Tiempo después de informar a lord Nicholas Galing del debate entre De Cloud y Crabbe, Henry Fremont le escribió una última carta a su patrón.
He estado dándole vueltas, decía, y he decidido que no tengo madera de espía. No me gusta ser responsable de que la gente vaya a la cárcel, ni siquiera idiotas tan irritantes como Finn, Lindley y sus amiguitos norteños. Creo que el doctor De Cloud es un hombre honrado y un gran investigador, y me extrañaría que le importara un bledo si apareciese un nuevo rey. Lo único que le interesa es la verdad, y si vais a encerrarlo en prisión por eso, entonces no quiero tener nada que ver.
Había firmado como Vuestro humilde y obdt. Srvt., con una floritura irónica.
Nicholas juró largo y tendido. Después de todo lo que había hecho por esa miserable rata de cloaca, ¿tenía la desfachatez de dimitir? Se merecía que lo metieran en el Tajo para interrogarlo… o que lo llevaran directamente ante Nicholas en persona. Sería un auténtico placer, pensó Nicholas, torturar al grosero historiador para sonsacarle información, y así se la devolvería a Arlen por no haberle pedido que asistiera al interrogatorio de los norteños. Sintiéndose mucho más animado, llamó a su criado para pedirle que sacara a Henry de su dilecta guarida, pensó en la irritación de tener que estar en la misma habitación que él, y decidió no molestarse. En vez de eso, escribió apresuradamente una nota para lord Arlen: Contacto con la Universidad interrumpido; ¿debo establecer otro? Tenemos que hablar. Tachó la última frase y la sustituyó por: Estoy listo para presentar un informe preliminar sobre el asunto del norte. ¿Estaría bien mañana por la tarde?, y le encargó a su sirviente que la entregara. El criado regresó sin respuesta, lo cual no hizo nada por atemperar el genio de Galing.
Si éste seguía estando enfadado cuando se presentó en casa de lord Filisand horas después, ninguno de los demás invitados lo hubiera dicho. Recorrió las atestadas y sofocantes habitaciones de Filisand prodigando sonrisas y abrazos, en busca de alguien que estuviera familiarizado con lord Theron Campion. La Universidad no era el mundo de Galing; había pecado de iluso al intentar entrar en él sin saber cómo funcionaba. Pero la Colina… la Colina era su coto de caza natal. Si Arlen se había fijado en él era por su talento para desenterrar los secretos de la nobleza con elegancia y minuciosidad. Y lord Theron Campion de Tremontaine pertenecía a la nobleza, tanto si le gustaba como si no. Nicholas sabía en sus huesos de cazador que daba igual quién más estuviera implicado, lord Theron era la clave de todo este
Asunto. Gracias a Ysaud, Nicholas contaba con el cebo necesario para atraer a lord Theron. Lo único que necesitaba era aproximarse lo suficiente para colocar la trampa.
De ahí que hubiera decidido asistir a la cena de lord Filisand, una velada semanal de cartas, comida y conversación por la que casi todos los pobladores de la Colina pasaban tarde o temprano. Las esposas no eran bien recibidas, como tampoco lo eran las hijas y las hermanas, ni siquiera las queridas. Los hombres venían a apostar, a coquetear, a hablar de caballos, espadachines o votaciones sobre medidas controvertidas a celebrarse en el Consejo; venían a pasárselo bien, en resumidas cuentas, sin tener que preocuparse de medir sus palabras ni de la frecuencia de sus visitas a la fuente de ponche de brandy. La historia antigua llevaba manteniendo apartado a Galing desde mediados de invierno. Ahora debía recuperar el tiempo perdido.
—Absolutamente postrado en la cama —le explicó con voz solemne a lord Condell, que quería saber dónde se había metido. Dicho lo cual guiñó un ojo, lo que propició que Condell lo llamara diablillo y le pegara en la muñeca con un abanico de seda marrón. El abanico era nuevo, el último grito en moda, a todas luces. Galing se fijó en varios hombres que se afanaban en esgrimirlos contra el aire viciado. Hasta el joven lord Clarence Randall había sucumbido a la modernez y batía con torpeza un afeminado jirón de encaje rosa delante de su semblante sudoroso. El muchacho parecía un idiota. Llevado por el impulso, inspirado por la considerable suma de dinero que le había ganado en la partida de naipes del solsticio de invierno en la mansión Davenant, Galing acudió al rescate.
—Qué calor, ¿no? —se lamentó Randall.
—El frío hace estragos en lord Filisand —le explicó Galing—. Y los demás tenemos que sufrir con él. Los abanicos son una idea inspirada. Te vendría mejor, sin embargo, que lo sostuvieras así —ajustó el abanico en los dedos de Randall— y lo movieras así, con la muñeca. —Observó a Randall con ojo crítico, asintió con la cabeza y añadió—: Eso está mejor. Aunque, sin ánimo de ofender, ¿me permites que te diga que tu abanico es tal vez un pelín… delicado para tu mano? Sería más eficaz si fuera más grande.
—Es de mi hermana —le confesó Randall—. Lo apañé de la mesa del vestíbulo. —Observó dubitativo el encaje con lentejuelas—. Me arrancará las orejas cuando se entere.
—Seguro que no —respondió Galing, que empezaba a aburrirse—, si lo dejó tirado por ahí.
—No es eso. Se olvidó de él porque Campion le ha regalado uno nuevo. Tenía que llevarlo; el decoro, ya sabes. Está tremendamente encaprichada de éste.
El aburrimiento de Galing se había evaporado.
—¿Qué más da un abanico más o menos —dijo con fingida despreocupación— cuando se tiene un amante que puede regalarte otro nuevo?
—Eso mismo pensé yo —convino Randall. Se inclinó hacia delante para murmurar al oído de Galing. Olía a ponche de brandy—. Theron Campion está pasando un montón de tiempo con ella, no sé si me explico. Van a ver Linda Rosamund en el Kean. Es una obra muy romántica, Rosamund.
Galing cogió el abanico de manos de Randall y lo plegó con delicadeza.
—Una de mis preferidas, por cierto. Salgamos de esta sala tan sofocante y vayamos a refrescarnos en el pozo del amor inmortal. —Lord Clarence se lo quedó mirando con los ojos como platos. Sin molestarse, Galing se rió—. La obra, hombre, la obra. Te propongo que vayamos a ver Linda Rosamund.
Llegaron al teatro justo cuando empezaba el tercer acto. Lord Clarence condujo a Galing al palco de los Randall y se lo presentó a su madre, lady Randall, con un susurro ensordecedor. Lady Randall parecía moderadamente complacida de ver a su hijo y su amigo, y cuando lord Theron insistió en cederle a Galing su butaca en la primera fila del palco, la señora declaró que se sentía débil y preferiría sentarse al fondo. De modo que Galing se instaló al lado de lord Theron, clavó la mirada en el escenario y empezó a maquinar la manera de intrigar al irritante y joven heredero de Tremontaine para que éste entablara conversación con él.
No sería tarea fácil llamar su atención. Cada vez que Galing desviaba discretamente la mirada de los gesticulantes actores, Campion estaba vuelto hacia la chica de los Randall, rompiendo la espuma blanca de sus voluminosas faldas con una rodilla. Una vez le oyó murmurar algo; otra, oyó cómo suspiraba: el cortejo de lord Theron parecía estar yendo viento en popa. Acordándose de las clases de historia de Henry, Galing se preguntó qué papel podría desempeñar una reina en sus planes.
En el escenario, el rey Alexander Pelocorvo, tocado con una larga peluca negra y una túnica corta que exhibía sus excelentes piernas, declaraba su poético desafío al malvado brujo Guidiy, quien escuchaba con una paciencia digna de encomio en tan colérico personaje. Galing soltó una risita. Sobresaltado, Campion lo miró de soslayo por encima del hombro. Galing enarcó una ceja indicando las tablas, puso los ojos en blanco y rechinó los dientes. Los labios de Campion se curvaron, divertido a su pesar, antes de que volviera a concentrarse en Genevieve. Durante el intermedio, se dejó distraer de ella el tiempo suficiente para que Galing iniciara una conversación a propósito de cómo un buen actor podía transformar una obra deplorable.
—¿Has visto a la señora Sedley en el Buttery? —preguntó—. Su voz es alquimia pura, capaz de transmutar en oro trágico las rimbombancias más manidas. Dicen que es la reencarnación de la Rosa Negra.
—Ah. —Campion se mostró cortésmente interesado—. En la sala del desayuno de la casa de la Ribera hay un retrato de la Rosa Negra en su papel de emperatriz. Me da la impresión de que es miembro de la familia.
—¿La Rosa Negra o la emperatriz?
—Oh, las dos. Siempre pienso en ellas a la vez.
A Galing se le ocurrió una idea.
—Creo que la señora Sedley ha elegido representar La emperatriz en su función para abonados. Suelo participar discretamente en estos acontecimientos; ¿quieres que te incluya?
Campion, con un ojo puesto en lady Genevieve, declaró sentirse halagado y le rogó a Galing que le dijera la fecha. Galing sospechaba que el muchacho sólo estaba siendo educado debido a su compañía, pero daba igual: ahora Galing podía afirmar que lo conocía. Y el interés del muchacho por la cría de los Randall añadía un valor considerable a los cuadros de Ysaud.
Nicholas se dispuso a presenciar el último acto de Rosamund envuelto en un halo de feliz confianza.
En el mejor de los casos, los universitarios son problemáticos. La sangre joven fluye caliente por sus venas y tiende a hervir de repente en defensa de su pasión, ya sea ésta hombre o mujer, idea o ideal. Casi todos los inviernos se producía algún incidente que dividía a la Universidad en facciones que se escupían cuando se cruzaban por la calle y, en ocasiones, se ponían mutuamente los ojos morados.
Los maestros más veteranos rememoraban las disputas académicas de sus años mozos, cuando los alumnos arrojaron fruta al doctor Darlington de Geografía durante el debate con el doctor Russom sobre la redondez de la tierra, o cuando pasearon a hombros por las calles a Weedin, de Retórica, mientras éste enarbolaba la toga de su derrotado rival como si de un estandarte se tratara. Pero ni siquiera los más viejos del lugar recordaban unos ánimos tan encendidos como los que rodeaban el debate de los dos profesores de Historia Antigua.
En el Cuerno del Rey, donde los gobernadores, catedráticos y maestros veteranos estaban acostumbrados a beber sin que los molestara el común de los mortales, casi todos estaban de acuerdo en que el doctor De Cloud había ido demasiado lejos. No tenía nada de malo animar un poco las cosas; eso era lo que hacían los maestros jóvenes, lo que ellos mismos habían hecho en su día. ¡Pero declarar que los brujos eran reales y su magia verdad! Para empezar, no tenía manera de demostrarlo, ni por los llamados «nuevos métodos de estudio» suyos, ni por ningún otro método.
El doctor Leonard Rugg se vio salpicado de lleno por la polémica una tarde, cuando se reunió con su antiguo magister y protector, el doctor Polycarp de Metafísica, para tomar una taza del famoso ponche de brandy del Cuerno en amigable compañía.
—Es algo que no debería demostrarse, tanto si es verdad como si no —estaba diciendo Polycarp cuando apareció Rugg—. Ah, Rugg, ahí estás. Coge una taza, muchacho, y siéntate. El doctor Standish y yo estábamos hablando de este asunto del desafío. Standish, ¿te acuerdas de Leonard Rugg? Sé que la metafísica no te apasiona, pero tendrías que oírle hablar de la esencia del ser.
Rugg declinó modestamente cualquier posible mérito, se declaró halagado, se sirvió una fragante taza de ponche de la fuente de peltre que había encima de la mesa y se instaló en una silla cómodamente destartalada.
—Es un asunto penoso —prosiguió Polycarp—. Tanto para la ciudad como para la Universidad. No sé cómo han podido consentirlo los gobernadores.
—No pueden denegar el permiso para celebrar un desafío académico —dijo Standish—. Sentaría un mal precedente.
Rugg se debatió por un instante con la certeza de que debería mantenerse al margen de esta conversación, y perdió.
—Precisamente —dijo, cordial—. Para eso son los desafíos académicos, al fin y al cabo: para sacar a la luz temas espinosos y someterlos al escrutinio público, con la intención de averiguar la verdad, sea cual sea.
—¡La verdad! —resopló Polycarp—. La verdad es que la magia es peligrosa y antinatural, tanto si es «real» como si no.
—Pero —acotó Standish—, de todos modos, ¿qué es «real» en este contexto? Nadie niega que los brujos hicieran «algo», algo que envolvían en un halo de enorme misterio, algo que era considerablemente nocivo. Eso es indiscutiblemente «real». No entiendo qué hay que discutir al respecto.
—Por supuesto que se puede discutir —dijo Rugg—. Su carácter nocivo provenía del misterio. Recordad lo que decía Arvin: «La verdad es una lámpara. Cerrada, cubierta, escondida, no ilumina nada, nos deja a todos caminando a tientas en la oscuridad».
—Arvin no se refería a la magia —objetó Polycarp—. Estaba hablando de metafísica. En cualquier caso, ya conocemos la verdad acerca de los brujos. De Vespas en adelante, todas las autoridades son absolutamente unánimes. Es como si Basil de Cloud se hubiera ofrecido a demostrar que el sol sale por el oeste. Es absurdo, inútil y peligroso.
—Eso mismo dice el doctor Crabbe, sin duda —empezó Rugg—, pero…
—Igual que De Cloud —lo interrumpió Polycarp—. Peligroso, digo, y ambicioso. No me extrañaría descubrir que se propone acabar con el profesorado y los gobernadores y convertir la Universidad en un colegio de brujos.
Rugg miró a Standish, que sacudía la cabeza en señal de sombría desaprobación.
—Bueno, a mí me sorprendería —estalló Leonard Rugg—. Jamás he oído majadería igual. Para empezar, si la magia no es real, ¿cómo podría enseñarla De Cloud? Y aparte, conozco a ese hombre y sé que no tiene ni un pelo de ambicioso.
Comprensiblemente ofendido, Polycarp sacó pecho como una lechuza.
—Conque majaderías, ¿verdad?
—No piques el anzuelo, Poly —dijo Standish—. Es uno de ellos. He oído tu nombre, Rugg. Eres el padrino de De Cloud, ¿no es así?
Frente a las miradas furibundas de los dos hombres, Rugg sintió una complicada mezcla de rebelión y temor como no experimentaba desde que tenía veinte años.
—Sí, lo soy —saltó—. ¿Qué pasa?
Polycarp se crispó.
—Cuida esos modales; estás hablando con el ocupante de la cátedra de Halliday de Matemáticas.
—Dile al joven De Cloud que bien podría acabar despojado de puesto y rango —dijo Standish—. Sería una pena, con lo brillante que es, pero el único culpable sería él, por burlarse de la Universidad y sus instituciones. Todavía está a tiempo de retirarse y ahorrarnos un montón de disgustos a todos. Díselo.
Leonard Rugg dejó suavemente su ponche intacto encima de la mesa y repuso:
—Se lo diré, doctor Standish. Pero no se retirará. —Se puso de pie—. Los nervios que os infunde De Cloud están justificados. ¡Este debate os enseñará a todos cómo funciona la verdadera erudición frente a una tradición moribunda que debería haberse enterrado hace mucho con los difuntos reyes! ¿De qué servirá entonces la cátedra de Halliday?
Hizo una reverencia y realizó una retirada estratégica.
Leonard Rugg no era el único en unirse a la batalla por la causa de De Cloud. Los estudiantes discutían con sus maestros y entre ellos. Comenzaron a aparecer motes, indicativo indudable de que había problemas. «Hijo de brujo» era una provocación que podía llevar a los puños incluso a quienes se preciaban de ser buenos amigos. Algunos de los alumnos pertenecientes a la nobleza, o sus familias, se ofendieron por el tema del debate y dejaron de asistir a clase. Peter Godwin podría haber sido uno de ellos, de no ser porque su abuelo, Michael, lord Godwin, les había exigido a sus padres que permitieran al muchacho desarrollar sus lealtades sin inmiscuirse. Esto inspiró a Peter a examinar su lealtad hacia De Cloud y su causa con suma minuciosidad.
—No se trata de De Cloud, en realidad —le dijo a su abuelo, con aire de asombrado descubrimiento.
El anciano parecía divertido.
—¿No?
—Es cierto que es un profesor excelente, y que nunca se ríe de ti como hacen algunos, y que hace que te sientas más listo de lo que tú mismo creías. Pero por eso no merece la pena luchar.
—¿Piensas luchar? —preguntó en voz baja lord Godwin—. En tal caso, quizá deberíamos añadir la esgrima a tu plan de estudios.
—No te burles de mí, abuelo. Hablo en serio. Lo que va a debatir De Cloud tiene que ver con nuestro derecho a decir la verdad, sin importar quién se oponga. Por eso sí que merece la pena luchar.
—Ay, querido —dijo Michael Godwin—. Será mejor que te cerciores de que tu cuchillo está afilado, en ese caso.
—No es esa clase de lucha —respondió su nieto.
Puede que no fuera una pelea a cuchillo, pero poco le faltaba. Al salir de LeClerc un buen día, De Cloud y sus seguidores sufrieron la emboscada de una decena de crabbitas, ninguno de ellos sobrio del todo.
—¡Traidores! —gritaron—. ¡Lameculos de brujos! ¡Cochinos supersticiosos! —Dicho lo cual, descargaron sobre ellos una lluvia de manzanas podridas y bolas de nieve. Una de éstas, con una piedra en el centro, golpeó a Benedict Vandeleur en el brazo. Profirió un rugido y lanzó un puñetazo contra el crabbita más adelantado, un tipo corpulento con una enmarañada mata de rizos, que bramó a su vez como el toro que parecía y se aplicó a la tarea de tirar a Vandeleur al suelo. Justis Blake maldijo, dejó al doctor De Cloud a salvo en el arco de la puerta y se zambulló en la reyerta.
Todos los implicados podrían habérselo pasado mejor si la calle no estuviera helada, con la nevada del día anterior pisoteada hasta no ser más que un sucio barrizal congelado. Los nudillos de Blake hormigueaban y le escocían con cada puñetazo que asestaba. A su lado, Peter Godwin hipaba de dolor o de rabia; las lágrimas le dibujaban surcos en las mejillas enfangadas mientras manoteaba a su sonriente adversario. Blake le puso la zancadilla al risitas, que se desplomó pesadamente encima del hombre con el que bregaba Blake, quien le lanzó un puñetazo instintivo antes de darse cuenta de que estaban en el mismo bando. Blake se rió, los agarró a ambos por el cuello de sus togas y entrechocó sus cabezas con un sonoro chasquido. Estaba empezando a entrar en calor.
De pronto, un crabbita situado al filo de la pelea se quitó a su oponente de encima y puso pies en polvorosa, gritando:
—¡La guardia! ¡La guardia! —Dos de sus camaradas lo siguieron, arrastrando a un amigo caído entre ellos. Blake oyó el silbato inconfundible, cada vez más cerca. Se quedó paralizado, igual que su rival, miró en rededor desesperadamente y se desplomó en el suelo, derribado por un puñetazo de despedida en la barbilla.
Para cuando la guardia hizo su parsimoniosa aparición en la escena, la calle ya estaba desierta. El barro pisoteado, tres gorras estrujadas, una bufanda y una manga arrancada de cuajo eran testigos mudos del reciente combate, pero de los implicados no había ni rastro. Los guardias se encogieron de hombros, se guardaron los silbatos en los bolsillos y regresaron a su cálida comisaría. Les traída sin cuidado que todos aquellos idiotas se mataran mutuamente, siempre y cuando después limpiaran los cadáveres.
Dentro de LeClerc, el doctor De Cloud contenía con gesto impotente la hemorragia nasal de Peter Godwin con su propio pañuelo, mientras Fremont y Vandeleur reanimaban a Blake con un puñado de nieve. Uno de ellos había perdido la manga; un morado como una mancha de tinta se propagaba por la mejilla de otro. Lindley se palpaba el mentón magullado y los nudillos rasguñados. Todos estaban sucios, temblaban de frío y trepidación, y hablaban como si les hubieran dado cuerda.
—¿Habéis visto cómo corrían esos maricas? —preguntó con entusiasmo Vandeleur.
—Les hemos enseñado quiénes son los mejores. —La voz de Godwin sonó apagada a causa del pañuelo.
—¡Nos llamaron traidores! —Fremont estaba indignado—. ¡Cochinos reaccionarios!
Un coro de consenso:
—¡Son unos borregos! ¡Cotorras! ¡Gansos!
—¡Silencio! —De Cloud, que llevaba escuchándolo todo con creciente impaciencia, perdió los estribos—. Os estáis comportando como chiquillos en una feria —dijo en medio del atónito silencio—. Somos personas civilizadas, ¿no? Dirimimos nuestras diferencias con palabras, no a golpes; con argumentos razonados, no con insultos. ¿Qué sois, estibadores o estudiantes de historia antigua?
Se cruzaron las miradas, hoscas, cohibidas o divertidas. Pobre doctor De Cloud, pensó aturdidamente Blake. ¿Quién va a decírselo?
Curiosamente, fue Lindley. Tenía el cabello flamígero apelmazado por culpa del barro, y su fino mentón lucía un bulto que debía de dolerle, pero habló con voz clara y orgullosa.
—Somos estudiantes de historia antigua. Somos estudiantes de la verdad. Hay quienes desearían silenciar la verdad a cualquier precio. Si nos agreden con golpes e insultos, ¿qué podemos hacer sino pagarles con la misma moneda?
—¡Bien dicho, Lindley! —exclamó Vandeleur, impresionado, y los demás estudiantes entonaron un murmullo de aprobación. Lindley se puso rojo como la grana y se chupó la sangre de los nudillos.
De Cloud sacudió la cabeza.
—Me avergüenza ser el causante de todo esto —dijo. Pero al mismo tiempo que las palabras salían de sus labios, sabía que era mentira. Una parte de él se vanagloriaba a la vista de aquellos jóvenes, vapuleados y cubiertos de sangre por su causa; una parte de él que aceptaba su servicio como algo lógico, que contaba cada gota de sangre derramada como una ofrenda—. Pero habéis luchado con nobleza, y al menos por eso estoy orgulloso de vosotros.
Todos parecían complacidos. De Cloud pensó en pedirles que no pelearan a menos que los provocaran antes, pero decidió que sería como escupir contra el viento y les recomendó que se adecentaran antes de ir al Nido, «para ahorrarle a Max el trabajo de echarlos a todos a patadas como si fueran unos vagabundos». Su chiste provocó algunas risas, de modo que continuó:
—Me adelantaré y os encargaré una tarta. —Dicho lo cual, los dejó.
El Nido del Pájaro Negro no era inmune a la tumultuosa corriente generalizada de cambio de aquel final de invierno. Ya no era el jovial refugio de eruditos de Humanidades que acudían en busca de bebida y cordial discusión, sino una suerte de cuartel general radical, repleto de declouditas de todo pelaje académico. Pensaran lo que pensaran del comportamiento personal de De Cloud, todos convenían que la verdad debía hallarse en el examen empírico de la información y no en los escritos de generaciones anteriores. Había contingentes de astrónomos, físicos y científicos naturales de todos los tamaños y colores. Y también había norteños.
Siempre había habido algunos norteños en el Nido del Pájaro Negro: formaban un grupo insular, pero no tanto como para no beber con sus compañeros estudiantes de vez en cuando. Ahora su número había aumentado, igual que las muecas de repugnancia ante la excelente cerveza de Max cuando éste se quedaba sin sidra; por lo general, los intentos de entablar amigable conversación eran recibidos con un silencio pétreo. Pero no cuando el que lo intentaba era Anthony Lindley.
Para asombro de todos, Lindley rehusaba a menudo el Rincón de los Historiadores en favor de la mesa de los norteños, y empezó incluso a lucir en el pelo las múltiples trenzas que los caracterizaban. Cualquier posible malentendido que hubiera habido entre ellos a cuenta de Finn, Greenleaf y Smith, evidentemente era ya agua pasada. Los norteños y Lindley eran, en palabras de Fremont, tan inseparables como las gachas del Nido.
—Me pregunto qué verá en ellos —dijo en voz alta Peter Godwin una tarde glacial—. Como si tuvieran algo en común con él: son todos científicos naturales, abogados y médicos.
—Y soñadores hasta la médula —le explicó Blake—, comparten la misma visión del norte antiguo como tierra de prodigios, y les encantaría despertar una mañana y descubrir que esos prodigios han regresado.
—Sin olvidarse del odio que sienten por Finn —añadió Vandeleur—. También tienen eso en común.
—El incendiario maese Finn —dijo Godwin—. Me pregunto qué habrá sido de él. Es imposible que siga en el Tajo.
Vandeleur se encogió de hombros.
—Podrían haberse olvidado de él, o tal vez lo hayan perdido, supongo; pero lo más probable es que zarpara río abajo en cuanto lo soltaron. Traicionó a sus amigos, después de todo, y, que yo sepa, Greenleaf y Smith todavía están entre rejas. No me da la impresión de que los norteños sean tan comprensivos y tolerantes como nuestro bienintencionado Blake.
Blake le propinó a Vandeleur un suave coscorrón con el que pretendía enseñarle exactamente cuán comprensivo y tolerante era en realidad. Vandeleur lo empujó a su vez, y podría haberse producido una riña amistosa de no ser porque Anthony Lindley se unió a ellos, jarra de cerveza en ristre.
Encajó razonablemente bien los comentarios jocosos de sus amigos sobre su pelo y su gusto a la hora de elegir compañía.
—Mi abuela —explicó— era del norte… bueno, su padre lo era. Hay una diferencia. —Pero eso fue todo, de modo que la conversación pronto derivó hacia el siempre absorbente lema de sus estudios. Estaban pasando horas en los archivos todos los días, revolviendo cajas y carpetas de documentos, desenrollando pergaminos, descifrando caligrafías desconocidas y aspirando polvo. Hasta la fecha, habían encontrado muy poco de valor aparente, pero el doctor De Cloud estaba contento con ellos, y no se rendían al desaliento. Lindley estaba describiendo un libro sobre las costumbres norteñas que había descubierto, ilustrado con grabados, cuando un pillo callejero de sexo indeterminado preguntó con voz chillona por el estudiante Anthony Lindley.
Henry Fremont, que estaba inusitadamente callado de un tiempo a esta parte, le indicó al rapaz que se acercara.
—¿Eres tú Lindley? —preguntó el niño—. El sabio dice que Lindley me dará un cobre.
—¿Por qué —preguntó con delicadeza Fremont— debería darte un cobre Lindley?
El pillo le enseñó un trozo de papel, muy sucio y con las puntas dobladas. Fremont le tendió la mano.
—No si no eres Lindley, y no si no me das un cobre —dijo el rapaz—. Me lo ha prometido el sabio.
—Yo soy la persona que buscas —dijo Lindley desde el otro extremo de la mesa—. Tráeme eso.
El pequeño se coló entre los bancos.
—¿Dónde está mi cobre?
Lindley dejó la moneda en la mano del niño, aceptó la hoja, la desdobló y empezó a leer.
—Que me aspen —dijo en voz alta—. ¿Dónde está ese crío?
Pero el pillastre ya se había esfumado.
—¿Qué ocurre? —quiso saber Blake.
—Finn —respondió Lindley, sucinto—. Quiere que me reúna con él en el robledal que hay frente a la Puerta del Norte mañana al amanecer. No sé qué es peor: que piense que no sé que traicionó a Greenleaf y Smith, o que se crea que lo voy a perdonar por ello.
—¿Irás? —preguntó Godwin.
—No me apetece volver a ponerle la vista encima. Y ahórrate el sermón sobre la tolerancia, Blake, porque tú no sabes lo que está en juego aquí realmente.
Blake se encogió de hombros. La identificación de Lindley con la causa norteña, cualquiera que fuese, estaba empezando a subírsele a la cabeza.
—No seas engreído, Lindley —dijo Vandeleur, con fastidio—. Es injusto condenar a una persona sin escuchar su versión de los hechos.
—Estoy de acuerdo con Vandeleur —dijo inesperadamente Henry Fremont—. La gente puede hacer cosas muy estúpidas por razones que, en su momento, le parecían perfectamente razonables. Fijaos en la Unión, por ejemplo. A la larga, no fue tan ventajosa para el norte.
—No intentes cambiar de tema —dijo Lindley—. Me da igual cuáles fueran las razones de Finn. Lo que hizo es imperdonable. Es peor que una bestia, porque ésta no tiene más remedio que obedecer a su instinto.
Vandeleur hizo un último intento.
—Si la elección es entre la tortura y la traición, creo que la mayoría de los presentes… sí, y la mayoría de tus amigos del norte también… preferirían conservar todas las extremidades, aun a expensas de su honor.
—Yo no les habría contado nada, da igual lo que me hicieran.
Blake perdió los estribos.
—Pero no te hicieron nada, ¿verdad? —inquirió con ferocidad—. Cuando oyeron tu acento del sur y tu nombre del sur, te metieron en una celda para que reflexionaras sobre tu lamentable gusto a la hora de elegir amante, te dieron una palmadita en la cabeza y te soltaron. Querías a este hombre, Tony, o al menos nos hiciste creer que así era. Lo más honorable que podrías hacer es escuchar lo que tenga que decir.
Todo el mundo se quedó mirando fijamente a Blake, que les devolvió la mirada, furibundo. ¿Qué tenían la erudición y el estudio, se preguntó, que parecía marchitar los corazones de los universitarios, dejándolos incapaces de amar algo tan imperfecto y falible como otro ser humano? Ahora se reirían de él por acalorarse tanto por los sentimientos de alguien al que ninguno de ellos apreciaba especialmente, y él tendría que cerrarles el pico.
Pero Godwin se volvió hacia Lindley y dijo:
—Blake tiene razón.
—Yo mismo no habría podido expresarlo mejor —convino Vandeleur.
—De hecho —señaló Fremont—, finn está comportándose con suma honradez. Podría haberse escaqueado sin decirle nada a nadie.
—Vale, está bien —dijo Lindley—. Iré. Pero no será solo.
Blake se puso de pie.
—Si lo que insinúas es que vas a delatar a Alaric Finn a tus amigos norteños, te juro que te maniato y me paso la noche entera vigilándote. La venganza, los reyes y demás son cosas muy románticas, pero vivimos ahora, en el presente, cuando las personas resuelven sus diferencias de forma civilizada.
—Eres un condenado santurrón metomentodo —se acaloró Lindley—. Mojigato, sermoneador, patán…
—Cuidado, Lindley —dijo Godwin, alarmado por la expresión de Blake.
—… hijo de mamá —concluyó Lindley.
Fue la gota que colmó el vaso.
—Tienes suerte de que sea un condenado santurrón hijo de mamá —dijo Blake, con toda la ecuanimidad que le permitía su corazón desbocado—, porque de lo contrario se me podría olvidar que eres más pequeño que yo, que todavía estás débil a causa de la fiebre de las prisiones, y te haría tragar los dientes, uno por uno. —Giró sobre los talones y, con considerable dignidad, salió del Nido del Pájaro Negro.
—Eres un burro, Lindley —declaró Vandeleur, antes de ir tras él.
Lindley se quedó mirándolos con una expresión extraña, medio asustada, medio triunfal.
—Así que el buey tiene genio, después de todo.
Fremont fijó los ojos en el techo lleno de humo.
—Serías capaz de poner a prueba la paciencia de una roca, Lindley. Pero tienes razón. Blake es un santurrón metomentodo, y me alegra no haber tenido que ser yo quien se lo dijera. Hagamos una cosa. Si no me arrancas la cabeza de un bocado, iré yo contigo a ver a Finn mañana, por si se pone melodramático e intenta convencerte para que huyas con él o cualquier otra bobada por el estilo. Eso es lo que te asusta, ¿verdad?
—No me asusta nada —empezó Lindley, para concluir—: Sí. Supongo que sí.
—Yo también voy —dijo Godwin, embriagado con el aire de romanticismo que destilaba toda la situación—. Me gustaría escuchar lo que tenga que decir Finn en su descargo. Sin embargo —añadió, con una mirada acerada de la que su abuelo se hubiera sentido orgulloso—, tienes que prometer que no les dirás nada a tus amigos norteños.
Lindley miró de un semblante serio a otro y asintió con la cabeza.
—Promételo —insistió Fremont, que no pensaba dejarse embaucar por un cachorro de noble.
—Por el roble y el acebo, por la sangre y el hueso, prometo no decirle nada de nuestra reunión a ninguna persona viva. ¿Vale así?
Valía; los tres amigos brindaron por ello y se separaron.
Estaba oscuro aún cuando se reunieron en la Puerta del Norte a la mañana siguiente, y el aire era tan frío como el aliento de una Doncella de Hielo. Godwin y Fremont aparecieron ojerosos y huraños; Lindley, torvo y demacrado.
Antaño, desde la Puerta del Norte podía divisarse el robledal, y el sendero discurría entre vastos prados donde pastaba el ganado y estanques que hervían de aves acuáticas. Pero la ciudad, como una fuente a la que le diera el viento de espaldas, había salpicado posadas y herrerías pensando en los viajeros entre las haciendas, a las que siguieron a la larga urbanitas sedientos de un poco de verdor. La arboleda se levantaba ahora al filo de la ciudad: dentro de otra generación estaría dentro de los límites de la urbe, cuando no devorada por completo.
Había nevado durante la noche, aunque la banda no hubiera podido jurarlo hasta dejar atrás las casas de la periferia y ver el manto blanco extendido como una colcha de plumas entre la arboleda y ellos. Acordándose del solsticio de invierno, Fremont se estremeció y abrió la boca para sugerir que se retiraran a la posada más próxima y dejaran en el limbo a Finn y su confesión. Pero Lindley salió a la nieve plumosa con
Godwin a su lado. ¿Qué otra cosa podía hacer Fremont, sino seguir sus pasos, por no confesar que tenía miedo de un grupo de árboles?
Media hora de ardua caminata después llegaron a los aleros del robledal, donde la marcha se volvió aún más complicada. La nieve ocultaba piedras, troncos y desniveles; rozar cualquier rama equivalía a descargar una avalancha entumecedora sobre sus cabezas. Los tres no tardaron en estar calados y ateridos hasta los huesos.
Castañeteando los dientes, Godwin dijo:
—Regresemos. No está aquí.
—Sí que lo está —dijo Lindley.
—No está —saltó Godwin—. Venir tan lejos ha sido una estupidez. Nadie ha pasado por aquí esta mañana; sólo se ven nuestras huellas.
Henry maldijo y dio media vuelta para desandar sus pasos, pero Lindley dijo:
—Está aquí. Lo sé. Venid y veréis. Sólo un poquito más. —Y siguió adelante sin mirar atrás.
Indecisos, Fremont y Godwin se lo pensaron antes de girarse de nuevo para seguir la baliza que era la cabellera de Lindley entre el negro laberinto de ramas. Tenía razón, sólo era un poquito más. Tras dos o tres minutos llegaron al filo de la arboleda, donde vieron a Alaric Finn.
Henry supo de inmediato que estaba muerto. Los vivos no tienen los labios azules ni la piel albiceleste como el mármol fino, como tampoco yacen sin tiritar, desnudos y medio enterrados en la nieve. Tardó un instante más en reparar en las grandes manchas escarlatas que aureolaban las manos extendidas de Finn.
El estertor de unas arcadas le dijo que uno de sus compañeros había encajado mal la sorpresa. Debía de ser Godwin, puesto que Lindley estaba de rodillas al lado del cuerpo.
—¿Está vivo? —graznó esperanzado Fremont mientras Lindley apoyaba una mano en el pecho cubierto de nieve.
—No. —La sílaba flotó solitaria en el aire, como un pájaro—. Ha derramado su sangre en la tierra, y ésta se la ha bebido.
—Ah —dijo Fremont, antes de dar la espalda a la macabra escena para ayudar a Godwin, que estaba casi igual de pálido que el pobre Finn, aunque intentaba por todos los medios hacerse el valiente.
—Deberíamos decírselo a alguien, ¿no? —El esfuerzo de no mirar hacia el claro desorbitaba sus ojos castaños y le atiplaba la voz—. Hay una posada a menos de cien pasos hacia el oeste, justo en la carretera del norte, donde paran las diligencias. Allí sabrán qué hacer.
Fremont se arriesgó a echar un vistazo por encima del hombro. La cabeza flamígera de Lindley colgaba sobre el pecho de su amante.
—Ve tú —le dijo a Godwin, con los labios acartonados—. No quiero dejarlo solo.
Godwin asintió y salió corriendo. Fremont enderezó los hombros, entró en el claro y tocó la espalda de Lindley. La tela de su túnica estaba tiesa de escarcha.
—Godwin ha ido a buscar ayuda —dijo—. Podemos sentarnos en ese tronco de ahí mientras esperamos. Tengo algunos luciferes. Podríamos intentar encender un fuego.
Lindley ni siquiera levantó la cabeza. Cogió la mano de Finn, enguantada de sangre, y probó a izarla, pero la muerte o el frío atenazaban el brazo. Agachó la cabeza hasta el suelo y lo besó.
Henry tragó saliva.
—Deberíamos dejarlo como está, ¿no crees? Por si abren una investigación.
—Nadie va a abrir ninguna investigación —respondió Lindley—. Fue un sacrificio legítimo. ¿Lo ves? Aquí está el cuchillo. —Abrió la mano para exhibir una navaja, la navaja de Finn, feamente manchada desde la hoja hasta la empuñadura. Lindley tenía la palma tiznada de escarlata allí donde la había empuñado.
—¿Dónde has encontrado eso? —preguntó Fremont.
—Aquí mismo. —Lindley soltó el cuchillo junto a la pierna derecha de Finn, para luego restregarse la mano contra la mejilla, dibujándose en ella un churrete irregular. Se agachó de nuevo para apretar los labios contra la boca laxa, azulada, para después incorporarse y seguir a Fremont hasta el tronco, desde donde observó en silencio mientras su compañero trajinaba con la leña y las hojas mojadas y sus luciferes hasta que un crujido lejano anunció el regreso de Godwin con el mozo de cuadra y dos camareros de la Cabeza de Rocín, que transportaban una tabla a la que amarrar el cadáver. Luego todo fueron hombretones pisoteando la nieve, soltando exclamaciones y haciendo preguntas a las que Henry no podía contestar porque se lo impedían los escalofríos; en la Cabeza de Rocín, los condujeron a una sala donde les dieron ponche de vino caliente y dejaron sus abrigos y togas humeando delante del fuego.
Al dueño de la Cabeza de Rocín no le hizo ninguna gracia verse cargado con un muerto, desnudo como una rana y suicida para rematar las cosas, el mejor candidato a fantasma que se podía imaginar el posadero. Si hubieran sido Lindley o Fremont quienes lo pusieran sobre aviso, habría dejado que se las compusieran como pudieran para arrastrar el cadáver. Pero el joven Godwin era el hijo de un noble. De modo que el posadero armó un caballete para el difunto en el cobertizo donde guardaba la leña, sacrificó una manta de caballo para cubrir su desnudez y les proporcionó a lord Peter y sus amigos una habitación, fuego, pan y carne, y mantas con las que abrigarse mientras se secaba su ropa. Les concedió una hora para
Recuperarse, tras lo cual llamó con los nudillos a la puerta de la estancia para preguntar qué pensaban hacer con el cadáver del pobre muchacho.
Precisamente esto era lo que traía de cabeza a Henry Fremont mientras brindaba y se frotaba las manos y los pies entumecidos para devolverles la sensibilidad. Les había preguntado a Godwin y Lindley, desde luego, pero no eran de ninguna ayuda. Godwin quería dejarlo todo en manos del posadero, más una pieza de oro para el entierro de Finn. Fremont opinaba que el posadero seguramente se quedaría con el oro y dejaría a Finn apoyado contra una roca en el claro para que los zorros y las ratas se ensañaran con él.
Esta conjetura dejó sin sangre las mejillas de Godwin y le cuajó los ojos de lágrimas, y el muchacho se negó a seguir formando parte de la conversación. Lindley, por otro lado, opinaba que el claro era un lugar de descanso apropiado para el cuerpo de Finn, y los zorros y las ratas, sus plañideras naturales.
—Crecerán las flores donde yazca, tan bonitas como él, y su carne santificará la tierra.
—Todo eso es muy poético, Lindley —dijo Fremont—. Pero no va a santificar nada, así que puedes cerrar el pico. Sé sensato por un momento. ¿Tenía familia? ¿Amigos? ¿Alguien que quisiera enterrar su cuerpo?
—Un compañero del rey no tiene familia, sólo hermanos a los que está ligado bajo juramento —dijo Lindley.
—Por los siete infiernos, ¿qué es un compañero del…? —Henry se apresuró a interrumpirse—. Da igual, no me lo digas. No quiero saberlo. ¿Puedes avisarlos, decirles que está muerto y hay que enterrarlo?
—Es un perjuro —respondió Lindley—. No tiene honor, ni hermanos. —Sus densos ojos azules se veían planos como botones—. Ni vida.
Así que recayó sobre Fremont, que jamás en su vida había organizado nada más práctico que una discusión, la tarea de responder a las preguntas del posadero y decidir lo que había que hacer. El posadero, con un ojo puesto en Peter Godwin, se mostró relativamente servicial. Les ofreció a los jóvenes caballeros una litera para llegar a sus hogares en la ciudad, y convino dejar a su malogrado amigo en el cobertizo hasta que pudieran organizar su sepelio.
—No más de uno o dos días, eso sí, y ni se os ocurra dejarlo aquí eternamente mientras vosotros vais tranquilamente a lo vuestro. Estoy seguro de que a lord Godwin no le haría gracia enterarse de que dejasteis a un hombre pudriéndose en mi leñera sin pensároslo dos veces.
A Henry se le ocurrieron varias agudezas diseñadas para que el dueño de la Cabeza de Rocín comprendiera la clase de ignorante, chantajista, lamebotas cabeza de chorlito que era. Pero enemistarse con él, por excelente ejercicio que fuera de por sí, no llevaría a Godwin y Lindley a casa ni enterraría a Finn. De modo que Henry
Dijo que le estaban muy agradecidos y le propinó un codazo a Godwin, que le dio al posadero el contenido de su monedero y su solemne palabra de Godwin de que Finn estaría fuera del cobertizo para la leña lo antes posible.
Aquella noche, solo en su cama con una botella de vino, Henry Fremont reflexionó sobre los sucesos de una jornada tan larga como desagradable.
Lindley se había mantenido firme en su negativa a comunicar la muerte de Finn a los compañeros.
—Me hicisteis jurar por el roble y el acebo que no le diría nada a nadie de nuestra reunión. Esa promesa me ata todavía.
Fremont y Godwin habían probado a hacerle cambiar de opinión con todos los argumentos que fueron capaces de inventar, pero se negaba a dar el brazo a torcer. Fastidiados, lo dejaron en mitad de la calle y fueron a consultar a Blake y Vandeleur, a los que sacaron del Nido para dirigirse al territorio neutral del Zarzal. Allí se sentaron en compañía de unas jarras de cerveza aguada y hablaron sobre las medidas a tomar.
Había que tener en consideración dos cuestiones. La primera y más acuciante era cómo llevarse el cuerpo de Finn de la Cabeza de Rocín y darle digna sepultura. La segunda era decidir si contarle lo ocurrido o no al doctor De Cloud.
—No —dijo Vandeleur—. Ni siquiera sabe que Finn estaba en la cárcel. Sería demasiado, con el debate y todo lo demás.
—Creo que no deberíamos decirle ni media, nunca —dijo Godwin—. Se llevaría un disgusto tremendo.
—Tal vez —reflexionó Blake—. Yo creo que le gustaría saber la verdad, por fea que sea. Pero estoy de acuerdo en que no tiene por qué enterarse ahora.
De modo que esa cuestión quedó zanjada. El dilema de qué hacer con el cadáver de Finn era más peliagudo. Hasta bien entrada la tarde, sopesaron vías y estrategias con el mismo cuidado que podían poner los gobernadores en sus asambleas oficiales. Al final, Vandeleur dijo:
—Mirad. Lo único que sabemos de su familia es el apellido, y que viven en Finnhaven, lo más al norte que hay en los mapas. Hemos convenido que sería imposible hacerles llegar un mensaje antes de que el dueño de la Cabeza de Rocín pierda la paciencia. Estamos de acuerdo en que podríamos reunir dinero suficiente para enterrarlo nosotros, pero el tema de la familia queda pendiente. La verdad, no sé qué sería lo mejor.
—Puede que haya parientes suyos entre los norteños —señaló Blake, no por primera vez.
—¿Se lo vas a preguntar tú? —inquirió con sarcasmo Godwin—. Ya hemos decidido que preferirían cortarse las trenzas antes que dirigirnos la palabra.
A lo largo de toda la conversación, Henry había estado debatiéndose con emociones complicadas. Si Alaric Finn era un traidor, él no lo era menos. No hacía falta ser metafísico licenciado para comprender que el argumento de que sólo le había enviado a lord Nicholas poco más que apuntes de clase y algún que otro rumor de los que circulaban por cualquier taberna era puro sofisma. Le había dicho a lord Nicholas el nombre de Finn, y el de Lindley, y ahora Finn estaba muerto.
—Se lo preguntaré yo —se oyó decir—. Si a vosotros tres os asusta una panda de norteños melenudos, a mí no.
Se ruborizó ahora al recordar el asombro que había suscitado su ofrecimiento entre sus compañeros. Pero no habían tardado en aceptarlo, y ahora debía hacer honor a su palabra o afrontar el hecho de que no sólo era un embustero y un traidor, sino también un cobarde.
Llegado a ese extremo, Henry Fremont descorchó el vino, se levantó de la cama y redactó una nota breve y concisa:
Alaric Finn, historiador de la facultad de Ciencias Humanas, ha fallecido en el robledal, por su propia mano, llevado por los remordimientos. Su cuerpo descansa en la leñera de la posada la Cabeza de Rocín, al oeste de la arboleda. Comoquiera que fuese su vida, murió con honor.
La firmó: Un amigo, la dobló, se puso la túnica y salió a encontrar un chico que se la entregara a los compañeros del rey en el Hombre Verde.