Nevó a la semana siguiente, las primeras nieves de la estación. Los sucios tejados grises y los relieves capturaban plumosas virutillas blancas, como los pelos de un abrigo viejo. Basil estaba tumbado en su cama bajo los aleros, rodeando a Theron con los brazos. A causa de un resfriado, Theron tenía una ligera fiebre. La chimenea estaba encendida y hasta la última prenda que poseía Basil se hallaba apilada encima de la cama.
—Qué bien —murmuró Theron—. Nadie me ha abrazado nunca cuando estaba malo; desde que era pequeño, quiero decir. —Tosió y sorbió por la nariz—. ¿Seguro que no te importa?
Basil tensó el brazo alrededor del pecho de Theron.
—En tiempos de Anselmo, los médicos creían que había que equilibrar los humores corporales, frío contra calor, sequedad contra humedad. Palabrería sin sentido, naturalmente. Ahora sabe más cosas.
—La mayor escuela de Medicina del mundo civilizado: créeme, sé exactamente qué cosas sabemos ahora. O por lo menos, estoy íntimamente ligado a alguien que lo sabe. No te imaginas, Basil, lo que es que tus padres sean famosos.
Basil asintió con tristeza.
—Sí que lo sé. Mi padre era famoso en cuatro pueblos por sus ataques de rabia.
—¿Vienes del campo?
—Ya lo sabías.
—No —dijo Theron—. Pensaba que habías salido ya crecido de la torre del reloj de la Universidad.
Basil le acarició los finos labios sensibles.
—Calla, si quieres escuchar. Me crié en una granja en las afueras de Highcombe. —Sintió una punzada de orgullo irritado—. Mi padre es el gallo.
Theron se incorporó sobre un codo.
—¿El qué?
—El gallo del pueblo, el hombre al que todos van a pedir consejo. Tiene un poder considerable, mi padre, a su manera.
Theron se dejó caer de nuevo, riéndose.
—El hijo del alcalde. Me estoy acostando con el hijo del alcalde.
—Se podría decir así, si. Eso le gustaría a mi padre, que lo llamaran el alcalde de Highcombe.
—He estado allí —dijo Theron—. Highcombe es mío; me pertenece por derecho propio. No hay muchas tierras de Tremontaine que sean mías, todavía no, pero ésa lo es. Me la legó mi padre. —Rodó de cara a Basil y le agarró el hombro, sonriendo de oreja a oreja—. ¿Qué te parecería viajar a caballo hasta Highcombe y visitar mis propiedades juntos, contigo como mi compañero?
Basil sacudió vehementemente la cabeza.
—No. Bajo ninguna circunstancia. Jamás.
—¿Por qué no? —bromeó Theron—. Tu padre se sentiría orgulloso de ti.
—A mi padre le daría un ataque. Theron, mi padre quería que fuera abogado. Por eso me envió a la Universidad. Debía regresar a nuestra granja con un minucioso conocimiento de las leyes, al servicio de la fortuna de la familia De Cloud… para poder eludir las normas y los impuestos de la duquesa, supongo —sonrió con malicia—, y para aumentar nuestras posesiones y las de los maridos de mis hermanas y, en general, para medrar y prosperar. En vez de eso me enamoré de los difuntos reyes.
—Eso no da beneficios —dijo sabiamente Theron.
Basil suspiró.
—Exacto. Eso no da ningún beneficio. Mi padre me mataría si supiera que somos amantes. Odia el nombre de Tremontaine casi tanto como la Universidad.
Theron lo envolvió en su abrazo.
—Tu padre no quiere que me quieras. Pero el mío quería que te quisiera. Y es de rango superior.
La voz suave, precisa, sonaba insufriblemente engreída. Basil se sacudió de encima a su amante y se levantó de la cama.
—¿Qué? —preguntó con voz plañidera Theron a su espalda—. ¿Qué he dicho?
—Tu padre… tu difunto padre… vivía de los impuestos que le pagaba el mío por el privilegio de arar, sembrar y cultivar sus tierras. Igual que vives tú de esos impuestos, si te he entendido correctamente. —Cogió una camisa; la de Theron, comprendió cuando le tiró de los hombros.
—Supongo que sí —respondió desvalidamente Theron—. Lo siento.
—Te hace gracia, ¿verdad? —continuó Basil, tirando la camisa de nuevo encima de la cama—. ¿Tener un amante de clase baja, alguien que puede adorarte y sentirse halagado por tus atenciones, como los pobres desgraciados a los que Hilary ordenaba que se metieran en su cama?
Theron estaba sentado ahora, desnudo entre las sábanas, con la piel rubicunda y húmeda, aferrados a su cuerpo sus largos cabellos como una segunda enredadera.
—Oh, Basil, nunca pensé… Lo siento. Mira, hasta este momento no sabía quién era tu padre, y me da igual. Eres magister, doctor de pleno derecho de la Universidad; aquí, tú me superas en rango. —Le tendió una mano blanca. Te admiro. Ya te lo he dicho antes. ¿Crees que no hablo en serio?
Basil se lo quedó mirando fijamente. Podía verlo todo con claridad. Este muchacho no lo conocía. Ni siquiera se conocía a sí mismo.
Theron empezó a toser otra vez. Se arropó con las mantas, estremeciéndose a cada expectoración. En silencio, Basil se acostó con él, lo abrazó y le dio calor. Le pasó un vaso de agua, y lo sostuvo mientras bebía.
—Tiéndete —dijo Basil—. Estaba equivocado. Tú no eres Hilary: ni loco, ni cruel, ninguna de esas cosas. Eres Roland, el poeta; eres Orlando el Justo; eres Tybald, que murió en la batalla de Pommerey; y Alexander, tu tocayo, que murió de amor, murió como un ciervo en primavera.
Theron sollozó entre sus brazos:
—No. Déjalo. Te lo estás inventando. No soy ninguno de esos hombres.
—Eres de su linaje, portas su semilla en tu interior.
Theron intentó acallarlo con besos, pero Basil se apartó.
—Escúchame. —Aplastó a Theron con su peso, sujetándole las muñecas con tanta fuerza que sintió los largos huesos bajo la carne—. Ahora me vas a escuchar —siseó Basil, escupiendo las palabras entre dientes—. No me lleves la contraria. Lo huelo en ti, la sangre de los reyes; lo noto en tu piel, palpitando en tus venas; lo oigo rugir en tu corazón.
Medio enfadado, medio riéndose, Theron se debatió debajo de él.
—Si sigues hablando de traición —jadeó—, te denunciaré al Consejo.
—¡Silencio!
Theron abrió la boca, respirando entrecortadamente, pero no replicó. Tenía los ojos cerrados como si estuviera soñando, moviéndose bajo los finos párpados. Basil se los besó, y lo besó donde el cabello de bronce oscuro se apartaba de sus sienes.
—Ah —jadeó Theron—. ¡Qué extraño! Ahora todo son hojas verdes…
—Sí —exhaló Basil—. Continúa.
—Estoy corriendo… corriendo…
—Corre hacia mí —lo urgió Basil.
—Lo intento… veo… pero no puedo encontrar…
Basil sabía qué era lo que veía; él lo veía también, y lo sentía a través de él: las hojas de los árboles, claras como el agua de un manantial, claras como las hojas que centellaban en el pecho de Theron. Los hombres con los estandartes, la corteza de los árboles, el musgo bajo sus pies, y el placer casi insoportable del curso a seguir, la transformación revertida por medio de terribles conocimientos…
—Corre hacia mí, Pequeño Rey —susurró Basil, y Theron repuso:
—Ahora no, todavía no, no estoy preparado…
—¡Ahora! —ordenó Basil, y acabó, con un alarido alto y claro como el de un animal herido.
Basil apoyó la cabeza de Theron en su pecho.
Durante un momento, sólo se oyó en la habitación el quedo crepitar de las llamas y las suaves respiraciones de los amantes.
—¿Ése eras tú?, preguntó Theron, adormecido. Parecías otra persona. Era aterrador. Excitante.
Basil pensó en su cuerpo, ardiendo con poder infinito, veteado de relámpagos blancos.
—No era yo —dijo—. No parecía yo.
—Eras tú. —Theron se acurrucó en sus brazos—. Maravilloso. Sensación pura. Hiciste que me olvidara de todo: quién soy, quién se supone que tengo que ser. Como magia.
Entrada la noche, Basil giró la cabeza sobre su almohada, intranquilo. En su sueño, tenía sed del agua que oía como un hilo brillante que vibrara en la oscuridad. Al levantar las manos, sintió hojas correosas contra ellas, lisas, suaves y erizadas de espinas. Hojas de acebo, pensó, y un espacio se abrió a su alrededor, inundado de tenue luz verde y la fragancia del agua.
Se encontraba en una susurrante cueva sombría de roble y acebo. No había agua en ella, tan sólo una piedra gris llana y una espada de antiguo diseño, una copa de madera, y una hoja larga y triangular que era toda punta, sin empuñadura que protegiera de sus filos a quien la blandiese.
Basil cogió la copa y caminó hasta la pared del fondo, que se abrió en un túnel frondoso al acercarse. Su capa se arrastraba detrás de él, trabándose en las paredes espinosas, revolviendo las hojas muertas bajos sus sandalias.
El Pequeño Rey estaba haciendo vigilia tal y como se le había instruido, pacientemente acuclillado junto al estanque sagrado. Al oír pasos, cayó de rodillas e inclinó la cabeza de modo que sus múltiples trenzas le rozaron las mejillas rasuradas. Parecía más pequeño de lo debido, más liviano, más joven. También es cierto que estaba de rodillas y asustado; genuflexos, todos parecían más jóvenes. Basil extendió la mano, grande y rubicunda, cargada de anillos de oro. Esto hizo que se extrañara, y abrió la boca para expresar su extrañeza. Pero las palabras que surgieron de ella eran muy distintas de las pretendidas, y la voz con que las pronunció no era en absoluto la suya.
—¿Beberás, Pequeño Rey?
—Si vos me ofrecéis la copa, deberé beber, ¿no es así?
—Así es, si deseas reinar.
El muchacho alzó los ojos, verdes como hojas nuevas.
—¿Reinaré, entonces?
—Reinarás.
El muchacho aceptó la copa, la hundió en el estanque y se la acercó, goteante, a los labios. Cuando la hubo apurado, se limpió la boca con la muñeca.
—Dicen que todos los reyes están locos —comentó.
Basil tomó la copa de sus manos y recogió agua para él.
—Tienen razón —respondió—. Pero debes recordar que la locura es un don de la tierra. Nunca sufrirás daño mientras yo esté aquí para guiarte.
—Rozó con los labios el filo de la copa, percibió un olor fuerte y denso, como a metal o sangre, y se despertó con la tria oscuridad, la fragancia del sexo y los delicados ronquidos de Theron a su lado. Cuando volvió a despertar era ya media mañana, y Theron estaba sentado en la cama a su lado, bebiendo de una taza de madera.
—Me siento mejor —dijo Theron—. La fiebre ha remitido.
Basil le quitó la taza, la apuró y lo tumbó, colmándole la boca de besos hasta que sintió cómo se rendía su cuerpo. Cuando Theron yacía cálido y satisfecho encima de él, aspiró su aroma entremezclado y se sintió completamente feliz. Basil podía intuir la sonrisa en la voz de Theron cuando dijo:
—Ojalá hablara cien idiomas, para decirte cuánto te quiero.
El placer del momento se rompió.
—No digas eso. No digas que me quieres.
—¿Por qué no?
—Porque ésas son palabras que no deberían cruzar los hijos de tu padre y el mío.
—¡Dios! —juró Theron, y se dejó caer de nuevo encima de las almohadas—. ¡Basta ya de hablar de mi padre! Tú también no, no puedo soportarlo. Mi madre cree que era un santo; mi prima la duquesa cree que era un sátiro. ¡Yo soy lo que soy… ni más, ni menos… y te agradecería mucho que dejaras de compararme con duques muertos a los que ni siquiera conocí nunca!
Basil pensó en intentar explicarle a Theron cuántas de las cosas que era —noble, brillante, caprichosamente investido de todas las riquezas que podían concederle el hombre y la naturaleza— hacían que la idea del amor entre ellos fuera tan imposible como las rosas en pleno invierno. Sería tan inútil como cruel, decidió. Theron no comprendía quién era realmente.
—Te he ofendido —dijo con suavidad Basil—. Lo siento.
Theron guardó silencio el tiempo suficiente para que Basil se preguntara si su amor no habría sobrevivido a sus declaraciones, hasta que por fin dijo:
—Cuando le pides a una chica que baile contigo tres veces en la misma fiesta, significa que tus sentimientos por ella son serios. En este caso es lo mismo: no se puede hacer el amor con alguien tres veces sin enamorarse.
Basil se revolvió, incómodo.
—Dicho así parece un sortilegio: tres veces y estás perdido.
—Dependería del momento, supongo. —Su amante volcó toda su atención en la cuestión—. Tres veces en un año sería seguro, pero tres veces en una semana, o un mes incluso, y no podrías evitar enamorarte.
—Estás confundiendo el cuerpo con el corazón —dijo Basil.
—La gente lo hace, sabes. —Theron se apoyó en un codo—. Pero estoy dispuesto a aceptar el hecho de que tú sepas distinguirlos perfectamente. Quizá para ti haga falta algo más directo. —Ensayó un elaborado juego de manos frente al rostro de Basil.
Antes de que pudiera completarlo, Basil le agarró la muñeca y lo atrapó entre sus brazos.
—No lo hagas, Theron. No es cosa de risa.
—¿Vas a denunciarme ante el Consejo por practicar la magia? ¿Aunque mis hechizos no funcionen?
—No te hace falta ningún hechizo.
—Tú eres mágico, Basil, tú eres el brujo. ¿Quién podría resistirse al encantamiento de tus rizos, tu cuello, tu amplio pecho y tus estrechas caderas, tu…?
—¡Para! —Basil estaba riéndose mientras Theron descendía sobre cada objeto de admiración, mientras él se retorcía intentando zafarse. En ese momento la campana de la Universidad sonó tres veces.
Theron soltó un gritito, saltó de la cama y empezó a recoger su ropa desperdigada.
—¡Mi madre! Le prometí que la acompañaría a una reunión tremendamente aburrida organizada por una mujer que cree que podría darle algo de dinero para la beca femenina de Matemáticas.
Basil encontró las medias y el cinturón de Theron.
—¿Volverás esta noche?
—Sin falta. A lo mejor llego un poco tarde… Probablemente cenaré con ella. Pero luego vendré a verte, y me quedaré, Basil, me quedaré. Quiero dormir contigo y despertarme contigo, noche tras noche y día tras día.
—Sí —dijo Basil, aunque sabía que no era la respuesta adecuada. Lo sabía, pero no le importaba demasiado. Y eso, también, era un placer.
Cuando Theron se fue, Basil volvió a quedarse dormido, y al despertar, los últimos rayos de sol se reflejaban en la piedra cálida del edificio de enfrente, coronándolo de oro. Hacía frío en la habitación de Basil, o mejor dicho, más frío que antes. El fuego había vuelto a apagarse.
Basil soltó un gemido y se obligó a salir de la cama, llevándose la colcha consigo. Encontrar su ropa fue inesperadamente difícil. Su bata estaba hecha un gurruño detrás de la puerta, sus pantalones se habían escondido debajo de la cama, junto con una media solitaria. La otra estaba en la esquina opuesta, parapetada tras una pila de libros. No logró dar con sus zapatos, y después de descubrir que su última vela se había caído de la mesa y se había roto en tres trocitos poco menos que inservibles, se sentó en la cama y suspiró.
—«El amor de los reyes es como el sol» —citó en voz alta—, «que ora bendice la tierra, ora la arrasa con su fulgor abrasador». Plácido, en alguna de sus obras. A mitad de página. —Su pie rozó un zapato oculto bajo un fajo de papeles, que debían de haberse caído de la cama. Al dar con el paradero de su pareja, Basil reflexionó que no cabía achacar a Theron su indiferencia ante el orden de la casa, y que debería dedicar la noche a ordenar la habitación. Pero antes tenía que comprar velas y algo de leña, si es que lograba encontrar su monedero.
Le llevó varias horas, pero al final la cama de Basil estaba hecha, sus libros pulcramente amontonados, sus papeles ordenados y sujetos con cinta, su ropa colgada de ganchos. Su taza y su cuenco de latón estaban lavados y secándose en la repisa de la chimenea. Había reparado sus plumas y limpiado y rellenado el tintero.
Había enviado al portero en busca de velas y leña, y le había dado una generosa propina por subírselo todo a su cuarto. Había desempolvado sus candelabros y el grabado de Hilary que había arrancado de un destartalado ejemplar de Vespas para clavarlo en la pared. Barrer el suelo —tarea que aborrecía— lo dejó para el final.
Se llegó a la cama y lo sacó todo de debajo de ella: papeles extraviados, una copia de la historia de la Universidad que pensaba que había perdido, un par de zapatos, un sombrero negro, agrisado por el polvo. La caja de documentos. La desempolvó hacendosamente antes de abrirla.
—No hay tiempo para esto —dijo en voz alta—. Theron estará al caer.
Theron llegaría tarde. Basil llevaba demasiado tiempo evitando el Libro del brujo del rey. Había llegado el momento.
Abrió el lino que lo envolvía como si estuviera desnudando a un amante. Y abrió la cubierta como quien abre la puerta de una habitación donde lo espera alguien. Las palabras aguardaban que él las descubriera, lo sabía, que desentrañara su significado oculto y les insuflara vida.
Las letras yacían oscuras y pesadas sobre la página. Basil miró fijamente el lenguaje secreto. Lo provocaba, lo retaba… Escogió las letras y pronunció dos sílabas en voz alta. Se sintió idiota. No tenía sentido, ni lo tendría nunca. Le dejaban una sensación extraña en la boca, como si estuviera cogiendo guijarros o nueces para catarlas con la lengua. Las pronunció de nuevo, y no pudo reprimir una lenta sonrisa. Si estaba en lo cierto acerca del libro, y debía estarlo, hacia casi doscientos años que nadie emitía esos mismos sonidos. Miró de reojo el encabezado de la página: De prestar al orne grande potenzia. Colorado, cerró las hojas de golpe. Pero dejó la punta del dedo entre ellas. Con cuidado, volvió a abrir el libro. De inspirar amor sin llamar la atenzión: una ilusión, rezaba otra página. Basil soltó un bufido. Una ilusión, claro; ¿no lo eran todos estos supuestos hechizos? Lo eran, ¿verdad?
El reloj de la Universidad anunció la medianoche. ¿Dónde estaba ese chico? Basil lanzó una mirada de impaciencia a la puerta. Theron le había dicho a Basil que lo quería, declaración que pedía a gritos una respuesta recíproca. Pero ¿podía dársela? Estaba dispuesto a admitir que se sentía fascinado por Theron, atraído por su cuerpo fuerte y esbelto, y por su espíritu, más brillante y vivaz que el de cualquier persona que hubiera conocido nunca. ¿Era eso el amor?
¿O sería amor de hecho el verdadero nombre de esa incómoda sensación que no dejaba de asaltarlo últimamente, la excitación casi cruel de la posesión que a veces se adueñaba de él cuando Theron estaba en sus brazos? No era muy distinta de la sensación que le producía tocar el libro de hechizos del brujo, el cual era tan misterioso, a su manera, como su regio amante, e igual de deseable. Quizá, en realidad, los quisiera a ambos. Quizá sólo necesitara estudiar el amor.
Basil envolvió el libro otra vez y lo devolvió a su caja, y justo a tiempo: unos golpecitos a la puerta anunciaron la llegada de Theron, refulgente de nieve derretida y cargado con una gran cesta.
—He traído provisiones: fiambre de ternera, pan, pastel de manzanas secas y patatas para asar. Y una camisa limpia, mi toga de estudiante, y un traje por si nos apetece salir. Y le he dicho a Sophia que no me espere en dos o tres días. —Miró a su alrededor—. Qué acogedor está esto.
Basil tomó la cesta de su mano, la dejó en el suelo y abrazó al muchacho.
—Vuestro brujo os espera, mi rey —susurró contra el cabello mojado de Theron.