Si la Última Noche era alborotadoramente pública, la Primera Noche se pasaba con los seres más allegados en serena preparación del año que se aproximaba. Se zanjaban disputas y se intercambiaban regalos. En las calles imperaba el silencio y la luna nueva flotaba inmaculada entre las estrellas. En la mañana del Primer Día, el tiempo reanudaba su ciclo acostumbrado, y las vidas perturbadas por el parón de los Días Blancos volvían a reanudar su curso.
En LeClerc, Basil de Cloud estaba hablando de los poderes legales y las responsabilidades de los brujos según el Tratado de la Unión. Los alumnos bostezaban y se revolvían en sus bancos. Mientras describía cómo Alcuin había cambiado títulos norteños a cambio de bosques del sur que conceder a sus brujos, Basil miró de soslayo al lugar donde solía sentarse Finn, esperando algún comentario airado por su parte. Otro estudiante ocupaba su sitio, enfrascado en sus apuntes. Basil se preguntó si el muchacho habría ido a casa a pasar el solsticio de invierno. Sería una pena que se perdiera el desafío; era precisamente la clase de cosa que apelaba a su romántico corazón del norte. También Lindley estaba ausente. Pero éste no era el momento adecuado para preocuparse por el paradero de alumnos enamorados. A Basil lo acuciaban otros asuntos.
Cuando la campana señaló a los estudiantes que había llegado la hora del almuerzo, De Cloud le indicó al círculo interno que se quedara. A falta de Finn y Lindley sumaban un total de cuatro, desde el pequeño Peter Godwin, que apenas si contaba quince años de edad, a Benedict Vandeleur, que podría tener unos veinte. Quería explicarles exactamente lo que se proponía hacer esa tarde, pero Rugg lo había prevenido contra los rumores. De modo que lo único que dijo Basil fue:
—Esperad delante del Nido antes de las dos, sólo vosotros cuatro, y Finn y Lindley, si podéis encontrarlos. Debo hacer una cosa, y me alegraría contar con vuestra compañía.
Vandeleur y Justis Blake cruzaron la mirada, y el primero repuso: —Antes de las dos, dice, delante del Nido. Puede contar con nosotros, señor. Basil asintió con la cabeza, vaciló, decidió que añadir cualquier cosa sería desvelar demasiado, se colgó la bolsa del hombro y salió de LeClerc. Sus alumnos se lo quedaron mirando en estupefacto silencio, hasta que Fremont dijo:
—Podéis helaros la nariz aquí si queréis. Yo voy al Nido, donde podrá corroerme la curiosidad más cómodamente.
Boyantes merced al estipendio del trimestre y los regalos de mediados de invierno, pidieron caldo de venado con tropezones, ponche caliente y también patatas calientes para los bolsillos, a poner encima de la mesa justo antes de las dos.
—Bueno, ¿y dónde está el joven sueño del amor? —preguntó Henry mientras se desenroscaba la nueva bufanda de lana de colores que le envolvía la garganta.
Vandeleur se encogió de hombros.
—Si te refieres a Finn y Lindley, la última que los vi estaban haciendo el payaso en la hoguera de la Universidad. Por cómo se comportaban, seguramente se habrán pasado las vacaciones en la cama.
—Deberían de haberse aburrido ya a estas alturas —dijo Peter Godwin.
Blake se acordó de dos figuras que danzaban semidesnudas y extasiadas en el corazón del bosque, y dijo, incómodo:
—Uno de nosotros tendría que ir a buscarlos.
—Yo no me molestaría —resopló Henry—. ¿En serio queréis que Finn esté aquí? Yo no.
—Pero el doctor De Cloud sí —objetó Blake—. Ha dicho que busquemos a Finn y Lindley, y eso pienso hacer. —Se levantó—. Guárdame un tazón de caldo, Vandeleur. No tardaré mucho.
Peter Godwin, que tenía la mirada fija a su espalda, dijo:
—No te molestes, Blake. Lindley acaba de entrar por la puerta. Finn no debe de andar muy lejos.
Era Lindley, en efecto, pero un Lindley muy distinto del enamorado rubicundo que sacudía las trenzas mientras bailaba la Última Noche. Este Lindley tenía los ojos hundidos y se vestía con harapos bajo una raída toga académica. Su pelo rojo caía lacio, sus mejillas enjutas se veían magulladas bajo la hirsuta barba rojiza, y apestaba. Los historiadores se quedaron mirándolo como si fuera el fantasma del malogrado Hilary.
—¡Dios santo! —exhaló al fin Vandeleur—. Por los siete infiernos, ¿dónde has estado?
Lindley frunció el ceño.
—En los siete, creo. ¿Eso es caldo?
—Lo es —dijo Godwin—. Aunque no sé si quiero sentarme a tu lado mientras lo tomas. No te ofendas, pero hueles como un muladar.
—Se puede oler a cosas peores —dijo jovialmente Blake—. Siéntate aquí, Lindley, y cuéntanoslo todo. Estaba a punto de ir a buscarte.
Antes de que Lindley tuviera ocasión de responder, aparecieron dos hombres a su espalda. Llevaban el cabello recogido en una decena de trenzas que les caían por la espalda, y tenían los pómulos altos y agudos: norteños, sin lugar a duda. Uno de ellos le dio la vuelta a Lindley, enroscó un puño en sus ropas y gritó:
—Fuiste tú, ¿verdad? Tú les hablaste de Smith y Greenleaf. Debería…
El segundo hombre lo empujó a un lado y ocupó su lugar.
—¿Dónde están, eh? —gruñó en la estragada cara de Lindley—. ¿Dónde están Greenleaf y Smith? ¿Y Finn? ¿Dónde está?
Llegados a este punto, los historiadores se habían repuesto lo suficiente como para entrar en acción. Blake y Vandeleur placaron a los norteños mientras Godwin se hacía cargo de Lindley, que parecía encontrarse al borde del desmayo. Casi de inmediato apareció el tabernero, armado con su habitual puñado de jarras, para sugerir que los jóvenes caballeros sacaran sus diferencias a la calle. Los norteños se fueron mascullando y lanzando torvas miradas por encima del hombro, y los alumnos de Basil retomaron sus bancos y su caldo, todos excepto Lindley, que se quedó mirando su tazón como si estuviera lleno de culebras.
Blake le tocó el hombro con delicadeza; Lindley se encogió patéticamente al contacto.
—Será mejor que nos cuentes dónde has estado, Tony.
—La guardia vino y nos llevó al Tajo. Me metieron en una celda y me hicieron preguntas sobre la Última Noche. No las respondí. Me soltaron esta mañana. Eso es lo único que sé. —Levantó los ojos, luminoso su denso azul en su semblante mugriento—. No me preguntéis más. Por favor.
Se produjo un silencio consternado. Blake inspiró hondo y dijo:
—De acuerdo. ¿Por qué no vas a los baños y duermes un poco? Me pasaré por la mañana a ver cómo estás.
—No quiero ir a casa. —Lindley empezó a temblar como colada tendida al viento—. Está oscuro. No hay velas.
Alguien se puso de pie. —Henry Fremont— hurgó en su bolsita nueva, plantó una moneda de plata encima de la mesa, y musitó:
—Compra velas. —Y se abrió paso a empujones hasta la puerta como si el lugar estuviera en llamas. Peter Godwin, con cara de preocupación, imitó la contribución de Fremont, y pronto hubo una montañita de monedas delante de Lindley.
Benedict Vandeleur las recogió y las guardó en su pañuelo.
—Iré yo a comprar las dichosas velas. Blake, Godwin, llevadlo a casa y quedaos con él hasta que llegue yo.
—¿Qué hay de la cita a las dos con el doctor De Cloud? —preguntó Godwin.
Vandeleur parecía agitado.
—Todavía falta más de una hora. Ya se me ocurrirá algo. ¡Vamos!
No le hicieron más preguntas a Lindley, pero todo salió a la luz enseguida, en la angosta habitación del muchacho, entre toses, mientras Blake le bañaba la cara encendida y Godwin los observaba impotente. Lo habían interrogado y vuelto a interrogar, para luego dejarlo helándose en una celda durante días sin nada que comer salvo papillas aguadas y agua fría.
—Ni siquiera sé si Alaric está vivo o muerto —se lamentó Lindley—. No me dejaron verlo ni respondieron a mis preguntas. Esta mañana, me dijeron que debería tener más cuidado con las compañías que elegía, y me soltaron.
Godwin cruzó la mirada con Blake por encima de la cabeza de Lindley, torcidos los labios en una mueca de regocijo cruel. Blake lo amonestó frunciendo el ceño y dijo con delicadeza:
—Seguro que está vivo, Tony. También a él lo pondrán en libertad en cuanto vean que sólo es culpable de ser un condenado idiota.
Sus palabras no consolaron a Lindley.
—Pero es que sí es culpable, os dais cuenta… Greenleaf y Smith. Tiene que haber sido él. Yo no les dije nada. Hubiera muerto antes de traicionarlos. Lo que están haciendo es importante: conservar las antiguas costumbres, la reverencia a la tierra… Aquí, en esta ciudad, todo está muerto, frío, artificial. Nadie cree ya en los dioses del sur, ni siquiera los sacerdotes; todo el mundo sabe que es puro teatro. Necesitamos amar y honrar algo real. Necesitamos a los reyes.
Blake no sabía qué responder. Era evidente que la fiebre había afectado a su juicio.
—Yo no me apresuraría a condenar a Finn, Tony. Si me torturaran, les diría lo que quisieran saber, sin perder ni un momento. Cualquier hombre cuerdo lo haría.
Lindley soltó una risotada estentórea que se transformó en violentos tosidos. Su piel estaba caliente y seca bajo la mano de Blake, y tiritaba. Blake pensó con incomodidad en la fiebre de las prisiones y en lo cerca de las dos que debía de ser, y en dónde se habría metido Vandeleur con esas velas. En ese momento se abrió la puerta y allí estaba Vandeleur, con una manta colgada del brazo, seguido de una joven pechugona que lucía un sombrero emplumado y un abrigo de hombre, cargada con una cesta.
—Ya casi es la hora —dijo Vandeleur, sin rodeos—. Traigo velas, algo de comida y a Odette. Me ha prometido quedarse con Tony hasta mi regreso. Si corremos, llegaremos a tiempo. ¡En marcha!
Mientras sus pupilos cuidaban de Lindley, el doctor Basil de Cloud estaba sentado a solas en sus aposentos, rodeado de libros y papeles, contemplando fijamente el Libro del brujo del rey; para variar, dejar de pensar en Theron no estaba costándole ningún esfuerzo. Al caer la noche, habría retado a Crabbe a un duelo de conocimientos.
No había de qué preocuparse, se dijo. De hecho, debería resultar casi insultantemente sencillo. Roger Crabbe era un mentecato. Sus libros y clases contenían más falsedades que abejas una colmena. A Crabbe no le interesaba la verdad. Lo único que le interesaba era alimentar los prejuicios populares, subrayar hasta la saciedad la perfidia de todos los reyes que habían existido desde el alba de los tiempos. Rugg tenía razón. Basil no tenía ninguna necesidad evidente de sacar los brujos a colación.
Sin embargo, ¿cómo podría dejar de hacerlo, cuando el supuesto de que eran unos monstruos era lo único que sustentaba todo el entramado de libelos de Crabbe? Si fuera cierto que los brujos habían sido unos charlatanes manipuladores, sería lógico pensar que todos los reyes debían de haber sido unos tiranos corruptos, como poco; cretinos ingenuos y dementes en el mejor de los casos. Pero si los brujos fueran sinceros… entonces también los primeros reyes podrían ser vistos al fin por lo que en realidad eran: unos dirigentes entregados a servir a la tierra de la mano de quienes mejor la conocían.
Más aún: él, Basil de Cloud, tenía la prueba irrefutable de que habían practicado magia de verdad en su tiempo. Tenía el Libro del brujo del rey.
Pero éste, inescrutable e indescifrable, era un arma de doble filo.
Lo tenía delante, abierto por Un fechizo para descubrir verdades ocultas. Eso no le serviría, pensó Basil, aunque pudiera leerlo. Irritado, pasó a Un tratado de la confusión. Debajo, Para convertir la lengua en fuego le llamó la atención. Ése, tal vez…
Basil cerró el libro de golpe, lo envolvió, lo guardó en la caja, la cerró, y lo deslizó todo debajo de la cama. El mayor descubrimiento cultural de la época, y tan inútil como un montón de fruta pocha. La furia le oprimía el corazón como agua helada. Descargó un puño sobre sus papeles, rompiendo las hojas expuestas y tirando al suelo una pila de libros viejos. El estrépito le hizo volver en sí: recogió los libros, alisó los papeles y se frotó la mano magullada.
Como si no dispusiera al menos de otra decena de recursos que contradecían la «sabiduría» recibida de Crabbe; los diarios de Karleigh y las anotaciones de Montague sólo eran el principio de lo que había descubierto. Que Crabbe dijera cualquier cosa sobre los reinados de los herederos de Alcuin, y sería suyo.
Basil se levantó y se miró en el espejo de mano que usaba para afeitarse, se anudó un pañuelo limpio en la garganta y metió las puntas en la pechera de su abrigo. Nada de bufandas, demasiado informal. Deseó tener algún broche para su sombrero, algo decorativo; una cabeza de ciervo, quizá, o una hoja como ésas que llevaban ahora algunos de los estudiantes. Frotó con la manga la lana revestida de fieltro, se cubrió la cabeza y cerró la puerta con llave al salir de la habitación.
Sus alumnos lo esperaban delante del Nido, con aspecto sumamente joven y solemne. Finn y Lindley seguían desaparecidos. Daba igual: con cuatro bastaba. De Cloud se llenó los pulmones de aire frío y dijo:
—Vamos a Farraday. Voy a desafiar al doctor Crabbe a un debate oficial.
Henry Fremont soltó un largo silbido de admiración; los demás aguzaron las orejas como caballos deseosos de echar al galope.
—Ahora bien, no quiero ningún problema —se apresuró a añadir De Cloud.
—No, señor —dijo Vandeleur, sonriendo—. Por supuesto que no.
—Ocasionaría molestias —convino Godwin.
—No moveremos ni un dedo —le aseguró Blake—. A menos que ellos lo muevan primero.
—Ni siquiera entonces —dijo De Cloud, alentado y alarmado a partes iguales por el entusiasmo de sus pupilos—. El doctor Rugg será mi testigo y se encargará de que todo se haga como es debido. Vosotros estáis aquí porque él me sugirió que os trajera.
Lo que Rugg había dicho era: «Crabbe es la clase de persona que se deja impresionar por un séquito; sólo los que más aprecies y de los que más cerca te sientas, y ninguno que no sepa mantener la cabeza sobre los hombros». Bien mirado, casi era mejor que no estuvieran allí Finn y Lindley. Sonrosados y decididos, todos pusieron rumbo al aula de Crabbe, unidos en la sensación de que ya no estaban estudiando la historia, sino escribiéndola. El desafío de De Cloud quizá no sacudiera el país, ni siquiera la ciudad, pero sin duda tendría repercusión sobre la forma de enseñar todas las asignaturas en la Universidad. Cada uno de ellos sabía que esto no era simplemente Basil de Cloud contra Roger Crabbe, sino investigación contra teoría, observación contra autoridad. Mientras recorría las calles sinuosas, Justis Blake pensó en lo irónico que resultaba que un profesor de Historia Antigua enarbolara la bandera de una metodología novedosa y progresista: el pasado al servicio del futuro en contraposición al presente. Casi hacía que se alegrara ante la perspectiva del alboroto que provocaría sin duda el desafío de De Cloud.
Puesto que la clase del doctor Crabbe había empezado a las dos, la calle enfrente de Farraday estaba desierta cuando llegaron De Cloud y su escolta, salvo por el doctor Leonard Rugg, embozada en pieles su oronda figura bajo su toga, tan radiante y animado como la mañana del Primer Día.
—La sala está casi llena —dijo—. Tendrás un buen público. ¿Recuerdas la fórmula?
Basil, que en esos momentos desearía estar de nuevo en la granja de su padre, cerró los ojos, escarbó en su memoria durante un momento interminable, y dijo:
—Roger Crabbe, desafío tus hechos, tu razonamiento y tus conclusiones. Debatiremos la cuestión durante el Festival de la Sementera, con los gobernadores como testigos.
—¡Tienes que decir a qué lo desafías! Y esa última parte tiene que decirla Crabbe —aclaró Rugg—. Blake, tú eres de fiar. Dale un pisotón o algo si parece que está respondiendo a su propio desafío. Sácalo de ahí lo más deprisa que puedas y llévatelo a… no sé, al Sombrero Cuadrado. Me reuniré con vosotros cuando haya hecho mi parte. ¿Preparados?
De Cloud ya estaba en la puerta, la cual, como tantas otras puertas de la Universidad, estaba labrada en roble y tallada con hojas de acebo. Los brujos tocaron esta manilla una vez, pensó mientras acercaba la mano a la desgastada cabeza de ciervo de bronce.
La puerta se abrió milagrosamente; vio que uno de sus alumnos se había colado delante de él. Pasó con sigilo entre los intrigados estudiantes de Crabbe, que lo observaban con curiosidad. Crabbe estaba hablando de la caída de los reyes. Su voz era entrecortada y ligeramente nasal, tan fea como las falacias que impartía a sus pupilos. Sería un placer, pensó Basil, limpiar esa lengua embustera con fuego purificador.
—El rey Gerard confiaba enormemente en sus brujos —estaba diciendo Crabbe—. Esa confianza era su mayor debilidad, algunos dirían que la única; por lo demás, sus esbirros y él eran unos expertos en aterrorizar a sus súbditos. Sólo los nobles se atrevían a oponerse a sus inmundas prácticas, pero Gerard había ordenado a los brujos que mantuvieran ocupados a los nobles, y los creyó cuando le dijeron que la plaga que se había desatado en las tierras de Horn y Montague era obra suya. Gerard confiaba asimismo en el supuesto conocimiento que poseían los brujos sobre los corazones de la gente para advertirle de cualquier posible complot o inquina, y al parecer era tan crédulo como para pensar que su magia lo protegería de cualquier ataque real. Menuda sorpresa debió de llevarse cuando el Liberador, el duque de Tremontaine, los sorteó a todos valientemente y le traspasó el corazón.
Eso era erróneo. Basil lo sabía, todo el mundo lo sabía, estaba en Vespas; Crabbe estaba siendo pueril y arrogante, porque creía que los detalles no tenían importancia. Cierto, los brujos de Gerard habían sido débiles… pero ningún noble los había
«Sorteado». Todos los brujos de la corte del último rey habían sido oportunamente invitados a un gran banquete y encerrados a continuación en la sala, aseguradas sus puertas «con tres veces tres cerrojos de hierro, oro y plomo», según rezaba una balada. Tras la muerte de su monarca, ninguno había salido de aquella habitación con vida; los quemaron allí mismo, con sus libros de magia, todos excepto el que obraba en poder de Basil. El cual, por cierto, incluía notas De la atadura del renegado, con tres vezes tres en su rededor. Crabbe estaba frivolizando, naturalmente, pero su jactancia era intolerable, y Basil levantó la voz en el aula para decirlo:
—Roger Crabbe, doctor de esta Universidad, te desafío por tus hechos, tu razonamiento y tus conclusiones. —Las palabras rodaron fuertes y claras por su lengua—. Los brujos eran brujos reales, y su poder, magia real.
Jadeos y gritos, silenciados por la mano alzada de Crabbe. Éste paseó la mirada por la sala con los ojos entornados y los labios apretados de rabia, invisibles.
El elegante tono de Leonard Rugg se propagó por todo el aula.
—Si se molesta en aceptar el reto, doctor Crabbe, deberá decir: «Debatiremos la cuestión de los brujos durante el Festival de la Sementera, con los gobernadores como testigos». Luego elegirá a un padrino, y él y yo presentaremos todo el asunto oficialmente ante los gobernadores. Le aconsejo —prosiguió en tono de confidencialidad— que lo diga y se lo quite de encima antes de que estalle un tumulto.
De Cloud se fijó entonces en que el aula zumbaba como un avispero cuyos habitantes se dispusieran a atacar. El pulso martilleaba en su garganta.
—Muy bien —dijo Crabbe, con voz tirante de rabia—. Debatiremos la cuestión de los brujos durante el Festival de la Sementera. Y los gobernadores de la Universidad mediarán de jueces entre nosotros, para dirimir quién es el traidor y quién el verdadero erudito. —Se volvió hacia Rugg con feroz cortesía—. ¿Está bien así, doctor Rugg?
Rugg fulminó con la mirada al mezquino doctor en Historia.
—Estoy dispuesto a hacer la vista gorda —respondió— en aras de aligerar el proceso. ¿Y su padrino?
—Sabrá usted disculparme, doctor Rugg, si me resisto a embarcar a alguno de mis colegas en esta estupidez sin previo aviso ni permiso. Le proveeré con un nombre mañana, o puede que pasado.
La voz de Justis Blake reverberó al oído de Basil.
—Es hora de irse.
Basil asintió, distraído, concentrado por completo en la compacta y truculenta figura de su adversario. Era igual de obstinado que un terrier tras la pista de una rata. También sería un rival temible, lleno de argucias y fintas.
La manaza de Blake se cerró en torno a su brazo y tiró de él con apremio.
—¡Vamos, doctor De Cloud! ¡Por favor!
A regañadientes, De Cloud dejó que Blake y Vandeleur lo guiaran en medio de una lluvia de mofas y empellones. Los demás estudiantes se situaron delante y detrás de él para protegerlo de la peor parte, respondiendo a algunos de los empujones pero, en general, comportándose. Cuando llegaron a la calle, De Cloud quiso esperar a Rugg, pero los estudiantes, más nerviosos de lo que les gustaría admitir, se lo llevaron directamente al Sombrero Cuadrado. No era territorio conocido, pero allí les había pedido el doctor Rugg que acudieran, de modo que eso hicieron, encontraron una mesa desocupada, se sentaron y pidieron cerveza para ellos y brandy para los doctores De Cloud y Rugg.
La tumultuosa escolta se sumió en un silencio desacostumbrado e incómodo. De Cloud paseó la mirada de una cara consternada a otra.
—Os lo habría advertido —dijo con franqueza— si lo llego a saber. Pero fue un arrebato improvisado. Igual que Sebastian Sangrefogosa, así el arma de mi enemigo por la hoja y la volví contra él.
Henry Fremont soltó un resoplido.
—Menudo consuelo, en vista de que Sebastian Sangrefogosa perdió la mano.
—Pero ganó la batalla —repuso De Cloud—. Eso era lo que importaba entonces, y eso es lo que importa ahora.
Justis cruzó la mirada con Benedict Vandeleur, que se encogió de hombros; no tenía intención de hacer el ridículo subrayando lo obvio. Pero Justis no creía, al ver la expresión aturdida y exultante de De Cloud, que el joven magister tuviera la menor idea de lo que acababa de hacer ni de lo que significaba eso en el mundo real. Después de todo, los eruditos no eran demasiado propensos a preocuparse de cuestiones prácticas. De modo que se aclaró la garganta con un trago de cerveza y dijo:
—Una batalla no es lo mismo que un debate académico, señor, ni al revés. Los debates académicos no hacen sangre. Por otra parte, existe una ley que prohíbe hablar de magia. La gente hablará. Y todavía falta mucho para que llegue la primavera.
—Quiero que hablen —dijo con testarudez De Cloud—. Tarde o temprano debe salir a la luz la verdad sobre los brujos y su magia. No pueden silenciarla eternamente. Será mejor exponerla en un debate académico que de otra manera, quizá más violenta.
Peter Godwin levantó los ansiosos ojos castaños de su jarra.
—¿De veras lo cree, señor? ¿No habrá problemas?
—Por supuesto que los habrá —dijo Rugg a su espalda—. Bastardo. Garrapata asquerosa.
—¿Cómo dices? —preguntó crispadamente Basil.
Rugg se sentó delante de su brandy y pegó un trago.
—Crabbe —explicó—. No lo he desafiado yo mismo por los pelos. «¿Está bien así, doctor Rugg?». Y tendrías que haber oído lo que dijo cuando te fuiste. Garrapata.
Henry Fremont bufó y soltó un gritito cuando la bota de Vandeleur le pegó en la espinilla. De Cloud sonrió.
—Has dado en el clavo, Rugg. Crabbe es una garrapata que chupa las ideas de otras personas y las reclama para sí. Habrá que tener cuidado con su cabeza, no sea que se encone en la herida.
—¿Y qué se supone que significa exactamente esa metáfora? —inquirió con irritación Rugg—. Me asombras, De Cloud. ¿Te das cuenta de que acabas de comprometerte a demostrar un hecho que los nobles llevan refutando doscientos años contra viento y marea? Y yo soy tu padrino. Seguramente acabaremos los dos en el Tajo acusados de traición. O ridiculizados en la Universidad, que sería aún peor. ¿No me habías prometido que no ibas a hacer esto?
Basil miró al irascible metafísico a los ojos.
—Te prometí que lo intentaría. Lo siento, Leonard. No me dejó otra elección. Sé lo que me hago.
El doctor Rugg levantó las manos en señal de desesperación y se aplicó a su brandy. La puerta de la taberna se abrió para franquear la entrada de un grupo de estudiantes acompañados de su profesor. De Cloud vislumbró un atisbo de lazo rojo en los cabellos largos y rubios de uno de los alumnos. Afeminado, pensó con desaprobación, antes de comprender que el estudiante era una chica, todos lo eran… No, no tan jóvenes como la mayoría de sus alumnos. Mujeres.
La magistra giró buscando una mesa vacía, ofreciéndole a Basil una buena vista de su nariz aguileña, su piel olivácea y su cabellera oscura, trenzada para formar una pesada corona.
—La doctora Sophia Campion —dijo el doctor Rugg, divertido—. ¿Quieres que os presente?
—No —saltó Basil—. No quiero. ¿Qué está haciendo aquí?
Una mujer pechugona de pelo broncíneo estaba guiando a las médicos hasta una mesa que momentos antes ocupaba un grupo de jóvenes.
—Confraternizar —dijo Rugg—. Lo mismo que hacemos nosotros en el Nido. Ya te había dicho que era una rara. —Miró de reojo a los pupilos de De Cloud, que se habían quedado boquiabiertos como si fuera la primera vez en sus vidas que veían una mujer—. Ésas no son mujeres —les dijo—. Son cirujanas. Preferirían abriros en
Canal antes que besaros. Y no hay ni una sola que cuente menos de veinticinco primaveras.
—Eso ya lo sabía —dijo de repente Vandeleur—. Cuando los gobernadores permitieron el ingreso de las mujeres en la Universidad, estipularon que debían haber alcanzado la mayoría de edad. —Todo el mundo se lo quedó mirando. Se encogió de hombros—. Mi hermana quiere ser matemática. Tiene dieciséis años.
Haciendo oídos sordos a esta conversación, Basil estudiaba a la madre de Theron, intentando ver a su amante en aquel rostro, inconfundiblemente extranjero. La mujer estaba explicándole algo a una de sus pupilas, moldeando el aire con las manos, tocando el brazo de la mujer, tamborileando con un dedo sobre la mesa, sin estarse quieta hasta que la mujer habló, momento en el que ella se inclinó hacia delante para escuchar, toda oídos. Igual que Theron, pensó Basil, y se vio asaltado por una oleada de deseo inextinguible. Apuró su brandy y se puso de pie.
—¿Adónde vas? —preguntó Rugg—. Tenemos que hablar de muchas cosas. Estrategia. Planes. Reuniones con los gobernadores. Has acercado una cerilla a un montón de leña seca, Basil. Tienes que ayudar a contener el fuego.
—Luego, Leonard. —Sonó más brusco de lo que pretendía, pero eso era mejor que rogar—. Ven a mis aposentos mañana por la tarde; haremos planes entonces, todos los que tú quieras. —Miró con afecto los rostros preocupados de los estudiantes que habían presenciado su desafío—. Os doy las gracias a todos. A lo largo y ancho de la Universidad no hay mejores eruditos y amigos.
Se dio la vuelta para marcharse.
Sophia Campion, que en ese preciso momento cruzaba la mirada con él por casualidad, se sorprendió al ver cómo un apuesto doctor en Humanidades se ponía rojo como la grana y le dedicaba una sonrisa tímida antes de salir del local, poco menos que corriendo. Una de sus alumnas le llamó la atención sobre algo acto seguido, y lo borró por completo de su memoria.