Durante la ausencia de su magister, el núcleo del alumnado de De Cloud siguió reuniéndose, aunque no en LeClerc. Max, el propietario del Nido del Pájaro Negro, suspiró al verlos aparecer por segundo día consecutivo a las diez de la mañana, ávidos de comida, bebida y conversación, sin que entre todos reunieran las monedas necesarias para pagar una taza de caldo. Estaba dispuesto a extenderles el crédito (se quedaría sin clientes si no lo estuviera), y sabía que alguien acabaría zanjando la deuda, tarde o temprano. De modo que sirvió a los estudiosos de historia antigua de De Cloud y volvió a llenarles las jarras en cuanto las vaciaban, incluso cuando uno de ellos se emborrachó tanto que apenas podía acercarse el recipiente a los labios.
El borracho era Henry Fremont, que intentaba ahogar la pérdida de una inocencia que, como él mismo se encargaba de proclamar a gritos, no había poseído jamás. Fremont se preciaba de haber nacido ya con el afilado cinismo que lo caracterizaba. Esto era algo que no creía nadie más aparte de él, y estaba solo en su consternación ante la magnitud de la furia que le inspiraba lo que, en su opinión, era una traición por parte del magister. Había llegado a contarle a Vandeleur la verdad acerca de la ausencia de De Cloud aquella misma noche, yendo a buscar a Benedict a la habitación que compartía con Justis Blake.
La respuesta de Vandeleur había sido decepcionante.
—Llegas un poco tarde a la fiesta, Fremont; Blake ha desembuchado ya. Así que el prodigioso doctor De Cloud es humano después de todo. Y con Theron Campion, además. Cómo se prodiga ese muchacho. Yo no sé qué le ven, claro que prefiero las chicas de Madre Betty. Hay una rubita allí, Henry, que sería capaz de consolarte aunque se acabara el mundo. Pago yo. ¿Qué me dices?
Fremont había dicho que no, entre muchas otras cosas que Vandeleur sólo le perdonaría a alguien dolido, y había partido en busca de oídos más comprensivos. Que no encontró. A excepción de Lindley, que le había retirado la palabra, todos los alumnos de Basil tendían a considerar la caída del pedestal de su profesor con tolerancia e indulgencia.
—¿Y por qué no tendría que pasarse dos días en la cama con su nuevo amante? —había querido saber Peter Godwin—. Le vendrá bien, y a nosotros nos dará tiempo para trabajar en algunas de esas cuestiones que nos ha pedido que investiguemos. No te creerías el desorden que hay en los archivos de Godwin.
—Ésa no es la cuestión —dijo Henry—. Creíamos que estaba escribiendo, y en vez de eso está fornicando. Debería estar dando clases y no retozando con Theron Campion. Theron Campion. Menudo. ¡Pero si ni siquiera es historiador!
—¿Celoso, Fremont? —inquirió Alaric Finn, lo que inspiró a Henry para intentar arrancarle la nariz de cuajo. Por suerte, estaba demasiado ebrio como para hacer nada más que caerse del banco de costado, lo que apenas provocó la menor perturbación.
Un par de compañeros de Henry lo levantaron, le sacudieron el polvo y lo dejaron apoyado contra la pared. Enfurruñado, aceptó una jarra nueva y se sumergió en ella mientras la conversación se desarrollaba a su alrededor. Al final dijo, con voz alta y airada:
—Ya está bien. Se acabó. Basta de hablar de putos reyes muertos. Basta de hablar de putos historiadores antiguos, metafísicos o et… éticos. Me paso a la astronomía.
—Tómatelo con calma —repuso Vandeleur—. Todos sabemos que el movimiento de las estrellas te interesa lo mismo que beber agua del caño. Si el doctor De Cloud no es lo suficientemente puro para ti, vete con tus monedas de plata al doctor Crabbe, o a Wilson, o a Ferrule.
Henry lo observó con los ojos inyectados de sangre.
—¿El doctor Crabbe? Preferiría mamársela a un cabrito. Con él todo es política y ambición. La verdad le importa un comino. Lo único que le interesa es lamer los culos apropiados para poder plantar el suyo en la cátedra de Horn.
Blake levantó la cabeza en el rincón donde estaba leyendo.
—Eso no es justo, Fremont —dijo—. Yo tampoco soporto a Crabbe, pero a su manera es un buen experto.
—Eso —se burló Henry— es como decir que el que roba su pan es tan buen panadero, a su manera, como aquél que se levanta al amanecer para hacer la masa.
—Por lo menos roba sólo de las mejores panaderías —acotó Godwin, cuyo comentario fue recibido con risas generalizadas.
Henry, como cabía prever, no le veía la gracia. Estaban hablando de su vida, su futuro, su integridad.
—Vale, ya está —murmuró con voz tétrica—. Me queda la astronomía. O el sacerdocio. O el suicidio.
Vandeleur exhaló un suspiro.
—Empiezas a volverte aburrido, Fremont. Deja la Universidad, hazte oficinista o ve a descargar barcos a los muelles. Estoy harto de tu angustiada santurronería. —Paseó la mirada por el pequeño grupo—. En la Vaca Pinta hay un violinista que sería capaz de conseguir que una rana muerta brincara de nuevo. Y costureras de sobra con las que bailar. ¿Qué me decís?
La respuesta de Fremont fue tan grosera como cabía esperar. Vandeleur le pegó un suave coscorrón que le hizo emitir un ruidito de protesta y desplomarse de bruces encima de la mesa, donde lo dejaron roncando en un charco de cerveza.
La mañana siguiente encontró a Basil de Cloud nuevamente en LeClerc, tal y como había prometido, tratando los matices de las negociaciones de boda de Alcuin con la reina Diane. Llevaba puestos guantes, capa y abrigo contra el frío, tenía los párpados hinchados y se mostraba frenéticamente jovial. Si Vandeleur y Godwin hubieran sido capaces de resistirse a correr la voz sobre lo que había estado haciendo los dos últimos días, quizá sus alumnos habrían pensado que se había levantado heroicamente de la cama donde languidecía para darles clase. Así las cosas, hasta el último de ellos sabía que era la pasión y no la enfermedad lo que enronquecía la voz del joven magister y le prestaba brillo a sus ojos. Aparte de alguna que otra risita cuando usaba las palabras «correr» o «cama», los estudiantes consiguieron comportarse relativamente bien. Si Theron Campion hubiera decidido asistir a clase ese día, quizá se hubiera producido algún incidente; pero, prudentemente, no lo había hecho.
Anthony Lindley estaba allí, sentado junto a Alaric Finn, con el cual había trabado una improbable amistad. También estaba allí Justis Blake, inescrutables sus sólidos rasgos, tomando apuntes estoicamente. Peter Godwin y Benedict Vandeleur se hallaban asimismo presentes, al igual que el resto de los estudiantes de pago, a excepción hecha de Henry Fremont.
En un pequeño cuarto encima de una casa de empeños, Henry Fremont se despertó al fin con el sonido de las campanas que le decían que iba a llegar muy tarde a la clase del doctor De Cloud. Al principio lo asaltó el pánico, y después la impresión de tener la cabeza llena de puñales, la boca de hojas secas, y el estómago de cucarachas. Para cuando se hubo librado de éstas en el bacín y enjuagado la boca con un poco de cerveza que su compañero de cuarto había tenido la consideración de dejarle, se había acordado ya de que el doctor De Cloud era un hipócrita y un sátiro al que le preocupaba más su placer que sus alumnos. Tras salir al patio con paso vacilante y llenar un cubo de agua helada con que lavarse la cara, y comerse un pico de pan duro, ordenó más o menos los hechos ocurridos la noche anterior y empezó a preguntarse qué iba a hacer ahora.
No podía quedarse en la Universidad, eso estaba claro. Había sido traicionado y humillado, no sólo por De Cloud, sino por los hombres a los que consideraba sus amigos. Se habían reído de él, ahora lo veía, se habían burlado de su dolor. Incluso Blake. Incluso Lindley, que estaba más cerca de ese chiflado de Finn que sus
Apestosos paisanos del norte. Por un momento, Henry sopesó la idea de tirarse por la ventana o al río, pero eso sólo era la resaca. No era un completo inútil… Recordaba que alguien se lo había dicho la noche pasada, alguien que lo había encontrado de rodillas en la cuneta, arrojando cerveza. Le había prestado a Henry un pañuelo para que se limpiara la cara y un hombro para apoyarse mientras lo llevaba hasta la puerta de la casa de empeños. Un desconocido… las lágrimas afloraron a los ojos de Henry… un desconocido había cuidado de él mientras sus supuestos amigos lo abandonaban.
Henry se puso en pie de un salto, se agarró a una silla hasta que se le despejó la vista, recogió su chaqueta del suelo y se registró los bolsillos. Allí estaba su bolsa, con dos cuartos de bronce dentro, un trozo de carbón, un elegante pañuelo de batista, muy sucio, y un cuadrado de cartón inscrito con el nombre de Edward Tielman y una dirección en la calle Fulsom.
Pocas horas después, podía verse una figura alta y escuálida como el poste de una valla al que se le hubiera echado una túnica por encima cruzando la Ciudad Media, deteniéndose de vez en cuando para pedirle indicaciones a algún tendero. Llevaba el pelo recogido en una larga cola de rata sujeta con hilo negro, su rostro se veía rosado alrededor del bulto morado que era su mejilla magullada, y tenía los ojos tan claros como se los había podido dejar el infalible remedio contra la resaca de Bet. Llevaba la camisa limpia, el traje cepillado, y la toga lavada y planchada por la caritativa lavandera que vivía enfrente de él al otro lado del rellano. No sabía muy bien adónde iba ni qué ocurriría cuando llegara allí, pero por lo menos había dejado de desear estar muerto, lo que ya era algo.
La dirección de la calle Fulsom no pertenecía a ningún comercio u hospedaje, como había esperado Henry, sino a una vivienda privada de gran tamaño, con escalones que subían hasta la puerta y un aldabón de bronce bruñido con forma de cabeza de dragón. Picado en su curiosidad, Henry lo accionó, y fue respondido casi inmediatamente por un individuo hierático que sólo podía ser un criado. Sintiéndose fuera de lugar por completo, Henry le mostró la tarjeta al hombre y dijo:
—No me vengas con que tu señor no está en casa. Me espera.
El criado se hizo a un lado para permitirle pasar a un vestíbulo angosto empapelado con franjas blancas y de color cereza.
—Resulta, señor —dijo con voz meliflua—, que maese Tielman no está en casa, efectivamente. Pero me ha encargado que lo lleve a la biblioteca, si tiene usted la bondad de esperar.
Henry, aunque altivo, tuvo la bondad de esperar. Se dejó guiar a una acogedora estancia rodeada de vitrinas abiertas, declinó el brandy que le ofrecieron y se quedó a
Solas con los libros de Tielman. Cuando éste entró en la habitación un rato después, encontró a Henry sentado con las piernas cruzadas encima de la chimenea, con una pila de libros a su lado y un volumen en folio abierto sobre el regazo.
—¿Es el tratado de Rafael sobre las aves eso que tienes ahí o El linaje de las casas nobles? —inquirió amigablemente Tielman.
Henry se incorporó violentamente de un respingo y fulminó con la mirada a su anfitrión.
—¿Siempre se cuela en las habitaciones sin avisar —rezongó— o sólo le interesa pillar a pobres estudiantes tocando sus preciosos libros? No debería haberme dejado esperando en la biblioteca si no quería que los leyera.
Tielman levantó las manos.
—Inocente, lo juro. Están ahí para leerlos. Me alegra que hayas encontrado algo de tu gusto. —Se sentó en un sillón rozado por el uso y apoyó los pies en el reposadero—. Quédate ahí si quieres, y acaba lo que estabas leyendo. Le he pedido a Fedders que traiga chocolate, pan y queso. ¿A menos que prefieras cerveza?
Impertérrito, Henry dijo que prefería el chocolate, y se quedó sentado en la alfombra frente a la chimenea, nervioso, fingiendo interesarse por las líneas de sangre de la Casa de Tremontaine hasta que llegó el criado con una bandeja enorme, la cual depositó en la mesa junto al codo de su señor antes de retirarse.
Edward Tielman cogió un trozo grande chocolate con unas pinzas de plata y empezó a rallarlo.
—¿Leche o crema? —preguntó.
Henry se estremeció.
—Agua —dijo—. Y azúcar.
—Por supuesto. —Tielman batió un chorlito humeante en una taza, le añadió tres cucharadas de azúcar y se lo ofreció al flaco estudiante.
—A ver —dijo Henry, ignorando la taza—. Usted quiere algo de mí. Debe de quererlo. Nadie invita a un desconocido a su casa, visto por última vez borracho como una cuba, y lo agasaja con chocolate, pan y queso sin un buen motivo. Ni siquiera sabe cómo me llamo.
—Henry Fremont —dijo prontamente Tielman—. Y tienes toda la razón, quiero algo de ti. ¿Vas a coger esta taza o no?
Henry dudó, cerró El linaje de las casas nobles, y aceptó el chocolate de manos de Tielman. Cogió a continuación un pedazo de pan y queso, y antes de darse cuenta, estaba repantigado entre los libros que había sacado de las estanterías, despojado de su túnica al calor de la lumbre, bebiendo chocolate y poniendo en duda las raíces históricas del Consejo de la ciudad. Ya casi se le había olvidado que esto era algo más aparte de una velada social cuando se abrió la puerta de la biblioteca y Fedders dijo:
—Lord Nicholas Galing, señor.
Henry se puso de pie tan deprisa que volcó su taza, afortunadamente vacía. Para cuando la hubo enderezado, lord Nicholas había estrechado ya la mano de su anfitrión y se erguía sobre Henry como un sabueso sobre una rata, esperando a ver si mordía.
—Éste es Henry Fremont, Galing —dijo Tielman—. Está en la Universidad, estudiando historia con el doctor Basil de Cloud. Maese Fremont, mi amigo lord Nicholas Galing.
Fremont miró con altanería al joven señor. Desprendía una abrumadora aura de opulencia: atuendo elegante, el lustroso cabello castaño rizado en la frente y la nuca, los labios voluptuosos, muy rojos. Alrededor de la misma edad que De Cloud, estimó Henry, aunque la ropa y su expresión calculadora lo avejentaban. Típica, condenadamente noble, presentándose sin avisar, esperando que lo colmaran de atenciones. Sólo que no había sido sin avisar; Tielman debía de haberlo organizado todo.
—¿Se supone que tengo que levantarme de un salto, decir que estoy encantado de conocerlo y lamerle las botas? Bueno, pues no, estoy muy cómodo donde estoy, y no me gusta el sabor del calzado.
Galing se volvió hacia Tielman con las cejas enarcadas. Tielman se rió.
—Es brillante, es observador, posee una memoria excelente, su conocimiento de la política es impecable, y tiene un fuerte, si bien no demasiado sutil, sentido de lo que es correcto y lo que no. También es increíblemente grosero.
—Eso explicaría ese rosetón en la mejilla —dijo Galing, mientras Fremont se quedaba mirando a Tielman con los ojos como platos—. ¿No podrías haber encontrado a alguien con una pizca más de decoro?
—No le hace falta —repuso Tielman—. Estábamos tomando chocolate, Galing. ¿Te apetece un poco? —Galing asintió con la cabeza—. ¿Más chocolate, maese Fremont?
A Fremont, que se debatía entre la rabia y la curiosidad, no se le ocurrió nada que decir salvo:
—No me gusta que jueguen conmigo. —Esas palabras no expresaban adecuadamente sus sentimientos, pero las escupió con todo el veneno que tenía a su disposición.
Lord Nicholas se acomodó en una silla acolchada frente al fuego y dijo:
—No estamos jugando, te lo aseguro. Necesito tu ayuda. Estás en condiciones no sólo de negarte, sino de contarle a todo el mundo lo que te voy a pedir, lo que a efectos prácticos me dejaría totalmente indefenso. No puedo permitirme el lujo de jugar contigo; aquí eres tú el que lleva la voz cantante.
Mientras Fremont digería estas palabras, Tielman preparó dos tazas de chocolate con leche escaldada, las condimentó con licor de menta, le entregó una Galing y se dispuso a ver qué ocurría a continuación.
—¿Y si se trata de algo que no quiero hacer? —dijo por fin Fremont.
—En ese caso tendré que pedirte que me des tu palabra de no hablar de ello —respondió Galing.
—¿Confiaría usted en mi palabra? —preguntó Fremont, incrédulo—. Soy hijo de un alfarero, ¿sabe?
—Yo lo soy de un mayordomo —dijo Tielman—, por si sirve de algo. Anoche estabas hablando como alguien cuyo sentido del honor ha sido ultrajado, lo que sugiere que, de hecho, tienes sentido del honor. El cual nadie desea ultrajar más aún.
—Según mi experiencia —añadió solícito Tielman—, los alfareros y los mayordomos son mucho más de fiar que los nobles.
Un tronco se desplomó en las brasas, levantando un penacho de chispas. Tielman cogió uno nuevo del cesto, lo echó al fuego, y lo colocó en su sitio con el atizador.
Sintiéndose en desventaja, Fremont recogió su túnica, se puso de pie y se envolvió en los pliegues negros.
—Muy bien —dijo—. Escucharé su propuesta, y si no me gusta, prometo, por mi honor, no hablar de ella. No quiero más chocolate, eso sí.
—Hordiate es lo que te hace falta después de anoche —dijo sabiamente Tielman—. Lo encargaré.
Fremont encontró una silla sumamente dura a cierta distancia de la chimenea y la ocupó en silencio hasta que apareció el hordiate. Se lo bebió de un trago y dijo:
—Adelante.
Galing y Tielman cruzaron la mirada; Tielman levantó su taza en dirección a Galing y sonrió:
—Tu turno, Galing, me parece.
—Le he prometido a maese Fremont que no jugaría con él, Edward —dijo tranquilamente Galing—. No quisiera que mi palabra pesara menos que la suya. —Apoyó los codos en las rodillas, sostuvo el chocolate con las dos manos y estudió los hoyuelos de la superficie—. Seré tan franco contigo como me sea posible —dijo—. Necesito un agente en la Universidad.
—¿Un agente? ¿Se refiere a un espía?
—Me refiero a alguien que pueda observar sin ser observado, que pueda hacer preguntas sin suscitar comentarios, que tenga buena cabeza y buena memoria. Espía —añadió, pensativo— es una palabra muy fea, aunque supongo que exacta. Digamos que necesito un espía, en tal caso.
Henry meditó sus palabras.
—Que os jodan —dijo pausadamente.
Galing lanzó una mirada glacial a la huesuda figura de Henry.
—Preferiría que cuidaras esa lengua —dijo—. Edward, ¿estás seguro de que es la persona adecuada?
—Lo estoy —respondió con firmeza Tielman—. Escucha, Fremont, ocurre lo siguiente. Han surgido problemas en las provincias del norte… Nada grave, nada en particular: rumores de reuniones secretas, tripas de ciervo dejadas a la puerta de un noble, granjeros que hacen predicciones ominosas, cosas así. Lord Nicholas no lo habría considerado digno de mención si un norteño no hubiera presentado una petición en las sesiones de la ciudad, exigiendo la restauración de la monarquía.
—Ni siquiera eso —dijo Galing— sería significativo, si no se hubiera quitado la vida.
—Para que no pudiera contar lo que sabía —murmuró Henry, intrigado contra su voluntad.
—Lo más probable —convino Galing—. Lucía un alfiler con forma de hoja de roble en el sombrero, como una insignia. Y provenía del norte. Eso es cuánto hemos logrado averiguar.
Esto era historia dotada de vida de verdad.
—¿Lo torturasteis? —preguntó Henry.
Galing lo miró con repugnancia.
—No. No lo torturamos. Estaba muy orgulloso de ser norteño.
—Igual que Finn y sus amigos —dijo Henry, empezando a ver las cosas más claras—. Queréis que descubra si los norteños de la Universidad tienen alguna relación con estos problemas a los que os habéis referido, y si planean provocar algún problema aquí por su cuenta.
Tielman sonrió.
—Te dije que era brillante —le comentó a Galing.
—En efecto. Y lo es. Pero ésa no es toda la historia. ¿Estudias historia antigua?
Henry frunció el ceño, súbitamente a la defensiva.
—¿Y qué?
Galing cerró brevemente los ojos.
—¿Qué estudiáis en historia antigua?
—Está jugando conmigo otra vez —lo advirtió Henry, enfadado, antes de ver adonde conducía aquello—. Creéis —dijo pausadamente— que los norteños están
Conspirando para restaurar la monarquía, y que semejante conspiración podría surgir en el seno de la comunidad de historiadores, o —se corrigió— que los conspiradores podrían encontrar partidarios ahí. Pero pecarían de estúpidos si se relacionaran con el doctor De Cloud, ¿sabéis? Sus clases son el primer sitio donde miraría cualquiera.
—No me digas —ronroneó Galing—. Cuéntame algo más de este doctor De Cloud. ¿Tienes algún motivo para sospechar que desea el regreso de los reyes?
Fremont no estaba dispuesto, pese a su resquemor, a llegar tan lejos, pero admitió que al doctor De Cloud le volvían loco los reyes.
—Dice que los nobles cometieron un error al separar a los reyes y los brujos. Mientras los brujos los mantuvieran a raya, los reyes eran tratables. Caray, pero si Anselmo el Sabio fue uno de los mayores pensadores de su época. Vale, rubricó esas leyes que limitaban los poderes de los brujos, pero está claro que lo hizo bajo la influencia de Tremontaine… —Reparó en la expresión divertida de Tielman, se sonrojó y musitó—: Bueno, ya veis la clase de cosas que nos cuenta.
—Ya lo veo, sí —respondió Galing, con sospechosa simpatía—. Habrá que echarle un ojo a este doctor De Cloud. Y a los norteños. En fin. ¿Lo harás?
Henry vaciló.
—Te pagaríamos por las molestias, naturalmente —dijo Galing.
Henry lo fulminó con la mirada.
—Pensaba que no ibais a ultrajar mi honor. No quiero vuestro dinero. —Aunque sabía que podría usarlo, si Galing insistía, con el alquiler acumulado y su única chaqueta de abrigo llena de agujeros. Tampoco era como si estuviera haciendo algo malo, no si el doctor De Cloud era inocente. ¡Inocente! ¡Pero si estaba encamado con el mismísimo tátara… tátara algo del Regicida! Nada de sedición ahí. Cada vez que Henry pensaba en la ética de De Cloud, se convencía de que el magister tenía la misma idea de política moderna que un bebé: estaba claro que no estaba haciendo campaña por la cátedra de Horn con dos dedos de frente. No, decidió Henry, estos hombres no tenían nada que averiguar acerca de Basil de Cloud salvo fechas y teorías. Quizá incluso pudiera demostrar que el joven doctor era inocente de toda conspiración monárquica.
Henry Fremont inspiró hondo.
—Exactamente, ¿qué tendría que hacer?