Nicholas Galing se sentía desalentado y frustrado. Hacía días que Henry Fremont no le enviaba noticias y Theron Campion estaba resultando ser enojosamente esquivo. No estaba nunca con los demás jóvenes nobles de su edad, y Nicholas no tenía intención de ir a perseguirlo a la Universidad. Galing sufría el asalto de sospechas, presentimientos y la falta de pruebas palpables, y estaba harto de todo ese asunto sobre los brujos y los reyes. De modo que se dirigió, como hacía a veces, a una casa de baños pública. Nada como una buena sudada para despejar las ideas.
Estaba tendido en la sala de vapor, encima de una toalla áspera, sudoroso, empapado y dichosamente abstraído, cuando entraron dos jóvenes que se acomodaron en los bancos de mármol. Sus voces resonaban y rebotaban en las baldosas, las palabras se agolpaban hasta resultar casi incomprensibles. Nicholas distinguió una palabra («magia»), después un nombre («De Cloud»), luego una carcajada. Aguzó el oído y se vio recompensado con una frase entera:
—Lo reconozco: tiene pelotas, el doctor De Cloud, para andar dándole palos a ese avispero después de tantos años.
—Tiene razón, claro —dijo el segundo hombre—. Tiene que tenerla. Sería absurdo prohibir toda mención a la magia si no supusiera una amenaza real. Me pregunto cómo pensará demostrarlo.
—¿Haciendo que caiga un rayo de un cielo sin nubes? —sugirió el primero—. ¿Que crezca un campo de trigo en las escaleras del paraninfo?
—Haciendo que desaparezcan las túnicas de todos los gobernadores; eso haría yo.
—Eso es porque tienes menos imaginación que un clavo de cobre —dijo el primer hombre, asqueado, y la conversación degeneró en discusión.
Suponiendo que sus informadores creían estar solos, Nicholas se quedó inmóvil hasta que hubieron sudado lo suyo. Sintiéndose débil y aplanado por el calor, ignoró las atenciones de los mozos de los baños y los masajistas y se dio un chapuzón helado antes de secarse y vestirse. Era tarde, casi medianoche, cuando salió limpio, arreglado y ferozmente enfadado con el mundo en general y con Henry Fremont en particular. Sin embargo, necesitaba información antes de estrangular el escuálido pescuezo de maese Fremont. De modo que buscó una litera y pidió que lo condujeran a la casa de Edward Tielman, en la calle Fulsom.
Tarde como era, Felicity en persona lo recibió en la biblioteca. A Galing lo sobresaltó verla con un evidente embarazo; no pensaba que hubiera pasado tanto tiempo desde su último encuentro. Su barriga parecía un caldero entre los pliegues de su bata, pero tenía las mejillas chupadas y había círculos oscuros bajo sus ojos.
—Ned está muy atareado —le dijo a Galing tras el intercambio de galanterías inicial—. Rara vez llega a casa antes de medianoche y sale a primera hora de la mañana. Estoy pensando en encargar un retrato suyo para que el bebé sepa qué aspecto tiene su padre, sólo que nunca encontraría tiempo para sentarse a posar.
Galing respondió a esta agudeza con una sonrisa de comprensión.
—Lo buscaré en el salón del Consejo, en tal caso, con tu permiso. Necesito hablar con él urgentemente.
—Desde luego —dijo Felicity, entristecida—. Pero ven otra vez a cenar, aunque sea tarde, o algo. Ned y yo te echamos de menos, y yo, en particular, no salgo mucho últimamente.
Nicholas hizo una reverencia, murmuró educadamente y se dirigía ya a la puerta cuando unas voces en el vestíbulo anunciaron el oportuno regreso de Edward de la Cámara del Consejo. Felicity se levantó de la silla con esfuerzo.
—Le diré que estás aquí y le haré pasar directamente. No lo tengas levantado hasta muy tarde, ¿quieres, Nick?
Con cada minuto que se desgranaba despacio aumentaba la impaciencia de Nicholas. Se imaginó a Felicity reprochándole a su marido el que hubiera llegado a casa tan tarde, arrancándole la promesa de librarse de su inoportuno visitante lo antes posible. Curioso, cómo el embarazo podía metamorfosear a una mujer tolerante y perfectamente agradable en una tirana doméstica. Nicholas experimentó un instante de gratitud por no ser el primogénito de su familia, por no haber tenido que atarse a una mujer por el bien de la familia.
Las manillas del reloj de la biblioteca se acercaban a la una. Nicholas estaba estirando el brazo hacia el cordón de la campanilla para llamar a alguien que le recordara a Tielman su existencia cuando apareció su amigo en persona. Llevaba puesta una bata de vestir encima de unas calzas y una camisa.
—Lo siento, Nick; Felicity me ha dicho que tenías prisa, pero insistí en acostarla antes de subir. Su estado es más delicado de lo que deja traslucir, sabes, y me preocupa. —Destapó una licorera, sirvió dos vasos de vino tinto y le ofreció uno a Nicholas—. Bueno, ¿en qué puedo ayudarte?
Nicholas hizo caso omiso del vaso.
—¿Sabías que Basil de Cloud ha declarado que se propone demostrar que los brujos practicaban realmente la magia? ¿En un foro público?
—Claro, si. Lo sabía. ¿Tú no? ¿Qué ha sido de Henry?
—Henry, evidentemente, es más leal a De Cloud y sus extravagantes ideas de lo que pensabas —espetó Nicholas—. Lo que quiero saber es por qué el doctor De Cloud no está en el Tajo, debatiendo sobre la realidad de la magia con lord Arlen y sus inquisidores.
Edward esbozó una sonrisa.
—¿Eso es todo? Pensé que lo habrías averiguado ya, si no te hubiera enviado un informe de mi puño y letra. Así las cosas… Mira, no pienso quedarme aquí plantado como un pasmarote con dos vasos de vino mientras tú me clavas puñales con los ojos. Coge esto, siéntate, y te lo contaré todo.
Nicholas estuvo muy cerca de pegarle un revés a la mano que sostenía el vaso y maldecir a Edward por ser un lacayo engreído tonto de remate que no sabía cuál era su sitio. Pero un buen agente secreto debe aprender a controlar su genio, de modo que Nicholas aceptó el vino, se sentó tal y como le indicaban, y probó un sorbo antes de enarcar una ceja mirando a su amigo.
—¿Y bien, Ned?
Tielman apoyó los codos en las rodillas y agitó el vino en su vaso.
—Bueno. Los gobernadores vinieron a vernos en cuanto se enteraron del desafío, queriendo saber qué debían hacer al respecto. Los muy carcamales parecían un puñado de tías solteronas escandalizadas por una doncella que se hubiera quedado preñada. Que si deberían expulsar a De Cloud inmediatamente, que si deberían negarse a presenciar el debate, que si no tenían la menor idea de nada de todo esto, que si la Universidad estaba por encima de tales cuestiones, y que si, por favor, no podíamos barrerlo todo debajo de la alfombra.
—¿Y vuestra respuesta?
—Lord Horn dijo que preguntaría al Consejo Interno, y les comunicaría su decisión.
—¿Y la respuesta del Consejo Interno?
—Bueno. —Tielman se retrepó y pegó un sorbo de vino, pensativo—. Tampoco estaba el Consejo Interno al completo… Lord Horn no vio ningún motivo para importunar al Canciller del Dragón y las casas ducales con semejante trivialidad.
Galing estranguló los brazos de su silla.
—¿Trivialidad? —preguntó con toda la templanza que pudo reunir—. El Consejo de los Lores no opinaba lo mismo cuando declaró que toda mención a los brujos y la magia era ilegal. Y todavía lo es, que yo sepa.
—Sí, sí, ya lo sé; por eso los gobernadores están que trinan. Pero lord Arlen dijo, y lord Horn está de acuerdo, que aquellos temas sobre los que está prohibido hablar so pena de encarcelamiento tienen más posibilidades de llamar una atención indeseada que aquellos sobre los que se pueda hablar impunemente. Las sociedades secretas
Requieren un secreto alrededor del que aglutinarse. Estamos en deuda con De Cloud, en realidad, por haberlo sacado todo a la luz.
Ah. —Nicholas se repantigó fingiendo estar conforme. Lo cierto era que lo cegaba la rabia, y sabía que su enfado podría nublarle el sentido común—. Conque eso dijo lord Arlen, ¿no?
—«Dejemos que ese hombre haga todo lo posible por demostrar que era real», dijo. «Me cuesta imaginar que lo consiga, pero aunque así sea, no creo que signifique gran cosa fuera de la Universidad. La magia no tiene nada que ver con cómo funcionan las cosas hoy en día; ¿por qué no deberían hablar de ella los estudiosos?».
—¿Y ésas fueron sus palabras exactas? —Nicholas no logró disimular el sarcasmo en su voz.
—Casi.
—Supongo que tú estabas presente, en tal caso. En esta reunión de la flor y nata del Consejo Interno. Y que a pesar de la extraordinaria erudición de los distinguidos consejeros reunidos, a nadie se le ocurrió señalar que no se trata únicamente de brujos, magia e historia antigua. Este debate pone en tela de juicio la mismísima legitimidad del Consejo.
—¿Por qué?
—¡Porque la abolición de la monarquía es lo que cimienta la autoridad del Consejo! —Sin darse cuenta, Nicholas apuró medio vaso de vino de un trago—. Nuestra autoridad. El derecho a gobernar de los nobles. ¡Porque, cabeza de chorlito, si fuera cierto que los brujos estaban vinculados a la tierra con magia real, y eran ellos quienes elegían qué reyes debían gobernar, los nobles no tendrían ningún derecho a derrocarlos!
Tielman lo miró con afecto, intensamente.
—Menuda cantidad de conocimientos ha conseguido meterte en la cabeza Henry, después de todo. Mucho mejor que el viejo Bracegirdle y nuestro otro tutor. —Agitó la mano—. Tienes razón, seguro. Pero quienquiera que tuviera razón hace doscientos años, ahora está criando malvas. Y no hay debate académico, por bien argumentado que esté, capaz de cambiar eso.
Nicholas se esforzó por controlar su genio y se tranquilizó lo suficiente para decir:
—En tal caso, supongo que mi investigación ha terminado.
—¿Te ha dicho Arlen que así sea? —preguntó Edward.
Esto ya era demasiado.
—Ya sabes que no. No me ha dicho nada. Tú eres su niño mimado… Dímelo tú.
—Oh, cielos —dijo Edward—. Estás dolido de verdad, ¿no es así? No lo niegues; lo supe cuando tu padre le regaló aquel caballo a tu hermano.
—Edward. —La voz de Galing sonó tirante y monótona—. Ya no soy ningún niño. Y ésta no es una cuestión de celos ridículos. Entiendo que se me había encomendado un trabajo, una tarea importante para el bien de la ciudad, tal vez del país. Descubrir que en realidad era tan intrascendente como para que nadie se tome siquiera la molestia de decirme que lo deje… En fin, ha sido una sorpresa. No me esperaba algo así de Arlen.
—No —convino Tielman—. ¿Cómo podrías esperártelo?
El fuego chasqueó y se acomodó en la chimenea; Tielman con lo avivó con un atizador y echó otro leño. Galing pensó por un momento y dijo:
—Es otro de sus condenados juegos, ¿verdad? Se trata de otras de sus apestosas pruebas. Lo único que debo hacer es descubrir si realmente es indiferente al desafío de De Cloud, o si sólo finge dicha indiferencia de cara a la galería.
—Se me antoja un poco complicado —dijo Tielman.
—El Canciller de la Serpiente es una persona complicada.
—Sí que lo es.
Se quedaron sentados un momento, contemplando el fuego y pensando en la complejidad de lord Arlen. Al cabo, Nicholas dijo:
—Mira. ¿Quieres que siga adelante con esto o no?
—¿Esto?
Edward sonaba como si hubiera empezado a quedarse transpuesto delante del fuego. Ahora que Nicholas se fijaba en él, veía que su amigo presentaba casi las mismas ojeras que su esposa.
—La posibilidad de un complot monárquico en la ciudad —explicó.
Edward bostezó y se desperezó.
—¿La verdad? No lo sé. Ésta es la partida de Arlen, y Arlen siempre juega con las cartas pegadas al pecho. Si no te ha dicho que lo dejes, deduzco que tienes permiso para seguir adelante.
Galing pensaba lo mismo, pero era reconfortante contar con la corroboración de su amigo. Tan reconfortante que Nicholas declinó la tibia oferta de más vino de Edward y dejó al pobre hombre con su cama y el consuelo que pudiera proporcionarle su embarazada esposa, y se fue a casa. Allí pasó el resto de la noche redactando meticulosamente una carta para lord Arlen, en la que daba a entender que tenía que informar de algo relacionado con cierta figura destacada de la nobleza, por lo que quedaba a la espera de que su señoría lo invitara cuando le pareciera oportuno. Ya iba siendo hora de sacar a la serpiente de su madriguera.
La época inmediatamente posterior al solsticio de invierno es la más deprimente del año. Los días son cortos, las noches son largas, y durante el día entero hace frío y llueve sin que parezca que el tiempo vaya a mejorar a corto plazo. Las viejas lo llaman la Cola del Invierno, que cuelga del trasero de la estación barriendo toda la porquería del suelo. Es el mejor momento para sentarse junto al fuego vivo en compañía o con trabajo a mano. Era el peor momento para ser pobre y estar solo.
Motivo precisamente por el cual Justis Blake decidió animar a los miembros más caritativos de la camarilla de De Cloud para visitar a Anthony Lindley con comida, leña y buen humor hasta que pudiera arreglárselas por sí mismo. Sus diez días en el Tajo lo habían dejado muy pachucho, tanto como para necesitar un médico que lo sangrara y le recetara no menos de dos nocivos y caros remedios. Henry Fremont, a cuyo padre el año debía de habérsele dado extraordinariamente bien, corrió con la mayor parte de los gastos, y llegó incluso al extremo de regalarle su bufanda nueva al enfermo. Puesto que no podía decirse que Lindley y él fueran amigos íntimos, el gesto suscitó no pocas bromas, sobre todo por parte de Vandeleur, quien fingió ventear un tufillo de amor imposible en la generosidad de Fremont. Éste acabó perdiendo los estribos y se ganó un ojo morado intentando sacarle la idea de la cabeza a golpes a Vandeleur. Lo cual, como señaló Godwin, en realidad no demostraba nada ni en uno ni en otro sentido.
Habían transcurrido dos semanas del desafío, y era el turno de Justis Blake de hacer de enfermero. Cuando llegó al Nido, Benedict Vandeleur lo saludó con un:
—¿Qué tal está hoy nuestro pachá? —Y se corrió a un lado para que su amigo pudiera sentarse en el banco.
—¿Eso es sopa de nabos? ¿Puedo tomar un poco? —Sin aguardar respuesta, Blake agarró la cuchara de Vandeleur y la hundió en el tazón, aceptando con un cabeceo el trozo de pan que le pasó Vandeleur desde el otro lado de la mesa.
—Cualquiera diría que el Tajo le habría quitado el gusto por todas esas monsergas norteñas —comentó Godwin.
—O enseñado al menos a mantener la boca cerrada al respecto —añadió Vandeleur.
Blake intentó decir algo con la boca llena de sopa y pan, se atragantó, tosió y recibió una somanta de palmadas en la espalda hasta que gritó que ya estaba bien.
—Bueno —dijo Henry Fremont—. Pero si nos vas a decir que no puede esperarse sentido común ni discreción de alguien medio fuera de sí por culpa de la fiebre, desearás haberte asfixiado.
Blake sonrió a su irritante amigo.
—Cierra el pico, Henry. No iba a decir nada por el estilo. Hoy se encuentra mejor. Me ha dicho que no hace falta que nos tomemos más molestias, que ya puede cuidar de sí mismo. Está agradecido pero abochornado, eso es lo que creo.
—Me parece bien —dijo Vandeleur—. No puedo decir que lo sienta. Me cae bien Lindley, pero es un puñetero incordio. Odette se queja.
—Oh, ¿así que se queja? —se burló Henry—. ¿No será porque haces que vaya a visitarlo en tu lugar?
Vandeleur hizo oídos sordos.
—Lindley ha cambiado. No sabría decir exactamente cómo, pero ya no es el mismo de antes.
—Además, ahora tiene nuevos amigos —acotó Godwin—. La última vez que fui a verlo me topé con ellos en la escalera. Un par de norteños esmirriados, con cara de vinagre; ya sabéis cómo son. Después de la escena que montaron en el Nido, no entendía qué pintaban allí, pero Lindley parecía encantado. Será mejor que tenga cuidado, sin embargo, relacionándose con gente del norte. No tiene buena pinta.
—A lo mejor sabían algo de Finn —dijo Blake—. ¿Alguien ha oído algo?
Nadie había oído nada. El consenso general era que seguía en el Tajo, ¿y adonde irían a parar, si uno no podía armar un poco de jaleo y divertirse la Última Noche sin que el Consejo pusiera el grito en el cielo?
—La culpa es solamente suya, por andar por ahí desvariando sobre reyes y ciervos —dijo Godwin, noble hasta la médula.
—A lo mejor tendríamos que ir y decirle a alguien que no hablaba en serio —propuso Blake.
—¿Deberíamos? —preguntó Vandeleur—. Supongo que ya se lo habrá dicho él y no lo han tomado en serio. Así sólo conseguiríamos empeorar las cosas.
Pocos días después, Lindley retomó servicialmente las clases de Basil de Cloud, pálido y tremendamente delgado. Cuando De Cloud intentó hablar con él, rechazó la simpatía del magister.
—Me abrió los ojos —le dijo apasionadamente a De Cloud—. Durante diez días no tuve otra cosa que hacer más que pensar en ello, y comprendí por primera vez lo importante que es que todo el mundo sepa la verdad sobre los reyes y los brujos. La verdad es la cosa más grande, más aún que el amor o la amistad. El amor te traiciona; los amigos también. La verdad es lo único que no cambia nunca. La verdad y la tierra. Por eso su debate es tan importante. El doctor Crabbe es enemigo de la verdad. Hay que aplastarlo.
Hablaba muy en serio, tan en serio como sólo puede hablar un fanático, y Basil se conmovió.
—Lo haré lo mejor que pueda, Lindley.
Un destello de avidez iluminó los ojos del joven.
—¿Dejará que lo ayude, magister? Investigaré los archivos, tomaré apuntes, le llevaré agua y leña, si eso le quita trabajo de encima. No está bien que trabaje sin ayuda.
—Gracias, Lindley —dijo bruscamente Basil—. Estaba a punto de mencionarlo. —Levantó la voz—. Blake, Vandeleur, Fremont, Godwin. No os vayáis. Os necesito.
Cuando sus alumnos se hubieron reunido, añadió:
—Quizá penséis que la primavera aún está muy lejos, pero os equivocáis. Apenas me queda tiempo para encontrar el material sobre los brujos que me hará falta para convencer a los gobernadores de que no soy un lunático peligroso. Necesitaré vuestra ayuda. Quiero que vayáis a los archivos de la Universidad.
Los estudiantes intercambiaron miradas de estupefacción.
—Pero, señor —protestó Vandeleur—, en los archivos no hay nada que encontrar relacionado con la magia. Quemaron todos los libros de los brujos. Lo pone no sólo en los textos de siempre; está incluso en las baladas y los poemas.
—Las baladas y los poemas tienden a exagerar el lado dramático de las cosas. Eran nobles, Vandeleur, no académicos. Sólo quemaron todo lo que encontraron —dijo De Cloud—. Es posible que no lo encontraran todo.
El corazón de Justis Blake había empezado a martillear como si hubiera terminado de echar una carrera. Esto era academicismo con mayúsculas, academicismo sin paños calientes. Esto era lo más importante que le había ocurrido nunca.
—¿Qué tenemos que buscar, señor? —preguntó.
—Cualquier cosa que pudiera guardar siquiera la menor relación con los brujos. Examinad listas, cartas, libros. Buscad nombres que suenen a brujo en los censos de la Universidad y referencias a fenómenos meteorológicos extraños, plagas o cosechas fuera de lo común. Sé que una vez hubo una facultad de Artes Mágicas en la Universidad: ved si podéis averiguar qué asignaturas se enseñaban en sus clases. Las universidades odian deshacerse de sus documentos. Es probable que haya algo.
Estudió sus rostros. Lindley estaba exultante. Fremont y Vandeleur parecían apabullados, sin duda por la cantidad de trabajo implicada. Blake parecía casi igual de entusiasmado que Lindley ante la perspectiva de pasarse horas en los archivos, revolviendo papeles cubiertos de polvo. Pero el joven Peter Godwin parecía profundamente preocupado. Basil, que por un momento se había olvidado de los nobles orígenes del muchacho, dijo:
—Está bien, Godwin. No debería haberte pedido nada. Eres demasiado joven para tener que elegir entre una lealtad u otra. Me conformo con que sigas siendo alumno mío.
Godwin habló con voz tensa.
—Si quiero seguir siendo alumno suyo, señor, tendré que trabajar con los demás.
—Gracias, Godwin. Pero sería un magister deplorable si te enfrentara a los intereses de tu familia.
El muchacho lo miró con seriedad, y en su gesto decidido Basil vio al hombre que llegaría a ser.
—No soy ningún niño, señor, ni tampoco ningún… reaccionario. Quiero que gane usted. No sólo por nuestro honor, o el suyo, sino por la verdad. Mi familia lo comprenderá.
Basil le dio un apretón en el hombro.
—Esperemos que así sea. Los demás, ¿estáis de acuerdo en echarme una mano?
—Lo estamos —anunciaron solemnemente, sintiendo la importancia del momento y la empresa. Luego sonrieron, Basil repartió palmaditas en los hombros y les dijo que los vería a la mañana siguiente, con sus cartas de presentación para el maestro bibliotecario. Acto seguido se fueron, todos menos Lindley.
El pelirrojo desenganchó el broche que llevaba prendido en la cinta del sombrero y lo depositó en la mano de su magister.
—Coja esto, para que le dé suerte. Y recuerde que a su servicio, al servicio de la verdad, sería capaz de hacer cualquier cosa. —Dicho lo cual partió corriendo en pos de los demás, dejando a Basil con una hoja de roble tallada en la mano.
Cuando lord Arlen llegó a la mansión Tremontaine, la duquesa estaba entrenando con su profesor de esgrima en la Galería Larga. El mayordomo anunció al Canciller de la Serpiente con un vozarrón estentóreo que lo mismo podría haber sido un gritito de ratón, por todo el caso que le hizo lady Katherine. Ésta siguió presionando a su maestro por toda la sala, empujándolo de espaldas con una serie de estocadas rápidas y precisas. El profesor tropezó con una de las sillas pegadas a la pared y pasó a la ofensiva. Katherine comenzó a ceder terreno; se produjo un torbellino de acción, demasiado rápido para la vista, y la espada del maestro voló por los aires hasta aterrizar en el parqué con un tintineo.
—Ojalá pudiera enseñarme ese desarme, milady —dijo el espadachín, frotándose la mano entumecida.
Katherine recogió su espada y se la ofreció, con la empuñadura por delante.
—Si te enseñara ese desarme, Morris, no tendría la menor posibilidad de derrotarte, como bien sabes. Gracias. Ha sido un buen ejercicio.
Morris hizo una reverencia y desapareció. Katherine cogió una bata holgada de color escarlata, se la echó por los hombros y se giró hacia las dos figuras que estaban de pie al fondo de la galería.
—No estoy presentable —les dijo—. ¿Querrá esperar en el estudio mientras me cambio, lord Arlen? Será sólo un momento.
Arlen sonrió.
—Por mí no hace falta que se cambie, estimada señora. No pretendo entretenerla mucho rato.
—Entiendo. —Katherine cruzó la estancia y le entregó su espada al mayordomo—. Encárgate de esto, si eres tan amable, y dile a Molly que me prepare un baño. Tocaré la campana si necesito algo.
Recorrieron en compañía los bellamente amueblados pasillos de la mansión Tremontaine camino del estudio de Katherine, formando una de las parejas más dispares que se podrían encontrar en toda la Colina. Lord Arlen era alto y bien proporcionado, tirante el abrigo negro sobre los hombros, de plata bruñida el cabello, desafiante su nariz, abrupto como la ladera de una montaña su rostro. A su lado, la duquesa de Tremontaine trotaba como un muchacho rechoncho, con el pelo gris escapándose de un pasador deslustrado y las mejillas redondas sonrosadas a parches debido al ejercicio.
—Bonito apartamento —observó Arlen mientras ella cerraba la puerta a su espalda.
Katherine resopló con impaciencia.
—No te has aventurado fuera de tu fortaleza privada para hablar de mi estudio —dijo—. Se trata de Theron, ¿verdad? —Lord Arlen arqueó las cejas significativamente en dirección a las sillas que flanqueaban la hoguera—. Oh, siéntate y deja ya ese aire de misterio —se irritó la duquesa—. El chico no pretende hacer ningún daño. Es un joven alocado, y su madre lo tiene en palmitas.
Arlen se sentó y estiró las largas piernas hacia el fuego.
—Querida Katherine. Siempre se puede contar contigo para ir directos al grano. Estoy de acuerdo en que lord Theron es un alocado. Sólo pretendo averiguar qué clase de locura es la suya.
—Me parece justo. —Katherine ocupó la otra silla, ciñéndose la bata a su alrededor—. Es propenso a entusiasmarse —dijo pensativamente—. Sobre todo con las personas, algunas de ellas nada recomendables.
—¿Políticamente hablando? —Lord Arlen parecía aburrido, pero Katherine sabía que la pregunta distaba de ser ociosa. Eran antiguos compañeros en el campo de batalla, Arlen y ella, que luchaban amistosamente durante el transcurso del desarrollo de la ciudad mientras las Crecientes iban y venían. Arlen recelaba del cambio; Katherine lo recibía con los brazos abiertos. Los dos amaban la ciudad y el campo que la sustentaba.
Katherine repasó mentalmente lo que sabía de las amistades de Theron.
—No —respondió—. En realidad no. No a propósito, al menos. Creo que la política lo aburre.
—¿Sí?
—Siempre pone alguna excusa para levantarse de la mesa cuando Marcus y yo sacamos el tema, y ha dejado claro que preferiría casi cualquier cosa antes que sentarse en el Consejo.
—Lástima —dijo Arlen—, dada la posición que ocupará algún día. Aunque quizá no sea tan sorprendente.
Los años se echaron encima de Katherine de repente.
—Esperaba que demostrara ser más hijo de su madre que de su padre; ella lo crió, al fin y al cabo, y tiene un tremendo sentido de la responsabilidad.
Arlen sonrió.
—Tremendo, sin duda. Y yo diría que su padre también lo tenía, a su madera. Pero nos estamos desviando del tema. Estos… entusiasmos: ¿los siente también lord Theron por causas poco recomendables?
—No —dijo con decisión Katherine—. Ideas, sí. Causas, no. Y no intentes decirme que tener ideas conduce a impulsos traidores, porque esa burra no anda. Está buscando un eje para su vida, pero no creo ni por un momento que este asunto de los reyes lo sea. Por loco que sea Theron, no es peligroso, no en ese sentido.
Arlen pensó en esto, con la barbilla apoyada en las puntas de los dedos.
—Muy bien. Me fio de tu opinión. Pero si no es peligroso, haría bien en dejar de comportarse como si lo fuera. Desde mediados de invierno, es como si me lo tropezara a cada paso que doy.
Era una sutil estocada de tanteo. Katherine la interceptó sin esfuerzo.
—Tendré que mantenerlo lejos de tus pies, ¿no?
—Eso —dijo Arlen— sería estupendo. —Se levantó—. Las duquesas de Tremontaine siempre han sido mucho más satisfactorias que los duques.
—Qué considerado por mi parte no haberme casado —saltó Katherine, agotada casi su paciencia—. Lárgate, Arlen. Ya has dicho lo que querías decir, y yo quiero darme un baño. Lo único que perjudica a Theron es el exceso de libertad y la falta de disciplina. En el fondo de su corazón es buen chico.
—Su corazón no es lo que me preocupa, duquesa —dijo secamente Arlen, Iras lo que Katherine se rió, tocó la campana y habló de trivialidades hasta que llegó Farraday para acompañar a lord Arlen hasta el carruaje que lo esperaba. Cuando se fue, Katherine no buscó su bañera inmediatamente, sino que se sentó a su escritorio, redactó una nota sucinta y enfática, y la dirigió a lord Theron Campion en la casa de la Ribera. Se quedó sentada contemplando la carta hasta que su doncella, Molly, llegó para llevarla arriba y obligarle a quitarse la ropa sudada. Lo cierto era que se sentía sumamente acartonada.
Theron se hallaba en la casa de la Ribera cuando llegó la nota de su prima. Estaba en la biblioteca, una estancia deliciosamente cavernosa con pesadas cortinas, alfombras mullidas y sillas con abundante relleno, y libros que parecían respirar polvo. Era un día frío; el fuego rugía en la chimenea, pero aun así se había envuelto en una raída colcha vieja. Estaba leyendo un conocido ensayo sobre la diferencia entre el poder y la persuasión. Sus pensamientos no dejaban de desviarse de la cuestión principal, preguntándose soñadoramente si algo de lo que dijera el ensayo le resultaría útil a Basil para preparar su debate.
No le complació que le entregaran un sobre con el escudo de armas de la duquesa. La carta estaba escrita de su puño y letra, no dictada a un secretario; no podía ser nada bueno.
No lo era. Tampoco era particularmente esclarecedor. Que fuera a verla la semana siguiente. Asuntos de estado que discutir. Le dio la vuelta a la hoja, como si esperara encontrarse una traducción al dorso. Asuntos de estado. Por los siete infiernos, ¿qué tenía que ver él con asuntos de estado?
Theron se estiró y maldijo de nuevo. Ya no tenía sentido intentar leer nada serio. No podía concentrarse. Fue a la planta de arriba para formular una respuesta, y se encontró con una pila de invitaciones viejas que había estado ignorando. Una era de Charlie Talbert, hijo del odioso primo Gregory, invitándole a unirse a algunos amigos en una fiesta de teatro. El bueno de Charlie no se había interesado nunca por el teatro, pero estaba cortejando a una chica a la que le encantaba. Le había suplicado a Katherine que le permitiera usar el palco de los Tremontaine; seguramente Theron sólo sería otro adorno para la velada. Era esa tarde, después de comer y antes de sus clases vespertinas. Theron se encogió de hombros; ¿por qué no? A lo mejor Charlie sabía algo sobre esos asuntos de estado. O quizá a su padre se le hubiera escapado algo. Escribió una apresurada respuesta para Charlie, redactó una educada réplica para Katherine, y llamó a voces a Terence para que le buscara algo decente que ponerse.
Theron sabía ser perfectamente educado cuando se lo proponía, y se esforzó al máximo con Charlie y sus amigos, tanto que la querida de Charlie, lady Elizabeth Horn, preguntaría más tarde a qué venían tantos rumores sobre el hijo del Duque Loco, puesto que lord Theron era un encanto, si bien su cabello resultaba un poco ridículo.
La obra no era nada original, una de esas comedias sobre amantes a los que los continuos malentendidos les impedían casarse. Pero Theron no estaba fijándose mucho en el escenario. Su mirada no dejaba de desviarse al palco de los Randall, donde estaba sentada lady Genevieve, rodeada de su correspondiente bandada de carabinas. Lady Genevieve Randall iba vestida toda de blanco, como una ninfa invernal, con gotas de plata en las orejas y brillantes que rutilaban en lo alto de su sedosa cabellera oscura y alrededor de su cuello esbelto. Se descubrió deleitado por
El modo en que su mano volaba hasta su boca en las escenas cómicas, la pulcritud con que siempre volvía la cabeza para responder a los comentarios de sus amigas, el aire de conformidad que la envolvía como una nube de perfume.
Y de pronto supo por qué había venido. Genevieve era la solución a todos sus problemas.
Aprovechando el intermedio, le compró a una florista un ramo de violetas blancas de invernadero, y se acercó al palco de los Randall. Lady Randall se mostró entusiasmada al verlo. Genevieve agachó la cabeza para oler su ramo, y le sonrió entre las negras pestañas. El corazón de Theron le dio un vuelco en el pecho, y supo que sus deseos no encontrarían ningún impedimento.
—Ojalá —dijo, para asegurarse— pudiera escoltaros a vuestro carruaje después de la obra. Pero debo apresurarme para llegar a clase.
—¿En la Universidad? —preguntó la muchacha.
—Sí. Estudio allí. Debo de pareceros sosísimo.
—Oh, no —dijo lady Genevieve—. Tiene que ser tremendamente emocionante.
—Lo es. —Theron hizo una reverencia, y se fue.
Regresó a su butaca poco menos que dando pasos de baile, y se perdió el último acto entero. Todo se desplegaba ante él en perfecta secuencia, como un paño con brocados bien cortado que se descolgara del telar, con todas las flores, cintas y florituras exactamente en su sitio. No le diría nada a Basil, todavía no. Basil le había ocultado el desafío; pues bien, él también guardaría su secreto, aunque al final complacería enormemente a su amante. Un poco de revuelo social, una ceremonia legal, y todo encajaría en su sitio, con Theron libre para llevar la vida que quisiera, como quisiera. ¿Quién podría oponerse a algo así?