—¿Qué? ¿Cómo me atrevo a qué?

—¡No te burles de mí!

—¡De tus brujos, querrás decir, y de sus peculiares aficiones! ¿No te parece que sería divertido? No haría nada, sólo bailar…

—¿Cómo te atreves a convertirlo en un juego? Me dedico a estudiar la verdad, la comparto contigo, y tú…

—¡Ya sé a qué te dedicas! ¿Crees que no escucho lo que siempre estás diciendo? ¿Crees que soy estúpido, Basil?

—Creo que eres un niño mimado. Creo que eres un presumido. No soy ningún juguete…

—¡Eres mi juguete tanto como yo el tuyo!

—Entonces, ¿para ti el amor es un juego?

—El amor no, pero nuestros cuerpos… Es como bailar…

—¡Te he dicho que yo no bailo! Ya me has oído; sencillamente no te gusta que no corra a bailar al son que a ti te apetezca tocar.

—Bueno, está bien. —Theron lo miró con altanería—. ¿Por qué no vuelves con tus mohosos amantes de papel?

—No soy tu criado. —Basil sintió en su voz el mismo calor que le encendía las manos y la cara—. Si me voy, será para ahorrarme la indignidad de que me vean contigo.

—¿Indignidad que te vean con el Príncipe de la Ribera? —repuso Theron, con humor glacial—. ¿Tendré que pedirle a alguno de mis leales súbditos que te lleve a casa sano y salvo?

El frió sustituyó al calor.

—No os molestéis, milord. Creo que sabré encontrar el camino desde aquí. Y si alguno de vuestros «súbditos» me pide los pocos cobres que llevo en la bolsa, estaré encantado de dárselos. —Hizo una brusca reverencia delante de Theron, se dirigió a la salida con paso vivo y salió a la noche, sin percatarse apenas de cómo su sombría expresión y sus puños apretados le abrían paso entre los juerguistas.

Theron se quedó observando su exhibición. Cuando la puerta se cerró de golpe, sacudió la cabeza, como si saliera de un trance. Lo asaltó el deseo de seguir a su amante y suplicarle perdón. Los dos habían bebido demasiado.

Mientras vacilaba, reparó en un joven robusto que estaba de pie junto a la puerta, mirando a su alrededor como si estuviera perdido. Su rostro era tal vez un pelín demasiado dulce, y Theron se preguntó si sabría exactamente dónde se había metido. Por su aspecto se diría que encajaría mejor en el Albaricoque. Era una oportunidad, pensó Theron, de hacer una buena obra. Basil requeriría multitud de mimos y halagos antes de que accediera a olvidar su discusión. Y de repente Theron estaba mortalmente cansado de mimar, halagar y satisfacer el delicado orgullo del hijo de un alcalde cuya pasión eran los reyes muertos.

Apañó dos cervezas de una cubitera y se acercó al joven.

—Qué amable. —La voz del desconocido era un tenor agradable, más tierna que las arrugas que le rodeaban los ojos.

—Me preguntaba —dijo educadamente Theron— si estarías buscando algo en particular por aquí.

—Lo cierto es que si. El hombre señaló la tarima donde estaba tocando la banda. —He venido a escuchar a la cantante. Trabajo en el río; no tenemos muchas oportunidades de disfrutar de estas cosas.

—¡Oh, un hombre del río! Eso es algo por lo que siempre he sentido curiosidad.

—¿Sí? —Un destello de diversión iluminó los ojos del desconocido—. Bueno, más que nada se trata de cargar cajas y ver pasar las orillas. ¡Ah, ya empiezan!

Había hecho su aparición la cantante, una pelirroja alta con un ceñido vestido rojo. Theron la reconoció: la llamaban «la Parrilla», por varios motivos, entre ellos el peculiar ronroneo siseante de su voz, que le prestaba una pizca de picardía aun a la más inocua de las letras. Había sido un gran fan de ella cuando debutó hacía unos años, y había llegado incluso a intentar escribirle algunos versos. La Parrilla entonó ahora una canción sumamente ingeniosa sobre la falta de caridad de la ciudad, y después otra más picante sobre una tendera que estaba estableciendo las condiciones del contrato con un noble que quería acostarse con ella. Theron aplaudió y jaleó con

El resto del público, pero sin apartar la vista del hombre del río. Que no apartaba la vista de la cantante. Al finalizar su actuación, la Parrilla se acercó a ellos zigzagueando entre la concurrencia para envolver al navegante fluvial en sus brazos perfumados. Por encima del hombro le dijo a Theron:

—¡Y tú, joven Tremontaine, ya puedes dejar las manos lejos de mi Félix!

—Espero poder invitar a alguien a un trago sin que se me acuse de acoso —se defendió Theron.

—Te conozco —continuó la cantante, sin amilanarse—. Y como vuelvas a montar una escena aquí, escribiré una serie de canciones que te harán lamentar el día en que naciste, eso es, y pienso cantarlas, donde haya gente de sobra para escucharlas. ¿Qué te parecería que toda la ciudad coreara tu última tropelía?

—Vamos, Sally —dijo con una sonrisa el hombre del rio—. Soy capaz de proteger mi virtud sin tu ayuda.

—Que te lo crees tú —repuso la cantante—. Conozco a éste, Félix, y harás bien en andarte con ojo. Es de los que se va con cualquiera, sin importarle nada en el mundo más que su propio placer. Lo último que supe de él era que cierta pintora lo tenía comiendo en la palma de su mano. Dicen que era capaz de morir de amor por ella, aunque me reservo el derecho a dudarlo. Y ahora hasta un ciego podría ver que está destrozándole la vida a ese joven tan apuesto. Así que deja en paz a mi Félix, ¿me oyes?

Theron sintió cómo se le encendía la cara, y esperó que nadie más se diera cuenta. Comiendo en la palma de su mano. No era así cómo describiría él su aventura con Ysaud. Pero no le costaba nada imaginarse que daría para toda una canción.

—Cuando empiece a perseguir hombres del río —dijo con voz ofendida—, me aseguraré de que Félix no esté en mi lista. Por guapo que sea.

La mujer se lo quedó mirando, y luego, en un arranque desconcertante, se empezó a reír.

—Te da igual todo, ¿verdad? Pues mira, si son «hombres» del río lo que buscas, me temo que Félix no va a poder complacerte.

—Deslenguada —dijo con ternura Félix. Frunció los labios en dirección a Tremontaine—. No te quedes mirando. No son modales.

Ahora que Theron sabía que era una mujer, se daba cuenta de que no era tan joven como en principio había pensado; sin duda pasaba de la treintena. Era atractiva, según los cánones tanto femeninos como masculinos, y parecía sentirse tan cómoda con sus ropas de hombre como Katherine.

—Te ruego que me disculpes —dijo con frialdad.

—No hace falta. Mi Sal te ha hecho enfadar; considera que estamos en paz. —Se giró hacia la cantante, y las dos se dirigieron a la pista de baile.

Perplejo, Theron apuró la cerveza y pensó en acercarse al Perro Pardo para echar una partida a los dados, o al Albaricoque, o incluso a casa, para variar, para dormir toda la noche. Pero las palabras de la cantante lo habían zaherido más de lo que quería admitir. Pensó en Basil, dolido y enfadado en su habitación oscura, imaginándose a su amante en los musculosos brazos de un joven navegante fluvial, o algo peor. ¡Cómo se va a reír, pensó Theron, cuando averigüe la verdad! Sin proponérselo casi, encaminó sus pasos hacia el Puente; los tacones de sus botas repicaban en los adoquines, y su aliento escapaba en penachos de vaho de sus labios mientras tarareaba el último estribillo de la Parrilla.

Henry Fremont estaba moderadamente satisfecho consigo mismo. El hecho de notificar la muerte de Alaric Finn al contingente norteño había obrado maravillas a la hora de paliar sus remordimientos de conciencia. Seguía sin poder justificar por completo sus cartas a lord Nicholas, pero estaba dispuesto a sentirse orgulloso de la reparación de sus errores. Había regalado la bolsita de cuero y la elegante chaqueta que había comprado con el dinero de Galing. No había conseguido animarse a desprenderse de los libros, pero se había propuesto prestárselos a cualquiera que se los pidiese, y le había dado a Lindley la mayor parte de las monedas que llevaba encima, además de su bufanda nueva y una manta. Había llegado incluso a recorrer a pie toda la distancia que separaba la ciudad de la Cabeza de Rocín para cerciorarse de que los norteños habían recibido su mensaje. Así era; o al menos el cadáver había desaparecido de la leñera, sustituido por una bolsita con dos monedas de plata dentro. Y estaba trabajando para el magister de día y de noche, cazando brujos en los archivos. Henry sufría pesadillas aún —lógico, pensó, después de semejante sorpresa—, pero en general, le parecía que no había salido tan mal parado del incidente.

De modo que era con la conciencia tranquila que Henry estaba sentado en su cuarto una noche, vela encendida, libro abierto, poniéndose al día con las lecturas atrasadas para las clases del doctor Rugg, en las que se había quedado rezagado. Cuando oyó que llamaban a la puerta, lo primero que pensó fue que debía de tratarse de Blake, que venía para tentarlo e intentar llevárselo al Nido. Bueno, por él Blake podía aporrear hasta desgastarse los nudillos; esta noche, Henry se proponía ser virtuoso.

—¡Con viento fresco! —exclamó, cuando se reanudaron los golpes—. Estoy ocupado. Estoy durmiendo. No estoy en casa.

El pestillo traqueteó y se abrió la puerta. Henry se giró en la silla para recriminar a Blake por molestarlo, pero no era Blake. No era nadie conocido, aunque lo había visto en el Nido, a él o a alguien que se le parecía mucho. Su visitante, tan alto y casi tan delgado como el propio Henry, llevaba el pelo largo dividido en decenas de

Trencitas que le caían sobre la espalda, y su rostro era tan lúgubre como una semana de lluvias.

Henry tragó un súbito flujo de bilis y carraspeó.

—Me parece que no te conozco —dijo con un hilo de voz.

—Pero yo a ti sí —repuso el norteño—. Eres Henry Fremont, de la facultad de Humanidades. —Su acento del norte era más fuerte que el de Finn, pero a Henry no se le pasó por alto la ironía que destilaba su voz—. También eres, por definición propia, un amigo. He venido a ver si eres amigo de… de Alaric Finn, o nuestro.

Henry, que se sentía en franca desventaja, se puso de pie e intentó empuñar las riendas de la situación.

—No sé si se puede decir que fuera «amigo» de Finn, en el sentido estricto de la palabra; colega, más bien, pero no hace falta que nos enzarcemos en cuestiones de terminología. No sé quién eres… aparte de alguien del norte, evidentemente… y no sé nada de la gente del norte… aparte de lo que mencionan los libros de historia… de modo que sería presuntuoso por mi parte si me calificara de amigo vuestro, personalmente hablando, al menos.

—Basta —dijo el norteño—. Si no eres nuestro amigo, eres nuestro enemigo. Por consiguiente, debo decirte una cosa, Henry Fremont. Hace demasiado tiempo que la tierra se ve privada de sangre y honor. Está sedienta, Henry Fremont; tiene hambre. Necesita un nuevo rey que la nutra como es debido. Hasta que llegue ese día, aceptará cualquier sacrificio que pueda conseguir… aunque sea la sangre pobre y aguada de un necio sureño como tú.

Henry escuchó este discurso con creciente indignación, y para cuando el norteño hubo llegado a su altisonante conclusión, estaba ya casi igual de enfadado que asustado.

—Eso me pone en mi sitio, ¿no? Pues bien, deja que te diga una cosa, maese compañero del rey. No es muy inteligente por tu parte ir por ahí amenazando a quien podría, si mantuvieras la boca cerrada, mostrarse más comprensivo con lo que sea que estáis tramando. Estudio historia antigua, idiota. Sé que los reyes del norte no eran unos bárbaros, como también sé que los compañeros eran mucho más que una panda de fornicadores borrachos y matones engreídos.

El norteño parecía divertido.

—¿Me estás llamando matón, sureño?

—El sombrero te sienta bien… ¿o debería decir la hoja? Menudo espectáculo, con vuestra sociedad secreta, vuestras insignias y vuestras estúpidas trencitas afeminadas. Si llego a saber cómo ibais a reaccionar, habría dejado que Finn se pudriera en el claro, como quería Lindley que hiciéramos, y al cuerno con todos vosotros.

Henry se interrumpió, consternado por lo que acababa de decir, esperando que el norteño desenvainara el largo cuchillo que resplandecía en su cinto. Pero el hombre de las trenzas se limitó a quedarse mirándolo en silencio, apretados los labios, reducidos a rendijas sus ojos claros.

—Sí —dijo, al cabo—. Eso habría sido lo mejor. No sabes nada. No entiendes nada. No eres ninguna amenaza para nosotros. Pero ten cuidado, Henry Fremont. La ignorancia y la inocencia no siempre van de la mano.

No cerró la puerta al salir.