Capítulo I

No mucho antes de mediados de invierno, Basil de Cloud llegó a casa una tarde desapacible para encontrarse con una hoja de papel debajo de su puerta: una invitación a cenar esa noche en casa del doctor Leonard Rugg. Anguila a las 6:30, ponía, con Cassius y Elton. Hónranos con tu presencia. L. R.

Se quedó en el marco de la puerta, contemplando su mesa atestada, y pensó que preferiría trabajar. Su soñolienta ambición despertó en ese momento y le aconsejó que pensara en su propio interés por una vez y encajara la regañina por haber abandonado a sus alumnos. Además, le susurró el orgullo, quizá a Campion le viniera bien dejarse caer por la calle Minchin una noche y encontrar a su amante ocupado en otro lugar.

De modo que Basil envió al portero a la casa de Rugg con un educado mensaje de aceptación, y se encaminó a la vivienda del mordaz metafísico decidido a tragar todo lo que éste tuviera a bien ofrecerle.

Los aposentos de Leonard Rugg daban fe de la popularidad de sus clases. Poseía una sala de estar y un estudio además de un dormitorio y un trastero helado, donde su criado Barkis dormía junto a los barriles de cerveza. Entre otras tareas, Barkis se encargaba de preparar comidas sencillas en el fuego de la sala de estar: tostadas, agua caliente para el chocolate y ponche. Todo lo demás provenía de la casera o, en ocasiones de gala, del bodegón de la esquina. Puesto que la especialidad del establecimiento era la anguila en gelatina, anguila en gelatina era lo que solía ofrecer Rugg a sus invitados cuando le daba por abrir las puertas de su hogar; anguila en gelatina y un clarete de Ruthven más que decente.

El hueco de la escalera olía ligeramente a anguila y fuertemente a humo de chimenea. Mientras De Cloud subía los escalones hasta la puerta de Rugg, lo asaltó el incómodo recuerdo de notas que no había respondido, citas a las que no había asistido y conversaciones evitadas o abreviadas a fin de hacer tiempo para las seductoras tutorías de Theron Campion en los placeres de la carne. Elton y Cassius —y Rugg, sobre todo— sin duda debían de sentirse ofendidos por su reciente conducta, y Basil no sabía muy bien cómo iba a apaciguarlos. No pensaba disculparse por hacer lo que tanto deseaba, por codiciar un gozo como nunca se había imaginado.

Por consiguiente, cuando Basil llamó con los nudillos a la puerta de Rugg lo hizo sin sentirse demasiado cómodo. Cuando Barkis le franqueó la entrada, no le sorprendió ver a los tres amigos reunidos ya alrededor del fuego como los Tres Sabios de Huffington, vasos de vino en ristre, una botella vacía a sus pies y una segunda abierta junto a la primera.

El astrónomo levantó su vaso a modo de saludo y Cassius dijo:

—Te debo diez cobres, Elton. No pensé que fuera a venir.

—Sólo apuesto sobre seguro —dijo Elton—. Me alegro de verte, Basil, y Cassius también, aunque ponga cara de vinagre.

—Claro que me alegra verlo —se defendió Cassius—. Nunca he dicho lo contrario.

Su anfitrión se levantó, vaso en mano.

—No te quedes en la puerta, hombre… Hace frió. Pasa. Barkis, otro vaso para aquí, y una botella nueva. Mi querido amigo parece sediento.

Era como si todos hubieran cenado juntos ayer. De Cloud se relajó un poco. Rugg le llenó el vaso de clarete de Ruthven y regaló los oídos de su compañía con un picante relato acerca del catedrático de Retórica, Harris, y su último amante.

—Analfabeto, tengo entendido —dijo Cassius cuando se hubieron apagado las risas—. Un cortabolsas de la Ribera.

—¿Por qué asumes inmediatamente que se trata de un delincuente? —objetó Elton—. Reconozco que la mayoría de los rateros viven en la Ribera, pero decir que todos los ribereños son unos cortabolsas es absurdo. A lo mejor es un estafador, o un timador, o un ladrón de casas, o un apandador de medio pelo, o un espadachín…

—O un puto —concluyó Rugg—. Con mucho la opción más probable. Creo que deberíamos cenar ya. Barkis, las anguilas.

Mientras degustaban la anguila en gelatina, la conversación giró principalmente en torno a la política. Elton se llevaba a matar con Sanderling, de Astronomía, a cuenta del tema del movimiento de las esferas. El doctor Sanderling suscribía la antigua creencia de que todos los cuerpos celestes visibles en el firmamento nocturno giraban en torno a la Tierra. Elton, que había estudiado matemáticas además de astronomía, había llegado a la teoría de que la Tierra, y posiblemente también todo lo demás, giraba alrededor del sol. Cassius lo respaldaba inspirado por las matemáticas; Rugg, por la amistad que los unía. Personalmente, De Cloud opinaba que todo aquel tema era tan poco interesante como importante, puesto que las cabriolas relativas del sol y la Tierra no surtían ningún efecto visible sobre la historia de la humanidad. Pero apoyaba por entero la metodología de Elton.

—Ése es el problema, ¿verdad? —preguntó retóricamente, con el tenedor detenido a medio camino de la bandeja—. La vieja guardia se niega a aceptar que pueda aprenderse algo nuevo contemplando los cielos, leyendo documentos antiguos o

Experimentando con sistemas numéricos, como hizo Cassius en esa monografía que tanto revuelo causó el año pasado. Creen que todos los datos importantes ya se conocen, y que lo único que le queda por hacer a un estudioso es rellenar los métodos destinados a interpretarlos. Lo cual es absurdo.

Cassius tragó el bocado que estaba masticando.

—Exacto. La investigación, sobre todo la investigación científica, debería basarse en hacer nuevos descubrimientos, no en rumiar incesantemente los viejos.

—Y más si esos descubrimientos son erróneos —convino Elton—. Con todas las vueltas que ha dado la facultad de Astronomía un año tras otro para conseguir que sus teorías encajen con las observaciones, y tienen la respuesta justo delante de las narices. ¿Por qué no pueden aceptar que no cabe cargar con las culpas a sus instrumentos u observaciones, sino a sus estúpidas y anticuadas teorías?

—Porque entonces tendrían que asumir que han sido unos memos tan ciegos como estrechos de miras —dijo Rugg—. No se les puede culpar por resistirse a admitir que han desperdiciado sus vidas estudiando estupideces.

—Sí que se puede —objetó De Cloud—. ¿Por qué querría obstinarse ningún estudioso de verdad en el encubrimiento de falsedades cuando podría estar descubriendo la verdad? Fijaos en Crabbe, por ejemplo. Está desperdiciando una buena mente analítica en otro comentario más sobre Delgardie cuando lo que tendría que hacer es peinar los archivos de la Casa de Halliday o la de Hartsholt en el norte, en busca de diarios y cartas que nos digan qué sucedió allí realmente después de la Caída.

—Como has hecho tú —dijo Rugg, sucinto.

—Como he hecho yo —reconoció De Cloud—. Bueno, no he investigado las casas nobles, todavía no. No es realmente necesario: he encontrado multitud de documentos originales en los archivos. Y permitid que os diga, hasta el nieto de Anselmo, Tybald el Férreo, los reyes no eran tan malos como los pintaba Vespas, ni los nobles tan inmaculados. Todo tiene sentido cuando uno sabe exactamente qué hacían los reyes en el norte antes de la Unión. Cuando termine mi nuevo libro…

—Bueno, ésa es la cuestión, ¿no? —lo interrumpió Cassius—. Cuando termines tu nuevo libro, ¿cómo piensas eludir la censura?

—Los reyes fueron depuestos hace doscientos años, Cassius. No ha habido nunca un serio pretendiente al trono.

Rugg frunció el ceño.

—¿No reunió una vez un ejército un tal Herriott?

—Sesenta granjeros, desnudos como su madre los trajo al mundo y armados con palos rematados en punta —dijo Basil— no constituyen ningún ejército. El propio Herriott estaba loco de atar. Y de eso hace ochenta años. Va siendo hora de que

Enseñemos la verdad, no ficciones políticamente convenientes inventadas por un Consejo asediado y precavido en tiempos de nuestros bisabuelos. Hoy en día no tenemos nada que temer, seguro.

Rugg levantó el vaso para que Barkis lo rellenara.

—De hecho, queríamos hablarte de eso, De Cloud.

—¿De la verdad?, preguntó con aparente indiferencia De Cloud, aun que la sangre había comenzado a acelerarse incómodamente en sus venas. —¿O de Herriott?

—De política —dijo Elton—. Ya sabes que nunca se te ha dado bien.

De Cloud soltó su tenedor con cuidado y se enjugó los labios grasientos con el dobladillo de la manga de su túnica.

—Soy el doctor más joven de la Universidad, Elton. No veo que mi falta de interés por la política me haya hecho ningún daño.

—No —corroboró Rugg—, mientras era obvio que lo único que te interesaba era la historia antigua. Historia antigua, una materia poco llamativa. La mitad se ocupa de cuentos de hadas y la otra mitad, según tus palabras, es mentira. Si no tuviera asignada una cátedra tan suculenta económicamente, dudo que se siguiera enseñando. En lo que a mí se refiere, opino que la metafísica y la retórica nos enseñan todo cuanto uno necesita saber sobre los antiguos.

—Entonces no entiendo por qué no puedo decir lo que me plazca —repuso De Cloud—. Aunque tampoco estoy de acuerdo contigo, naturalmente. No sé cómo esperamos considerarnos cultos sin comprender de dónde venimos, si conocer lo malo y lo moralmente ambiguo además de lo bueno. Pero si los gobernadores opinan lo mismo que tú, debería poder predicar el regreso de los reyes por las esquinas sin arriesgarme a suscitar nada más que abucheos.

Cassius suspiró.

—Bueno, ésa es la cuestión. Mientras no se trataba más que de clases dramáticas repletas de coloridas anécdotas, pequeñas monografías sobre las polvorientas raíces de leyes abstrusas y El origen de la paz, eras un académico brillante. Lo que revelabas era agradablemente emocionante, como escuchar a tu abuelo rememorando las diabluras que cometía de chico. No tenía nada que ver con el mundo real.

Elton miró de reojo el semblante inexpresivo de De Cloud.

—Cassius, eres un cretino. Ahora estará demasiado enfadado como para escuchar nada de lo que digamos.

—No, Elton, no estoy enfadado —espetó De Cloud—. O sí, pero el doctor Cassius no ha dicho nada más que lo que ya sospechaba. Estoy agradecido por el desdén que ha animado a los gobernadores a permitirme enseñar y publicar a mi antojo. Sin embargo, no acabo de entender por qué me decís esto ahora.

Los tres hombres cruzaron la mirada, y Rugg dijo:

—Es este asunto de Campion, De Cloud. Es improcedente. Ensucia tu pureza.

Basil, debatiéndose entre la rabia y el asombro, apenas podía articular palabra.

—¿Pureza? —balbució—. ¿Cómo te atreves tú a hablarme de pureza, Rugg, grandísimo putero? La facultad de Matemáticas tendrá que inventar números nuevos para llevar la cuenta de tus amantes.

—Condenado santurrón engreído masculló Rugg mientras se servía más vino. —No sé para qué me molesto.

—Te lo habías ganado, Rugg —dijo Elton—. Escucha, Basil. La madre de Theron Campion es la viuda de un duque, da clases en la facultad de Cirugía, y tiene poder e influencia suficientes como para sufragar una beca de Matemáticas… para mujeres, además. Oh, sí, el trato está cerrado; los gobernadores no consiguieron bloquearlo, por más que se esforzaron. Su prima es duquesa. El mismo Campion es alguien muy rico y poderoso, o lo será algún día. ¡Ya lo llaman el Principe de la Ribera! Convertirse en el amante de este hombre es un movimiento político, Basil, tanto si lo habías planeado así como si no, y poco afortunado. Te tiñe de intriga y patronazgo cuando tu punto fuerte era un anonimato absoluto y evidente.

Basil se puso en pie de repente, haciendo añicos su plato contra el suelo.

—¿Anonimato? ¿Cómo te atreves? Mi punto fuerte es, o debería serlo, la originalidad de mi investigación, el rigor de mis argumentos. El que sea amante de un noble o violador de perritos falderos no debería suponer ninguna diferencia mientras sea mejor estudioso que Roger Crabbe. Y lo soy.

Se produjo un instante de silencio mientras Basil fulminaba de una ojeada a los tres hombres, que le devolvieron la mirada, incómodos. Basil decidió que ya podía irse, tras haber dicho y escuchado hasta la última palabra que se merecía el tema, en su opinión.

—Doctor Rugg —dijo con aspereza—. Doctor Elton, doctor…

—Oh, siéntate, Basil —dijo con voz cansada Elton—. Por supuesto que tú eres mejor estudioso que él. Lo que significa tu relación con Campion es que ahora vas a tener que demostrarlo.

—Mi libro no estará listo. He encontrado material nuevo…

—Al cuerno con tu libro —dijo Rugg—. No necesitas ningún libro. Lo que necesitas es drama, espectáculo, necesitas…

—Un desafío —terminó la frase por él Elton.

Todo el mundo miró a Basil con expectación. Se sentó despacio para pensar en ello.

Los desafíos académicos, al igual que los de espadachines, escaseaban de un tiempo a esta parte. El último que podía recordar De Cloud fue cuando un par de Derecho se había enfrentado a un doctor ya consagrado delante de los gobernadores

De la Universidad por el derecho a que lo nombraran doctor sin haber publicado nada. Había perdido, naturalmente. Era un orador brillante, pero eso no había bastado. Las palabras no hacen sangre, y la decisión última recaía sobre los gobernadores, que rechazaron su solicitud. Las normas son las normas, después de todo; y los demás maestros, que habían publicado obedientemente sus tesis en su momento, no pusieron ninguna objeción.

—Si se trata de simple política, como aseguráis —dijo Basil—, ¿qué les impide a los gobernadores decidir en mi contra de antemano, como hicieron con aquel pobre par de Derecho?

—Bueno, existe el riesgo —reconoció Elton—. Pero una vez se haga público el debate, donde todos puedan oírlo, si tienes pruebas que demuestren que Crabbe sólo dice tonterías, tendrán que concederte a ti la cátedra de Horn. Eres famoso; será un escándalo si no lo hacen.

—Pero es que nuestras materias son tan distintas —objetó Basil—. Su especialidad es la misma que la de Tortua: la caída de la monarquía y el gobierno del Consejo de los Lores. La mía es siglos más antigua. ¿Sobre qué podría versar el debate?

Elton se inclinó hacia delante, animado.

—Sobre metodología, por supuesto. En un futuro previsible, la metodología va a ser el verdadero tema de debate en esta Universidad. Con que consiguieras pillarlo en falta con algún detalle, algo con lo que te hayas topado mientras buscabas otra cosa… Ya sabes a qué me refiero.

De Cloud asintió despacio con la cabeza.

—Entonces —dijo Cassius, retomando el hilo de Elton— podrías lanzarte a una disquisición sobre recursos primarios e información pura, y dejar al doctor Cabrón con la cabeza enterrada en la arena.

Basil reflexionó un momento.

—¿Qué tendría que hacer?

Rugg se mostró encantado de explicarle el procedimiento, cosa que hizo, con pelos y señales, mientras Barkis limpiaba los restos de la cena y otra botella de clarete mordía el polvo. A De Cloud pronto empezó a darle vueltas la cabeza, saturada de vino y reglas oficiales del desafío académico.

—Antaño —dijo, meditabundo—, los aprendices de brujo se desafiaban mutuamente y el perdedor terminaba sus días como un cuervo, una muía, u otro bicho parecido.

Se produjo un denso e irritado silencio.

—Te convendría eludir el tema de los brujos —dijo Cassius, al cabo.

Rugg asintió.

—De hecho, te prohíbo que los menciones. No, escúchame, Basil. Soy mayor que tú y tu amigo, y sé lo que me digo. Empieza a hablar de brujos, y la tarea se te pondrá mucho más cuesta arriba.

—Astronómicamente —subrayó Elton.

—Al cuadrado —acotó también Cassius, para no ser menos.

Rugg no les hizo caso.

—Nadie se dará cuenta de lo brillante que es tu argumento si se están tronchando de risa con tu premisa. Prométemelo, Basil. Prométeme que te mantendrás apartado de los brujos y todos sus tejemanejes.

Basil paseó la mirada por los rostros de sus amigos, sonrojados por el vino, la luz de las llamas y el apasionamiento.

—No puedo prometer nada a propósito de los brujos —dijo por fin—. Pero evitaré hablar de magia, si puedo. No quiero avergonzaros. Y estoy empeñado en ganar.

Rugg suspiró.

—Habrá que conformarse con eso, supongo. Ahora bien, los debates se celebran tradicionalmente en primavera, durante la época del festival. Eso significa que deberás retar a Crabbe en cuanto pase el solsticio de invierno.

—¡En primavera! —se quejó Cassius—. ¿Qué dramatismo tiene si vas a desafiarlo tres meses antes de debatir con él? Para entonces todo el mundo estará aburrido del tema.

—Así tiene uno tiempo de prepararse —señaló Elton.

—O de dejar la ciudad —dijo Cassius.

La reunión terminó muy tarde, con todos los participantes bastante bebidos y su camaradería renovada por la conspiración.

—Nunca me ha caído bien Crabbe —confesó Rugg con voz sonora mientras el fuego languidecía—. Bastardo sin sentido del humor… Parece que tenga un palo de escoba metido en el culo, ¿eh? No me importaría meterle uno en el ojo.

—Los pensadores inn… innov… modernos tenemos que apoyarnos unos a otros —declaró Elton—, rascarnos la espalda mutuamente. ¿Tú me rascarías la espalda, Basil?

—Hasta el hueso, Tom —dijo acaloradamente Basil—. De día o de noche. Tú pide. Tú también, Leonard, Lucas. Me habéis salvado la vida. Haré lo que queráis.

—Líbrate de Campion —dijo Elton. Al ver que Basil se crispaba, enfadado, agitó en el aire una mano lánguida—. Perdona. Tenía que intentarlo. Es por aprecio, ¿sabes?

Solo, para variar, Basil vio cómo la luna trazaba su camino por los paneles de la alta ventana inclinada sobre su cama, duplicándose al recorrer un tramo de cristal imperfecto.

Que se mantuviera alejado de los brujos. Si ellos supieran.

—Los secretos se enconan —le murmuró a la luna—. Hay que sacar el conocimiento a la luz. —Rodó de costado, tanteó debajo de la cama en busca de la caja que contenía el Libro, lo sacó y lo sostuvo en sus manos. Si pudiera sacar sus secretos a la luz, pensó, rompería la promesa que le había hecho a Rugg en un abrir y cerrar de ojos. Pero el significado de sus hechizos estaba sellado tan firmemente como los labios de los difuntos brujos que los habían pronunciado en el pasado.

Basil encendió una vela, acercó una página a la llama, luego a su ventana sesgada. Pero ni el fuego ni la fría luz de la luna podían alumbrar el sentido de aquellas palabras, tan cerradas e impenetrables como una noche sin estrellas. Pasó los dedos con suavidad por los renglones espinosos e indescifrables. Su misma incomprensibilidad le hablaba de poderosos ritos ejecutados por maestros del viento, la tierra y el deseo humano, que habían codificado su sabiduría en un idioma secreto para mantenerla a salvo. La magia era real. Tenía que serlo. Podía sentirlo en sus dedos al pasar las suaves páginas de piel, milagrosamente flexibles aún después de tantos siglos. Podía verlo en la contumacia de las palabras, que nunca le parecían tan extranjeras como cuando intentaba transcribirlas.

Basil sacudió la cabeza. Había bebido más de la cuenta, eso era todo. La magia no era real. Ahora no. Pero para estos brujos desterrados, entrenados en sus hechizos, inmersos en tradiciones, ritos y conocimientos transmitidos de un maestro a otro, oh, para ellos había sido tan real como la luz del sol. De esto estaba seguro. Al menos, eso era lo que le decía el libro.

El libro le decía eso a él, pero ¿qué les diría a los demás? La intangibilidad de sus pruebas era un motivo para prestar atención a la advertencia de Rugg sobre no revelar que los brujos eran el nuevo foco de sus estudios, y mucho menos su fuente. Otro era el tangible y sumamente embarazoso hecho de que leer el libro sumía invariablemente a Basil en unas ensoñaciones eróticas tan violentas como explícitas. Pensar en el libro equivalía a pensar en Theron y en las cosas que a Basil le gustaría hacer con él. Basil no se atrevía a enseñarle el libro a Theron. Y esta noche había quedado claro que no tenía sentido compartir su descubrimiento con Elton ni Cassius, ni siquiera con Rugg.

Era demasiado pronto para mostrar su mano, se dijo. No sabía lo suficiente sobre él. Debía estudiar los cuadernos de Arioso, cotejar los comentarios, ver qué podía averiguar sobre los brujos que habían puesto sus nombres a las notas y conjeturas del libro de hechizos, investigar el sello de la caja de documentos, convertirlo todo en historia: documentada, analizada, a salvo en el pasado. Cuando hubiera hecho todo

Eso, escribiría un libro al respecto, y ese libro sería el análisis histórico más importante de su tiempo. Con él, conseguiría la cátedra de Horn, sin necesidad siquiera del dichoso debate de Rugg. Pensaba dedicárselo a Theron.

Entre tanto, no obstante, había muchas cosas por hacer.