La nota donde Henry Fremont informaba a Galing del desafío era sucinta y no especialmente informativa: El doctor De Cloud ha desafiado al doctor Crabbe a debatir sobre los brujos.
Galing miró el dorso de la hoja, pero no ponía nada más. Era impropio de Fremont dejar escapar la oportunidad de ampliar los conocimientos de Galing. Sus informes generalmente estaban repletos de historia antigua como si de noticias de actualidad se tratara (contexto, decía Henry), y solían ocupar varias páginas de letra apretada. Si algo iba a aprender Galing en el transcurso de esta investigación, eso era historia. Pero no hoy. ¿Qué había de los brujos sobre los que pensaba debatir De Cloud? ¿Por qué se había vuelto Henry tan callado de repente? Dejó la carta en lo alto del grueso montón de informes de Fremont y enterró las cuidadas manos en sus rizos.
Este favor que le había pedido Arlen, este asunto de rastrear y diagnosticar un molesto rumor, era más complejo, más turbio de lo que Nicholas pudiera haberse imaginado. Cada vez que desenterraba una raíz surgían otras dos que reclamaban igualmente su atención. Primero estaban los norteños, los compañeros del rey. Alborotadores, descontentos, repletos de costumbres y creencias supersticiosas. Ahora que sus principales líderes estaban a buen recaudo en el Tajo para mejor controlarlos, ése debería ser el fin de la historia. Pero no lo era, ni de lejos. El mundo de los compañeros comenzaba a infiltrarse en los salones de la Colina. Mientras sus esposas bailaban, los nobles de mayor edad discutían en conmocionados susurros sobre cómo los «campesinos rebeldes» del duque de Hartsholt, como se empeñaba en llamarlos Condell, habían quemado la efigie del mayordomo de Hartsholt en la hoguera, en el norte, durante el solsticio de invierno. Incluso lord Hemmynge, al que le interesaban más los caballos que la política, sabía que las mujeres de Harden habían rellenado con todo descaro sus colchones de valioso pelo de cabra, en vez de tejerlo para su venta en las haciendas de su señor; la llamaban «la cama de Alcuin», y decían que dormían más cómodas en ella que el antiguo rey. El pasado estaba resurgiendo; la gente hablaba, e incluso los nobles sin posesiones en el norte empezaban a decir que había que hacer algo.
Dadas las circunstancias, el que un joven doctor en Historia se propusiera airear sus teorías sobre los brujos en un foro público intranquilizaba a Nicholas. Más aún lo
Intranquilizaba el hecho de que el heredero de Tremontaine se viera tan insistentemente atraído por unos amantes empeñados en abundar en el pasado.
Pero cuando se imaginó explicándole su preocupación a Arlen, no le costó nada figurarse la respuesta: «Los historiadores hablan de brujos. A los pintores les encantan los temas exóticos. Los jóvenes son unos románticos. ¿Dónde están tus pruebas?».
En esos momentos, lo único de que disponía Galing para sustentarse eran Greenleaf y Smith en el Tajo, Ysaud en su estudio, y el doctor Basil de Cloud en su aula, todos ellos desbarrando, a su diversa manera, sobre brujos, ciervos y sacrificios místicos. Y el sujeto de la cacería de los chicos del norte, de los cuadros de Ysaud y de la pasión de De Cloud era Theron Campion, heredero de Tremontaine.
¡Ojalá pudiera exponer alguna conexión entre Campion y el norte!
Sacó la trascripción de los interrogatorios del reo Greenleaf y la hojeó. Su mirada reparó en una frase, repetida varias veces a lo largo de distintos días:
Los reyes deben volver. La tierra se marchita y se muere sin su sangre; la gente languidece sin su simiente.
Galing soltó el manuscrito con un resoplido de contrariedad. Greenleaf estaba loco, sin duda. Los reyes mágicos y los brujos inspiraban cuentos de viejas, no levantamientos políticos. Si quería ser rey, Campion necesitaría aliados que lo respaldaran, seguidores, un ejército. No había nada que indicara algo tan tangible, ni en la Universidad ni en ninguna otra parte.
Empero, pensó, el quid de la cuestión debía de hallarse en algún lugar entre la ingente masa de información histórica que le había proporcionado Henry. Era significativo el que Theron descendiera de la hermana de Gerard, el Último Rey. Cierto, los nobles habían firmado un documento según el cual se invalidaba cualquier posible aspiración al trono alegando derechos de sangre por parte de ellos mismos y su descendencia. Pero una firma no es más que tinta, igual que un juramento no será más que aire para quien esté lo suficientemente motivado como para romperlo. No era difícil imaginarse a Theron Campion quebrantando la promesa de su antepasado para auparse hasta el mismo trono que éste había destruido.
Si se tramaba algo —y Galing no podía jurar que así fuera sin temor a equivocarse—, campion debía de estar en el ajo. Así pues, Galing no tenía más remedio que familiarizarse un poco más con el joven y ver si lograba descubrir qué se proponía. Lamentaba la conversación que habían mantenido en el baile de los Montague, pero siempre podía pedir disculpas, si es que Campion se acordaba siquiera de él.
Se levantó del escritorio y se dirigió a la vitrina que albergaba su colección de libros curiosos. Abrió la delicada rejilla de hierro, la corrió, sacó un estuche de cuero
Y cogió los bocetos de Ysaud. El semblante enjuto de Theron Campion lo miró desde un calado de hojas que disimulaban sin ocultar por completo su cuerpo ávido. Surgían astas de sus sienes. Ysaud había anotado un título en la esquina: El rey del verano.
Bastardo arrogante, pensó Nicholas, antes de devolver el dibujo a su carpeta.
Theron Campion se encontraba en una fiesta de cumpleaños cuando se enteró del desafío de Basil, y no le hizo gracia.
Era el cumpleaños de lady Genevieve Randall, la joven a la que había admirado en el baile de los Montague. Ahora que se habían reanudado las clases y pensaba que le había demostrado a Katherine que no tenía más locuras de año nuevo guardadas en la manga, Theron se sentía mucho menos inclinado a asistir a las fiestas de la Colina. Pero la invitación le había sido entregada personalmente por el hijo de los Randall, Clarence; Theron tenía la vaga impresión de que haber hecho el ridículo en un prostíbulo en compañía de Clarence durante el Festival de la Cosecha les otorgaba a los Randall ahora cierto poder sobre él. Y además, su hermana era muy guapa. De modo que dejó que su ayuda de cámara lo embutiera en algo ceñido y elegante con decenas de diminutos botones, y fue a festejar con los Randall.
Sebastian Hemmynge y Peter Godwin también estaban allí, amén del grupo de chicas casaderas y solteros solicitados de costumbre. Theron se dio cuenta de que no había vuelto a ver a sus antiguos compañeros desde la noche de la Caza del Venado. Se preguntó si también a ellos los habrían regañado y encerrado en casa. ¿Habrían estado siquiera en el bosque? La verdad era que no lo sabía. Cuando intentaba rememorar aquella noche, las imágenes le ponían los pelos de punta. No sentía el menor deseo de preguntarles a los otros qué recordaban.
La fiesta era un remedo de banquete rústico, con todos los criados vestidos con los trajes tradicionales de las distintas haciendas de los Randall, sirviendo pan, queso, sidra y compotas de sus hogares. Bajo la supervisión de madres y hermanas casadas, lady Genevieve y sus invitados bailaban e incluso jugaban a las prendas y a la gallinita ciega. Theron hubo de pagar su prenda besando a «la chica más bonita de la sala», y el decoro dictó que eligiera a su anfitriona. Ante la atenta mirada de todos, levantó la barbilla de la joven ruborizada y le rozó los labios con el más etéreo de los besos. La mano de la muchacha temblaba en su manga. Theron la miró a los ojos y sintió cómo su miembro se endurecía como el de un colegial.
—Mi prenda —gritó sin aliento, para ahogar sus atronadores latidos—. Ahora tienes que devolvérmela. ¡A no ser que quieras otro beso!
Todo el mundo exclamó: «¡Ooh!», y lady Genevieve liberó con dedos atropellados su muñeca de la cinta del zapato que Theron había lanzado al anillo de prendas.
—¿No tendría que amarrártelo ella? —preguntó una muchacha descarada. (Al finalizar la fiesta, su madre le pegó una bofetada por ello). Pero Theron se conformó con ser capaz de agacharse y darse el nudo sin ayuda.
Las danzas eran bailes regionales. Los ojos de Genevieve rutilaban y tenía las mejillas arreboladas; de su moño escapaban hebras de cabellos oscuros que se adherían tentadoramente a su cuello perlado de sudor. Theron formó pareja con la joven en dos ocasiones, pero se enganchó de su brazo y le tocó la mano incontables veces al reunirse y separarse las columnas de bailarines. Cuando jugaron a la gallinita ciega intentó dar con ella por su risa, pero se encontró con los brazos alrededor del talle de la fresca, que armó un escándalo negándose a que la besara, de modo que en vez de eso le dedicó una canción.
Se dirigía a la fuente de ponche para conseguirle un vaso cuando oyó por casualidad las palabras «De Cloud», y se detuvo en seco. Peter Godwin gesticulaba animadamente con su amigo Hemmynge. Theron se olvidó de la chica por completo.
—¡Fue magnífico! —estaba diciendo Godwin—. ¡Se plantó delante de toda la sala y dijo que los brujos eran reales! ¡Tendrías que haber visto sus caras! Si no llegamos a estar nosotros allí, quién sabe lo que podrían haberle hecho.
Theron se aproximó. Peter lo vio y enmudeció. Godwin no estaba en el grupo que se había presentado con el pollo el otoño pasado, pero sin duda había oído todo cuanto había que oír al respecto.
—Oh —dijo con petulancia el joven Godwin—. Hola, Campion. Lord Theron, quiero decir. Le estaba hablando a Seb del desafío.
—¡Qué maravilla! —celebró entusiasmado Hemmynge—. ¡Voy a tener que pasarme a Historia! ¡En Geografía no pasan estas cosas tan interesantes! ¿Me puedes conseguir un buen asiento para el debate, Theron?
—La verdad, no tengo ni idea —respondió ariscamente el aludido, antes de girar sobre los talones.
—Me parece increíble que no me dijeras nada. —Theron había buscado a Basil en el Nido del Pájaro Negro, pero lo había encontrado encorvado sobre sus libros en la calle Minchin, sumergido en una atmósfera de polvo, tinta y papel mohoso—. ¡Desafías a Roger Crabbe a un debate académico que es la comidilla de todas las tabernas y yo tengo que enterarme por el puñetero Sebastian Hemmynge! Que lo sabía gracias al crío de Godwin, y sólo porque a los dos les dio por asistir a la misma fiesta de cumpleaños.
—Bueno, ahora lo sabes —dijo Basil, lacónico.
—No estoy acostumbrado a enterarme de los rumores de la Universidad por terceros en la Colina, Basil —estalló Theron—. Tú tienes la culpa.
—¿Porque no os proveo de rumores, milord?
Theron enmudeció como si le hubieran pegado una bofetada.
—Eso ha estado fuera de lugar.
Basil vio con sorpresa que el rostro de Theron había palidecido. La barba hirsuta sobresalía oscura en las mejillas del joven, y el dolor le desorbitaba los ojos. Con gesto cansado, Basil apartó su silla de la mesa de trabajo.
—Perdona. Es sólo que no se me ocurrió: no pienso en la política de la Universidad cuando estoy contigo.
Theron se sentó al filo de la cama.
—Porque me quieres. Me quieres tanto que ni siquiera te molestas en contarme nada importante. Estupendo.
—Siempre protestas cuando intento hablarte de historia.
—Esto no es historia, esto es real. —Se mordió la lengua—. No quiero decir que la historia no sea real, pero… ¿no ves que hay una diferencia enorme entre hablarme de reyes y brujos muertos, y hablarme de algo que has decidido hacer?
—Las dos cosas son reales para mí —musitó Basil.
—Lo sé. Sé que lo son. —Theron se acercó a Basil y le apoyó las manos en los hombros, enterró la cara en su pelo: una ofrenda de paz—. ¿Qué estás estudiando? Parece una lista de colada.
—Es ropa, de hecho. El papel se usó para forrar un libro de cocina, pero creo que es un inventario de ropa para el complejo real, y espero… me pregunto, en realidad, si no será… en fin, algo sobre los brujos.
—¿Brujos? ¿En un libro de cocina? —Theron le dio un beso en la coronilla—. Basil, eres asombroso. Te dejo con tus cosas.
Se detuvo un momento, y Basil dijo:
—No, no te vayas. No es importante, sólo interesante. Mira: «Diez mantos de lana marrón, con capas de piel, según sus naturalezas». Y esto: «Traje de oso, maese BG». Eso podría significar maese brujo G… No te vayas, Theron.
—Tengo que irme —dijo Theron, pesaroso.
—¿Por qué?
—¡Porque no conseguiré nunca abrir y volver a cerrar estos botones!
—Ya lo hago yo —dijo con voz ronca Basil—. Túmbate, mi amor, que yo me encargo de todo.
Cuando Theron regresó a la Ribera al día siguiente, lady Sophia le enseñó un sobre.
—¿Quiénes son estos Randall? —le preguntó—. Lady Randall nos invita a una velada musical en su casa. Ya sabes que detesto los recitales. ¿Conozco a estas personas, Theron? ¿Debo ir?
Su hijo le dio un mordisco a una manzana.
—Creo que no los conoces; acaban de llegar a la ciudad, para casar a su hija, seguramente. Tienen un chico de mi edad, que está en el grupo de Perry. No veo por qué no habrías de declinar.
—Ah. ¿Es la hija la que toca la viola? ¿Lady Genevieve, pone?
Theron miró por encima de su hombro.
—Caray, si. —Se imaginó a Genevieve con el instrumento encajado entre las rodillas. Haremos una cosa; iré yo, y les presentaré tus disculpas personalmente. Les diré que tenías que practicar una amputación triple de emergencia, o sajar una buba gigante. Sophia se rió.
—Ven aquí, cariño, que llevas todos los botones torcidos.