A excepción hecha de la Última Noche y la Primera Noche, los Días Blancos no tenían nombre, nada que los designara. Se concatenaban igual que las largas noches, difuminados por los excesos y sus consecuencias. Oscurecía o clareaba; uno estaba más o menos borracho o resacoso; uno buscaba amante o gozaba de él o, en ocasiones, dormía.
Al menos ésa era la sensación que le daba a Justis Blake, aturdido por su primera experiencia del cambio de año en la ciudad. La demencial persecución por toda la ciudad, el fuego en el robledal y lo que allí había visto, lo habían conmocionado. Recordaba haberse despertado al amanecer tumbado casi encima de las ascuas calientes, acurrucado contra la espalda de un hombre con la cara tan tiznada de humo que ni siquiera había conseguido identificarlo. Tenía la ropa encajonada entre las rodillas. Con la cabeza como un bombo y los dedos helados se había vestido apresuradamente, encontró un arroyo donde enjuagarse la boca y saciar su sed galopante, y volvió a la ciudad caminando con paso vacilante, con la escarcha de la mañana alojada en sus huesos.
Se había pasado la tarde en la cama, jurando no volver a beber nunca más. Debería habérselo imaginado, se dijo. Impulsados por el whisky y la multitud, los hombres hacían cosas que jamás se les ocurriría hacer estando sobrios y solos. Se había dejado llevar por el calor del momento, y ahora pagaba por ello con una cabeza llena de enanitos armados con mazas y la incómoda certeza de que no podría relatarle a su madre por carta todo cuanto había hecho en la Última Noche.
—Estabas borracho —dijo Benedict Vandeleur cuando Justis intentó explicarle todo esto—. Te fuiste al bosque con los chicos, hiciste cosas que no recuerdas muy bien, viste hombres del saco y ahora te sientes como si hubieras salido del fondo del sexto infierno. Te lo mereces. Deberías haber venido conmigo a la casa de Madre Ginger. Las chicas no cobran la Última Noche, y se está mucho más calentito que en un bosque de robles.
—Debería haberlo hecho —rezongó lúgubremente Justis—. Creo que tienes razón, Benedict, en todo. Borracho estaba, eso seguro.
—Pues claro que la tengo —dijo Vandeleur—. Venga, sal de la cama, mete la cabeza debajo de la bomba y te enseñaré cómo pasa los Días Blancos un verdadero hombre de ciudad. Y ni una palabra acerca de historia antigua, robledales ni nada de
Lo otro hasta que vuelvan a empezar las clases, o te juro por lo más sagrado que puedes empezar a buscarte otro compañero de habitación.
Justis se rió, haciendo una mueca cuando los enanitos aceleraron el ritmo de sus mazazos. Pero se levantó de la cama, se mojó la cabeza y la jaqueca desapareció, tal y como Vandeleur había predicho. Acudieron juntos al establecimiento de Madre Ginger, y Justis no hizo la menor mención a los temas de la historia antigua y los bosques de robles. Pensó en ellos, no obstante, y sus pensamientos eran de todo menos tranquilizadores.
Justis Blake no era la única persona de la ciudad que acusaba los efectos de la cacería de la Última Noche. Los norteños que se llamaban a sí mismos compañeros del rey entraron dando tumbos en el Hombre Verde para calentarse y aclararse las ideas brindando por el amanecer de la Caza. Robert Coppice, Tercer Compañero, se encaramó a una mesa con la ayuda de Burl, su cuarto, y propuso un brindis solemne a la tiritante y resacosa congregación:
—¡Por nuestra Caza, muchachos, y por el Ciervo real que ha de llevar el sol al país del norte!
Mientras entrechocaban los vasos de sidra comenzaron a hilvanar sus recuerdos de la noche.
—Theron Campion. —Coppice sacudió la cabeza—. ¿Quién lo hubiera pensado? En cualquier caso, nos proporcionó una buena persecución, una persecución excelente…
—Sí que lo hizo —convino Burl—. Pensé que se me iba a romper una tripa de tanto correr. Casi tan buena como la persecución que les dio Finlay en tiempos de mi abuelo, por lo que cuentan los mayores.
—¿Le visteis la cornamenta? —dijo en voz baja un muchacho llamado Farwell—. Yo sí, juro que se la vi.
Greenleaf y Smith, Primer y Segundo Compañero, estaban extrañamente callados desde que volvieron del bosque. Pero al oír las palabras de Farwell, Greenleaf asintió y preguntó con avidez:
—¿Lo visteis, verdad? ¿Qué más visteis?
—¿Qué no vimos? —se rió Hob. Su condición de científico natural no le había impedido pasárselo en grande—. ¡La Caza fue buena, pero la hidromiel aún mejor!
El Primer Compañero lo acalló con una mirada de reojo.
—Deja que responda Farwell.
—Sólo los cuernos —susurró el aludido—. Aunque podrían haber sido los árboles… las ramas, ya sabes.
Greenleaf asintió con la cabeza.
—Yo también le vi la cornamenta. Y cuando lo besé… Ay, chicos… —Se le quebró la voz; sus compañeros vieron que estaba esforzándose por no llorar—. Oh, hermanos, en verdad ha llegado la hora. Hemos servido lealmente a la tierra viva, y no ha sido en vano. Habrá un rey de nuevo.
Alguien soltó un bufido.
—¿En la figura de lord Theron Campion?
—Chitón —dijo Coppice, haciendo valer su rango—. Está hablando el Primer Compañero. Es el Señor de la Caza y el Guardián de los Misterios. Él sabe.
—Hay señales —continuó Greenleaf—. Yo las he visto, y también Smith.
Will Smith levantó por fin la cabeza. Tenía las mejillas rasguñadas, poblado de ramitas el pelo. Parecía que lo hubieran arrastrado por un seto, lo cual no distaba demasiado de la verdad. Pero el azul de sus ojos resplandecía limpio como el fuego.
—Fue un gran misterio —dijo Smith con voz ronca—. Alrededor de la hoguera, vi renacer las antiguas historias. Allí estaba el Ciervo, el rey que ha de ser, y del bosque salió un hombre, oscuro y enjuto, investido de poder como un manto que le cubriera los hombros. —Fulminó a Hob con la mirada—. No es el primer año que abuso de la hidromiel, y nunca había visto nada parecido. Esta escena era real.
—Observaremos y esperaremos —dijo Greenleaf—. Si las señales demuestran ser ciertas, el rey se revelará con el cambio de año, brotando de entre nosotros como brota la hierba nueva de la tierra. Un brujo lo vinculará, como se vinculaban los reyes de antaño, y los compañeros lo honraremos y lo llamaremos hermano. Se restaurará el antiguo orden, la tierra lo celebrará y nosotros con ella… —Se atragantó con las palabras; las lágrimas se escurrían ya sin disimulo por sus mejillas.
Coppice apoyó una mano en el hombro de Greenleaf y lo besó, como era su derecho.
—Descansa —le dijo a su amigo—. Ha sido una noche larga. Y aún falta mucho para la primavera. Ya habrá tiempo de hablar de esto.
Con el brazo alrededor de su amante Lindley, Alaric Finn, cuyo cuerpo comenzaba a entrar en calor, exultaba de placer.
—Tú viste el Ciervo —arrulló al oído de Lindley—. Tú lo viste primero, y lo supiste reconocer. En verdad eres uno de los nuestros.
Fuera de la Universidad, la cacería de la Última Noche tuvo otras consecuencias. El Consejo de la ciudad estaba desbordado de quejas de propietarios que habían perdido postigos, carros y cobertizos por culpa de los alborotadores. Y el sirviente de lord Nicholas Galing le había dejado una carta de Henry Fremont.
Anoche sucedió algo. Realistas norteños en el bosque. También en la hoguera. Amigos de Finn. Finn empezó algo, relacionado con los reyes. No creo que sea el líder, empero. ¿Quién seguiría a Finn? Si no tuviera una antorcha, quiero decir. Cualquiera seguiría a alguien que portara una antorcha la Última Noche.
Nicholas dejó la carta encima de una rodilla, tomó un sorbo de vino, cogió el envoltorio de tela que había llegado adjunto a la misiva y cortó los sucios pliegues con su abrecartas. Tela y cuerda se abrieron para revelar una hoja de roble toscamente tallada en madera, parecida al broche que le había enseñado Arlen, ensartada en una cinta de cuero.
Sonrió de pura alegría ante este regalo del solsticio de invierno.
—Gracias, Henry —murmuró, y volvió a concentrarse en la carta con determinación renovada. Le hacía falta. Henry Fremont no estaba sereno ni sobrio cuando la escribió.
Acabo de volver. Quiero describirlo todo antes de que se me olvide.
Lo que había ocurrido exactamente no estaba del todo claro. Fremont mencionaba haber corrido por las calles, persiguiendo un Ciervo (con C mayúscula) hasta el bosque, una hoguera, hombres bailando. Nicholas resopló de impaciencia y siguió leyendo hasta que, maldiciendo, agarró el cordón de la campana de servicio y lo apretó como si fuera el escuchimizado pescuezo de Henry Fremont. Encargó al criado que acudió que cogiera una litera hasta una dirección de la ciudad universitaria, que sacara a Henry Fremont de la cama, si era preciso, y lo presentara ante él en menos de una hora.
Cuando el lacayo hubo hecho una reverencia y se hubo marchado, Nicholas releyó el pasaje que le había llamado la atención.
Theron Campion era el Ciervo. La venganza de Lindley sobre Campion por haberle robado a De Cloud, creo. Como si Lindley tuviera alguna oportunidad. En cualquier caso, está con Finn ahora. Pero el caso es que Lindley y Finn dijeron que T. C. era el rey, y T. C. salió corriendo, nosotros lo perseguimos y cuando lo atrapamos nos lo pasamos de mano en mano alrededor del círculo, lo llamamos rey y él no rechistó.
No era gran cosa. Así expuesto, eran poco más que desvaríos de borracho, pero definitivamente merecía la pena investigar. Nicholas redactó una nota para Tielman, luego la arrugó y la tiró al fuego. Ya tendría tiempo de consultar a Ned cuando contara con más hechos, y con tiempo para pensar en su posible significado. Los
Nombres, no obstante: Lindley, Finn y Campion. Debería enviárselos a Arlen, como obsequio de mediados de invierno.
¿Dónde se había metido el condenado muchacho? ¿Qué lo retenía?
Pese a los denuedos del criado, hubieron de transcurrir casi dos horas antes de que Henry Fremont se presentara en el estudio de Nicholas Galing. El día de descanso no parecía haber servido de mucho contra su resaca. Su rostro alargado lucía el blanco verdoso del vientre de un pescado, tenía la puntiaguda nariz enrojecida, y sus ojos hundidos se veían llorosos e inyectados en sangre. Pero se había afeitado, vestido apropiadamente, y parecía razonablemente cabal. Miró a Nicholas con enfado y dijo:
—Estoy más enfermo que un perro, como ya le dije a tu lacayo cuando me despertó. Por lo visto no pensó que eso fuera a importarte.
Nicholas señaló una silla enfrente de la suya.
—Al contrario, querido Fremont, me importa. Mucho.
El aire de hosca suspicacia de Fremont no se alteró, pero ocupó la silla ofrecida.
—Supongo que querrás preguntarme por la caria. Un fin, no puedo contarte mucho más que lo que ya he escrito. Fue una noche muy confusa.
—Seguro que si —dijo secamente Nicholas—. Pero no nos preocupemos ahora por eso, ¿de acuerdo? Lo que me interesa es algo que ocurrió antes de la Última Noche.
—Antes de la Última Noche no pasó nada —dijo Henry, malhumorado—. Nada de interés, al menos. Tienes mis cartas. ¿Por qué me preguntas ahora por ellas? ¿No tendrías que estar con los demás nobles, comiendo aprendices y jodiendo albaricoques? ¿O era al revés?
Sí que tiene mal aspecto, pensó Galing. Sin duda se había resfriado cabrilleando por los bosques, y le estaba bien empleado. En voz alta, dijo con voz meliflua:
—No mencionaste esto en tus cartas anteriores. —Le pasó a Fremont una página donde había una frase subrayada—. ¿Qué significa?
Fremont entornó los párpados enrojecidos ante la página.
—Dichosa pluma de baratillo —masculló—. No puedo leer ni mi propia… ah… «venganza sobre Campion por haberle robado a De Cloud», ¿te refieres a eso? Creo que está bien claro. Lindley quería a De Cloud en el estricto sentido de la palabra, pero se quedó con un palmo de narices cuando De Cloud se decantó por Campion. Nombrar Ciervo a Campion podría haber sido su manera de vengarse de él. Pero no era eso lo que quería decir. Lo que quería decir…
—Sí, ya sé lo que querías decir —lo interrumpió Galing—. Es interesante, y hablaremos de ello más tarde. Lo que quiero saber en estos momentos es qué hay de este asunto entre el doctor Basil de Cloud y lord Theron Campion. ¿Cuánto hace que están juntos?
Fremont se lo quedó mirando.
—¿Qué más da eso? Sólo son dos hombres en la cama… No es política, son cotilleos. No me habías dicho que te interesaran las habladurías.
No le puedo pegar, se recordó Galing. No me dirá nada si lo golpeo.
—Dos hombres en la cama pasan a ser política —dijo pacientemente— si uno de ellos resulta ser un historiador chiflado por los reyes antiguos y el otro, descendiente de la hermana del último monarca.
—Sí, por supuesto. —Fremont hizo una mueca—. No me había parado a pensarlo. —Estornudó explosivamente y se enjugó la nariz goteante en una manga—. Supongo que no tendrás un pañuelo.
Galing llamó para pedir un pañuelo y ponche de limón. Mientras Fremont usaba el primero y trasegaba el segundo, Galing le sonsacó todo cuanto sabía acerca de la relación entre el doctor Basil de Cloud y lord Theron Campion. No era gran cosa, pero sí suficiente para conseguir que a Galing le picara la curiosidad acerca de la política del joven Campion.
Poco después, mandó a Fremont a casa en una litera con mantas y una cesta con comida y le escribió una nota de cortesía a lord Arlen, condensando lo que le pareció que éste debería saber sobre los hechos acaecidos en la Última Noche. Acto seguido hojeó las invitaciones para las festividades del solsticio de invierno apiladas en la repisa de la chimenea, selecciono la que más potencial de chismorreos desatados entrañaba, se apresuro a cambiarse de ropa y partió en pos de la jornada intensiva de cartas de lord Davenant.
Horas después, cuando Galing salió de la mansión Davenant, había conseguido dos invitaciones apremiantes a sendas cenas privadas, una respetable suma de oro y un desconcertante retrato de lord Theron Campion, heredero de Tremontaine. Según los hombres con los que había hablado en la residencia de lord Davenant, Theron Campion era un desvergonzado de ofensa fácil, tan malcriado como generoso, un ignorante educado en exceso aburrido y encantador, inalcanzable y capaz de dejarse seducir con un guiño, un mentecato y un filósofo. Nada concluyente.
La conversación más provechosa que había tenido fue sobre una mano de constelaciones que había jugado con lord Condell y Filisand, y con el joven señorito Clarence Randall. El propio Galing había propuesto la partida mientras los cuatro hombres, de pie, devoraban almejas de río al vapor de una enorme fuente de plata colocada encima de un aparador. Había elegido meticulosamente a sus compañeros de juego. Filisand era el Canciller del Cuervo, Condell tenía reputación de estar al corriente de los rumores más jugosos, y Clarence… en fin, lord Clarence era nuevo en la ciudad, rico, y un espantoso jugador de constelaciones.
Galing sacó el tema de Theron Campion mientras lord Filisand aceptaba el mazo de cartas que le había traído un criado y rompía el sello con dedos regordetes y colorados.
—¿Theron Campion? —Lord Condell se tiró de los frunces de encaje que ribeteaban las mangas de su admirable abrigo hecho a medida. Era un hombre atractivo, todo porcelana y pan de oro como un reloj de chimenea, e igualmente atento a los tiempos que corrían—. No estarás pensando en intentar algo con él, ¿verdad, querido? Porque, en tal caso, quizá debas reconsiderarlo. Es encantador, estoy de acuerdo, pero tristemente inestable.
—Lo que Condell intenta decir, Galing —dijo sin miramientos lord Filisand mientras barajaba las cartas— es que no conviene mezclarse con los Campion. ¡Tristemente inestable! Tiene gracia, Condell. Están todos locos como espadachines… incluida la viuda.
—Lady Sophia no es una Campion; no por consanguinidad, al menos —señaló Clarence. Era muy joven y nervioso, como un potro a medio domar, exultante con el triunfo de que le hubieran pedido jugar a constelaciones en tan ilustre compañía.
Lord Filisand empezó a repartir los naipes.
—De todos modos, está loca. ¿Cómo si no se puede llamar a una mujer que se presenta en la escuela de cirugía menos de un mes después de la muerte de su marido, más seria que la bragueta de un ciego, para declarar que quería dedicarse a operar?
—¿Valiente? —sugirió lord Nicholas, intencionadamente provocativo—. ¿Decidida?
—Loca —concluyo Filisand, rotundo. Cogió sus cartas y frunció los labios carnosos por encima de ellas. Parecía así un lucio vestido de terciopelo amarillo.
—Imprudente, sin duda —trató de ganar tiempo Condell—, si lady Sophia fuera una mujer a la que importase lo que dicen de ella. Puesto que no lo es, y la duquesa de Tremontaine la respaldaba, poner cerco a la facultad de Medicina no era una manera irrazonable de conseguir lo que quería.
—Parece una mujer reprochable —dijo Galing mientras seleccionaba su mano—. ¿Y decís que el joven Campion ha salido a ella?
Lord Filisand resopló.
—Ha salido a los dos padres; ése es el problema. Sin moral. Sin vergüenza. Sin sentido del deber cívico. La única vez que el viejo duque ocupó su asiento en el Consejo fue cuando tenía un plan para ponerlo todo patas arriba. Digan lo que digan de la duquesa Katherine, sabe lo que es el decoro. Y es discreta en sus amoríos, si es que tiene alguno. No como el antiguo duque.
Galing examinó su mano.
—¿O como su hijo?
Lord Condell hizo un mohín, pensativo.
—Yo no diría que Campion es precisamente indiscreto. Lo cierto es que no te puedo dar el nombre de ninguno de sus amantes. Aparte de Ysaud, claro está.
Lord Filisand puso el Sol encima de la mesa.
—Salgo yo, creo.
Galing enderezó la espalda como un sabueso que ha venteado un rastro.
—Por la tierra, me había olvidado de esos rumores. De modo que Ysaud era realmente su amante, ¿no? —Soltó el Cazador.
—Él era el de ella, mejor dicho —dijo con retintín Condell, cubriendo el Cazador con un Cometa.
Lord Filisand se descartó de una estrella de escaso valor y saltó:
—¿Hemos venido a jugar o a chismorrear? La primera constelación es para lord Condell. Lord Nicholas, ¿te importa abrir?
Galing consiguió la Corona de Seis Puntas y perdió la constelación ante el Eclipse de Condell, un error de principiante. Pero no tenía la cabeza en las cartas. Ocurría que, casualmente, varios años atrás había tenido ocasión de encargarle un trabajo a Ysaud, seis pequeños dibujos para ilustrar uno de sus libros predilectos. Los había comentado con ella, había aprobado los bocetos, la había visitado una vez a la semana para controlar su evolución y ella le había dicho que, como volviera a aparecer, taparía de pintura los lienzos. Se había producido una acalorada discusión, que él le había dejado ganar. Sólo había vuelto a verla una vez, al ir a recoger los dibujos. Iba siendo hora, pensó, de verla de nuevo.
Aquella noche, Anthony Lindley y Alaric Finn dormían enroscados juntos, desnudos en la estrecha cama de Finn. Había media botella de vino barato en el suelo junto a ellos y una bandeja de migajas y corazones de manzana para dar fe de lo que habían cenado. El reloj de la Universidad dio las dos mientras las desvencijadas escaleras de madera se estremecían bajo las botas de seis guardias de la ciudad y la puerta se lamentaba bajo sus porrazos. Finn les gritó a los desconocidos torturadores que se largaran y enterró la cabeza en la almohada. Instantes después, la frágil cerradura saltaba por los aires con un estampido, y su diminuto cuarto se inundaba con el fulgor de una antorcha y fornidos hombres de rostro serio que lo sacaron de su nido junto con el gimoteante Lindley, les echaron por encima sus batas y los sacaron a rastras, descalzos, aturdidos, fuera de la habitación, escaleras abajo, hasta un carruaje parecido a una caja con el suelo de paja y sin ventanas.
El carro se dirigió al Tajo, donde más guardias escoltaron a la perpleja y conmocionada pareja hasta una celda de piedra amueblada con un catre de paja, una manta, un cubo con tapadera y una escancia de agua de latón.
Pasó el tiempo. Lindley tiritaba y se abrazaba a Finn, que tenía poco consuelo que ofrecerle. Llegado un momento, la puerta de roble con bandas de hierro se abrió y les tiraron un montón de ropa. Los muchachos se vistieron y esperaron algo más. Lindley podría haberse quedado dormido incluso por un momento, extenuado de terror, con la cabeza en el hombro de Finn. Luego reaparecieron los guardias, y la luz de las antorchas que les hería los ojos, y un hombre alto de voz profunda y sedosa, que dijo:
—Así que vosotros sois los mozos que salieron a cazar ciervos la Última Noche. Venid conmigo y contádmelo todo.
La misma mañana que dio con los huesos de Lindley y Finn en el Tajo vio cómo llegaba a la casa de la Ribera una nota por la cual Katherine solicitaba la presencia inmediata de Theron en la mansión Tremontaine. Sophia la leyó, sacudió la cabeza y llamó a Terence, quien, en pocas palabras, dijo que la cama de lord Theron no se había deshecho aquella noche, pero que sin duda el señor regresaría a tiempo de asistir a la fiesta de trineos de la duquesa. Como así hizo, por los pelos. Todavía llevaba puestos los brocados con que había salido la Última Noche, lamentablemente rotos y sucios. Apareció sin afeitar, cubierto de arañazos, y radiantemente feliz tras dos noches y un día de amor perfecto.
El mayordomo de los Campion, un espadachín jubilado que respondía al nombre de Davy el Taimado, había montado guardia junto a la puerta de la entrada privada de lord Theron, listo para abrirla en cuanto se presentara.
—¡Feliz solsticio de invierno! —lo saludó jovialmente Theron.
Davy arrugó el rostro surcado de cicatrices en una mueca realmente espantosa y rezongó:
—A lo mejor para algunos. —Puesto que siempre estaba lleno de ominosas advertencias, Theron pasó de largo con una sonrisa.
Pero se detuvo al ver a su madre, que estaba esperándolo en la ante enmara. Sophia lo recibió con los labios apretados y la barbilla levantada. Al ver lo enfadada que estaba, el semblante de Theron se demudó.
—Ay, cielos. No sabías dónde estaba. Tendría que haber mandado una nota, ¿verdad? —Como ella no respondía, probó a sonreír—. Deja que me asee y me cambie de ropa, y cumpliré cualquier castigo que me impongas.
—Báñate y cámbiate, si —dijo envaradamente Sophia—. Das asco. No soy yo la que va a castigarte, sin embargo, sino la duquesa, que envió a buscarte esta mañana y todavía sigue esperándote. —Parpadeó, y Theron vio cómo le caía una lágrima por la nariz. Extendió una mano, y la desacostumbrada contención de Sophia se desintegró—. ¡Crío pestilente! —chilló en su lengua materna—. ¡Hermano de cabras!
La de cosas que he oído, ya no sé qué creer. ¿Qué has hecho? Katherine está furiosa, y yo me avergüenzo de ti, y de mi misma por ser tu madre.
Theron se aplicó a la tarea de apaciguarla, lo cual no era difícil, tan pasajeros como inusitados eran sus enfados. Redactó una nota contrita para la duquesa, prometiendo acudir en cuanto se hubiera adecentado, y corrió escaleras arriba, despojándose del abrigo y la camisa sucia sobre la marcha. Irrumpió en su habitación, donde Terence lo estaba esperando con una tina frente al fuego y las navajas de afeitar listas.
—El traje se ha echado a perder —anunció— y tengo más mugre que un estibador. ¿Puedes convertirme en el hijo de un duque otra vez en menos de una hora?
Terence, que apreciaba a su jaranero y generoso joven amo, frunció el ceño con severidad.
—Podría intentarlo, señor, si hace lo que le digo y no me distrae.
No había transcurrido mucho más de una hora antes de que Theron se presentara de nuevo ante su madre, limpio, sonrosado y ataviado de fina lana azul. Sophia le dio un abrazo caluroso al verlo, pero lo único que dijo fue:
—¿Dónde está tu sombrero? Te vas a morir si sales con el pelo mojado.
Theron reprimió una objeción y montó en la silla que lo esperaba en la puerta sin decir que preferiría caminar hasta el Puente donde lo esperaba un carruaje que habría de llevarlo a la mansión Tremontaine en la Colina.
Las carreras de trineos habían terminado con el corto día de mediados de invierno. Cuando Theron entró en el alto y resplandeciente recibidor, había niños de ambos sexos y todas las edades comprendidas entre los cinco y los quince años corriendo arriba y abajo por el largo tobogán que formaba la escalera principal, gritando a pleno pulmón. La esposa de Marcus, Susan, se encontraba al pie con las manos recogidas en la cintura, observándolos.
—Acabamos de llegar —dijo a modo de saludo—. No tardarán en caer todos rendidos. Katherine está en la biblioteca, Theron. Yo en tu lugar dejaría el amor propio en la puerta.
Theron la besó en la mejilla redonda.
—Lo dejaré ahí para que tú le eches un vistazo. ¿Está muy enfadada?
—Hecha una fiera —dijo calmadamente Susan—. Andy, cuida de ese pequeño. Se va a caer por la barandilla de un momento a otro.
Theron se preparó para lo peor y entró en la biblioteca. Tenía el cuerpo y la mente embargada de amor todavía; el baño caliente y los meticulosos cuidados, el lino limpio y planchado y el ladrillo caliente en el carruaje no habían hecho nada por aminorar su sensación de bienestar. No sabía qué era lo que había enfurecido a la duquesa, pero pronto lo averiguaría. Renunciaré a todo menos a Basil, pensó.
Katherine aún tenía las mejillas carmesíes a causa de las carreras de trineos. Miró a Theron de arriba abajo y esbozó una sonrisa glacial.
—Transformación —dijo—. De joven bruto suelto por la ciudad a noble vástago de Tremontaine. Es asombroso cómo haces eso, Theron.
Un escalofrío comenzó a extenderse por la espalda del muchacho.
—Prima —dijo con voz seria—, lo que sea que hayas oído sobre mí ha preocupado enormemente a Sophia. Ni siquiera es capaz de expresarlo con palabras.
—¿No crees —repuso refinadamente Katherine— que ya va siendo hora de que dejes de escudarte tras el afecto que sentimos todos por tu madre?
Theron sintió cómo la sangre huía de su rostro. Era una mujer, era de su familia y lo superaba en rango. No podía golpearla.
—¿Piensas decirme qué he hecho, o sólo vas a insultarme?
—Estoy esperando una disculpa.
—¿Por qué, en el nombre de dios?
Katherine inspiró hondo.
—Theron. No me has mentido nunca; créeme, lo sabría. Eso nos deja únicamente con la posibilidad, igualmente nefasta, de que estuvieras tan completamente bebido la Última Noche que no conservas el menor recuerdo de haber liderado una banda de estudiantes borrachos en su devastador recorrido por la Universidad y la Puerta del Norte, aterrorizando ciudadanos y destruyendo la propiedad privada a vuestro paso. —Sus ojos claros se posaron sobre él, carentes de compasión.
—No… —tartamudeó—. No fue así.
—¿Cómo fue, entonces? —dijo con sorna la duquesa—. ¿Como la batalla de Pommerey? Por lo menos no lo niegas. Es un buen punto de partida. Lo cual está bien, puesto que no pocas personas te vieron a la cabeza de tu pequeño ejército. Algunos de tus eruditos amigos han sido aprehendidos para su interrogatorio; me sorprende que no lo sepas. O tus informadores dejan mucho que desear, supongo, o sencillamente te da igual. Pero puedes darme las gracias, cuando te apetezca, por evitar que ahora mismo estés en el Tajo con ellos. O si no te apetece agradecerme nada, dale las gracias a la Casa de Tremontaine. ¡Por dios, Theron! —explotó—. Tampoco te pedimos tanto. Tienes tus libros, tus estudios, incluso tu pintoresca colección de cariñines… Nadie dice nada, no te privamos de nada; lo único que te pedimos es que mantengas limpio nuestro nombre. ¡Y así nos lo pagas, convirtiéndote en una amenaza para la sociedad!
Se interrumpió, con los puños apretados sobre el respaldo de la silla, esperando a que Theron dijera algo, El muchacho le sostenía la mirada con la misma indignación, consternado por la injusticia de su acusación. Nada le preocupaba más que mantener limpio el nombre de la familia. Mil veces se había contenido para no incurrir en las
Graves tropelías que solían cometer sus amigos; incluso asistía a las aburridas fiestas de la Colina cuando preferiría estar estudiando o tendido en los brazos de alguien amado. ¿Pero qué podía decirle? No estaba dirigiéndolos, me perseguían. O tal vez: No empecé yo. Fueron ellos.
—Hay más… —empezó—. Más de lo que parece a simple vista.
—¿Más? —dijo Katherine, con las ventanas de la nariz inflamadas—. ¿Cuánto más?
Theron irguió los hombros.
—Pregúntaselo a Peter Godwin. O a Sebastian Hemmynge. Ellos también estaban allí; lo vieron. Ya que ni mi palabra ni yo te merecemos ninguna consideración, pregúntales a ellos.
—Quizá lo haga. Entre tanto, ¿tienes algo que objetar a que una parte de tus ingresos de Highcombe se destinen a reparar la ciudad? Son míos en fideicomiso, y me gustaría ser escrupulosa al respecto.
—Por supuesto. —Sabía que no podía esperar que los verdaderos responsables de los destrozos pagaran los platos rotos. Se preguntó qué clase de daños se habrían producido durante la persecución por las calles de la ciudad. Habrían robado mucha madera, seguramente, para aquella hoguera tan inmensa. Él sólo había sido consciente de la trepidación y el terror de la cacería.
—Bien. Y sí que tengo en consideración tu palabra. Te pido que me la des, de hecho, y prometas permanecer el resto de las vacaciones confinado en la casa de la Ribera.
—¿Qué? Oh, no.
—Oh, eres libre de asistir a todas las fiestas cuyas invitaciones ya hayas aceptado, o de salir de visita con tu madre.
—¿De qué serviría exponerme en sociedad, cuando ya se me ha acusado de vándalo?
Katherine pareció sorprenderse.
—Pero si nadie te ha acusado de nada, Theron. Es lo que intentaba explicarte. Nos hemos asegurado de que el menor número de personas posible conozca tu implicación en esto.
—Gracias a Tremontaine —dijo Theron, con más acritud de la pretendida.
—Lo que tú digas —repuso secamente Katherine—. ¿Tengo tu palabra?
—Yo… No. No puedo dártela. —Katherine esperó con las cejas enarcadas—. Tengo un amigo… un amante, en la Universidad. No es… nadie de la horda de vándalos. Es magister. Se lo tomaría muy mal si lo abandonara ahora.
—Puedes escribirle una nota.
—No lo entendería. Cree… cree que los nobles son dueños de sus vidas.
Y, al contrario que tú, piensa que soy lo suficientemente adulto.
—Ya, seguro que sí. —El desdén de Katherine era palpable—. Bueno, no quisiéramos defraudarlo.
Theron había tenido problemas con ella antes, pero nunca había sido así: ella nunca había dado rienda suelta al frío y puro poder que ejercía sobre él como si fuera un adulto, un igual, un adversario.
—Katherine. —Le tendió una mano—. Por favor. Lo siento… lo siento en el alma… Haberte ofendido y… haber hecho lo que hice la Última Noche. Te prometo que no volverá a ocurrir, ni eso ni nada parecido.
—Procura que así sea. —Katherine se dio la vuelta, zanjado el tema, pero en el último instante se ablandó—: Theron. —Se inclinó hacia él sobre la mesa—. Puedes mearte en el ducado si te da la gana; no hace falta que te amenace con quitarte Tremontaine, sabes igual que yo los pasos que tendrías que dar para perderlo. Pero no hagas que todos nos avergoncemos de ti.
Los ojos de Theron ardían de lágrimas tontas.
—Pienso en vosotros —dijo— más de lo que os imagináis.
Katherine le ofreció una mano, y Theron la aceptó y se la besó, sin florituras.
Lord Nicholas Galing no había enviado ninguna nota para anunciar su llegada, y quizá tendría que haberlo hecho. Pero presentía que de cuanto menos tiempo dispusiera Ysaud para preparar su estudio y anticipar su visita, de mayor ventaja gozaría él. Qué clase de ventaja, no estaba seguro, pero siempre era agradable tener alguna. Sobre todo si Ysaud andaba de por medio. Le había alegrado averiguar que todavía seguía en la ciudad, trabajando durante el Festival de Mediados de Invierno, en vez de estar disfrutando de la hospitalidad de la casa de campo de alguno de sus clientes.
Era un día gris, y tarde. De un momento a otro se quedaría sin luz natural. Contaba con ello. Mientras tanto, Galing arrojó otro palo al fuego con el que lo había dejado su criado. Sólo palos, ningún tronco. Era irritante, y vagamente insultante… Pero estas cosas no se le podían tener en cuenta a Ysaud; formaban parte de hacer negocios con ella.
—¿Te gustaría ver lo último?
Se incorporó aprisa. La artista se encontraba en la puerta abierta a su espalda, dejando entrar una corriente de aire que no parecía molestar a la mujer, menuda, vestida con un manto gris ribeteado de piel de ardilla.
—Aunque no creo que te guste: ninfas. Estoy haciendo un friso lleno de ellas.
—¿Oh? ¿Para quién?
Ysaud sonrió.
—Ya lo verás. Será algo grandioso: una escalera. Yo haré los bocetos, y dejaré que algún aprendiz se encargue de la pintura.
La siguió hasta su estudio. Por su aspecto se diría que había sido un salón de baile en su día, con largas ventanas sin cortinas y espejos altos que cubrían las paredes para aprovechar la luz al máximo. Estaba atestado de lienzos en diversas etapas de acabado, una tarima para los modelos, un sofá y estufas con portillas encajonadas en las chimeneas de mármol; poco elegante, pero de aspecto práctico y cálido. Como tenía que serlo, si los modelos de Ysaud posaban tan desnudos como mostraba la obra del caballete. Tenía razón, no le gustaba.
—No es típico de ti —dijo.
La artista se encogió de hombros.
—«Típico de mí». ¿Qué es eso?
Galing echó un vistazo más de cerca.
—Aquí sólo hay formas. Líneas y sombras.
—Bueno, va a ser un friso. Considero que es una danza atemporal. Mujeres hermosas… sin ningún sitio adonde ir. —Se rió.
—Son sólo… figuras —concluyó Galing—. No hay dramatismo. Tus cuadros suelen implicar una historia, aunque no te refieras a un hecho histórico real.
—Oh. ¿Te refieres a algo así? —Se acercó a un lienzo enorme de cara a la pared y lo giró sobre una esquina para mostrárselo a lord Nicholas.
Éste vio un marco de oscuras hojas pintadas: de roble, en su mayoría, algunas de acebo, densamente superpuestas. La escena del centro era un claro: pálida luz de luna, y una hoguera con figuras que bailaban entre destellos de negro y oro a su alrededor. Las figuras estaban desnudas, eran jóvenes, el salto de sus largos cabellos imitaba los arcos de las llamas. Las hojas se agolpaban en torno a ellos, ocultando sombras: un ciervo, un oso, un lobo, un jabalí. De no ser por las sombras, podría haberse tratado de una Última Noche rústica… o de una panda de estudiantes borrachos cabriolando en el bosque.
—Esto es nuevo —dijo, con cuidado de disimular su entusiasmo.
—Tiene pocos meses. Pensé que encajaría con tu estilo.
—¿Por qué el mío?
Ysaud sonrió, vulpinos sus rasgos afilados.
—Lord Nicholas, vamos. Recuerdo perfectamente tus indicaciones.
—Cierto —repuso Galing, haciendo caso omiso de la referencia a su último encargo—, es prodigioso. ¿Tienes más como éste?
—Alrededor de una veintena. Pero no están a la venta.
—¿Oh? ¿Algún encargo privado?
—Ni mucho menos. ¿Dónde podría nadie guardarlos todos?
—¿Qué vas a hacer con ellos?
Ysaud frunció el ceño.
—La verdad, no estoy segura. Con haberlos pintado me conformo. Por el momento.
Sacó otro. Aun con las enormes ventanas y los espejos, la tenue luz dotaba a los objetos de una cualidad polvorienta e ilusoria. Curiosamente, los cuadros parecían más vivos que ninguna otra cosa del estudio. El segundo lienzo presentaba un tamaño más razonable. Mostraba un torso masculino iluminado por la luna que asomaba tras una planta de acebo. La cabeza se salía del marco, pero detrás de la figura, en el suelo, caía la sombra de unas astas de ciervo.
Galing sintió un cosquilleo en la piel.
—¿Qué es esto? —dijo sin aliento.
—Quién, querrás decir —respondió con sorna Ysaud—. Ésa es la cuestión, ¿verdad? Es un tipo atractivo.
—Oh, venga ya —se enfadó de repente lord Nicholas—. Todo el mundo sabe de quién se trata, si data del año pasado. Se corrió la voz por toda la ciudad.
—No seas malo. —Ysaud examinó otro lienzo, volvió a dejarlo ostentosamente en su sitio, sin enseñárselo a Galing, abrió un portafolio y le presentó un boceto inacabado: un joven, ataviado por completo con ropas antiguas. Su rostro era arrebatador: la artista había capturado una peculiar mezcla de sensualidad y austeridad. Galing se lo quedó mirando un buen rato—. Entonces, ¿conoces a mi amigo?
Galing no podía jurar no haber visto nunca a lord Theron Campion. Era más que probable que ambos hubieran asistido a los mismos bailes o recepciones, quizá incluso había hablado con él. Pero sin duda jamás lo había visto a través de los ojos de un artista.
—De oídas —repuso sucintamente Galing—. Esto es extraordinario. ¿Puedo ver el acabado?
—No salió bien. Terminé por cubrirlo de pintura. Éste era el mejor de los estudios.
—Una pieza histórica. ¿Uno de los antiguos reyes?
—Sí, se le daban bien los reyes.
—Supongo que será el pelo. Los antiguos reyes siempre me han recordado a los estudiantes de hoy en día.
—Oh, si es pelo lo que quieres… —Ysaud forcejeó con otro lienzo, que dejó apoyado en la pared para que Galing lo inspeccionara. Pero la claridad ya casi había desaparecido; lo único que pudo distinguir fue un mosaico de luz y oscuridad. Ysaud acercó un candelabro, y la escena cobró vida.
Un estanque en el bosque, liso y brillante. Un hombre de rodillas en la orilla, desnudo de cintura para arriba. Parecía estar mirándose en el agua; le ocultaba el rostro la caída de su melena, adornada con trenzas sujetas con cintas. Tenía los brazos apoyados al filo del agua, tensas las manos. Lo que contemplaba con tanta intensidad, reflejado en el agua, era el morro de un ciervo. Un venado.
Ocurrió todo realmente, había escrito Henry Fremont. Theron Campion era el Ciervo… Decían que Theron era el rey…
Y Galing contaba ahora con más información, proveniente del Tajo. No habían querido que estuviera presente durante el interrogatorio, pero al menos Arlen le había enviado esto:
Pregunta: Sé que cazasteis al cierno la Última Noche. Pero ¿por qué lo llamabais rey?
Respuesta: No lo sé. Yo no se lo llamé nunca.
P: Tus amigos sí. ¿Por qué?
R: El ciervo es el rey. El rey del año.
P: ¿El año viejo, o el nuevo?
R: Ninguno, los dos; es complicado, por favor, no…
P: ¿Por qué es rey el ciervo?
R: Así ha sido siempre.
—Vaya, vaya —dijo Galing—. Tenía algunas ideas de lo más extrañas, tu noble modelo.
—No digas tonterías —repuso la pintora—. Tener ideas no era su trabajo.
—Quieres decir que… Oh, venga ya, madame Ysaud, en serio. Pintas para vender, o eso me dijiste una vez. Más de una vez. Tu tiempo es oro, no puedes desperdiciarlo, me acuerdo. ¿Por qué crear una decena, una veintena de lienzos para nada, para nadie? Campion se los puede permitir. —Hizo una pausa, sonriendo con malicia—. ¿Fue ése el motivo de vuestra separación? ¿No una disputa entre amantes, sino un encargo profesional? ¿Se negó a pagar? ¿No le gustó el trabajo?
—Estás yendo demasiado lejos. —Ysaud se dio la vuelta, dejando a Galing y el cuadro sumidos en la oscuridad—. No debería haberte enseñado ninguno de éstos.
Su tono hizo que Galing aguzara el oído. Estaba incómoda, tal vez atemorizada. Necesitaba saber por qué.
—Todavía no me has respondido —le recordó—. ¿De dónde han salido éstos?
—De él, de Theron.
Esto era prometedor.
—De modo que sí que te sugirió estas… estas imágenes tan extrañas. ¿Cómo? ¿Qué dijo?
La había seguido hasta el centro de la estancia, donde Ysaud se erguía en medio de un islote de luz. Giró la cabeza con insolencia hacia él.
—No dijo nada, lord Nicholas.
—Libros, entonces; ¿te enseñó algún libro?
—Oh, en serio. ¿Para qué iba yo a querer libros? Me enseñó su cuerpo, liste me hablaba, y esto es lo que me decía. Lo observaba mientras dormía… y en más ocasiones. Las imágenes crecían a su alrededor.
Galing pensó que mentía; o que estaba un poco loca. O que todo aquel asunto era una coincidencia absurda. Lo cual no parecía probable.
—¿Y qué opinaba de estas imágenes que te «ofrecía»?
—Las odiaba. Pero estaba enamorado de mí. Se quejaba sin cesar por tener que posar, pero hacía todo lo que le pedía. Ten, mira esto.
Un joven yacía de espaldas con los brazos en cruz, en el corazón de un bosque de robles. El blanco puro de su piel estaba veteado de arañazos, como si hubiera estado corriendo desnudo por el bosque. Tenía la cabeza echada hacia atrás, exponiendo el cuello como si esperara el beso de un amante… o un cuchillo.
—Éste le gustaba —se rió por lo bajo Ysaud— un poco demasiado: las pasé moradas para conseguir las sombras deseadas, justo ahí… —Señaló donde un montón de hojas de roble y sombras le ocultaban las partes íntimas—. ¿Quieres ver por qué?
Sin esperar respuesta rebuscó en otro portafolio y le enseñó un boceto hecho con tiza rojiza: el mismo hombre, pero su pose la mantenían cuerdas anudadas en torno a sus muñecas y tobillos, amarrados a unos postes… postes de cama, probablemente, pensó Nicholas. En el boceto, el rostro del joven noble resultaba inconfundible, aunque en el cuadro se mostraba oscurecido. Los ojos de la figura todavía estaban cerrados, la cabeza echada hacia atrás, pero tenía el miembro completamente erecto. Una enredadera dibujada le abrazaba el pecho y la cadera como si estuviera amándolo.
—Perturbador —murmuró Nicholas.
—No para mí. Aquí hay otro.
De nuevo Campion, esta vez desatado: dormido, o sencillamente saciado tal vez, en medio de una maraña de sábanas, con un brazo placenteramente estirado.
—¿Sabía lord Theron —exhaló Nicholas— lo que estabas haciendo?
Ysaud sonrió con afecto al boceto.
—Aproximadamente la mitad del tiempo, sí. No podía impedirme dibujar, ¿verdad? Pero los cuadros nunca desvelan su cara, salvo en uno o dos más decentes, de corte histórico. Ésos podía venderlos, de hecho. Era imposible que ofendieran a nadie: a decir verdad, hay nobles que consideran un honor posar para ésos. Tú, lord Nicholas, serías un excelente duque de Tremontaine… el histórico, quiero decir, el Regicida… un hombre en la flor de la vida, que controla su poder… mucho mejor que el pobre Theron, pese a su linaje. Aunque si nos remontamos lo bastante lejos, supongo que todos estáis cruzados. No dejo de verlo en los retratos antiguos: una nariz Karleigh moderna en un antiguo lord Horn, etcétera.
—Me honraría ser el Regicida… algún día. ¿Con el joven Campion como rey Gerard?
—Tremontaine jamás me lo perdonaría. No se puede retratar a un miembro de una familia tan importante como ésa como uno de los mayores villanos de la historia. —Lo miró de reojo con un destello malicioso—. En serio, Galing, ¿es que no sabes nada de política? —Galing sonrió y se encogió de hombros—. Sabes, al principio acudió a mí para un posado —continuó Ysaud—. Su prima, la duquesa, admira mi obra. Posee un par ya… un Emparrado de Rosamund, me parece, y una pieza de género con espadachines. La duquesa quería un retrato de su heredero oficial. Una cosa llevó a la otra.
—Seguro que sí. Pero ¿qué le parecía que hicieras éstos? —Galing sacudió el manojo de dibujos.
—Oh, ésos. Ésos son para ti.
—¿Para… mi?
—Sí, ¿no te gustan? Galing sentía cómo martilleaba la sangre en sus venas. Ysaud conocía perfectamente sus gustos.
—Eres muy generosa, madame Ysaud.
—En absoluto. —La pintora sacó otro puñado de bocetos y los enrolló untes de que Galing pudiera ver de qué eran—. Es un regalo de amiga. Trae, te los envolveré personalmente.