Capítulo IV

Durante los Días Blancos se suspendían las clases, pero Basil le advirtió a Theron que pretendía dedicar la mayor parte del tiempo a trabajar en algo importante.

—¿No me quieres? —preguntó Theron, dolido.

Basil sonrió.

—¿Tengo pinta de no quererte? —Tomó el rostro de Theron en sus manos—. Entiéndelo, cariño; es el único tiempo libre del que dispongo, libre de clases, de alumnos… Tiempo para aplicarme en serio.

Lo cierto era que le resultaba más fácil resistirse a hojear el libro de hechizos cuando Theron no lo visitaba. Eso no se lo dijo; como tampoco le dijo que estaba buscando pruebas de algo que podría utilizar para acusar de mentiroso a Roger Crabbe, algo que no implicaba brujos ni magia. Aún no le había hablado a Theron del desafío académico. A veces, incluso a él mismo le costaba creer que se hubiera comprometido a ello tan despreocupadamente con tres de sus amigos más íntimos, y que, llegado el nuevo año, esperarían que tuviera algo con lo que debatir, algo novedoso y estimulante, algo ligado a su reciente trabajo sobre los reyes del norte y sus sucesores. Seducido por el libro de los brujos y su noble amante, se había quedado rezagado con respecto a su verdadero trabajo, el paciente y constante tamizado de fuentes y apuntes para el libro que pensaba escribir. Debería mostrarse firme consigo mismo, para variar.

—Además —dijo Basil—, pensaba que tus días estarían llenos de fiestas. Familia. Cosas así.

—Lo están —rezongó Theron—. Bueno, pero no tienen por qué estarlo; puedo eludir la mayoría de mis compromisos… Aunque si vas a estar tan ocupado…

—No todos los días. —Basil le dio un beso, saltándole casi un ojo con la pluma que sostenía detrás de la oreja—. No voy a estar ocupado todos los días. Pero si nos pasáramos todos los Días Blancos en la cama, ¿qué podríamos desear para el año nuevo?

Theron frunció el ceño.

—Se supone que debemos dedicar los Días Blancos a enmendarnos, a comportarnos como nos gustaría seguir comportándonos a lo largo de todo el año

Siguiente. Así que tú estarás inmerso en tu trabajo y yo tendré que asistir a más fiestas. Genial.

—En vez de eso, piensa. —Basil le acarició la mejilla— que estamos haciendo acopio de virtud. Quitando ese obstáculo de en medio, si lo prefieres.

Theron intentó tomárselo así. También recordaba la advertencia de Katherine e incluso, para su enfado, el humillante sermón de su primo Talbert en la fiesta de los Godwin. Pues bien, sería un heredero modélico, acompañaría a su madre a todas las recepciones imaginables que se celebraran en la Colina, y no daría pie a que nadie se preguntara en qué empleaba el resto de su tiempo. La notoriedad de su relación con Ysaud era una cosa. No sentía el menor deseo de permitir que los vecinos de la Colina supieran de la existencia de su amante erudito.

Aquella noche, Theron Campion se hallaba de pie en su cálida habitación de la casa de la Ribera mientras Terence lo vestía. Suave lino contra la piel, seguido de más capas de lino, reforzado con bordados, a continuación seda con brocados, redondeado el conjunto con cuello y puños de encaje. Tenía los largos cabellos cepillados, aceitados y sujetos con un broche dorado, y una pesada cadena de oro le ceñía la garganta. Su peso era excesivo, pero era un regalo de la duquesa, y pensó que sería un detalle lucirla. Hacía horas que no probaba bocado; había llegado corriendo de casa de Basil cuando su madre ya había cenado, con el tiempo justo apenas para bañarse y arreglarse para el baile de los Montague. Su palidez resultante y su pelo le conferían un aire romántico que su amante hubiera aprobado.

La fiesta ya estaba atestada cuando arribaron Theron y Sophia. La dejó con un grupo de damas presidido por su vieja amiga lady Godwin, para luego abrirse paso en dirección a los refrigerios a golpe de reverencias entre la muchedumbre coloridamente ataviada. Una mano en el codo detuvo su avance:

—¡El joven Campion! No me digas que te hemos sacado de tus libros.

Lo rodeaba un corro de hombres a los que conocía desde que era pequeño, hombres con los que había jugado a los espadachines, con los que había montado a caballo, con los que había bebido, hombres incluso a los que había besado. Ahora sólo querían hablar de política y conocer los últimos chismorreos. Se preguntó qué pensarían de Basil, o Basil de ellos. Desprecio e incomprensión por ambas partes, sospechaba; incluso pensar en ellos a la vez le suponía un esfuerzo.

Todo el mundo se reía; alguien de haber hecho un comentario ingenioso. Theron esbozó una sonrisa automática y cogió un vaso de vino de una bandeja que pasó a su lado. Empezó a sentirse mucho mejor después de apurarlo.

Una muchacha de aspecto frágil y cabellos oscuros apareció justo detrás del bosque de hombreras que lo cercaba. Llevaba el pelo recogido en lo alto con

Severidad, exhibiendo sus delicadas orejas. Los umbrosos mechones que se descolgaban hasta su cuello acentuaban su fragilidad.

Ralph Perry siguió la mirada de Theron.

—¡Ah! —dijo con voz engolada—. La verdadera razón de nuestro peregrinaje a estos lares: las flores del jardín de la doncellez, maduras para su recogida.

—¡Perry! —lo recriminó Clarence Randall—. ¡Espero que no estés hablando de mi hermana!

—Recoger —explicó elocuentemente Perry— es una actividad ardua que implica escaleras de contratos, cestos de joyas y libros de votos.

—¿Ésa es tu hermana? —le preguntó Theron a Randall.

—¡«Ésa» tiene nombre, bellaco!

Pero al final, consiguió que le presentaran a la joven belleza. Lady Genevieve Randall sonrió tímidamente; acababa de terminar los estudios, y le habían dicho que haría mejor en resaltar su ternura e inocencia que en intentar aparentar una sofisticación de la que carecía. Su piel era fina e inmaculada, del mismo tono que los melocotones maduros. Theron hubo de reprimirse para no acariciarla, tan sólo para comprobar cómo era su tacto. Incluso sus hombros redondos, desnudos en su cáliz de encaje, resplandecían ligeramente dorados a la favorecedora luz de las velas.

Podría tocar su mano si la invitaba a bailar, y eso hizo. Se mecieron al son de un paso lento, y Theron tuvo cuidado de no ejercer ninguna presión sobre los dedos que pudiera alarmarla. No podía dejar de mirarla, sin embargo, de contemplar las sedosas hebras de pelo negro que brincaban en la base de su cuello mientras los dos danzaban de un lado para otro, haciendo reverencias y acunándose con gesto serio. Una pátina de humedad brotó encima de su labio; Theron deseó poder agacharse y enjugarla con la lengua.

Su madre se encontró con ellos cuando abandonaban la pista de baile. Lady Randall lo sabía todo acerca de él; saber lo que había que saber sobre los hombres en edad casadera era el deber de cualquier madre. Se interesó primero por la salud de la madre de Theron, y luego por sus estudios y por su prima la duquesa, para darle a entender que comprendía tanto sus prioridades como su estatus a los ojos del mundo. Theron hizo un esfuerzo por no decir nada excesivamente original, a fin de no alarmarla. Sus denuedos se vieron recompensados con una sonrisa maternal y la información de que las damas de Randall recibían por las mañanas, si alguna vez deseaba visitarlas.

Mientras bajaba las escaleras procedente de la sala de juego, lord Nicholas Galing se detuvo y miró fijamente a un joven de pelo acopetado que estaba saludando con

Una reverencia a una majestuosa dama cubierta de púrpura y plumas. Había algo en el ladeo de la cabeza del joven, la caída de su nariz, la posición de sus hombros que acicateaba la memoria de Galing. El joven se enderezó y se volvió hacia un grupo de mozos en su primera temporada.

—Maldita sea, Galing —dijo el duque de Karleigh junto a su hombro—. Avisa cuando te vayas a parar, ¿quieres? Por poco no me quedo con el culo mirando para el techo.

—Te pido disculpas, Karleigh. ¿Sabes quién es ese chico de los brocados de oro?

El anciano siguió la mirada de Galing hasta el corrillo de la esquina.

—¿El rapaz de coleta? —preguntó jovialmente—. Es el hijo de lady Sophia Campion; no recuerdo su nombre. Algo extranjero. ¿Theodolito?

—Theron —murmuró Galing—. Lord Theron Campion.

Su cuerpo lo había reconocido antes que su mente, indicándole sin lugar a dudas que había visto a ese hombre desnudo y lo deseaba. ¿Y quién no?, pensó mientras sorteaba el gentío camino de su objetivo. Ysaud se había encargado de que todo aquél que contemplara aquellas pinturas ansiara poseer al modelo. Sería el colmo de la imprudencia, naturalmente, sobre todo si Theron resultaba estar involucrado en el asunto de los norteños. Lord Arlen no lo aprobaría. Sin embargo, el muchacho era precioso.

Galing se cruzó ante Campion e hizo una reverencia.

—Lord Theron Campion, ¿no es así? Creo que nos presentaron el año pasado, en el baile de los Filisand. —Era una apuesta segura; todos los habitantes de la Colina asistían a esa fiesta. Galing vio el ceño fruncido de desconcierto en el rostro de Theron pero, como cabía esperar, el joven fingió acordarse.

—Ah, sí. ¿Cómo estás?

—Como me ves. —Galing esbozó una sonrisa autocrítica, ganándose otra de cortesía a cambio—. Por aquel entonces hablamos de la Universidad. Veo que tú todavía asistes a clase.

Pero esta vez había tentado demasiado a la suerte. Los bellos rasgos se cerraron.

—Eso es de conocimiento común. —¡Pobre criatura! Todo lo que pasaba por su cabeza se reflejaba en su gesto, a la vista de cualquiera. Galing podía entender el atractivo que había visto Ysaud, y cómo debía de haber jugado con él. Sus modales eran atroces. Galing no pudo resistirse a intentar conquistarlo con su encanto.

—Ah —dijo—, pero el conocimiento común es tan… común.

Esto le hizo gracia al muchacho.

—Por lo menos es un punto de partida —convino—. Veamos: ya hemos establecido que estudio en la Universidad.

—¿Y tu asignatura es…?

—La retórica.

Galing estalló en carcajadas.

—¡Los elementos del discurso, nada menos! Y yo he metido la pata hasta el fondo.

Una sonrisa traviesa.

—Se podría decir. Aunque el uso de la antanaclasis ha sido impecable: la repetición de una palabra cuya iteración altera su significado.

—Ya veo. Demasiado para mí. Ahora bien, yo seguramente estudiaría algo menos… agotador. Geografía, tal vez, o historia. ¿A quién recomendarías de historia?

Lord Theron arrugó el entrecejo.

—Bueno, el doctor Wilson no es demasiado agotador. Pero el doctor Roger Crabbe, en Farraday, goza de popularidad entre los nobles.

Galing se fijó con interés en que lord Theron no se contaba a sí mismo entre los nobles.

—¿De veras? —dijo lánguidamente—. Tenía entendido que Crabbe es un poco aburrido.

—No destaca especialmente por su originalidad. —Theron hizo una pausa—. En ese caso, tal vez prefirieras a Basil de Cloud. Enseña en LeClerc. Pero recuerda que los visitantes deben sentarse en la galería para no molestar a los estudiantes serios. Cada dos días por la mañana a las nueve. —Theron miró a Galing de arriba abajo, desde los zapatos abrillantados a los elegantes bordados de su cuello—. Demasiado temprano para ti, quizá.

—Quizá. —En serio, este chico prácticamente estaba pidiendo a gritos una lección. Pero Galing no iba a darle la satisfacción. Se preguntó qué habría deducido Theron a partir del rápido examen de su físico. Pensó en lo que el joven noble ocultaba bajo el cuello de su camisa, e inspiró hondo para tranquilizarse—. Quizá no. ¿Te veré allí algún día?

—Oh, yo no soy historiador —se apresuró a responder Theron.

—Podría verte en alguna otra parte, en tal caso.

—En otro baile de mediados de invierno, sin duda. —La voz limpia y suave sonó fría, reservada. No tenía intención de coquetear; no con Nicholas, al menos. Dolía, sabiendo lo que Galing sabía del cuerpo del muchacho, abandonado y provocador en la hoja guardada bajo llave en su escritorio. Se hacía el recatado erudito con todo su empeño, este hijo de un célebre sátiro, primo de un escándalo público, heredero de un título que era sinónimo de locura. Nicholas lo encontraba irresistible.

—Me sorprende que no celebréis ningún baile en la casa de la Ribera —dijo—, aunque sería difícil superar las fiestas que daba allí el difunto duque.

Había dado en el clavo, y de lleno. Las mejillas del joven palidecieron de rabia.

—Si alguna vez —dijo con voz tirante— pruebo a intentarlo, me aseguraré de invitarte para que puedas comparar personalmente. No pareces tan mayor como para acordarte, pero tal vez me equivoque.

Galing le enseñó los dientes.

—Sí. Me temo que así es.

De modo que nada de amoríos, pensó Galing mientras el muchacho daba media vuelta y se alejaba. No había perdido nada; era otra clase de empresa la que tenía en mente Nicholas, con apuestas más altas y consecuencias más serias. Si lord Theron demostraba estar relacionado de alguna manera con los realistas, llevarlo ante la justicia sería un verdadero placer.

Poco después Galing vio a Campion de nuevo, bailando con una joven que parecía una figurita de porcelana, toda sedosos cabellos negros y almidonado encaje blanco. Ysaud también era menuda y morena. Por lo menos esta vez Theron había elegido a una que no mordía.

Theron había podido bailar una vez más con Genevieve Randall. Una tercera ocasión hubiera suscitado comentarios, de modo que danzó con varias parejas más, incluida una rubia rotunda de cuyos pasos disfrutó concienzudamente, aunque sus coqueteos lo alarmaban. No sabía nunca cómo reaccionar con las chicas nobles que flirteaban con él; siempre estaba seguro de que metería la pata al abrir la boca. Una cualidad de Genevieve que le gustaba especialmente era que ella no coqueteaba. Respondió a sus preguntas con voz queda y cantarina, y se rió cuando él se atrevió a bromear tímidamente. Tras dejar a su última pareja de nuevo con su madre, Theron reanudó su búsqueda de los Randall, pensando que podría conversar con Genevieve y admirarla, ya que no bailar con ella. Pero la familia Randall al completo, madre, hija e hijo, se habían marchado, al igual que la pizpireta rubia. Saciadas ya la sed y el hambre, a Theron le apeteció de repente meterse en la cama, la cama más cálida que pudiera encontrar, la cual se hallaba en una pequeña habitación de la calle Minchin.

Sabedor de que su amante no acudiría a él esa noche, Basil se aplicó a la demorada tarea de disciplinar los papeles que, en desordenados tropeles, habían ido emigrando desde su cama a la mesa de trabajo. Le llamaron la atención unas frases escritas con su letra: «Anselmo el Sabio fue, sin lugar a dudas, el último rey completamente cuerdo. También fue el último rey cuyo brujo y consejero principal se había formado en el norte».

¿Era cierto eso? ¿Qué era del brujo del heredero de Anselmo, cómo se llamaba? ¿Ranulph? Basil abandonó la mesa y se puso a escarbar entre listas viejas, diarios, cartas, hasta que, horas después, estableció para su satisfacción que Ranulph era, en

Efecto, el primer brujo nacido en el sur cuya formación había discurrido por cauces enteramente universitarios. Formaba parte de las nuevas normativas de Anselmo, recordó, el que los brujos «se fizieran de uso al reino, a todas sus jentes, en asistiendo a Escuelas de Estudio, do enseñaren sus prácticas y otros saberes». Estaba especulando tranquilamente acerca del posible motivo por el que los brujos formados en el sur resultaban no haber sido tan poderosos como sus maestros norteños cuando unos pasos en las escaleras se detuvieron frente a su puerta. El pestillo se levantó, y un caballero perfumado apareció en las sombras.

—Oh. ¿Molesto?

—No. —Basil recogió sus apuntes, cerró el tintero y se frotó los dedos agarrotados—. No. Me estaba tomando un descanso. Pareces aterido. Acércate al fuego.

—No hay ningún fuego. Has dejado que se apague.

—Cierto, cierto. —Basil echó un vistazo al cesto de la leña; estaba vacío—. Siéntate y bebe un poco de brandy mientras lleno esto. Ten —dijo mientras cogía la colcha de la cama—, envuélvete las piernas con esto. No tardo nada. ¿Sabías que se podría decir que la Universidad tal y como la conocemos fue fundada por los brujos de Anselmo?

—No me apetece escucharlo ahora mismo —repuso con petulancia Theron.

Basil lo miró directamente por primera vez.

—Ay, cielos. —El muchacho parecía un muñeco, con la cara blanca y los ojos brillantes sobre un traje elaborado.

—Estoy cansado. Deja que me eche, por favor.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, pero olvídate del fuego. Ven y dame tu calor.

Basil lo desvistió, a excepción de la cadena y los anillos, y los cubrió a ambos con todas las mantas que tenía, además de sus dos túnicas de erudito y la elegante capa de Theron.

—Ea —dijo cuando el muchacho dejó de temblar—. ¿Mejor?

—Sí. Perdona; no tendría que haber interrumpido tu trabajo. Pero estoy aterido, rendido, y me duelen las mejillas de tanto sonreír. Lo único que me apetece es descansar en silencio y abrigado.

—¿Por qué tienes que salir? —preguntó Basil—. ¿No podrías quedarte sencillamente en casa y leer un libro de vez en cuando? Es demasiado, todo este correr de acá para allá, trasnochando y yéndote de madrugada. Sabe dios qué harás cuando se reanude el trimestre.

—Tengo que ir. No puedo desaparecer sin más en la Universidad, en mis estudios, por mucho que me apetezca. —Theron no le había hablado a Basil de su conversación con su recalcitrante primo Talbert, y menos aún de las recientes amenazas de la duquesa Katherine. No encontraba ningún pretexto para involucrar a Basil en esa faceta de su vida. Pero intentó explicarlo en pocas palabras—. Algún día tendré que ocupar mi lugar entre los nobles de esta ciudad. Deben conocerme. Me madre tuvo que soportar que estas personas dijeran un montón de tonterías sobre mi concepción y mi herencia. A mi familia y a ella les debo hacer lo correcto.

—Hablas como si no fueras uno de ellos.

Theron se encogió de hombros, azorado.

—Lo soy, por nacimiento. Algún día ocuparé mi asiento en el Consejo…

—Pero no te mueres de ganas.

—¡Primero quiero estudiar tantas cosas! ¡Aprender tantas cosas!

—Pero, Theron… —Basil acarició la cadena que le rodeaba el cuello—. Theron, tú no eres ningún estudioso.

—¿Cómo?

—No de veras —continuó con delicadeza Basil—. Tu temperamento es otro. Seguro que te das cuenta.

—¿Que no soy ningún erudito? —Theron intentó restarle importancia, pero Basil detectó el dolor que destilaba su voz—. ¿Cuándo llevo aquí casi los mismos años que maese Tortua?

—Oh, sí, has amasado muchos conocimientos, has leído mucho. Pero la erudición… la erudición es disciplina, Theron. Es la búsqueda obsesiva de una construcción de la realidad, la dedicación al descubrimiento y el análisis. Eres brillante y listo, más listo que la mayoría. Tienes un potencial enorme, y una gran comprensión del mundo.

—Pero soy un huevo de cuco en el nido de la Universidad —concluyó con acritud Theron.

—De cuco nada —sonrió Basil—. Un ruiseñor, tal vez; o una golondrina. Estos conocimientos te vendrán bien dentro de unos años.

Theron apartó el rostro, pero Basil continuó:

—¿Por qué no puedes estar orgulloso de lo que eres? Un gran noble, descendiente de reyes…

—¡Maldigo a tus reyes! ¡A veces creo que sólo me quieres porque Alexander Pelocorvo no está disponible!

—Chis. —Basil pegó un tironcito de la cadena—. Estoy intentando decirte algo importante. Los reyes ya no gobiernan. Vosotros, los nobles, habéis ocupado su lugar, y debéis esforzaros por hacerlo mejor que ellos.

Theron suspiró y enterró el rostro en el pecho de Basil.

—Ya lo sé. Lo sé. Pero es difícil ser dos personas al mismo tiempo. Ojalá pudiera… contratar a alguien para que asistiera a las fiestas en mi lugar… para que recordara los nombres y las familias de la gente, y para mostrarse simpático cuando yo no esté de humor.

—¿Te refieres a una esposa?

Basil intentaba ser irónico, pero el joven noble respondió en serio:

—Sí. Tendré que casarme algún día, por el título, el linaje y todo eso. Ya revolotean a mi alrededor las mamás con hijas casaderas. ¡No sé qué voy a hacer! Casarme, supongo, y acabar de una vez.

—Los reyes no necesitaban esposas —dijo melancólicamente Basil—. Tenían a sus brujos.

—Ah, ¿sí? —Theron parecía enfadado—. ¿Y cómo se reproducían?

—Ya has leído a Hollis. Los brujos les elegían las mujeres. Las vidas de los primeros reyes eran breves y turbulentas; durante su reinado, el joven monarca salía en otoño a darle su semilla a la tierra; en otras palabras, supongo, a engendrar tantos chiquillos como pudiera mientras estuviese en el trono.

—Cuántas cosas sabes —murmuró Theron—. Dime una cosa, Basil: al final, ¿eran los brujos los que corrompían a los reyes, o viceversa?

Basil abrió la boca para hablarle del sur, de la reina Diane y la influencia de los nobles, pero se dio cuenta de que tenía una respuesta mejor.

—Ni lo uno ni lo otro —dijo—. Las dos cosas. Mientras se amaran mutuamente no existía corrupción alguna.

Theron se apartó de él.

—Bueno, el amor, querido… el amor es una asignatura sobre la cual no creo que estés cualificado para darme clases.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Lo que quiero decir —dijo Theron, con voz seca— es que «ésas son palabras que no deberían cruzar los hijos de tu padre y el mío».

Basil exhaló un suspiro mientras retorcía la cadenita de Theron entre los dedos.

—Eso era antes.

—¿Antes de qué? —Theron le quitó la cadena con gesto provocador.

—Antes de que yo… de que… Hace ya mucho de eso.

—Semanas. —Theron dejó caer los eslabones de la cadena sobre el pecho de Basil.

—Semanas. Aprendo rápido. Te quiero.

—¿Qué?

—Que te quiero. Me he enamorado de ti en mente, cuerpo y alma. No puedo evitarlo.

Theron se desperezó y sonrió.

—¿Alguna vez has amado a otra persona?

No era eso lo que Basil había esperado que dijera.

—No —respondió bruscamente—. Nunca.

—¿Nunca? —Theron jugueteó con la cadenita—. No tienes demasiada experiencia, ¿verdad?

—Jamás he fingido tenerla. Ha habido otros amantes, claro.

—¿En serio? ¿Cuántos?

Basil computó sus conquistas reales, sumó las que podría haber conseguido si se hubiera tomado la molestia, y respondió:

—Ocho. O así.

—Ocho. O así. ¿Y nunca le dijiste a ninguno que lo querías?

—Contigo es distinto; lo que siento por ti no se parece a nada que haya experimentado antes.

—Hablas en serio. Lo dices de verdad. —Theron aplastó la cadena entre ellos con su abrazo. Sus dos corazones martilleaban contra ella. Cada uno respiraba el aliento del otro. Se quedaron así un momento, perfectamente felices. A continuación, con gesto serio, Theron colocó su cadenita alrededor del cuello de su amante—. Eres el dueño de mi corazón —dijo—. Ahora estamos en paz, amor por amor.

Alaric Finn estaba sentado en su celda en el Tajo, con la barbilla apoyada en las rodillas sobre un catre de paja, viendo cómo se apagaba lentamente la luz en la pequeña ventana con barrotes. Lo habían interrogado dos veces desde su detención; una vez, bruscamente, un guardia imperturbable; la otra, cortésmente, un hombre magnífico de cabellos plateados. Lo más humillante era que al caballero cortés le había revelado todo cuanto le había ocultado al guardia. Era tan gentil, tan inteligente, tan comprensivo, que confiar en él le había parecido totalmente razonable y natural.

Aunque tampoco tenía mucho que revelar, pensó Finn, abatido. Al fin y al cabo, la mayoría de las costumbres y rituales del norte no eran ningún secreto. Todo el

Mundo al norte de las estribaciones montañosas sabía que los compañeros del rey no tenían nada que ver con la política ni nada por el estilo. Lo único importante era la tierra, darle a la tierra su ración desangre y vida para que sustentara a las personas que vivían de ella. Cualquier norteño podría haberle contado al cortés caballero cómo era necesario nutrir la tierra cazando, bailando y amando. Cualquier norteño podría haberle contado cómo los compañeros que habían venido al sur continuaban sus ritos en esta tierra más amable, con la esperanza de poseerla y que ella los poseyera, renovando así la Unión instaurada por Alcuin hacía tantos siglos.

Cualquier norteño podría haberlo hecho. Pero sólo él, Alaric Finn, lo había hecho realmente. Y también le había revelado lo poco que sabía acerca de los Misterios Internos.

Oyó de nuevo su voz, hablando casi contra su voluntad, informando al caballero de pelo plateado sobre la Caza, el Juicio, el Ciervo, el Pequeño Rey. Quizá estas cosas no fueran ningún secreto en el norte, le decía su corazón, pero en el sur, entre los asesinos de reyes, los apóstatas, uno no hablaba de ellas. Menos aún hablaba uno de los hombres que dirigían los rituales, los que nombraban al Cazador y soltaban a los Sabuesos. Él los había nombrado. —Roland Greenleaf, Will Smith— y había visto cómo el secretario del caballero lo anotaba todo.

Al final del interrogatorio, el caballero había sonreído despacio, amablemente, como podría sonreír un gran gato tras capturar a su presa. «Has sido sumamente útil, maese Finn. Te lo agradezco. Sin embargo, me temo que deberás permanecer con nosotros más tiempo, hasta la primavera tal vez. Depende del estado de la carretera del norte. Creo que no volveremos a vernos». A Finn le habría gustado que lo liberaran. Pero ahora, después de tener tiempo para darse cuenta de lo que había hecho, se alegraba de estar en prisión. Era justo que lo castigaran por haber traicionado a sus amigos, a su país. Por no mencionar a su amante, Anthony Lindley, que con tanta naturalidad se había adaptado a las costumbres del norte. ¿Y qué había de sus hermanos, los compañeros del rey? ¿Qué diría Greenleaf cuando se enterara?

Gimió y ocultó los ojos contra las rodillas. Jamás podría volver a su hogar, jamás podría mirar a la cara a su padre, que habría preferido morir antes que contarle a un sureño el detalle más insignificante de su vida; jamás podría besar a su madre o abrazar a sus hermanos con el corazón oscurecido por la sombra de la vergüenza. Durante toda su vida le habían enseñado que todo hombre es puesto a prueba, como se ponía a prueba a los pequeños reyes. Aquél que no superaba el examen era menos que un hombre, y se lo expulsaba de la compañía de los hombres de verdad. Allí sentado, a oscuras, con la humedad de las antiguas piedras infiltrándose en sus huesos, Finn comprendió que su prueba había llegado en forma de cortés caballero, y él había fracasado estrepitosamente. No tenía honor, ni esperanza. Y faltaban muchas semanas para la primavera.