Capítulo XII

El sol salía sobre una ciudad tachonada de diamantes, alfombrada de blanco, y helada y húmeda. Cuando el reloj de la Universidad daba las nueve, el portero salió corriendo por la puerta de la calle Minchin y se deslizó por la nieve, que comenzaba a embarrarse rápidamente, en dirección al aula de LeClerc, donde informó a los estudiantes que esperaban al doctor De Cloud que éste se sentía indispuesto. Puesto que el magister llevaba ya algún tiempo comportándose de forma extraña, nadie se sorprendió. Sí que se preocuparon, no obstante. Un magister que dependía exclusivamente de las cuotas estudiantiles para sobrevivir no podía permitirse el lujo de enfermar. Como uno solo, veinte agentes auxiliadores ataviados de negro pusieron rumbo a la calle Minchin, tan dispuestos a socorrer a su magister que se habrían presentado en la puerta de Basil con las manos vacías si Benedict Vandeleur no los hubiera detenido.

—Nos hará falta caldo de pollo y gelatina de carne, una botella de cerveza negra y una hogaza de buen pan blanco; también una manta.

—Será mejor que nos conformemos con la cerveza y la gelatina. —Peter Godwin abrió el puño para mostrar una paupérrima colección de monedas de cobre y bronce—. Esto es todo lo que puedo poner. Somos pobres estudiantes, Vandeleur. Pobres en el sentido de sin fondos.

—Mira quién fue a hablar, Godwin —dijo Fremont—. Tú puedes volverte a la Colina cuando te apetezca, comer hasta hartarte y dormir en una habitación con chimenea y mantas suficientes para abrigarnos a la mitad de nosotros todo el invierno. Para ti, la pobreza es una afectación; para nosotros es la realidad.

—Cierra el pico, Henry —dijo Vandeleur—. Godwin no tiene la culpa de haber nacido noble. Y su paga nos ha comprado muchas cenas, además. Cogeré todo lo que llevas en la bolsa, no obstante, Godwin, si no te importa.

Peter Godwin se rió y vació el monedero, lo que animó a otros dos hijos de padres acaudalados a hacer lo propio. A continuación surgió una discusión sobre cuál sería la mejor manera de emplear su botín. Varios estudiantes, ateridos y aburridos del ordinario carácter doméstico de su misión, decidieron recalar en el Nido para tomar un trago caliente.

—El doctor De Cloud no nos necesita a todos —dijo uno, en tono de disculpa—. Decidle que se recupere pronto. Venid luego a reuniros con nosotros en el Nido. Mantendremos el Rincón del Historiador caliente para vosotros.

El entusiasmo inicial de Vandeleur se había ido enfriando tan deprisa como sus dedos de los pies. Sopesó la bolsa que tenía en la mano, vaciló, y dijo:

—Blake, tú eres una persona sensata. Ten —le puso la bolsa en la mano a su amigo—, manda aviso al Nido si necesitas ayuda.

—¿No vas a venir? —le reprochó Lindley—. El doctor De Cloud podría estar peligrosamente enfermo.

Justis se guardó la bolsa en la pechera de la camisa y se preguntó, no por primera vez, cómo era posible que unas personas capaces de desentrañar las complejidades del Tratado de Arkenvelt carecieran al mismo tiempo del menor ápice de sentido común.

—Piensa, Lindley —dijo—. Si el magister estuviera peligrosamente enfermo, ¿realmente crees que le gustaría que todos nosotros irrumpiéramos en tromba en su habitación?

Lindley le hubiera llevado la contraria, pero Vandeleur dijo:

—Lo mismo pienso. Si el doctor De Cloud está enfermo, Blake será perfectamente capaz de cuidar de él.

—Mientras tú te ocupas de la camarera nueva —se burló Fremont.

Vandeleur le pegó un coscorrón no muy flojo y partió en pos de Godwin y el resto, dejando a Lindley, Fremont y Blake en la calle fría y mojada.

Fremont fulminó a Blake con la mirada.

—Esto es lo que querías desde el principio, ¿verdad? Tiene gracia, ¿no?, cómo has conseguido integrarte en el círculo interno en tan sólo tres meses. Caray, ni siquiera a mí se me ocurriría ir por ahí dándole órdenes a la gente como haces tú, y eso que hace dos años que sigo al doctor De Cloud.

—Nadie te impide seguirlo ahora —repuso razonablemente Justis—. Adelántate, si quieres, y dile que vamos de camino con comida.

—¿Y dejar que te lleves toda la gloria? —preguntó Fremont—. Ni hablar.

Aproximadamente una hora más tarde, Blake, Fremont y Lindley llamaban a la puerta principal del edificio de Basil y le decían al portero que venían a visitar al doctor De Cloud. El rapaz los escudriñó a sus bultos y a ellos con suspicacia, les pidió que esperaran, cerró de un portazo y desapareció. Tras unos pocos minutos de hacer malabarismos con unos paquetes cada vez más húmedos y desintegrados, Fremont probó la manilla, descubrió que habían echado la llave, maldijo estentóreamente y atacó la aldaba.

—Ya vendrá, Fremont —dijo Lindley, inspirando así un furibundo análisis de sus opiniones, su inteligencia y su carácter que sirvió para matar el rato hasta que la puerta volvió a abrirse para revelar nuevamente al muchacho y su suspicaz mirada.

—El doctor De Cloud dice que gracias —anunció—, pero que por favor me dejen a mí la comida. —Sonrió, mostrando una enorme mella en sus dientes descoloridos—. Está demasiado indispuesto como para recibir compañía en estos momentos.

—No somos compañía explicó Lindley, con elaborada paciencia. —Somos alumnos. Si está enfermo, querrá que cuidemos de él.

—Así que hazte a un lado, hijo —dijo Justis.

—Está demasiado indispuesto —repitió el pilluelo, desesperado.

—No pasa nada —lo consoló Blake—. Le diremos que nos diste su mensaje tal y como te había pedido. No se enfadará, te lo prometo. —Dicho lo cual, suave pero inexorablemente, apartó al chico de su camino y encabezó la pequeña procesión escaleras arriba hasta la puerta de su magister.

En el rellano, Blake sufrió una crisis de confianza y hubo de recordarse que, cuando una oveja enferma se esconde, el pastor tiene el deber de ir a buscarla. Llamó con brío a la puerta.

—¿Doctor De Cloud?

—Está enfermo —espetó una voz masculina desde el interior—. Marchaos.

—Somos Justis Blake, señor, y Lindley y Fremont. Le traemos un pollo.

Murmullo de voces al otro lado de la hoja, sonoro crujido de tablas viejas, y la puerta se entreabrió una rendija.

—Pollo —dijo de manera insegura Theron Campion—. Qué amable por vuestra parte. Es precisamente lo que necesita. Está muy alicaído, me temo. Me ha dado un rato espantoso, media noche en vela. —Hizo un mohín con los labios temblorosos—. Esta mañana se encuentra mejor —continuó—, pero está muy cansado. Seguro que esto lo anima. Gracias.

Justis se quedó mirando la mano de Theron, extendida hacia la cesta, la arrugada túnica de estudiante que sostenía cerrada a su alrededor, el cabello oscuro enmarañado en los hombros, los párpados pesados, las piernas desnudas y los pies descalzos. Por lo visto el doctor De Cloud no era ninguna oveja enferma, después de todo, sino más bien un carnero en celo.

—Estábamos preocupados —dijo Justis, sucinto. Unas pinceladas de color tiñeron el cuello y las mejillas hirsutas de Theron.

—También hay caldo. Y una botella de cerveza negra —dijo Lindley, atragantándose con las palabras.

—Me imagino que no le hará falta una manta —inquirió Fremont, con sarcasmo—. Ni un jarabe reconstituyente. Ni un médico.

Los dedos de Theron se tensaron sobre la túnica, y levantó la barbilla.

—Ya estoy cuidando yo de él —dijo—. Si necesita un médico, mandaré a buscar uno. —Extendió la mano libre—. Gracias por la comida. Estará muy agradecido.

—Toma. —Lindley le lanzó los bultos a Theron, que los capturó al vuelo por acto reflejo, dejando que la túnica se abriera para desvelar su desnudez. Lindley giró sobre los talones y huyó escaleras abajo.

—No está mal —dijo Fremont, con una sonrisa lasciva—. ¿Cuidarás tú de mí la próxima vez que me ponga malo?

—Cierra el pico, Henry —dijeron al unísono Theron y Justis, repugnados. Los labios de Theron se estremecieron de nuevo, claramente a punto de soltar la risa, y Justis perdió la paciencia.

—Dile al doctor De Cloud —bramó con la voz que usaba para llamar a los cerdos de su madre— que sus alumnos esperan ansiosos que se reponga pronto. Dile que estamos preocupados por él.

Theron estaba mordiéndose los labios, debatiéndose entre el enfado, la risa y los paquetes. La puerta se abrió de par en par, revelando a Basil de Cloud en camisa y calzas.

—Gracias, Fremont, Blake —dijo—. Acepto de buen grado vuestros deseos y vuestros regalos. Por favor, informad a vuestros compañeros de que retomaré las clases dentro de dos días… Dos días, Blake, ni uno más ni uno menos. —Cogió a Theron del brazo, lo metió en la habitación y entrecerró la puerta—. Marchaos, Justis —dijo cansadamente—. Dos días, os lo prometo.

La puerta se cerró entonces, amortiguando, no del todo, las sonoras e incontenibles carcajadas de Theron.

Encontraron a Lindley esperándolos junto a la puerta de la calle. La piel alrededor de sus ojos se veía tirante; sus labios habían desaparecido, de tan apretados.

—No merece la pena llorar por esto —dijo Fremont—. Es evidente que no eres su tipo.

—Un día de éstos —dijo Justis— te va a matar alguien, Henry.

Fremont adoptó una actitud ofendida.

—Venga ya. Vivimos en tiempos civilizados. Hoy en día, los espadachines son un simple espectáculo. Además, ¿qué estudiante podría permitirse retarme a muerte?

—Theron Campion —dijo con aspereza Lindley.

—¿Estás pensando en desafiarlo? —El tono de Fremont era provocador—. No sabía que tu padre fuera noble, Lindley. A menos que nos hayas estado ocultando algo. Aparte de tus sentimientos por el doctor De Cloud, digo.

En circunstancias normales, Anthony Lindley era una persona amable, pero hasta la más amable de las personas puede recurrir a la violencia si se le da en su punto débil. Con un aullido de furia, Lindley se abalanzó sobre Fremont, esgrimiendo los puños. Salieron rodando por la puerta hasta caer en el barro y la nieve pisoteada. Ninguno de los dos tenía espíritu de luchador, pero armaron el escándalo suficiente como para atraer una interesada muchedumbre de tenderos y curiosos.

—¿Qué sucede? —preguntó en voz alta el pinche del Tintero.

Un coro de voces le respondió:

—Una mujer, por supuesto… Alguna de las putas de Madre Betty… Ginger, lo más seguro: todos los estudiantes se enamoran de ella… ¡Idiota! Es un asunto de honor… Es dinero, te lo aseguro… Apuestas… Bebida…

—Los estudiantes no necesitan motivos para pelearse. —Un hombretón rubicundo vestido con un chal rojo y un delantal blanco sacudió la cabeza, enfadado—. Se dedican a ello con la misma naturalidad que los venados en otoño. No hace ni una semana que vi cómo estallaba una pelea por sabe dios qué razón, dos mesas largas se rompieron antes de darme cuenta, un banco se astilló en mil pedazos, y la mitad de mis jarras quedaron reducidas a chatarra abollada. —Le retorció la oreja al pinche—. Ve a avisar a la guardia, chico, diles que hay un alboroto en la calle Minchin.

Justis, que se había sentido inclinado a dejar que sus amigos se desfogaran, agarró a Lindley, quien llevaba temporalmente las de ganar, por la banda de su túnica.

—¡La guardia, Tony! —gritó—. Van a llamar a la guardia. Mata a Henry más tarde, si te apetece. Yo te ayudo.

Lindley se puso en pie con dificultad, levantando a Fremont con él. Fremont, pensando que la pelea había alcanzado una suerte de clímax, lo manoteó hasta que Justis lo zarandeó por la espalda, gritándole al oído:

—¡La guardia! —Para entonces se podían oír ya los silbatos al final de la calle, y voces de «¡Alto ahí! ¡Alto!».

Los tres jóvenes pusieron pies en polvorosa, adentrándose entre dos edificios en la red de callejuelas que abarcaba toda la Universidad. Fremont resbaló en el hielo y se cayó pesadamente. Justis lo izó, calzó el hombro bajo su brazo, y cargó con él. Un chucho famélico amarrado detrás de un cobertizo empezó a ladrar histéricamente. El sonido de la persecución se intensificaba; el trío saltó por encima de un muro a un jardín cubierto de nieve.

En cuanto hubo aterrizado sano y salvo, Fremont se sacudió de encima las auxiliadoras manos de Lindley.

—No me toques —siseó—. Has intentado matarme.

Justis tapó la boca de Fremont con una manaza mugrienta, apuntándole significativamente la barbilla hacia el muro que acababan de escalar; al otro lado, el perro gañía y la guardia buscaba su rastro. Se gritaron unos a otros y a las cabezas asomadas a las ventanas traseras, aporrearon unas pocas puertas con sus porras con cabeza de bronce, y terminaron por volver por donde habían venido.

Justis revisó los daños. Fremont tenía la túnica rota y sucia, y su huesuda mejilla comenzaba a hincharse y amoratarse. Lindley tenía un labio partido, y se había ensuciado de estiércol los rojos cabellos. Los tres estaban cubiertos de barro, empapados y helados como pescados recién capturados.

—Jamás os dejarán entrar en el Nido de esa guisa —dijo Justis—. Será mejor que encontremos una bomba donde podáis meter la cabeza debajo.

Sin embargo, nadie reparó en su llegada al Nido. Vandeleur y Godwin habían paliado la ansiedad que les producía el precario estado de salud del doctor De Cloud con una jarra de cerveza, tras la cual se habían enfrascado naturalmente en una acalorada discusión sobre la magia. Esgrimían como espadas citas de Hollis y Delgardie, atrayendo la divertida atención de varios espectadores.

—¿Estas llamando mentecato al autor de La caída de los reyes?, preguntaba Godwin en esos momentos. —Me da igual lo enfermo que esté, el doctor Tortua ha leído más libros que padrastros hayas podido tener tú, Vandeleur, y si dice que los reyes y los brujos estaban confabulados y practicaban la magia, algo de verdad habrá en ello.

—Lo que «hay en ello», como tú expones con tanta elegancia, no es para niños.

—Bah, cerrad el pico, chorlitos. —Era una voz suave, un comentario musitado, pero se produjo en un momento durante el cual los dos polemistas se dedicaban a cruzar furibundas miradas, por lo que todo el mundo lo oyó. Los estudiantes se giraron como un solo hombre para ver quién había hablado. Era el norteño, Alaric Finn, que estaba sentado en una mesa cercana con los pies encima del banco.

—¿Cómo dices? —preguntó Peter Godwin.

—Siempre tan caballero, ¿eh? —se burló Finn—. Bueno, señorito, ¿qué te parecería que zanjara esta discusión ahora mismo? Estoy hasta el gorro de vuestros incesantes balbuceos sobre temas de los que no tenéis ni idea.

—Y tú sí, supongo —repuso con truculencia Vandeleur.

—Pues sí, de hecho. Y no gracias a unos libros. En el norte sabemos cosas, siempre las hemos sabido; acerca de la Arboleda Sagrada, la Caza del Venado y el Sacrificio Real.

—El sacrificio real, o la noche de fiesta del rey —dijo Fremont cuando se hizo el silencio, arrastrando las palabras—. Parece una obra de teatro de mala muerte.

—Cállate, Henry. —El coro fue generalizado.

—Continúa, Finn —dijo Justis Blake. Se alegraba de haber encontrado algo que los distrajera de la cuestión de cuál podía ser el motivo del malestar del doctor De Cloud—. Llevas soltando indirectas desde que empezó el trimestre. Ya va siendo hora de que nos hables de ello.

Finn miró al grupo con suspicacia.

—Os reiréis. O me acusaréis de traidor.

—Nada de eso —dijo fervorosamente Vandeleur—. Habla de traición todo lo que quieras. No diremos ni una palabra.

—Pues claro que la diremos —acotó Justis—. Pero no correremos a avisar al Consejo. Y no nos reiremos.

—Yo sí —dijo Fremont—. Pienso reírme a placer. ¡Magia! No me sorprende que Lindley y Godwin estén deseando escuchar los cuentos de hadas de Finn; al fin y al cabo, no hace nada que salieron de la guardería… Pero pensaba que Vandeleur y Blake tenían más sentido común. Tengo cosas mejores que hacer. —Y se marchó renqueando.

—Bueno —dijo Vandeleur—. Uno menos.

—No puedo decir que lo sienta —masculló Lindley.

—Bastardo engreído —convino Finn—. Y ahora, ¿pensáis escucharme o no?

—Adelante, Finn —dijo graciosamente Vandeleur—. Somos todo oídos.

Finn se quedó boquiabierto. La madre de Blake habría dicho que tenía cara de haber pedido un vaso de leche y recibido la vaca entera. El muchacho aparentaba tener alrededor de diecisiete años, de antigua raigambre norteña, tan orgulloso como un pavo real y más pobre que un brasero en verano, enviado al sur a la ciudad para reparar las arcas de la familia. Blake se preguntó qué pensarían sus padres que estaba estudiando. Derecho, seguramente, o Ciencias de la Naturaleza.

Finn recuperó la compostura y empezó:

—Los reyes bajaron del norte para cruzar su simiente con las gentes del sur, y sus hijos fueron también reyes llegado el momento.

—Eso lo sabe hasta mi hermana pequeña —se rió uno de los jóvenes nobles.

—Lo sabéis —replicó Finn—. Pero no habéis pensado en ello. También significa que sus hijos y sus hermanos contrajeron matrimonio con las familias nobles del sur. De modo que todos vosotros, nobles sureños, lleváis sangre del norte en las venas… Tú, Godwin, y tú también, Hemmynge. No hay uno solo de vosotros que no contenga la antigua magia en sus venas.

—No tienes derecho a insultarnos —dijo Hemmynge, ofendido—. Tienes suerte de que no te pida que salgas a la calle.

Vandeleur apoyó una mano en el hombro del joven noble y la dejó ahí.

—¿Adonde quieres llegar, Finn?

—Quiero llegar —dijo Finn, impacientándose— a que todos vosotros formáis parte de la magia de la tierra, tanto si creéis en ella como si no.

Todo el mundo estaba volviéndose inquieto e irritado, una combinación nefasta. Finn tenía la misma idea de exponer un argumento que una rana de levantar el vuelo. Blake, presa de la incómoda sensación de ser responsable del aprieto en que se encontraba el muchacho norteño, dijo:

—Empieza por el principio, hombre. Primero tienes que convencernos de que los reyes eran mágicos.

Finn asintió con la cabeza, puso en orden sus ideas y empezó:

—Todo comienza con la tierra. —Justis podía percibir la mayúscula en su voz: la Tierra. El título de un personaje, como el Dios Verde—. Me refiero a la tierra del norte, no a vuestro blando sur. Era una tierra hambrienta, seca e inhóspita.

—Estiércol de vaca, hombre. —Era Hemmynge de nuevo—. Eso lo soluciona todo, y trébol enterrado en otoño. O eso dice el mayordomo de mi padre.

Las mandíbulas de Finn se abultaron a los lados y sus ojos rasgados se hundieron bajo sus cejas.

—No había vacas —dijo entre dientes—. E incluso el trébol se marchitaba entre las rocas. Como no te muerdas la lengua, Hemmynge, te juro que te la arranco.

—Me gustaría ver cómo lo intentas —se burló inoportunamente Hemmynge.

Aquello ya era demasiado. Blake cruzó una mirada significativa con Vandeleur, que se encogió de hombros en señal de impotencia. Vandeleur sólo era de la Ciudad Media; Godwin era demasiado joven; a todos los demás les daría exactamente igual si había pelea. Dependía de él. Tocó la manga del joven noble y dijo:

—Venga, Hemmynge. Te aburres, y nadie podría culparte; la historia antigua ni siquiera es tu asignatura. Deja que el pobre muchacho cuente sus fábulas en paz. Te invito a una cerveza.

Hemmynge miró de los semblantes interesados que lo rodeaban a la mano grande y musculosa de Blake en la manga de su toga, se encogió descortésmente de hombros y musitó:

—A mí me da igual —y relajó los hombros sin oponer resistencia. Para cuando Justis lo hubo llevado con su jarra a un amigable grupo de nobles y regresado junto a los historiadores, Finn había superado ya su timidez inicial y había encontrado su ritmo. Hablaba con elocuencia, su norteño acento nasal se adecuaba curiosamente a

La cadencia formal de su relato, sus manos agrietadas subrayaban, enfatizaban y guiaban, sus rasgos se enjutos se animaban, y sus ojos hundidos brillaban. Blake se hizo un hueco en el extremo de un banco al lado de Lindley, que escuchaba arrobado.

—De modo que los brujos elegían a sus candidatos entre todos los compañeros, llamados los pequeños reyes, cada brujo un candidato, y les enseñaban, los amaban y colmaban sus cuerpos de magia.

—Seguro —musitó alguien, pero nadie le hizo caso.

—Y cuando el viejo rey le entregaba su cuerpo y su sangre a la tierra, los candidatos se internaban en la arboleda y sufrían el Juicio, del que no se puede hablar, al ser un Misterio. Quien salía con vida del bosque era nombrado rey, y su brujo se convertía en señor de los demás brujos. En tiempos de guerra, el joven rey comandaba el ejército de compañeros a la batalla, y en tiempos de paz se aplicaba al progreso real para propagar su simiente por toda la tierra. La cosecha eran hijos de linaje real, pequeños reyes que crecerían para proporcionar nuevos compañeros y un nuevo rey joven cuando llegara el momento. Así, la sangre de los reyes regaba la tierra y su carne la alimentaba, para que se volviera fértil, agradable y hospitalaria con el hombre, y enviaba ovejas de los pasos montañosos y caballos de las altas praderas para servirlo y vestirlo, y ciervos del bosque profundo para proporcionarle carne en invierno, cuando no crece nada verde.

Se produjo un momento de silencio cuando acabó. A juzgar por las expresiones de sus amigos, Justis pensó que estaban más que medio convencidos por la historia de Finn. Él sin duda lo estaba. Todo aquello tenía sentido a su extraña manera para su alma de granjero. Uno alimentaba a la tierra; ésta lo nutría a uno. Y la Universidad le había enseñado que había muchos tipos de alimentos, muchas formas de nutrirse.

Vandeleur sonrió y dijo:

—Te has equivocado de vocación, Finn. Deberías ser bardo, o escritor de romances.

Finn le dirigió una mirada furibunda, de nuevo hosco y huraño.

—No me lo he inventado —dijo—. Todo es verdad.

—¿Dónde están tus pruebas? —preguntó con voz meliflua Vandeleur—. ¿Dónde están tus documentos y referencias? ¿Y qué hacían en realidad estos brujos? Aparte de revolcarse por el heno con los reyes, digo.

Se rompió el hechizo. Los hombres se dieron codazos de complicidad, riéndose por lo bajo.

—No te burles de mí, Vandeleur —dijo Finn, imponiéndose a sus risas—. También está en Hollis. Los brujos elegían a los reyes y los vinculaban a la tierra por medio de una cadena de oro.

—¡La ventana del paraninfo! —exclamó Lindley—. Ahí está la prueba, Vandeleur. En ella había un brujo, una arboleda y un ciervo. Sale incluso la cadena dorada.

—¿Sí? —intervino un estudiante detrás de Justis—. Eso es interesante.

—Pero no demuestra nada —objetó Godwin—, salvo que quienquiera que hiciese la ventana conocía las mismas historias antiguas que cuenta el pueblo de Finn.

—La ventana llegó del norte —señaló Lindley—. Fue un regalo de bodas de Alcuin a la reina Diane: lo pone en la historia oficial de la Universidad.

—¿En serio te has leído eso? —preguntó alguien.

—Aun así —dijo Vandeleur—. Godwin tiene razón. No demuestra nada. No niego la antigüedad de la ventana ni su simbolismo; ilustra a la perfección los cuentos de hadas de Finn. Sin embargo, rechazo su verdad literal. Mi abuela tiene una estatua preciosa del Dios Verde en su jardín, bendiciendo las rosas. Eso no significa que haya realmente un dios sentado en un jardín celestial peinándose los cabellos frondosos con dedos hechos de ramitas. Sólo es algo que algún artista se inventó para ilustrar la idea del crecimiento y la abundancia.

Godwin se rió de repente.

—No dejes que los sacerdotes te oigan decir eso, Vandeleur, ni tu abuela.

Vandeleur se giró hacia Finn.

—Me has convencido de que los brujos gobernaban el antiguo norte, en efecto, porque encontraron la manera de fertilizar el suelo yermo. Aceptaré incluso que los norteños creyerais, allá por los albores de la historia, que los sacrificios de sangre y el sexo ritual podían echarle una mano al cultivo de la tierra. Lo que no aceptaré nunca es que haya algo más que eso. En cualquier caso, para cuando Alcuin llegó al sur, los brujos no eran más que consejeros y diplomáticos que habían perdido casi toda su influencia con la Unión y estaban resentidos por ello. Y a menos que tengas algo más sólido que cuentos tradicionales, Finn, nunca conseguirás que cambie de opinión.

—O —añadió Godwin— que el doctor De Cloud se convenza de que tienes madera de erudito. Él jamás dejaría que te salieras con la tuya sin comprobar al menos… ¡Oh! —Demudó el semblante—. ¡El magister! ¿Qué tal está?

Justis, momentáneamente perdido, bajó la mirada a sus manos. Junto a él, Lindley estaba tenso y callado.

—Oh, no —exclamó Vandeleur, palideciendo—. No estará… ¡Tendrías que haber dicho algo! ¿Qué vamos a hacer?

—Está bien —masculló Lindley con los dientes apretados—. O lo estará, cuando lo haya echado del cuerpo.

Todo el mundo lo miró con curiosidad, y Justis se apresuró a añadir:

—Una ligera fiebre; ya sabéis cómo son estas cosas: hay que sudarla. Espera estar recuperado dentro de dos días.

—¿Y el pollo? —quiso saber alguien—. ¿El vino?

—Me imagino que estará disfrutando de ellos en estos momentos —dijo Justis, desesperado, al sentir cómo se tensaba Lindley contra su brazo—. Lindley —dijo, cogiendo el carnero por los cuernos—, no me extrañaría nada que tú también hubieras pescado algo. —Se levantó y apoyó una mano en el hombro del pelirrojo—. Vamos, Tony. Quiero verte en la cama con un ladrillo caliente a los pies, o averiguar qué tienes.

Pero Lindley se zafó de él.

—No tengo nada —dijo bruscamente—. Pienso quedarme y tomar un trago. Y hablar de historia con quienes saben algo de ella. Tú puedes ir a acostarte si te apetece.

Justis se encogió de hombros. Mientras subía los escalones camino de la puerta de la taberna, miró de reojo por encima del hombro para ver a Anthony Lindley y cuatro o cinco más sentados en el banco donde Alaric Finn tenía apoyados los pies, conversando animadamente con el norteño.