El año se acercaba a mediados de invierno, los Días Blancos entre el año viejo y el nuevo. Era tiempo de vacaciones para todas las almas de la ciudad salvo los taberneros y la guardia. La Colina era un hervidero de sastres y costureras, de proveedores de artículos de lujo y vino, de carros procedentes del campo con ovejas, gansos, ciervos y faisanes que habrían de servirse en los banquetes del solsticio. En la Universidad, la antorcha de mediados de invierno iba de puerta en puerta, recogiendo de cada estudiante su reglamentaria vara de madera para la hoguera que se encendería la Última Noche en el paraninfo. Los honorables magistrados del Consejo de la ciudad conferenciaban con cívicos nobles del Consejo de los Lores, planeando los entretenimientos para el público.
Tradicionalmente, la Última Noche del año viejo, que daba comienzo a las festividades, era una noche de hogueras y caos, presidida por un universitario elegido por sus compañeros. Lo llamaban el Pequeño Rey; su corte eran sus compañeros. Los magistrados sudaban aún en sus cómodas camas al recordar las historias de malos tiempos pasados, cuando la Última Noche dejaba a su paso doncellas forzadas, niños secuestrados, cadáveres en las calles, tiendas despojadas de mercancías y mobiliario, y un puñado de desafíos a muerte. El Consejo de la ciudad había terminado por abolir la figura del Pequeño Rey e intentado prohibir igualmente la venta de licor y los fuegos al aire libre durante los diez días que duraba el festival. Fue ese año cuando la ciudad conoció el verdadero significado de la palabra caos.
Ahora se encendían hogueras controladas en las plazas principales, vigiladas por la sufrida guardia, y fuegos artificiales a media noche sobre el río. La ciudad entera pasaba la noche bebiendo y bailando en las calles, y si un perro saltaba en pedazos por culpa de un petardo amarrado a su cola o se rompían unas pocas ventanas, en fin, un puñado de noches entre rejas bastaba para lavar la mancha a tiempo para el año nuevo.
El primer año de Justis Blake en la Universidad había vuelto a casa para pasar el solsticio de invierno en su aldea natal, donde despedían el año viejo con fuego y canciones, y los niños pequeños se quedaban dormidos junto a la fogata en el parque del pueblo. La añoranza le había hecho soportar las bromas de sus amigos y las
Molestias y los gastos derivados del viaje a casa. Este año, sin embargo, había decidido quedarse.
La mañana del Último Día, el doctor De Cloud dio clase para no más de la mitad de su público habitual. Lo cual era una lástima, pensó Justis, mientras se chupaba los dedos ateridos para calentárselos, pero de esperar justo antes de las vacaciones.
—En los archivos de la Universidad —estaba diciendo De Cloud— hay un curioso manuscrito, escrito por uno de los brujos inferiores que asistían al rey Laurent. Este brujo, el cual no consideraba necesario firmar sus meditaciones personales con su nombre, dedicó convenientemente varias páginas a lamentar la desaparición de ciertos rituales antiguos, descritos como vosotros o yo, cuando seamos viejos, podríamos describir algún día nuestras hazañas universitarias.
Todo el mundo se rió por lo bajo. Justis miró de reojo adonde Finn estaba sentado, embelesado, con el semblante huesudo afilado por la concentración. Junto a él, Lindley garabateaba furiosamente. Los dos lucían hojas de madera toscamente talladas sujetas con alfileres al ala de sus sombreros, y había un mechón de cabello trenzado en el pelo cobrizo de Lindley. Habían empezado a pasearse flotando envueltos en una nube de rosas y almizcle poco después de que Lindley descubriera a su adorado magister con lord Theron Campion. Vandeleur opinaba que se había conformado con el norteño por despecho, pero Justis recordaba la cara de Lindley cuando Finn disertaba acerca de pequeños reyes, brujos y venados. Era la cara del sediento al que se le acaba de ofrecer un trago.
Blake volvió a concentrarse en la clase:
—Ahora bien, el relato que hacen los brujos de mediados de invierno supone un serio desafío de erudición —dijo el doctor De Cloud—. Los Días Blancos recibieron el nombre de «Festival de Mediados de Invierno» por ley poco después de la Caída. Hizo falta una gran cantidad de relecturas y referencias cruzadas para determinar que la Caza Real de los brujos tenía lugar durante la misma época. Por suerte, «Días Blancos» es un término sumamente antiguo, de modo que busqué un pasaje donde coincidieran las dos voces. Y lo encontré. —De Cloud se sacó una tablilla de apuntes del bolsillo y la recorrió con el dedo—. Ah, aquí está: «Este año, los Días Blancos eran grises, no pudo romper las nubes el brujo del rey, por lo que la Caza Real tuvo lugar por fuerza en la más completa oscuridad». Así pues —continuó—, releí las memorias del brujo con la vista puesta en la Caza Real, y esto es lo que averigüé. Durante los Días Blancos, el rey salía a cazar un venado, dejando en el trono a un joven designado por los brujos. Este Pequeño Rey gobernaba durante diez días de licencia, cuando los aprendices instruían a sus maestros y los criados encargaban recados a los nobles.
—Diez días es imposible —exclamó Peter Godwin desde la fila de atrás—. Caray, tendría que ser un caos.
De Cloud levantó la cabeza.
—Es posible que haya malinterpretado el pasaje. ¿Quizá te gustaría ver qué haces de él e informar de tus hallazgos, digamos, el Primer Día por la mañana?
Godwin se quedó callado.
—No pasa nada, Peter —lo consoló Vandeleur—. El manuscrito seguirá estando ahí cuando te recuperes de la resaca.
Finn se giró en su banco y lo fulminó con la mirada.
—A algunos —dijo sin rodeos— nos interesa lo que tiene que decir el doctor De Cloud, y os agradeceríamos que cerrarais el pico.
Sus palabras suscitaron no pocos murmullos airados —los alumnos estaban excitados por la proximidad de las vacaciones, y Finn no gozaba de demasiadas simpatías. Un corazón de manzana rebotó en el ala de su sombrero; uno de los compinches de Godwin, seguramente— y la clase podría haber terminado en tumulto si De Cloud no se hubiera echado a reír.
—Me siento halagado, Finn. Y animado. —Paseó la mirada por los estudiantes sublevados—. La función de la Caza Real no consistía simplemente en proveer la mesa real de carne de venado. La cacería del ciervo era una ceremonia que pretendía traer de vuelta el sol y asegurar una primavera temprana. Hay un viejo poema norteño que habla de ello, muy emocionante, lleno de batidas de caza y traiciones. Pero he aquí lo más interesante. —Consultó sus apuntes—. «Sin su ración de sangre», escribe el brujo, «el sol se adormece en su residencia de invierno, y el suelo helado retiene el grano encerrado en sus terrones petrificados». —De Cloud los miró y sonrió—. En estos tiempos tan degenerados que corren, el sol debe de extraer su tributo de sangre de las cabezas abiertas y las narices rotas. Procurad que ninguna sea la vuestra. Podéis retiraros.
Hubo risas, aplausos, gritos de «que pase un buen festival, doctor De Cloud», galope de botas en los escalones de la galería, arrastrar de bancos, y una ráfaga de aire perfumado con el aroma de las castañas asadas mientras los estudiantes salían atropelladamente a la estrecha calle. Blake, llevado por el espíritu vacacional, le dio una palmada en la espalda a Henry Fremont y se ofreció a convidarle a castañas asadas.
—No hagas eso, mostrenco —saltó Fremont—. Un día le vas a romper las costillas a alguien, y lo más probable es que sea a mí.
Justis se rió.
—Sin lugar a dudas. ¿Quieres castañas o no?
Fremont se cambió de sitio la bolsa que colgaba de su hombro. Era nueva, se fijó Justis, de cuero de calidad, y debía de valer lo mismo que una cena opípara regada con vino.
—Bonita —dijo con admiración—. ¿Regalo del solsticio?
Fremont miró de reojo a la bolsa como si no la hubiera visto en su vida.
—Precisamente —respondió con una sonrisa—. A mi padre se le ha dado bien el año y me ha mandado dinero. Sucumbí a la tentación en el mercado de Tilney. No te preocupes, queda de sobra para saldar mi cuenta en el Nido, y también para unas castañas asadas, e incluso para una manzana de solsticio. ¿Te apetece?
Justis asintió amigablemente con la cabeza y siguió a Fremont hasta el puesto ambulante, donde una bandeja de manzanas de solsticio brillaba con un untuoso lustre dorado. Como mentiroso, Fremont resultaba tan convincente como un lobo pillado en medio de un rebaño, que diría su madre. Pensar en ella hizo que Justis sintiera una repentina punzada de añoranza. Mordió la manzana. Dulce, el caramelo caliente y la manzana fresca y crujiente le llenaron la boca con el sabor de su hogar. Apenas tuvo tiempo de darle las gracias a Fremont y correr a su habitación, fría y oscura, donde pudo sollozar en paz.
En la Colina, Katherine, la duquesa de Tremontaine, se ocupaba de que todo estuviera a punto para su fiesta de la Última Noche. La hoguera estaba lista para encenderse. Había, como siempre, comida en abundancia. Llevaba puesto un espléndido vestido nuevo y un sencillo collar de perlas que le había regalado su madre: algo viejo, algo nuevo, como era costumbre. A Katherine no le gustaba la tradición por sí misma, pero había cosas que siempre habían significado mucho para ella, y la Última Noche era una de ellas. Le gustaba rodearse de familiares de su elección; eran su vínculo con el pasado y el futuro. Su madre había fallecido hacía tiempo, al igual que el alarmante duque, el hermano menor de su madre, quien le legara el ducado. Le gustaba recordarlos a ambos la Última Noche.
Por eso esta noche, en una pequeña habitación de la mansión Tremontaine, ardían tres velas. Una estaba delante de una miniatura, el retrato de una mujer de sedoso cabello castaño y mirada preocupada. Katherine se hallaba ante ella, jugueteando con las perlas que le ceñían el cuello. Otra vela iluminaba un fajo de papeles sujetos con cinta. No le hacía falta abrirlos, tantas veces los había leído. Marcus le había ayudado a reunirlos tras la huida del antiguo duque: cartas que se había dejado atrás, una curiosa mezcolanza de misivas profundamente personales —invitaciones, notas de amor, teorías sobre el mundo escritas con mano apresurada— y trivialidades cotidianas: listas de invitados, menús y facturas. Durante los primeros días de su ducado, los había consultado como si contuvieran el secreto de lo que se esperaba que hiciera allí. También estaban las contadas cartas que el duque desterrado había remitido a casa desde Kyros, también dispares: una solicitando dinero, una describiendo la casa que iba a construir, una pidiendo ver a la hijita que había dejado atrás. Al duque no le gustaba posar para que lo retrataran; las imágenes de él que existían las conservaba Sophia en la casa de la Ribera.
La tercera vela ardía encima de una mesa delante de un espejo: una suerte de invitación a los espíritus de esta noche, de esta casa, para que asistieran a las festividades, posaran su mirada en la actual duquesa y vieran cómo estaba tratando sus pertenencias en su lugar. De niña, Katherine había intentado lanzar los inocentes hechizos que conocen las chicas de campo enfrente de los espejos en la Última Noche, con la esperanza de atisbar el rostro de su verdadero amor mirando por encima de su hombro o, más temerariamente, en un intento por conjurar fantasmas.
Luz pasajera, noche viajera,
el año no espera.
Ábrase del pasado la puerta
al darme la vuelta.
Pero la duquesa de Tremontaine no giró sobre los talones para ver quimeras evanescentes. Miró directamente al espejo, y los vio todos en su semblante: los siglos de nobles antepasados, ligados a esta ciudad y a la tierra que los sustentaba… y, como una efímera, su breve vida hasta la fecha: las personas a las que había amado y de las que había aprendido, las que había temido y deseado; todas, a su manera, habían dejado su impronta sobre ella.
Le dio la espalda al espejo, dejando las velas para que se consumieran, y se asomó a la ventana. Abajo, en el camino de entrada, los caballos levantaban la grava con sus cascos al llegar a la puerta los primeros de numerosos carruajes. Oyó gritos infantiles, la voz de su más viejo amigo, Marcus, quien había elegido el apellido «Ffoliot» para su familia porque le gustaba el patrón que formaban las letras. Marcus estaba riéndose; Katherine se rió a su vez y bajó las escaleras para reunirse con ellos.
La Última Noche cayó tan clara y resquebrajadiza como el hielo que cuajaba en el río. Era la clase de noche en que las voces se hacen visibles y el aire caliente baila sobre las llamas al descubierto. Señaló la puesta de sol un rebato de la campana de la catedral, del que se hicieron eco las campanas de la Universidad, el palacio de sesiones y la cámara del Consejo mientras la procesión de las antorchas salía de la catedral. A la cabeza caminaban el sumo sacerdote, el alcalde y el Canciller de la Creciente en una carroza sin techo, y tras ellos los demás cancilleres del Consejo Interno. —Cuervo, Dragón y Serpiente— acompañados de tantos miembros del Consejo como habían tenido a bien hacer acto de presencia, a lomos de caballos enjaezados con cascabeles dorados. Detrás de ellos desfilaban los magistrados de la ciudad, engalanados con guirnaldas de acebo sus corceles, y una compañía de sacerdotes a pie que portaban estandartes bordados con soles, ciervos, jabalís,
Gavillas de trigo y otros símbolos de la abundancia. Cerraban la procesión las tres antorchas de mediados de invierno, un noble, un estudiante y un aprendiz, con acebo en los sombreros, sosteniendo en alto las teas con las que habrían de encender sus respectivas hogueras.
A la pira de los nobles que aguardaba en el patio adoquinado delante del palacio del Consejo asistían principalmente secretarios, oficiales de segunda de sangre plebeya y el desafortunado lord designado para ser la antorcha de ese año, el cual se veía obligado a llegar tarde a las deslumbrantes fiestas de la Última Noche que se celebraban en la Colina, con sus hogueras privadas, más pequeñas.
Justis Blake, de pie entre sus amigos ante la entrada de la Gran Plaza, se había enterado de todo esto y más gracias a Vandeleur, quien había asistido a su primera Última Noche en brazos de su madre y no se había perdido ni una desde entonces.
—La Creciente elige a las tres antorchas del censo —informó a Justis mientras sacudían los pies contra el suelo y esperaban a que apareciera la procesión—. Con un alfiler de plata, dicen, y los ojos vendados, completamente al azar.
—El que se crea eso, se creerá cualquier cosa —dijo Fremont—. Todos los artesanos y mercaderes quieren que uno de sus aprendices sea la antorcha de mediados de invierno. Supuestamente da buena suerte; atrae a los clientes, eso seguro. Y ninguno de los nobles quiere el trabajo: significa que tienen que pasarse la noche mostrándose corteses con unos don nadies. Es de cajón que el mercado de los sobornos y los favores deba ser movidito.
—¿No te cansas nunca, Henry? —preguntó cansadamente Justis—. Es la Última Noche. Se supone que deberíamos estar diciéndole adiós al año viejo y sus preocupaciones.
Un grito al final de la calle ahogó la respuesta de Fremont. La negrura se punteó de antorchas oscilantes y todo el mundo prorrumpió en vítores. En el centro de la plaza, un grupo entonó el estribillo de una canción tradicional de la Última Noche, tan antigua como las colinas y por lo menos igual de sucia, y pronto el aire vibró con ella. Justis se descubrió desgañitándose con todos los demás, desafinando como un gato en celo e ignorante de todo lo que no fuera el estribillo, el cual cantó el doble de fuerte porque se sabía la letra.
¡Una es la suerte y dos el amor,
tres, la cerveza y el brandy!
¡Cuatro por noche
no tengo reproche
y por la mañana ya saldrá el sol!
Pasó de largo el primer carruaje, rutilando a la luz de las antorchas como si cada una de sus florituras fuera una llama diminuta. Los tres hombres que viajaban en él, abrigados con pieles y terciopelos, lanzaban ramilletes de hierbas fragantes a la multitud. Uno le pegó a Blake en la frente, pero no logró agarrarlo a tiempo. Sí que cogió la botellita que le tiró Vandeleur, sin embargo, y pegó un trago de lo que contenía.
—Ahí va el tres —dijo Fremont—. A lo mejor luego tenemos suerte y conseguimos catar el dos y el cuatro.
En la fiesta familiar de la Última Noche de la duquesa de Tremontaine, todo el mundo comía excepto su miembro más reciente, que estaba escupiendo.
—¡Ooh dijo su madre —ese sí que ha sido un buen eructo! Diana objetó su hermano Andrew—, ¿es absolutamente necesario que hagas eso aquí? ¡Es asqueroso!
Su hermana gemela Isabel, preñada como una ballena, se acercó anadeando para coger el bebé de sus brazos.
—Oh, Andy, tú eras diez veces más asqueroso, ¿a que sí, madre? —El bebé se acomodó en sus brazos—. Ea, mi conejito, eso es.
—Andrew no era asqueroso —respondió lealmente su madre—. Era un bebé adorable. Todos lo erais.
—Menos Alice. —Andrew pinchó a su hermana pequeña con un bastón de azúcar—. Recuerdo que se pasaba todo el rato vomitando.
Pero Alice, a lo largo del último año, ya había dejado de llorar cada vez que él la provocaba. La niña se armó con otro bastón a su vez y exclamó:
—¡Defiéndete, bellaco!
—Oh, bien hecho —aplaudió la duquesa, que le estaba enseñando esgrima a la niña—. Buena figura, Alice.
El hermano de Alice se retiró con toda la dignidad de sus trece años.
—Alice es una cría —observó para su hermana Beatrice, que contaba dieciséis.
—Igual que tú. —Le dio la espalda para hacerle carantoñas al bebé.
Su padre trazó un arco con la humeante jarra de cerveza que tenía en la mano.
—Todos sois críos —dijo—. Unos críos adorables.
Alice enderezó la espalda.
—Yo no. Yo soy una espadachina. ¿Me puedo pedir una espada por año nuevo, papá?
Marcus Ffoliot se puso en cuclillas parar mirar a la menor de su prole a los ojos.
—Bueno, eso depende, ¿no? Ésta es la Última Noche, y faltan todavía diez días enteros para que empiece el año nuevo. Esos diez días son muy importantes.
—¿Por qué?
Marcus no había tenido una niñez tradicional. Miró por encima del hombro a su esposa, pidiendo ayuda. Susan sonrió y dijo con tonillo de cuentacuentos:
—Porque el año viejo se acaba, pero el nuevo no ha empezado todavía. Las puertas entre lo viejo y lo nuevo están abiertas, y puede pasar cualquier cosa.
Su primogénita, Diana, con la autoridad que le otorgaba su reciente maternidad, dijo con voz práctica:
—Tienes que portarte bien diez días enteros, luego recibirás los regalos de la Primera Noche. La Última noche no es para las cosas nuevas, es para librarse de las antiguas. ¿Has dado limosna hoy?
—Sí —respondió Alice—. Fuimos con la nana a regalar nuestras cajas de ropa y cosas viejas. Y he dado mi blusa roja con fruncidos —añadió, virtuosa, echando a perder el efecto conseguido al añadir—: Los espada chines no se ponen fruncidos.
—¡Papá! —gimoteó Andrew—. ¿No irás a darle una espada de verdad?
—Oh, no —repuso Marcus, ecuánime, cruzando la mirada con Katherine—. Dejaré que la duquesa se encargue de eso.
—Pero sólo si practica con empeño estos diez días —concluyó Katherine.
Andrew puso los ojos en blanco.
—Como te regalen una espada de verdad, me escapo de casa.
Su hermana Isabel le dio un abrazo.
—Está bien, te puedes venir con Carlos y conmigo.
El muchacho se apartó de ella.
—¿Y aguantar a otro bebé? ¡No, gracias!
—No te preocupes, Andy —dijo Beatrice—, no van a regalarle una espada de verdad. Están locos, pero no tanto.
Alice trazó un arco en el aire con su bastón de caramelo.
—A lo mejor Jessica me consigue una. Siempre manda los mejores regalos.
Ahora le tocó a Katherine poner los ojos en blanco.
—Cómo no. Y nunca pregunta si te has portado bien o no.
—Espero —musitó Susan— que no envíe más tallas de ésas tan «curiosas».
—Yo espero —exhaló Beatrice, como si rezara— que mande seda.
—Yo espero que mande espadas —entonó Alice.
El marido de Diana, Martin Amory, era banquero. El nacimiento de su hijo hacía que se sintiera generoso.
—Venga, Alice —dijo—. ¿Qué quieres aparte de una espada? ¿Qué tal un collar nuevo?
Su esposa se colgó de su brazo.
—No, cariño —dijo Diana—. Eso es lo que me pido yo.
Su gemela los contempló con envidia por un momento. Su marido, Carlos el músico, estaba tocando en otra fiesta, más concurrida, en alguna parte de la Colina. Katherine estaba dispuesta a pagar con tal de que estuviera con ellos en la mansión Tremontaine, naturalmente, pero habían convenido que ésa no era manera de labrarse una reputación. Así y todo, sería agradable que pudiera estar a su lado cuando encendieran la hoguera. Isabel se sirvió otro trozo de mazapán y, al levantar la cabeza, encontró a su gemela a su lado.
—Otro año más —dijo cordialmente Diana.
Isabel asintió y apoyó una mano en su abultado vientre.
—Me sentiré mejor cuando este pequeñín decida salir y reunirse con todos nosotros.
—Sí —dijo su hermana—, ya lo verás. ¿Quieres que te frote la espalda? Siéntate y pon los pies en alto.
Isabel se acomodó en una silla.
—Me siento como si fuera a reventar de un momento a otro.
—¡Ooh! —Diana se estremeció de ilusión—. ¡Un bebé nacido en el solsticio! Qué tétrico. Se dice que pueden ver fantasmas.
—Theron siempre ha dicho que él podía.
—¿Dónde andará, por cierto? —preguntó con acritud Diana—. ¿Por ahí, encendiendo unas pocas hogueras por su cuenta?
Isabel se rió.
—Eso fue el año pasado. Sophia tampoco ha venido. Seguramente se habrá visto desbordada en la enfermería, y él le estará haciendo compañía.
Como era de prever, sus palabras parecieron abrir la puerta de golpe, permitiendo la entrada de lady Sophia y su hijo. Como todos los demás invitados a la fiesta, Theron se había vestido con festivo esplendor. Su camisa era de seda verde; su chaleco, una fantasía de hiedra de invierno e hilo de oro; y su abrigo, un brocado finamente dibujado de marrón cobrizo con ribetes dorados. Una lágrima de esmeralda colgaba de su oreja. Dio la vuelta a la estancia, repartiendo besos entre sus
Parientes de sangre y adoptivos. Admiró extravagantemente al bebé y felicitó a Martin. Diana lo saludó con la mano desde la esquina.
—¡Hoooo! ¡Theron! ¡Que soy yo la que hizo todo el trabajo!
Sonriendo, se acercó a ella.
—Sólo porque no pudiste conseguir a nadie que lo hiciera por ti. —Diana le dio un beso de todas formas, por ser la Última Noche.
—¡Isabel! —Theron se apartó de un salto de la embarazada—. ¿Crees que serán gemelos?
—Ya lo sé —llegó el suspiro desde la silla—. Parezco una calabaza.
—Por lo menos ahora puedo distinguiros.
—Bah —dijo Diana—. Siempre has podido. Para engañarte a ti siempre teníamos que esforzarnos el doble.
—Caray, gracias. —Theron hizo una reverencia—. Es lo más bonito que me has dicho en todo el año.
—Bueno —sonrió venenosamente Diana—, todavía te quedan diez días para merecerte algo mejor.
La procesión del solsticio de invierno cruzó la Gran Plaza, dejando atrás el montón de troncos y ramas que la antorcha de la Universidad y sus compañeros habían tardado toda la semana en construir, y se desvió al llegar al extremo, camino del palacio de sesiones. Los magistrados saludaron jovialmente con la mano a los estudiantes cantores, uniéndoseles muchos de ellos en uno o dos estribillos. Los sacerdotes, que cantaban su propio himno de mediados de invierno, se paseaban por los festejos como garrapatas por una vaca. Caminaban lenta y pausadamente tras los pasos de los magistrados, con las manos sin guantes cuarteadas por el frío.
—¿Están sordos? —aulló Justis al oído de Vandeleur.
—Se podría decir así —gritó Vandeleur a su vez—. Creo que lo que pasa es que están tan llenos de mierda que tienen los oídos taponados.
Un sacerdote que desfilaba en esos momentos frente a ellos echó por tierra su teoría lanzando una mirada furiosa en su dirección, dejando a Vandeleur y Justis tronchados de risa.
—Mirad, mirad, cretinos —chilló Fremont—. Están encendiendo la hoguera. Mirad u os lo perderéis.
—¡Muy bien! —La duquesa de Tremontaine dio una palmada, y toda la sala levantó la cabeza—. Ya es casi la hora de encender las hogueras. Si todavía no habéis escrito vuestras listas, en la mesa hay plumas y tinta.
Todos los años era lo mismo. Siempre les daba tiempo de sobra para poner en orden sus ideas, tiempo para saborear el papel pesado, las tintas de diferentes colores (perfumadas algunas de ellas), las plumas de estilo antiguo cortadas de gansos, cisnes e incluso pavos reales. Beatrice cogió una de estas últimas y un frasco de tinta violeta. Andrew optó por una pluma de cuervo y el tintero negro.
Theron ya había pasado tiempo a solas en su habitación, componiendo meticulosamente sus pensamientos y sus palabras. Algunos años escribía un poema, pero esta vez había elaborado una simple lista con sus remordimientos, sus errores, las cosas que deseaba que las llamas del año viejo redujeran a cenizas. Ysaud descollaba sobre todas las demás; había hecho incluso un paquetito que tirar al fuego: una cinta que ella le había dado y un mechón de su cabello, todo ello envuelto en un poema que él le había escrito una vez. Se había fijado en que Katherine había descolgado el cuadro de Ysaud que antes adornara el salón principal. Era un detalle por su parte. Buscó a tientas el paquete que tenía en el bolsillo, y fue a explicarle a Alice cómo se deletreaba la palabra «agresiva».
Cuando la antorcha de la Universidad acercó su tea a la pila de madera, un millar de gargantas exclamaron al unísono, tras lo que se hizo el silencio mientras esperaban a que prendiera el fuego. Lejos del centro de la plaza, Justis se estiró para ver los pálidos heraldos humeantes del fuego que habría de consumir las penas y las preocupaciones del año viejo y despertar al sol de su prolongada modorra. La sensación del momento no era distinta que en su aldea: el sonido de las respiraciones en la oscuridad, los murmullos ansiosos prontamente acallados, la impresión de tiempo en suspensión, a la espera de una diminuta lengua de fuego que lo liberara.
Primero se oyó el crepitar de las astillas al prender, y a continuación atronó un grito de júbilo:
—¡Muerte a lo viejo!
Justis exhaló un penacho de aliento que no sabía que estuviera conteniendo y añadió su voz al clamor general:
—¡Muerte a lo viejo! —Pensó fugazmente en el doctor De Cloud, que estaría contemplando el espectáculo con los demás doctores desde los escalones del paraninfo, y se preguntó si no lo perturbaría esa frase tradicional. Al instante siguiente había dejado de pensar y luchaba por abrirse paso hasta la hoguera con el trocito de papel donde había plasmado los arrepentimientos y amarguras del año pasado.
La hoguera de Tremontaine era digna de verse. Toda la madera estaba curada, grandes troncos traídos del campo expresamente con ese propósito. Formaba una alta pila detrás de la casa, en el jardín con vistas al río (el jardinero de la duquesa le había asegurado que a las peonías les encantaba la ceniza).
En la mansión Tremontaine era tradición que el niño más pequeño portara la tea para encender el fuego. Mientras crecían, eso quería decir que siempre le correspondía a Theron, hecho que lamentaban amargamente las gemelas, llegadas al mundo apenas seis meses antes que él. Pero Theron a su vez había sido suplantado por Beatrice, y ésta por Andrew, y Andrew ahora por Alice, circunstancia que Andrew se esforzaba tremendamente por fingir que no le importaba.
Alice desfiló con paso serio hasta el fuego, tea llameante en ristre. Theron siempre había lanzado la suya al centro; pero Alice era una niña prudente. Acercó delicadamente la llama a las briznas de paja seca que sobresalían al fondo, viendo cómo prendían antes de seguir caminando. Sólo cuando hubo dado la vuelta a todo el fuego retrocedió y arrojó su antorcha lo más lejos que pudo. Su madre dejó escapar un suspiro de alivio que sólo Marcus oyó. Apretó la muñeca de su mujer y la besó, una pequeña vía de escape para la alegría que sentía creciendo en su interior, tan aguda e intensa como el dolor, su amor y gratitud por la familia que jamás hubiera imaginado que podría tener. Ahora que Alice se estaba haciendo mayor, se preguntó si Susan podría componérselas con uno o dos bebés más. ¿Por qué tendrían que quedarse Is y Di con toda la diversión?
También el personal al completo de la mansión Tremontaine estaba reunido allí; la gente cantaba villancicos de mediados de invierno y tiraban las penas del año pasado a las llamas. Katherine estaba dándoles abrazos a todos y deseándoles un próspero año nuevo. Comenzó a llegar más gente, amigos y parientes de visita, portando ramitas y hierbas nuevas que arrojar a cada hoguera que visitaban. Los primos Talbert fueron de los primeros; como familia de Katherine, hijos de su hermano, era algo obligado. Theron vio acercarse a Charlie Talbert y se preparó para escuchar otro discursito sobre caballos. Pero Charlie se limitó a darle dos besos en las mejillas y desearle una buena entrada en el año antes de irse a coquetear con Beatrice Ffoliot, la cual Theron esperaba que fuera lo bastante sensata como para no tomarse a Charlie en serio. Theron encontró a Sophia dentro de la casa, sentando a Isabel en una silla. La joven parecía cansada y desdichada.
Theron hizo una reverencia.
—Florece como la rosa del solsticio de invierno.
—Eres un idiota —gimió Isabel—. Carlos tenía razón, debería haberme quedado en casa. Theron, ¿vas a ver a lord Godwin?
—Supongo. Estamos invitados.
—Bueno, hónralos con tu presencia el tiempo necesario para encontrar a mi marido, ¿quieres? ¿El bastardo tan guapo que estará a los teclados? Y dile que voy a pasar aquí la noche.
Sophia le apretó la mano.
—Eso será lo mejor. Mandaré a Molly adentro para que te prepare la cama.
Sophia tenía un aspecto magnífico con su traje de terciopelo negro con encaje blanco y un collar de perlas. Era una de las pocas ocasiones del año en que se molestaba en vestir en consonancia con su rango, y para Theron siempre suponía un orgullo considerable escoltarla a las fiestas de la Última Noche, como si se tratara de una princesa extranjera, majestuosa y orgullosa, exótica en su elegante simplicidad, con el cabello oscuro recogido en lo alto. Una vez, cuando le tomó el pelo a costa de su vanidad, ella había respondido con mucha seriedad: «Tu padre me decía siempre que debía ofrecer mi mejor cara delante de todos». Donde «todos» eran los nobles de la ciudad, la gente a la que pertenecía y donde, sin embargo, no encajaba. En cuanto a su propio atuendo, Theron no hacía caso de la moda: para eso le pagaba a su ayudante de cámara. Pero le gustaba la belleza, y la lustrosa caricia de un buen abrigo.
La mansión Godwin estaba brillantemente iluminada, atestado de gente que entraba y salía el salón principal. Cada una de las tres generaciones de Godwin anteriores había producido un Canciller de la Creciente; la familia era importante, y todos acudían a presentar sus respetos.
Theron siguió a Sophia hasta el salón de baile. Al fondo rugía un fuego donde la gente podía tirar sus ramitas. Hacía mucho calor en la habitación, pero un anciano, espléndidamente vestido, estaba sentado junto al fuego. Estaba envuelto en seda a cuadros, y la piel de sus manos ensortijadas era tan fina y delicada como las alas de una polilla. Con un susurro de satén y terciopelo, Sophia Campion se arrodilló a su lado y apoyó una mano en las suyas. El hombre se giró para mirarla, y a Theron lo maravilló la belleza que aún se aferraba a él. ¡Ése sí que era un rey antiguo al que Basil podría admirar! Michael, lord Godwin, se remontaba a los tiempos del padre de Theron. Circulaba la leyenda incluso de que en cierta ocasión se había batido con el espadachín De Vier.
—Lady Sophia. —Lord Godwin sonrió. También su voz era fina como el papel—. Sé que por lo menos tú no vas a empezar a gritar «¡muerte a lo viejo!».
—No, de ninguna manera. Theron y yo hemos venido a desearle buena salud.
Lord Godwin levantó la cabeza.
—Así que éste es el chico de Tremontaine.
—Sí, milord —respondió Theron, mirándolo fijamente. Su padre tendría ahora esta edad, aproximadamente, si viviera.
Lord Godwin reparó en la melena de Theron.
—Universitario. Aunque te haces mayor para eso… Pronto tendrás que casarlo, milady.
—Sí —dijo galantemente Sophia—, pero todas sus hijas están prometidas, señor.
El anciano soltó una risita.
Por alguna parte tengo una o dos bisnietas libres… aunque no sé qué opinarían sus madres al respecto. Tendré que preguntárselo; ya no estoy enterado de estas cosas. Encantado de verte, querida; ven a visitarme de nuevo alguna vez.
Theron ayudó a su madre a ponerse de pie. Sophia se colgó de su brazo y, mientras se alejaban, Theron agachó la cabeza para oírle decir:
—Tu padre me contó que lord Godwin había sido amante de tu bisabuela. Pero no sé si creérmelo.
—Alguien debería escribir una historia —dijo Theron, fascinado—, una historia secreta… Alguien debería preguntarle, o se perderá todo.
Su madre le lanzó una mirada afilada.
—Hay cosas que están mejor perdidas. La historia es para profundizar en la sabiduría, no en los cotilleos.
Theron pensó de nuevo en Basil, y omitió responderle. En vez de eso la dejó hablando con un antiguo conocido, y se fue en busca de los músicos para entregar el mensaje de Isabel a su marido.
Tras asegurarle al sobresaltado teclista que su esposa no estaba dando a luz ni muriéndose, Theron buscó la comida. Encontró una mesa con carnes asadas, y se estaba sirviendo un poco de venado cuando alguien le tocó el brazo. Era su primo Gregory Talbert, el hermano mayor de Katherine, el padre de Charlie. Gregory era un hombre rubicundo que ahora encabezaba la casa de Talbert. A Theron no le caía bien, y sospechaba que a su padre tampoco, de lo contrario no le habría dejado el ducado a Katherine pasando por encima de Gregory. Lord Talbert no era estúpido, pero sí irritante. Saludó calurosamente a Theron y exclamó:
—¡Me alegra verte vivito y coleando!
—No estaba enfermo —dijo Theron, sorprendido.
—No, claro que no. Pero por estas mismas fechas hace un año se podría decir que era difícil dar con tu paradero. —Theron se ruborizó. Había pasado el menor tiempo posible en la Colina durante los festejos, apresurándose siempre a volver con Ysaud. Y Talbert lo sabía—. Oí que te estaban pintando un retrato.
Theron se negaba a esconderse tras las faldas de la duquesa, pero no tenía reparos a la hora de recurrir a ella si la disputa era familiar.
—Sí —dijo con voz meliflua—. Lo encargó Katherine. —Invocar su nombre solía cerrarle el pico a los Talbert. Pero no esta vez.
—Tengo entendido —dijo su primo— que no salió bien. No te soliviantes conmigo, muchacho… sólo intento ayudar. Al fin y al cabo, no es nada que no sepa todo el mundo.
—¿No? —repuso Theron, soliviantado—. No sabía que hicieras caso de las habladurías.
—Oh, y no lo hago, muchacho, no lo hago. Pero la gente habla. Muchos de nosotros hemos posado para ella, pero pocos han sido invitados a quedarse…
Theron podía sentir cómo empezaba a hervirle la sangre.
—Si me disculpas —dijo, pero su primo le apoyó una mano en el brazo con sorprendente fuerza.
—No, muchacho, escúchame. Puede que no te guste, pero la gente se fija en lo que haces, y comenta aquello en lo que se fija. Así es el mundo, y no se puede cambiar. —Miserablemente fascinado, Theron se dejó conducir a un lado—. Una cosa es pasárselo bien con las chicas de las tabernas, con los amigos de la Universidad o lo que sea, con moderación. Pero caer en las garras de una mujer tan conocida… y luego, cuando por fin ha terminado contigo, enclaustrarse en la Ribera sin dar la cara en sociedad en la Colina… eso no es bueno. Mi hermana no ha comprendido nunca a la sociedad, pero claro, siendo como es la duquesa de Tremontaine tampoco le hace falta. Y ese tal Ffoliot. —Theron apretó las mandíbulas—, perdona que te lo diga, pero no es uno de los nuestros.
—Podría haberse casado con tu hermana —dijo con aspereza Theron, zaherido más allá de lo tolerable—, ¿y dónde estarías tú entonces?
—¿Dónde estarías tú, querrás decir, si hubiera engendrado un heredero? No, muchacho, no intentes desafiarme. Soy mayor que tú, y sé cómo es el mundo. Nunca vienes a verme, y yo no me presento por sorpresa en tu casa. Pero esto es algo que necesitas oír.
—¿Qué? ¿Que la gente habla de mí? Créeme, eso ya lo sé. ¿Por qué si no piensas que me quedé en la Ribera después de… lo de Ysaud? Para no tener que cruzar habitaciones llenas de personas como tú, todas ellas chismorreando sobre mis asuntos personales.
—Y yo te aseguro —le siseó su primo en la cara— que si quieres que sean personales, te comportes como si lo fueran. Lleva la vida que te apetezca a puerta cerrada, pero lleva también una a plena luz para que la gente la vea, una que sea normal.
Theron retrocedió un paso, boquiabierto.
—¿Normal?
Lord Talbert se tomó la pregunta en sentido literal.
—No te vendría mal pasar más tiempo con otros jóvenes de tu clase. Ya no eres un niño. A ver, sé que Charlie y sus amigos siempre se alegran de verte…
Theron no sabía si pegarle un puñetazo a su primo o reírse en su cara, pero sabía que cualquiera de las dos cosas le buscaría problemas.
—Sí —dijo con voz vacilante—. Sí, tendré que intentar hacer eso.
—Buen chico. —Tras darle otro apretón en el brazo, lord Talbert le volvió la espalda, para girarse nuevamente acto seguido—. Oh, y ese pelo. —Un último apretón—. Piensa en cortártelo.
Theron pensó en Basil haciendo una cortina con él para besarse detrás de ella.
—Gracias, primo —dijo con los dientes apretados—. Feliz año nuevo.
En busca de un trago, Theron estuvo a punto de atropellar a uno de los pequeños Godwin; era Peter, con su cabello de estudiante recogido en una coletita rizada, y con él, el alumno de geografía lord Sebastian Hemmynge, con un brillo de alcohol en la mirada.
—¡Campion! —Los demás nobles estudiantes lo recibieron como a un hermano desaparecido tiempo ha, y él les devolvió los abrazos—. Nos morimos de sobredosis de tías y abuelas —declaró Hemmynge—, y de gente que no sabría distinguir a Plácido de un reloj de bolsillo. La hoguera de la Universidad es en la Gran Plaza, y habrá whisky, música, chicas… y, por supuesto, retórica de calidad a raudales. ¿Te vienes con nosotros?
—Nada —dijo sinceramente Theron— me complacería más.
Tras quince minutos de calurosas despedidas se encontraban en la calle, andando colina abajo con sus brillantes antorchas, cantando a pleno pulmón camino de la Universidad.
Justis no sabía cuánto hacía que se había encendido la hoguera. La botellita de licor de Benedict Vandeleur estaba casi vacía. Alaric Finn estaba bebiendo de una bota de cerveza nueva; Anthony Lindley, que no tenía estómago para el alcohol, había vomitado. Todavía estaba un poco pálido, pero se había repuesto lo suficiente como para bailar al filo del espacio despejado por el calor de la hoguera. Se había trenzado decenas de cintas de colores en las guedejas pelirrojas, y les había atado cascabeles de bronces que destellaban cuando giraba como chispas volantes.
Justis se echó mano detrás de la cabeza para soltar el cordón que confinaba su cabello rubio y sacudió la melena. Era una sensación estupenda.
—Qué guapo —dijo un estudiante desconocido, y acercó el rostro de Justis al suyo para besarlo. Justis se abandonó por un momento al calor de los labios del extraño, el sabor de la cerveza en su lengua, y luego se zafó, riéndose.
—Tú también eres guapo —le aseguró a su admirador—. Pero prefiero las gallinas a los pollos. No te ofendas.
El estudiante se encogió de hombros.
—No sabes lo que te pierdes —dijo alegremente, y partió a trompicones en pos de compañía más amigable. Su cabello caía sobre su espalda en una cascada de trenzas diminutas.
Una mano agarró el brazo de Justis y tiró de él para dejarlo cara a cara con un compañero de Historia, alguien a quien Justis no conocía demasiado bien. Cortney, creía que se llamaba.
—Ten. Coge una de éstas. —Dejó un objeto duro y bulboso en la mano de Justis. Era una hoja de madera amarrada a una cuerda.
—¿De dónde has sacado esto, Cortney? —preguntó Justis.
—¿Sacarlo? —Cortney pestañeó lentamente—. No lo he sacado de ninguna parte. Vino a mí. Miré abajo, y ahí estaba. Estaban. —Se señaló el pecho, que llevaba decorado con una hoja parecida—. Te he dado la que me sobraba.
—¿Por qué?
—Me gustas, Justis. No sé por qué. —Cortney frunció el ceño—. Espera. Lo digo en serio. Eres un tipo decente, Justis Blake. No tan brillante como algunos, pero decente. Quiero estrecharte la mano.
Le tendió una palma rolliza y callosa que Justis, conmovido, apretó en la suya y sacudió enérgicamente.
—Si se me permite interrumpir este momento tan entrañable —dijo Vandeleur detrás de él—. Finn está haciendo el ridículo… Ahí, junto al fuego.
La muchedumbre de la plaza se había despejado ligeramente conforme los estudiantes trasladaban su jarana a las calles y tabernas circundantes. Justis podía ver nítidamente la nervuda figura de Finn girando como un trompo alrededor de la hoguera, esgrimiendo un palo que guardaba un parecido sospechoso con la tea apagada de un antorchero.
—Será mejor que mantenga la boca cerrada —observó Vandeleur—. Está tan borracho que su aliento se inflamará como se acerque demasiado.
—¿Qué cree que está haciendo? —preguntó Justis, desesperado—. ¡Se va a quemar!
De dos en dos y de tres en tres, los estudiantes que quedaban en la Gran Plaza dejaron lo que estuvieran haciendo para ver cómo Finn se aproximaba al fuego, algunos gritándole que se apartara, algunos animándole a seguir. Blake corrió hacia la hoguera, chillando:
—¡No te acerques más!
Apenas había dado tres pasos cuando se vio rodeado de un grupito de norteños, todos ellos engalanados con insignias de hojas de roble y decenas de trenzas con cintas.
—No lo hagas, Justis. —Anthony Lindley estaba casi de rodillas a los pies de Justis. Hilillos de cabello y cintas sueltas se le pegaban al rostro arrebolado y sudoroso—. No debes intentar detenerlo. Va a empezar la Caza.
—¿Qué caza?
—La Caza Real, sureño. —Su informador era un rubio de ojos hundidos que le resultaba vagamente conocido… Greenleaf, se llamaba—. La Caza que nutre la tierra.
—La tierra quiere que lo haga. —La voz de Lindley era reverente.
Justis, desconcertado, abrió los brazos en cruz.
—Es lo que siempre se ha hecho en nuestra tierra —le explicó Greenleaf, con irónica consideración—. Para hacer que el sol salga de nuevo. Es un ritual primitivo, pero por lo visto funciona.
—Nos conducirá al bosque —dijo uno de sus amigos— y cazaremos el Ciervo, y todo será como es debido.
Llegados a este momento, Lindley había reparado ya en la saltarina cabellera de Justis y la hoja que descansaba sobre su esternón.
—Veo que luces la insignia. Pronto lo comprenderás.
Justis tironeó de la hoja, intentando librarse de la insignia y de su inquietante compañía, pero lo distrajo un jadeo contenido proveniente de los estudiantes reunidos. Al levantar la cabeza vio cómo Alaric Finn corría hacia la hoguera, hundía su antorcha en ella y reanudaba su danza, enarbolando triunfalmente la tea encendida sobre su cabeza.
—¡Al bosque!, vociferó Finn. ¡Por la Caza, el Sacrificio y el Banquete del Sol!
Lindley se puso en pie con dificultad y echó hacia atrás las trenzas tintineantes.
—¡El bosque! —gritó—. ¡Al bosque! —Extendió las manos hacia su amante de semblante escarlata, que lo abrazó con un solo brazo. Los estudiantes, norteños y sureños por igual, les abrieron paso, golpeando el suelo con los pies, vitoreando y haciéndose coro:
—¡Al bosque! ¡Al bosque!
Justis, sin haber decidido realmente unirse a ellos, se descubrió corriendo por las calles rodeado de jóvenes de melenas y túnicas sueltas al viento, que exclamaban «¡Al bosque» a pleno pulmón. Llegado un momento, el hombre que trotaba a su lado se desvió un momento, agarró un postigo colgante y, tras forcejear brevemente, lo arrancó.
—¡Madera! —gritó, y la jauría al completo lo obedeció, desguazando el cobertizo que algún mercader desprevenido había levantado contra la pared de su tienda y reanudando la carrera otra vez, portando todos ellos un palo o una tabla, siguiendo el rastro de la antorcha de Finn y su voz ronca:
—¡Al bosque!
Al doblar una esquina, la antorcha se detuvo, y con ella la jadeante jauría de estudiantes de mirada febril. Justis se enjugó el rostro chorreante contra el hombro, consciente de pronto de que le ardían los pulmones, le dolían las piernas, y le picaban las manos a causa de las astillas de la tabla que empuñaba. Oyó un pesado acento aristocrático que preguntaba, arrastrando las palabras:
—Por los siete infiernos, ¿qué es esto?
Por toda respuesta, resonó alto y claro el nítido tenor de Anthony Lindley:
—¡El Ciervo! ¡El Ciervo! ¡He aquí el Ciervo!
Justis entornó los párpados. La luz de la antorcha de Finn bailaba sobre las caras de asombro de tres jóvenes elegantemente vestidos de pie en la boca de la calle. Dos de ellos le parecían familiares. Antes de que Justis pudiera pararse a pensar por qué, Lindley señaló a uno de ellos, una belleza de largos cabellos vestida de verde y oro, y repitió:
—¡El Ciervo!
Los ojos del muchacho elegido centellaron con la luz reflejada mientras se quedaba boquiabierto ante la gruñidora y jadeante jauría. A continuación se adentró corriendo en un callejón con Finn detrás de él, y Greenleaf y sus norteños y Lindley y Vandeleur y Fremont e incluso el cauto y decente Justis Blake, al grito de «¡El Ciervo! ¡El Ciervo!», mientras azuzaban a su presa fuera de la ciudad.
Theron se rió mientras corría. Conocía las calles y las callejuelas de la ciudad; ¿acaso no llevaba orientándose por ellas desde que aprendió a andar? Los llevaré a la Ribera, pensó, y los perderé allí. Sonrió con malicia al pensar en la horda de universitarios deambulando sin rumbo entre la escoria y el carnaval de una Última Noche en la Ribera. Se encontraban ahora en la amplia Avenida del Río. Sus antorchas proyectaban su sombra magnificada contra los almacenes. En cuestión de un minuto, llegaría al puente inferior; estaría en casa.
Pero de repente se vio atrapado en una red de luces y sombras, rostros aulladores y el calor del fuego levantado por los aires. Habían conseguido rodearlo, de alguna manera, le habían cortado el acceso al puente. Alguien le tiró una botella… La cogió al vuelo, pegó un trago largo de algún tipo de licor dulce como la miel, la soltó y giró sobre los talones para encarar la Puerta del Norte. Era como los pillapilla a que solía jugar con las gemelas en casa de Katherine las noches de verano, cruzando los jardines en todas direcciones. Pero ésta era la noche más larga del año, y puede que todos siguieran corriendo hasta que saliera el sol.
Frente a él, al otro lado de la puerta, el frío aire nocturno era dulce y puro. Lo atrajo el olor: había árboles allí, y riachuelos cristalinos, y el ulular de los búhos. Theron cruzó la verja con la jauría pisándole los talones.
Muy pocos seguían gritando todavía. También su respiración retumbaba con fuerza en su garganta, y podía oír jadeos y gruñidos a su espalda. El barro de mediados de invierno lo frenaba, pero también a sus perseguidores. Se preguntó qué les habría pasado a sus nobles amigos de la Colina. ¿Formarían parte de la jadeante jauría, o habrían huido? Bajo la luna y las estrellas, todos atravesaron los campos hacia el enramado del bosque.
Ocurrió algo cuando se encontró entre los árboles. Las antorchas daban la única nota de color al mundo negro y plateado de la noche más larga del año. No podía distinguir los árboles de sus sombras; avanzaba abriéndose paso entre franjas ilusorias. Pero ya no era él quien los guiaba; presentía que ahora era él el guiado, conducido a las entrañas del bosque, cada vez más lejos de la seguridad de la ciudad. Las sombras vertiginosas lo mareaban. Cerró los ojos y se lanzó hacia delante, con las manos extendidas, y sintió ante él… nada, un espacio, un claro en el robledal.
Estaba atrapado. Los hombres y sus teas encendidas rellenaban los huecos entre los árboles, cercándolo con un anillo de fuego. Echó la cabeza hacia atrás, abriendo las aletas de la nariz, buscando una salida.
A su alrededor los hombres empezaron a cantar, y a bailar al son de su música primitiva. Blandían pedazos de madera: postigos arrancados de cuajo, trozos de barriles, los radios de una carreta. Los arrojaron al centro, donde se encontraba Theron, para que también él tuviera que bailar a fin de esquivarlos. Distinguió palabras:
El Cuerno, el Cuerno, el Rey del Cuerno,
bendito sea el día en que nació.
Que salte alto a su alrededor el fuego.
¡Venga el rey nuevo, que el viejo murió!
La pila de madera crecía en el centro del círculo. Theron medio bailó, medio trastabilló de espaldas hasta caer en los brazos de uno de los hombres. Era Alaric Finn, que lo atrapó y lo empujó hacia otro hombre, gritando:
—¡El rey! ¡El rey! —El siguiente hombre lo cogió y lo sostuvo con más fuerza, más tiempo. Theron sintió su deseo presionándole el muslo. Forcejeó y el hombre lo besó, mordiéndole los labios, antes de que el grito se reanudara y se viera arrojado a los brazos de otro… Dios santo, era Henry Fremont, con el pelo alborotado y el rostro enjuto encendido. Fremont no lo besó. Asió con fuerza con los hombros de Theron y lo miró fijamente con ojos furiosos, antes de empujarlo a los poderosos brazos de Justis Blake, que lo levantó en vilo y le hizo dar vueltas y más vueltas. El siguiente fue el pelirrojo Anthony Lindley, herido de amor, quien huyera al verlo desnudo aquel día en casa de Basil; esta vez, Lindley lo miró directamente a la cara y susurró:
—Bienvenido, mi señor. —Fue peor que cualquier beso. Theron cerró los ojos, pero las brillantes llamas de las antorchas le traspasaban los párpados. Oyó el canto:
Los que portan la antorcha,
los que portan el fuego,
libraos de lo viejo que estorba.
¡Que reine el año nuevo!
Se debatió en brazos de Lindley —ahora lo retenían los dos, Lindley y el orgulloso norteño, Alaric Finn, emparedándolo— y un hombre alto se acercó para ponerle la botellita de miel en los labios, vertiéndole el líquido dulce y abrasador en la garganta. Todo era negro y naranja, incluso la gente. A Ysaud le encantaría esto, pensó Theron. Era como si se hubiera tropezado con uno de sus cuadros, y ahora estuviera atrapado dentro de él.
Alguien le plantó una antorcha delante del rostro. Se zafó del brazo de Lindley para agarrarla, y Finn exclamó:
—¡Enciéndele, mi señor! ¡Enciéndela, cojones, y ordénale al sol que regrese!
Theron arrojó la tea al centro de la pila de madera rapiñada. Un clamor ensordecedor se extendió alrededor del círculo; se añadieron todas las antorchas, y el feroz licor de miel pasó de mano en mano. Oyó cantos y gritos. Conforme crecían las llamas, los hombres se apartaban de la hoguera. Algunos se retiraron a las sombras de los árboles; oyó exclamaciones secas de placer, mezcladas con alaridos que parecían indicar violentos asesinatos pero indicaban otra cosa.
Nadie le sujetaba los brazos; ahora tenía ocasión de escapar, de regresar a la civilización, el calor y la seguridad. Levantó la cabeza, y lo que vio lo dejó paralizado.
Al otro lado del fuego, al otro lado del círculo, se erguía una figura completamente inmóvil entre los árboles. Era verde como la hierba nueva, y marrón como las hojas viejas. Dio un paso hacia la luz del fuego y le sonrió.
Era el Hombre Rey: el hombre de sus sueños, caminando libre como sólo podrían hacerlo los sueños en esta noche entre todas las noches. Theron reconoció las cejas pesadas y los labios finos, los hombros poderosos y la piel de oso que colgaba de ellos. Y, exactamente igual que en su sueño, el hombre levantó la copa y dijo:
—¿Beberéis, mi señor?
Theron sacudió la cabeza, No, pero el Hombre Rey continuó avanzando, cruzando el fuego, que se aquietaba a sus pies.
—El año viejo ha muerto —dijo el Hombre Rey—, y el nuevo aún no ha empezado. Se ha abierto la puerta entre los mundos. Los antiguos reyes están muertos, y la tierra pide uno nuevo a gritos.
Theron retrocedió, pero ahora había un charco de agua tras él, una lisa superficie de agua argentina a la luz de la luna. Tenía miedo de mirarse en ella, miedo de ver las astas brotando de su frente.
El Hombre Rey volvió a ofrecerle la copa.
—Una cosa te digo. Beberás antes de que acabe el año, del charco o de la copa, da igual. Entre ese momento y éste, adonde quiera que corras, correrás siempre hacia mí. —Alargó el brazo hacia abajo y cogió un puñado de hojas marrones del lecho del bosque, y se las tiró a Theron a la cara. Theron olió tierra vieja y moho reciente, los restos de cien siglos; el sabor a tierra le inundó la garganta, y se aferró al bosque mientras éste llovía a su alrededor.
—¡Ahora, corre! —reverberó la voz en sus huesos, y corrió.
Con la almohada encima de la cabeza, Basil de Cloud intentó desoír los golpes en la puerta tanto tiempo como le fue posible. Esta noche había borrachos en abundancia. Los había visto mientras volvía a casa tras los festejos en el paraninfo, tampoco demasiado sobrio a su vez. Lo mejor sería encerrarse en casa.
Pero entonces comprendió que la puerta aporreada era la suya. Se desperezó y se arrastró adonde sabía que debía de estar la puerta, donde forcejeó con la cerradura. Asaltó su olfato el olor a humo de madera y hojas muertas, y el penetrante almizcle de un hombre con el que había yacido muchas veces a lo largo del último año.
Apretó al hombre contra él.
—Theron —susurró. Pero Theron no dijo nada. Basil lo llevó adentro y abrió un postigo de par en par para permitir la entrada de la tenue luz de las estrellas.
Theron tenía el pelo desatado, enmarañado como un ovillo con el que hubiera jugado el gato. Su colorido atuendo de fiesta se veía cubierto de barro y desgarrones. Miraba fijamente a Basil sin articular palabra, con los ojos muy abiertos, impotente.
—Cariño, ¿qué ocurre?
Theron meneó la cabeza y abrió la mano. Una hoja de roble, aplastada y seca, se desintegró en mil pedazos.
—Ya está —dijo Basil—. Ya está. —Apartó el cabello del rostro de su amante. El aliento de Theron apestaba a licor. Tenía los labios secos y agrietados, pero su boca se mostraba ávida todavía. Basil cerró los ojos y se vio cayendo en un mar de verde viejo, hojas de acebo, brillantes contra la nieve de mediados de invierno, y hiedra que crecía a su alrededor, enroscándose en sus piernas, trepando hacia su entrepierna horcada con la inevitable fuerza de la vida.
Sus dedos se habían engarfiado en el pelo de Theron. Despacio, los relajó y bajó la mirada al rostro de su amante, donde Theron se arrodillaba a sus pies. El semblante del muchacho era una máscara de pasión. Las comisuras de su boca se veían manchadas de sangre y simiente. No parecía completamente humano.
Basil buscó en su interior compasión o preocupación y no encontró nada, tan sólo el abrasador torrente de poder sobre la criatura que tenía ante él. Todas las cuestiones relacionadas con la riqueza y la pobreza, con la Colina y la Universidad, con el padre de Theron y el padre de Basil, se reducían a nada ante aquel poder. Era más que deseo. Había algo casi sagrado en ello, tan brillante y abrasador como las llamas de una hoguera.
Empezó a desvestir lentamente a Theron. Su ropa estaba tan empapada que era como quitar la piel de una fruta. Descubrió la enredadera grabada en el pecho de Theron. En la oscuridad iluminada por las estrellas, era como la sombra de hojas sobre su piel pálida. Theron tiritaba de frío, pero Basil lo tendió en el suelo. Al procurar sosiego a su amante, Basil aceptó la semilla del muchacho en su interior sin desperdiciar ni una gota.
Se levantó con la intención de encender una vela, de atizar el fuego, pero el poder que ardía en su cuerpo todavía no había acabado con él. El círculo aún no se había cerrado. Los lazos vienen de tres en tres, pensó, sin saber de dónde venía esa idea. Era como si Theron y él acabaran de crear algo nuevo entre ellos, algo que ninguno de los dos hombres podía contener por sí solo. Les pertenecía a los dos, y debía transmitirse de uno a otro mientras ambos siguieran con vida, fortaleciéndose, demasiado para que cualquiera de ellos pudiera aguantarlo nunca por mucho tiempo, ansiando siempre liberarse y renovarse en el otro.
Basil se sentía a punto de estallar por su culpa. Puso las manos bajo los brazos de Theron, murmuró:
—Ven, señor mío, cariño… —Y él mismo se hundió con fuerza en la cama, ahondó en el cuerpo de su amante y lo llenó de esa cosa para la que no tenía nombre, esa cosa que había tomado de él y que ahora le devolvía, renovada y potente.
Theron profirió un grito entonces, un aullido ensordecedor que Basil pensó que sin duda despertaría a toda la ciudad. No oyó su propio grito de triunfo, pero se descubrió tumbado encima del otro hombre, agotada su pasión poro llena la cabeza de palabras, palabras que exigían ser pronunciadas.
—Ahora —susurró con voz ronca Basil—, ahora el año viejo ha terminado sin duda, y las hogueras se han apagado. Recógete el pelo, mi pequeño príncipe, y ayuna durante los Días Blancos que conectan el año viejo y el nuevo. Nútrete de mi amor, como yo me nutro del tuyo.
Theron se revolvió bajo él y lo miró sin decir nada.
—¿Por qué no me respondes? ¡Contesta! El círculo se ha completado, firme en su compleción —se oyó decir Basil, y supo que era cierto—. Te ordeno, Theron… No, espera. —Con voz serena, dijo—: ¡Hijo de Tremontaine: Alexander Theron Tielman Campion, habla, te lo ordeno!
Theron dejó escapar un jadeo estentóreo, llenándose los pulmones como si surgiera de aguas profundas.
—¡La Caza! —exclamó.
Basil lo acunó en sus brazos.
—Calla —dijo—. La Caza ha terminado, estás conmigo. Lo has hecho bien.
—¿Lo sabes? ¿Cómo te has enterado? —preguntó con ferocidad Theron—. Eran tus hombres, esos estudiantes; ¿ha sido idea tuya?
La hoguera de Basil se redujo a fríos rescoldos, empañada su certidumbre.
—¿Qué tienen que ver mis alumnos con esto? —preguntó, desconcertado—. ¿De qué estás hablando? ¿Cómo me he enterado de qué?
—De la Caza… Putos bárbaros… Me persiguieron, Basil, me abatieron como a un animal… ¡Y eran tus hombres, tus hombres!
—La Caza del Rey. —Basil se incorporó sobre un codo y lo miró—. No lo sé; sólo estaba siendo poético, supongo. ¿Me estás diciendo que mis alumnos te han perseguido esta noche?
—Estaban allí… todos… ¡y también esos norteños!
—Sí… —Le resultaba difícil salir de su ensimismamiento, pero Theron parecía realmente preocupado, y lo único que podía ofrecerle era historia. Basil consideró los precedentes—. He oído que, en los pueblos de los alrededores de Hartsholt, los muchachos todavía se adentran en el bosque con la antorcha, y eligen a uno de ellos
Para que corra delante. Deberías sentirte halagado; siempre escogen al más valiente y apuesto.
—¡Pues que elijan a uno de los suyos y a mí me dejen en paz!
Basil acarició el brazo de su amante.
—Shh. ¿No sabes que eres uno de los suyos? En otra época, habrías sido su rey… como eres el mío.
Theron le cogió la mano, inmovilizándola, obligando a Basil a prestar atención a sus palabras.
—Dímelo. Y dime la verdad. ¿Les pediste tú que lo hicieran?
Basil lo observó con sincera perplejidad.
—¿Yo? ¿Cómo podría? ¿Por qué iba a hacer algo así?
—¡No lo sé; para ver cómo funciona!
Basil se apartó, ofendido.
—No enseño en un colegio de pueblo. Lu representación teatral de escenas de la historia no forma parte de mis clases.
Pero Theron apretó la mano.
—¿Qué escena, Basil? ¿Qué historia estaban representando para ti?
Basil se retorció en su presa.
—No me cargues a mí con las culpas. Es una tradición, no me lo he inventado yo. El rey es cazado… era cazado… por el bien de la tierra. Ojalá supiera exactamente cómo, y por qué. Quizá el Libro del br… —Se mordió la lengua justo a tiempo—. Quizá haya libros que no he leído todavía, que nos revelen más que los cuentos tradicionales del norte. Sé que pocas generaciones después de la Unión, en tiempos de Laurent, tenían una cría de ciervo en los jardines de palacio. Los hijos de la familia real cuidaban de ella; las hijas del monarca le ponían guirnaldas en la cabeza. Cuando el hijo del rey alcanzaba la mayoría de edad, lo soltaban. Sus compañeros y él salían a cazarlo la Última Noche, y siempre lo mataba con sus propias manos.
—Eso sale en Vespas —dijo Theron. Distraído por fin, se aovilló en los brazos de Basil—. Siempre me ha parecido algo espantoso, abatir un animal al que uno mismo ha criado.
—Precisamente ésa podría ser la cuestión. Creo que el ciervo era un sustituto del hombre. Un antiguo relato épico versa sobre cómo el rey era el ciervo, literalmente. Lo cual podría ser una simple licencia poética… a menos que se crea que los brujos lo transformaban de alguna manera en un animal. Puesto que eso es imposible, debía de ser un hombre lo que solían cazar; tal vez alguien cubierto con una piel de ciervo, o coronado con su cornamenta.
—¿Lo mataban al capturarlo?
—No. Lo nombraban rey. —La cabeza de Theron pesaba sobre su pecho—. «El que era el ciervo ha matado al ciervo», dice un poema, un fragmento, seguramente un elogio de la figura del rey. A ti te entusiasma la poesía; resuélveme ese acertijo y te nombraré historiador honorario.
—Tus alumnos me odian —murmuró Theron, soñoliento—. Me culpan por apartarte de ellos.
—Eres mío —susurró Basil contra sus cabellos—. No permitiré que nadie te haga daño. Eres la alegría de mi corazón, y la fuente de todo mi gozo. —Sintió cómo se acompasaba la respiración de Theron. Le envolvió el hombro desnudo con un pico de la manta. Theron se estremeció, tosió, y volvió a toser. Basil alargó un brazo por encima de él para alcanzar la taza de agua que guardaba junto a la cama, lo incorporó y se la ofreció, diciendo—: ¿Beberás, mi señor?
Theron soltó un hipido, más dormido que despierto. Pobre criatura, sabrá dios cuánto vino ha bebido esta noche, o cosas peores. Basil pegó el canto de la taza a los labios de Theron, vio cómo bebía y volvió a recostarlo.