Capítulo X

La velada que se presentaba ante Theron lo inducía a pensar si debería empezar a beber ahora, o cuando llegara allí. El Festival de la Cosecha de Perry no era el único de la ciudad, pero sí el más grande, el mejor y el más prestigioso, por lo que naturalmente Theron estaba invitado. Al fin y al cabo, era el presunto heredero del ducado de Tremontaine. Su madre y la duquesa también habían recibido sendas invitaciones, pero Sophia decía que la Cosecha era una de las noches más ajetreadas en la Ribera y tenía que estar disponible para atender los casos de quemaduras y heridas de cuchillo. Katherine había adquirido la costumbre de bajar a la hacienda que tenía en Fernway y festejar allí al estilo rústico… o eso decía. Se había llevado con ella a Diana y al bebé recién nacido.

De modo que Theron debía enfrentarse a las huestes de Perry en solitario. El de Perry era el banquete privado de la Cosecha más numeroso y tradicional. Habría una hoguera, a la que irían a parar unos muñecos hechos de paja del final de la cosecha, transportada desde las haciendas rurales de Perry. Todo aquello le parecía ridículo, mantener semejantes costumbres del campo en la ciudad, pero puesto que había empezado la estación otoñal, ni muerta se dejaría ver en el campo ninguna familia noble que pretendiera aparentar un ápice de estilo, de modo que respetaban la práctica aquí, en la ciudad. Los Perry tenían un patio enorme donde se podía hacer fuego sin peligro de que se prendieran los arbustos.

Y puesto que los Perry eran una vieja familia del norte, habría un Baile del Venado, ejecutado generalmente por pueblerinos nostálgicos que habían llegado a la ciudad en busca de trabajo, recreando las costumbres de su hogar: sosteniendo en alto astas ramificadas mientras brincaban al ritmo de las espeluznantes notas de caramillos y atabaques, entrechocando las cornamentas de ciervo para luego separarse de un salto.

Tras el combate fingido del Baile del Venado habría una pelea real, representada por profesionales armados con acero afilado. Los Perry siempre contrataban a los espadachines más reputados para su fiesta, y se sabía de invitados que, aunque generalmente reservaban su dinero para las mesas de naipes, lo habían perdido todo a una apuesta sobre el resultado del duelo de la Cosecha.

Entre medias de todo esto habría danzas, y comida suficiente para alimentar a una aldea durante una semana, y vino tinto endulzado con miel y clavo, lo que lo volvía

Tan suave que incluso aquellas personas abstemias por lo general inevitablemente acababan bebiendo más de la cuenta.

Y, por supuesto, al tratarse de las primeras semanas de la temporada, habría grupos de lozanas damiselas presentándose ante la sociedad de los adultos como parejas en potencia para sus hijos y herederos.

Theron decidió que cuando antes apareciera, antes se podría marchar. De ese modo, disfrutaría de la comida y de la hoguera, y se perdería los bailes y la depravación. No tenía nada en contra de la depravación en sentido abstracto, pero era muy estricto con los detalles. Además del resto de sus esplendores, el banquete de la Cosecha de los Perry era una velada célebre por los placeres que procuraba a los jóvenes solteros. Una vez cumplido su educado deber para con las hijas de las amistades de sus padres, pasaban a cosas más fuertes. Caldeada la sangre por el alcohol, las llamas y el espectáculo de los hombres que se embestían con astas rituales y acero real, sus siguientes pasos se encaminaban a buscar emociones igual de ardorosas.

Las madres sabían que el banquete de los Perry era el sitio ideal para dejarse ver, pero también sabían que convenía llevarse a sus hijas a casa después del duelo de esgrima. Las muchachas que se entretenían demasiado en casa de los Perry la Noche de la Cosecha se labraban fama de lanzadas.

Theron se apresuró a llegar a su hogar en la Ribera antes de la puesta de sol, le pidió a Terence que lo afeitara y se puso una bonita camisa limpia y un traje de excelente factura, de lana verde oscuro veteada de seda, el cual, señaló Terence, no había vuelto a ver la luz desde el baile de cumpleaños de la hija de los Lassiter. Debía de ser por eso que no se lo había vuelto a poner, reflexionó Theron; era un traje muy lindo, pero aquella había sido una fiesta agotadora. Lo habían asediado hijas casaderas cuyas madres les habían dicho que a los Tremontaine les gustaba la poesía. Se había refugiado en la sala de juego, donde había terminado perdiendo una considerable suma de dinero porque no se le daban demasiado bien las cartas. Siempre bebía más de la cuenta en esas ocasiones, y acostumbraba a perder la habilidad de sumar y restar cuando estaba ebrio.

Partió así, vestido con un abrigo de cuello de piel, botas recias, guantes, y un sombrero de ala ancha por si llovía. El sol se ponía sobre el río en un glorioso espectáculo escarlata y la brisa nocturna era seca y fría. En un brasero junto al puente, encendió la antorcha que había sacado de casa, y se iluminó personalmente el camino por las calles que tan bien conocía.

Una hora después llegó a casa de los Perry con el resto de los primeros invitados. Recogieron sus ropas de abrigo y lo escoltaron a un vestíbulo donde podría ponerse unos zapatos de andar por casa y dejar que un hombre le cepillara el cabello. Terence se lo había sujetado con una cinta dorada. Terence sabía de estas cosas.

Compartía el vestíbulo con uno de sus primos, Charlie Talbert. Habían asistido juntos a fiestas infantiles en la mansión Tremontaine, porque a la duquesa le gustaba portarse como era debido con las familias de sus hermanos y así se aseguraba, por el bien de Sophia, de que Theron siempre estuviera incluido en actividades normales a pesar de su vida tan poco ortodoxa. Theron y Charlie tenían pocas cosas en común, pero ambos se habían educado bien, y Charlie sabía que Theron probablemente sería el cabeza de familia algún día. De modo que lo saludó con afabilidad:

—¡Theron! ¡Me alegro de verte! Feliz Cosecha y todo eso. No temas aburrirte; el caso es que va a haber una pelea de verdad, un duelo decente, en el jardín después del Baile del Venado. Rupert y Filisand por fin se han decidido a ir a por todas.

—¿Cuál es la rencilla? —preguntó Theron.

Era el turno de Charlie de sorprenderse: le parecía completamente inconcebible que hubiera alguien en su círculo ajeno a esta información. Pero era lo bastante educado como para no decirlo.

—Éste es el caso —explicó—. Rupert le pegó una patada al caballo de Filisand antes de la voz de salida en casa de Penning… o al menos, eso es lo que dice Rowland… si hay que creerlo. Quiero decir, todo el mundo sabe que la hermana de Rupe le sacó una ventaja de narices en Karleigh, así que el chico tenía las susodichas hinchadas, no sé si me entiendes. Da igual. El asunto del caballo está ahí… Es un caso evidente, después de que Penning se hubiera chivado a Rowland, descaradamente, además. ¿Qué otra cosa podía hacer Filisand? Anunció el desafío justo después del Baile de la Rosa Blanca… Tú estabas allí, ¿no? Bueno, el duelo tendría que esperar hasta finales de verano, cuando hubiera vuelto todo el mundo, ya sabes… ¡No veas la de tiempo que ha tenido Rupert para morderse las uñas! Verás, la cuestión es que no tiene ni idea de a quién ha contratado Fili para luchar. Y ninguno de los amigos de Fili dice ni pío. Hay a quienes se les puede confiar un secreto. No como a algunos… Pero bueno. El caso es que ahí está el pobre Rupers, sin la menor idea de en qué espada gastarse el dinero: ¿debería volcar toda su paga en el mejor hombre de la ciudad, tan sólo para hacerle un cortecito de nada a Fili? ¿O debería animarse a dar él el tajo… un tajo con estilo, no te creas; nadie podría acusar nunca a Rupe de falta de estilo (aunque aplicado más bien a la decoración floral)… y arriesgarse a que el dichoso espadachín de Fili le corte la nariz?

Lo más asombroso, pensó Theron, era que entendía casi todo lo que estaba diciendo su primo. Menos lo de los caballos, pero eso en realidad daba igual. Sencillamente era incapaz de sentir el menor interés por la monta o las carreras. Sí que sabía algo de esgrima: la duquesa se había encargado de que le dieran clases durante años, igual que ella; pero, al contrario que ella, él no había seguido adelante. Y no disfrutaba particularmente viendo las peleas de otros.

—¡Maravilloso! —dijo, radiante como una moneda de plata recién acuñada—. Intentaré estar allí.

Charlie adopto la expresión de «no me puedo creer lo que acabo de oír» que él tan bien conocía.

Theron ensanchó aún más su sonrisa.

—¿Dónde están las bebidas?

Una hora más tarde, la sonrisa comenzaba a fallarle.

—Ojalá esto fuera un baile de máscaras —le confesó a una chica agradable a la que se había ofrecido a buscarle agua de flores.

La muchacha puso cara de estar al borde del llanto.

—¡Oh! —exclamó Theron, dándose cuenta de lo que había dicho a tiempo, esperaba, de remediarlo—. No por ti. Por mí. Sonreír todo el rato… ¿No te resulta cansado? ¡A mí sí!

—¿No estás pasándotelo bien? —preguntó con un hilo de voz la joven.

—Oh, estupendamente —se obligó a responder—, contigo.

Le buscó su bebida y bailó con ella dos veces, y entonces llegó el momento del Fuego de la Cosecha y el Baile del Venado. Se repartieron cestos con muñequitos cosidos entre los invitados.

—¡Cierra los ojos! —gorjeó su pareja—, ¡cierra los ojos y coge uno! —Theron metió la mano en la cesta y sacó una figura con una corona—. Oh, mira —dijo la chica—. ¡Has sacado el rey!

Theron lo levantó a la luz.

—Un reyezuelo. Me preguntó si será bueno o malo.

—¿No eran malos todos?

—No, señorita; todos no.

La muchacha lo miró como si acabara de soltar una ventosidad, antes de hacerle señas a una amiga:

—¡Amalie, mira, lord Theron ha sacado el rey!

La aludida se acercó con su acompañante.

—Qué suerte. Yo sólo he conseguido un compañero.

—Y yo. Qué rabia.

—En la antigüedad, todos los compañeros del rey eran reyes en potencia —explicó generosamente Theron, acordándose de algo que había leído en Hollis—. Sólo después del Juicio se elegía al rey entre ellos. De modo que el vuestro todavía podría ser rey, lady Amalie.

La joven estaba mirándolo ahora con la misma expresión que adoptara antes su amiga, pero sólo duró un momento, antes de abrir mucho los ojos en actitud de

Interés. (Theron podía imaginársela practicando delante del espejo hasta perfeccionar ese gesto a tiempo para su primer baile).

—Eso no lo había oído nunca. Lo de los compañeros. ¿Dónde podría aprender más al respecto?

—Yo lo leí en la historia del norte de Hollis. Pero un hombre con el que estudio, un doctor en Historia Antigua de la Universidad, está preparando un libro mejor.

El joven lord que la acompañaba intervino:

—Historia antigua… ¡herejía antigua diría yo! Reyes y brujos. —Arrugó la nariz—. Mejor olvidarlos.

—Ooh —gorjeó lady Amalie—, historia… todas esas fechas. Nunca fui capaz de aprendérmelas de memoria. Eso es algo que se os da mucho mejor a los hombres.

Después de esta conversación, Theron no tenía estómago para la hoguera, y menos para el duelo de espadas entre Rupert y Filisand. Le dio su rey de paja a su pareja para que lo tirara al fuego, ganándose así una sonrisa y una mirada capaz de derretir el acero que no se merecía en absoluto, y se retiró con una reverencia. Sintiéndose acosado, se escabulló del salón de baile a la mesa de refrigerios, donde se procuró un vaso de vino y un pastel de queso, y fue en busca de una habitación vacía.

Pensó que la había encontrado en la biblioteca; pero al asomarse a la puerta, vio una muchacha sentada en la mesa, rozando con las trenzas la superficie de un libro enorme que estaba leyendo. La joven levantó la cabeza antes de que él pudiera retirarse y dijo:

—Oh. Hola. ¿Tú también querías esconderte en alguna parte? Puedes pasar si quieres; aquí no viene nadie nunca.

Todavía era una niña, en realidad, regordeta y con aspecto de sentirse incómoda con su envarado vestido infantil de fiesta, con demasiados fruncidos. Theron vaciló antes de cerrar la puerta y sentarse enfrente de ella.

—¿Qué es eso? —preguntó la chica, examinando su tentempié con interés.

Theron partió el pastel en dos pedazos y se lo ofreció.

—Queso. ¿Quieres un poco?

La joven alargó una mano, la retiró, se ruborizó y sacudió la cabeza con gesto desdichado.

—A mamá no le gustaría —dijo.

—¿Por qué no? —preguntó Theron, divertido.

—No es de buena educación tomar la comida de otras personas —lo informó ella—. Además, estoy demasiado gorda.

Theron se rió.

—Medio pastel de queso no va a cambiar nada. Y no hace falta que tu mamá se entere. Cógelo. —Se quedaron sentados un momento, en amigable silencio, masticando; después Theron dijo—: No sabía que los Perry tuvieran una hija de tu edad.

—No soy una Perry —respondió la muchacha, con cierta indignación—. Pero mi madre es… de la familia de su madre. Lo cierto es que una de mis hermanas se llamaba Perry. Hemos venido de visita. Por eso estoy en la fiesta. La verdad, soy demasiado pequeña.

—¿Cómo te llamas? —quiso saber Theron.

—Frannie… Francesca, en realidad. ¿Y tú?

—Theron… Alexander, en realidad. Pero ése era el nombre de mi padre, así que no lo uso.

La chica se lo pensó.

—¿Entonces, puedo quedármelo yo?

—¿Qué, Alexander?

—Sí, me gusta. Creo que es un nombre excelente, y si tú de verdad no lo quieres, me gustaría tenerlo.

—Alexander te quedaría un poco raro.

Frannie se sonrojó y jugueteó con una trenza.

—No es para mí. Es para un… amigo. Bueno, no es una persona de verdad. Es una cosa que estoy escribiendo.

—De modo que eres escritora —dijo Theron. La muchacha lo miró con desafío. Theron reconocía esa expresión: él mismo la utilizaba aún cuando, acorralado, debía admitir que escribía poesía. Lo peor que podría hacer era sonreír; lo segundo peor, decirle que él también escribía—. Bien —dijo—. ¿Qué estás escribiendo ahora?

La expresión desafiante se diluyó en el asombro hasta convertirse en afán.

—Una aventura —confesó la pequeña—. Voy a meter un espadachín. Había planeado colarme fuera y espiar, aunque mamá me lo haya prohibido terminantemente. Pero ahora creo que se está bien aquí. Además, mi abuelo dice que los espadachines ya no son lo que eran. ¿Alguna vez has visto a uno de los buenos?

Theron estuvo a punto de objetar que él no era ni por asomo tan mayor como su abuelo, quien bien podría haber visto a figuras como Harding, o incluso De Vier… pero se contuvo. Richard de Vier había sido el primer amante de su padre, y el más conocido. La casa donde vivía Theron había sido originalmente la idea que tenía su padre de un chiste: un palacio urbano en la Ribera, construido hacia fuera a partir del ruinoso edificio antiguo donde había vivido con Richard.

Por este motivo, la gente a veces esperaba que Theron sintiera algo más que interés por los espadachines. Por este motivo, los evitaba escrupulosamente. Pero, de hecho, Theron había visto a Richard de Vier.

—Sí —le dijo a Francisca—. Cuando era pequeño. Solía despertarme por las noches, cuando brillaba la luna, porque podía oír golpecitos en la pared. Como una gota de lluvia muy pesada, acompasada y constante; duraba un rato, y después paraba, y empezaba otra vez, a veces deprisa, a veces despacio. Una noche, me levanté para ver de dónde venía. Seguí el sonido hasta una habitación al final del pasillo. Las ventanas estaban abiertas. La luz de luna entraba a raudales. Y vi a un hombre practicando con la espada contra la pared, golpeándola una y otra vez. Eso era lo que producía los golpes. No lo reconocí. Mi madre no tiene espadachines; no activos, al menos. No dije nada, y él no reparó en mi presencia; sencillamente siguió practicando.

—A lo mejor era una visita.

—A lo mejor. A menudo ha pernoctado gente en nuestra casa. Pero he aquí lo más extraño. Cuando volví a la habitación al día siguiente, había todo tipo de sillas, mesas y cosas que no estaban allí la noche antes… De hecho, era un cuarto que conocía perfectamente.

Frannie envolvió los brazos con fuerza alrededor de sí misma.

—¿Quién era? —exhaló.

—Al final se lo pregunté a mi madre. Al principio no respondió. Luego me contó que era alguien que había vivido en la casa hacía tiempo, y a quien le gustaba regresar a veces; y que a ellos no les importaba, así que yo no debía importunarlo.

La niña soltó un bufido.

—Bueno, por lo menos te contó algo. Espero que interrogaras a los criados.

Theron sonrió.

—Así lo hice. Le pregunté a mi yaya. Respondió sin dudarlo. De Vier, dijo. El mayor espadachín que haya vivido jamás. Él tenía que ser.

—¡Ay, cielos! ¿Volviste?

—Eso creo. Seguro que sí.

—¿Cómo es posible que no te acuerdes? —lo regañó la pequeña.

—Porque era como un sueño. La luz de la luna, y el hombre, y yo de pie en el umbral… Recuerdo haberlo observado, pero todo me parece un largo sueño. No lo oía todas las noches. A veces pensaba que eran imaginaciones mías, pero luego empezaba de nuevo. Quería encontrarlo de nuevo porque quería pedirle que apareciera de día para variar y se encargara de unos niños de la calle que siempre me hacían jugar a los huesitos con ellos, pero me obligaban a poner dos por cada uno de

Los suyos. —La niña hizo un ruidito para indicar que lo comprendía—. Pero o bien no fui, o no hablé con él si lo hice. A lo mejor mejoré a los huesitos y se me olvidó.

—¿Todavía lo oyes?

—No. Hace años que no lo oigo.

La muchacha se estremeció de placer.

—Daría lo que fuera por ver un fantasma. De día, al menos. Meteré uno en mi libro. Pero no el de un espadachín, o la gente pensará que te lo he robado.

—No lo creo, la verdad. Eres la primera persona a la que se lo cuento.

—Después de tu madre y tu yaya.

—Eso mismo.

Una sonrisa se encendió en el rostro de la niña como una polilla, polvorienta, frágil y no muy bonita, pero tentadora en su fragilidad.

—¿Estás seguro de que eres un hombre? —le espetó de improviso.

Theron se rió, sin ofenderse.

—Seguro. ¿Lo dudas?

—No hablas como mis hermanos o mi padre —le explicó la joven—. Y mira tu pelo. Los hombres no llevan el pelo largo.

—Los hombres de la Universidad sí. Es un distintivo.

—Mamá dice que la Universidad es un sitio muy malo que fomenta el vicio en los jóvenes. —Apoyó los codos en el libro vicio—. ¿Tú tienes algún vicio?

—Claro que no… Bueno, sí, supongo que tu mamá diría que sí. No son muy malos, ni muy interesantes, y no pienso hablarte de ellos, así que no te molestes en preguntar.

—Ya sabía yo que no —dijo resignadamente Frannie—. ¿Estás casado?

—No —dijo Theron, sorprendido—. No estoy casado.

—¿Te gustaría estarlo?

—No lo… No. Ahora mismo no.

—¿Por qué no?

¿Por qué no? Se lo pensó un momento, y otro. La niña esperaba pacientemente, porque quería saberlo de veras. Theron pensó en todas las cosas que posiblemente eran ciertas. Pero para confiárselas a la pequeña, tendría que hablar de tediosos asuntos de adultos como el deber y la responsabilidad. Aunque ella lo entendiera, probablemente ya tenía bastante de eso en su casa.

Intentando ayudar, Frannie sugirió:

—A lo mejor es que todavía no has conocido a la persona adecuada.

Pero es que sí la he conocido, pensó Theron. Y entonces supo qué decirle:

—Estoy enamorado de otra persona. Alguien con quien no puedo casarme.

La pequeña suspiró con el inocente embeleso de una romántica.

—¡Ay, cielos… menuda tragedia! —Tímidamente—: ¿Te gustaría hablarme de ello?

—¿Para que puedas escribirlo? No. —El rostro de la pequeña reflejó su desilusión. Para evitar que se le escapara la risa, Theron le preguntó—: ¿Y tú?

—La verdad, no creo que me case. No soy lista ni bonita, no se me dan bien las cuentas ni coser. Lo único que sé hacer es inventarme historias, y así no se consigue un marido. —Hablaba con absoluta certeza.

—Se consigue si a él le gustan las historias —señaló Theron.

—Las historias son para los bebés —entonó ferozmente la niña, una lección que la habían obligado a aprender—. A los niños les gustan los cuentos. A los hombres no.

—A algunos sí. Y luego están los estudios de historia: son todo cuentos, y los hombres se pasan años estudiándolos en la Universidad.

—¡Sí, pero son ciertos! Eso es total, completamente distinto. —La pequeña escondió la carita en las manos, y Theron comprendió que, después de todo, se las había compuesto para traicionarla de alguna manera. Desearía no haberlo hecho.

La muchacha se controló, enderezó la espalda y le tendió la mano por encima del libro.

—Ha sido un placer conocerte, Theron… lord Theron, quiero decir. Espero que pases una velada agradable.

Theron hizo una reverencia y dijo:

—Y vos, lady Francesca. Os deseo todo el éxito del mundo con vuestra obra. —Eso le arrancó una sonrisa a la niña; impulsivamente, añadió—: Dentro de unos años, cuando lleves el pelo recogido y te presenten en sociedad, espero que me invites a tu primer baile. Mi nombre completo es Alexander Theron Tielman Campion, milady, a vuestro servicio.

La idea de esa chica encorsetada de encajes y puesta en el mercado dentro de tres o cuatro años deprimió a Theron por completo. Se preguntó si su madre y sus hermanas conseguirían quitarle de la cabeza todas las «tonterías» acerca de las historias para entonces, o si la joven seguiría dejando perplejos a sus compañeros de gala hablando de ello. No sabría decir qué destino sería más gentil desearle. Sintió el impulso de llamar a Sophia para que rescatara a esta niña, como tan a menudo había rescatado de la pobreza a huérfanos callejeros y pinches de cocina. Pero la pobreza de espíritu no era lo mismo, ¿verdad? Él mismo la había combatido con éxito, buscándose una vida que satisficiera las necesidades de su mente y su espíritu, pese a

La oposición de su prima y sus pares. Pero las circunstancias a las que se enfrentaba el hijo de Sophia no eran las mismas a las que debía hacer frente la hija de un noble.

Se quedó fuera de la puerta y pensó en ir a buscar algunos pastelillos y almendras garrapiñadas que ofrecerle a Frannie. Pero ésta había cerrado la puerta con amable determinación, como una reina dando a entender que la entrevista había terminado.

De modo que Theron volvió al salón de baile y lo cruzó hasta llegar a la esquina del conservatorio donde los jóvenes estaban compartiendo whisky, integrándose en la comunidad de segregados bebedores, para lo cual no se necesitaba mucha conversación, ni educada ni de ningún otro tipo. Allí estaba el heredero de los Randall, el joven Clarence, y Sebastian Hemmynge, que asistía a clases de geografía cuando estaba sobrio; Ralph Perry, el hijo de la casa, y Tom Deverin, que había venido a pasar su primera temporada en la ciudad. Theron empujó a Deverin a un lado en el banco de piedra, aceptó la botella de whisky y pegó un trago adormecedor.

Clarence Randall se puso de pie, volcando la maceta de un helecho en el proceso.

—D’ría volver ahí dentro —dijo—. M’re querrá saber dónde estoy.

—Oh, venga, Randall, no seas tan faldero —dijo Hemmynge—. Deja de buscar a tu mamá; salgamos y busquemos mujeres de verdad.

—¿Estás insultando a mi madre, Hemmynge? —Randall era un joven apuesto, de hombros poderosos y piernas musculosas. Era su primera estación en la ciudad, y se notaba.

—Lord, no. Estoy espesf… específicamente no insultándola al no mezclarla con la clase de mujer que uno sale a buscar en… en nuestro estado.

—Yo no estoy borracho —dijo embarulladamente Randall—. A lo mejor tú estás borracho, pero yo no.

—Nadie ha dicho que lo estuvieras —medió Deverin.

—Que no está borracho. ¡Randy! —se carcajeó Hemmynge—. Mira esto… Soy un erudito de la Universidad. —Se alisó el pelo rubio, que le cayó suelto por debajo de los hombros.

—¿Qué tiene que ver eso con cómo te cuelga la minga? —se ofuscó Perry.

—Cierra el pico, Perry. Te lo estoy explicando. Porque el año pasado, DeCloud nos lo explicó todo a nosotros. Lo de la época de la Cosecha. Es cuando mataron al rey.

—¡Ay, Dios, es verdad! —dijo Randall—. Mi tátara… tátara algo… el tuyo también, Campion, y probablemente el de Perry igual… mataron al rey en otoño. ¡Quizá no sea un «erudito de la Universidad», pero hasta yo sé eso!

—Tú no sabes un carajo —dijo Hemmynge—. El duque David lo mató en primavera. ¡Por eso celebramos el Festival de Primavera, idiota!

Theron bebió otro trago para evitar que se le escapara la risa. No estaban mal, estos tipos. De verdad que no.

—Como sea, se trata de un no sé qué simbólico —continuó Hemmynge—. Sexo, eso es lo que es. Tenemos que salir y templar el acero de nuestra potente virilidad… ¡Regar la tierra con nuestra simiente, por el bien de la cosecha!

Deverin rodeó a Theron con un brazo de satén rosa.

—Ve tú delante. Yo me quedo para templar mi acero con Campion, ¿eh, Theron?

—No. —Theron se zafó de él—. Yo también me marcho.

—Pensaba que no…

—¡Oh, sácate el heno de las orejas, Tom! —aulló Hemmynge—. Doña artista, ¿recuerdas?

Theron le lanzó la botella para que se callara. Funcionó.

—Bueno, vale. —Randall se puso de pie—. Si vamos a irnos, vámonos ya.

—Vamos —se hizo eco Deverin, no sin cierto recelo—. ¿Quién se viene?

Se juntaron en un grupo abigarrado.

—¿Adónde? ¿A casa de Madge la Gorda?

—No puedo ir a casa de Madge —objetó Perry—. Tiene una chica que se cree que es mi dueña.

—Oye, Theron —dijo Hemmynge—. Llévanos a la Ribera, he oído que allí hay un montón de chicas baratas.

Las había. Algunas de las que acudían a ver a Sophia para abortar o tomar el té le preguntaban incluso cuándo pensaba llevarles a algunos de sus ricachones amigos para levantar el negocio. Pero Theron dijo:

—Está demasiado lejos. Y está lloviendo.

—¿Qué tal las chicas de la cocina, entonces? —insistió Hemmynge—. A lo mejor no dicen que no a unas carantoñas.

—Y a lo mejor mi madre me mata —se indignó Perry—. ¿En qué clase de casa te crees que estás?

—Bueno, pues entonces, a ver a Madge —concluyó Randall—. ¡No te preocupes, Ralph, ya entretengo yo a tu chica!

Salieron a la calle lluviosa, firmemente embozados en sus capas para resguardarse de la humedad. Se cruzaron con otros celebrantes, chisporroteando sus antorchas. Theron estaba pasándoselo bien; salir sencillamente a beber y divertirse con más gente tenía su atractivo.

En casa de Madge la Gorda, las mesas estaban cargadas de frutos de la cosecha, pintorescas jarras de barro llenas de vino y figuritas de paja tejidas con formas que no dejaban lugar a dudas sobre el propósito de las festividades. El salón estaba atestado; mucha gente había salido a pasárselo bien esa noche. Theron cambió del whisky al vino y se dedicó a comer uvas mientras veía cómo sus amigos elegían a las chicas.

—¿Qué pasa contigo? —le preguntaba insistentemente una mujerona, pero él la espantaba como si fuera una mosca. Igual que una mosca ella seguía insistiendo, hasta que al final le dijo—: ¿Prefieres un chico, entonces? Tengo un chico muy lindo, bajará dentro de un momento. O de dos —se carcajeó.

—Gracias —dijo educadamente Theron—, pero ya tengo uno.

Madge se rió.

—Seguro que sí, dulzura. Tú siéntate aquí y dame un achuchón, que ya llegaremos a lo que te gusta.

Le invadió el regazo con su inmensa presencia y sus capas de faldas. La mujer olía a masa en el horno. Sus pechos eran gigantescos y blandos, y Theron los mordisqueó como experimento.

—¡Está loca por ti, Theron! —bramó Hemmynge.

En la mesa de al lado, un hombre con la melena arreglada en una decena de finas trenzas se rió y dijo:

—Siempre trata igual a los chicos nuevos. ¡Espera a que te conozca!

Madge se contoneó en el regazo de Theron.

—No me irás a decir que no te gusto —arrulló— cuando puedo sentir que sí.

—Jamás contradiría a una dama —dijo Theron, sin aliento.

—Mira tú qué educado. Como veo que eres nuevo por aquí, y además guapo, te voy a dar una pequeña muestra de hospitalidad. —Bajo el enorme volumen de sus faldas, le palpó diestramente las calzas, se las desabrochó, y se las arregló limpiamente para que Theron pudiera catar la mercancía.

Cuando el muchacho se volvió a sentar, derrengado, Madge jugueteó con sus cabellos, que de alguna manera se habían escapado de la cinta dorada.

—Un caballero dotado, sin duda. ¿Tienes alguna moneda en tu bolsa para invitarme a una copa de vino o un recuerdo de la cosecha?

Theron buscó su monedero y encontró… nada. Había desaparecido, sin que supiera cómo había ocurrido, ni cuándo. Se sintió enrojecer de vergüenza y rabia. Era un chico de la Ribera: criado entre pillos y antiguos cortabolsas, se sabía todos los trucos, y dónde guardar su dinero a salvo. Nunca nadie, jamás, le había birlado antes

La bolsa, ni en la Ribera ni en ningún otro sitio. Pero aquí, en este «respetable establecimiento», le habían robado.

—¡Has sido tú! —rugió, ignorando el hecho de que si Madge le hubiera quitado la bolsa, no le habría llamado la atención sobre ella—. Puta ladrona… puta ladrona…

Estaba gritando, y un par de grandullones estaban sacándolo a rastras por la puerta. Pataleaba y maldecía, pero ellos no se inmutaban. Resbaló por la calle empapada, calándose las rodillas en un charco turbio. Un antorchero llegó corriendo hasta él con una tea humeante.

—No tengo dinero —dijo Theron, pero cuando el chico ya se daba la vuelta, recordó—: No, espera, tengo dinero en casa.

—Ya, tú y tu hermana.

—No tengo ninguna hermana, bribón. Alúmbrame hasta mi casa en la Ribera, y te pagaré cuando lleguemos allí.

El muchacho escupió.

—¿Estás majara? No pienso ir allí.

—Pues dame la maldita antorcha, por lo menos.

—¿Gratis? Claro, payaso.

Theron se quedó plantado como un memo mientras el muchacho se perdía en un callejón. La noche era negra como el interior de las tripas de un puerco, fría y húmeda.

Pero si empezaba a caminar cuesta abajo, tarde o temprano llegaría al río, y luego podría encontrar el puente que conducía a la Ribera. Lo cual hizo, para llegar a su puerta particular tambaleándose con las rodillas de goma cuando el cielo empezaba ya a clarear. Encontró su llave en otro bolsillo, lo que le ahorró la indignidad de tener que despertar a toda la casa para entrar. No había nada que pudiera hacer con las calzas estropeadas, de modo que las dejó en el suelo para que Terence las encontrara, con la esperanza de que el hombre se apiadara y no hiciera ningún comentario por la mañana.